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sábado, 19 de enero de 2019

Casamiento accidentado


   

  Había amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba m’hijo, el menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas ya casi secas de los árboles, en la plaza principal. Asomando entre los cerros arrancaba reflejos dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.
Los preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los vestidos, el traje del muchacho, la iglesia, ¡la fiesta! Me he pasado firmando boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado ¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos casaba.
Pensar que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Pa´que tuvieran mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El cura decía que estábamos en pecado, que pa´casarnos teníamos que confesarnos y arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡pa´ nosotros fueron un regalo!
Siete muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El  mayor y el menor ¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al principio me opuse:
—¡No señor, qué casorio ni casorio,  es muy gurí, tiene tiempo, que viva un poco primero!¡Tiene tiempo!
Pero no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:
—No es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!
Y ¿qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los muchachos!
Bueno, la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—, el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando sucedió la hecatombe!
Abriéndose paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.
Dirigiéndose al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que se casaba era el padre de esos tres gurises Y ahí nomás se suspendió el casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando. El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó. Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada, m´hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.
—¿Conocés esta mujer? —le pregunté indignado.
—Yo no la conozco, ni sé quién es  —¡me dijo delante de ella! ¡Qué indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…
—¿Quién es este hombre? —dijo la morena.
—Cómo quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.
—¿Qué dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!
—¿A sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es m´hijo?
En medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, m´hijo mayor, que andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice, mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros dos.
—¡Tina! ¿Qué hacés acá?
—Me dijeron que te casabas…
—¿Yo?
—Me dijeron…
Él le dio un beso y le dijo:
—Zonza, yo ya me casé contigo.
—Entonces vos… —le dije al Hugo.
—Sí papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y estos son sus nietos.
Hubo que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y los invitados no se habían ido esperando para ver como terminaba el  lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita fuimos todos a la iglesia.
Mientras el cura les hablaba a los novios, yo que era el padrino miré para la primera fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba, pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a pensar que a ellos habría que armarles sacamiento y bautismos. Me gustó eso de tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de Peñarol! Si, otro casamiento en puerta.
 Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel  de abril, hacia la tardecita se oscureció un poco.

Ada Vega - edición 1995

martes, 15 de enero de 2019

Para que un hombre me regale rosas


Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.
Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol.

A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía.

Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.

Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre.

A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.

II

Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.

Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.

No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.

Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.

IIl

Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa.

lV

Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.

De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.

Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura.

V

Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.

El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.

Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.

Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe.

Vl

El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.

Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.

Vll

Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:

¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!

¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!

VIII

A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.

Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosas . Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:

— ¿Te das cuenta Mariana?,
¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regale

Ada Vega, edición 2001

domingo, 13 de enero de 2019

Volvió una noche




—Norita.
—¡Negro!
—No llores más.
—Negro…
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme?
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí?
—Te extraño.
—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más?
—Qué fácil lo ves vos.
—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica.
—No sé qué hacer. Estoy desorientada.
—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda?
—Pero ¿y vos?
—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra.
— ¿Te querés ir?
—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y…
—Y no tenés ropa. ¿Andás asi por la calle?
—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz.
—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo.
—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo.
—¿Que me gusta a mí?
—Si, esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa.
—Ah, sí, la cumbia.
—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida.
—Sí, indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho…
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo.
—A ver, a ver, esperá un poco, no sé si entiendo bien. ¿Vos me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un rayo?
—No tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde "vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja " y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra.
—Entonces viniste por vos.
—Vine por los dos.
—¡Esto nadie me lo va a creer!
—Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer, es sólo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez!
—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar ¡que te querés ir de una vez!
—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que no tendrás problemas.
—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza.
—Trabaja, querida. Búscate un trabajo.
—Pero vos nunca quisiste que trabajara.
—Eso era antes, cuando yo estaba en casa.
—Mirá que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente sos un ser supremo!
—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá.
—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes…
—¡No te acerques!...no me puedes tocar.
—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos el de ayer.
—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas.
—¿Nimiedades…?
—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para que insisto en explicarte. Es tal la diferencia que existe entre los dos que tú, pobre criatura humana, no puedes entender!
—Che, Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de lositas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me salvara de tu mandato ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Vos te podés imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escuchame, ¡no volvió Gardel! a confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos ¡y volviste vos! Vos tenías que volver o volver. Y lo primero que me decís cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia es que me levante a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, decime Negro: me quedará tiempo para bañar al perro. Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con ojos de fuego "y te arrastre hacia "la fosa de los círculos concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan las alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul! 


Ada Vega, 2003 

sábado, 12 de enero de 2019

Che, mozo!!



Hace unos días me encontré con el Bebe Neira, de pura casualidad. Yo venía caminando por Zudáñez hacia 21 de Setiembre y él subía a la inversa, por la misma acera.

 Lo conocí de entrada. Alto, flaco, medio desgarbado y como siempre: distraído. Venía de cabeza gacha pensando, tal vez, en bueyes perdidos vaya a saber dónde.
Al enfrentarnos ni me miró. Si no le hablo y lo tomo de un brazo ni se hubiese enterado. Se sorprendió cuando detuve su paso y lo saludé.
—Qué hacés Bebe —le dije. Él también me reconoció.
—Hola, Tito. Se quedó mirándome.
—Qué bien que estás —me dijo y me reí.
—Bien viejo —le contesté. Lo invité a tomar algo y fuimos conversando hasta el Chez Piñeiro.
Con el Bebe nos criamos en Punta Carretas, cuando en Punta Carretas había potreros, era considerado un barrio marginal y a mis primos de Pocitos no los dejaban venir a jugar a mi casa porque vivíamos frente a la Penitenciaría. El Bebe tiene unos años más que yo. Me acuerdo que corrían los años cuarenta, el mundo estaba en guerra y él se vestía como un dandy. Y yo, con mis largos recién estrenados, le envidiaba la pinta, la carpeta y aquel andar de rango que tenía al caminar. Entonces era un botija apurado por llegar a los veinte, para ser como él. 

De todos modos me fallaron los cálculos: la noche, y el misterio que encierra su bohemia, nunca la alcancé a vivir. Me casé a los veinte, antes de Maracaná, a las diez de la noche ya estaba roncando. Entraba a las seis de la mañana a la fábrica de vidrios que estaba en la calle Asamblea, entre El Buceo y Malvín. Iba en chiva a laburar. Mi mujer me acompañaba hasta la puerta, redonda la panza, esperando el primer hijo. Y un día, sin darme cuenta, entre pañales y sonajeros, me olvidé de mis sueños de compadrito. Mi vida tomó otro rumbo y aunque seguimos viviendo en el mismo barrio, con el Bebe, nos vemos muy de tanto en tanto.
Ese día en el Chez Piñeiro me habló de su soledad. No le quedaba familia, no tenía amigos. Se quejó de que el barrio ya no era el mismo. De no entender el cambio tan abrupto —según él—, que había tenido la vida en Montevideo. De no encajar en ninguna parte —decía. Extrañaba la vida que vivió en su juventud. Se encontraba perdido. No comprendía a los jóvenes. No soportaba a los viejos. Me di cuenta entonces, que en el intento de recuperar la vida que se fue, estaba dejando su propia existencia. De tanta queja que le oí ese día, pensé si no estaría volviéndose loco. De modo que traté de poner un parate a sus quejas y a su mal humor. Comprendí que el Bebe se había quedado en el tiempo, seguía viviendo en el pasado, en el arrabal de su juventud. Así que apuré mi copa y la cátedra de boliche, ese día, la encaré yo.
—Y bueno Bebe —comencé diciendo—, la historia es así. La vida, a la corta o a la larga, se cobra. Ya no tenés veinte abriles. El arrabal malevo, se fue. Ya no existe. Se fue el arrabal que hablaba de amor, el arrabal amargo, el barrio arrabalero y la luna de arrabal. Me extraña tu desconcierto Y no me vengas con que no te avivaste, que tiempo tuviste de sobra. ¿Que los años se fueron sin darte cuenta? Y a mí también se me fueron. Quién te dijo que los años iban hacer una gambeta para esperarte. La vida es una ráfaga que llega, pasa y al final te lleva. Aunque a su paso, si demostrás interés, te va enseñando a vivir. Con paciencia, sabés, y mano dura ¡eso sí! casi siempre con mano dura. Si pusiste un poco de atención, lo que aprendiste en esos años no se te borra nunca más. Es un catecismo. Con ese único diploma tenés que salir a lucharla. Y no es fácil, si lo sabré yo. Cuando a los veinte años te llevás el mundo por delante, las minas se te regalan, los amigos te sobran y pensás que sos un crack, se cruza una gurisa que te mira despectiva sobre el hombro y que es, justo, en la que vos te emperrás. Antes de los veintidós ya estás casado y esperando el primer hijo. Ahí se terminó la farra. De ahí en adelante la vida te empieza a exigir cada día más. Si tuviste la suerte de encontrar una buena compañera, vas en bondi para triyar el largo viaje de los cincuenta años que te esperan. Pero la suerte, fijate vos, no siempre cae boca arriba. Por eso a la vida hay que saberla manejar. Tenemos la obligación de administrarla bien si esperamos, al final, contar con algún respiro. En sus idas y venidas la vida nos empuja, nos arrastra, nos vapulea. Y en medio de esa vorágine debemos edificar nuestro propio destino. O por lo menos intentarlo. La vida es un compromiso que no nos queda otra que aceptar.Y vos, Bebe, la viviste tranqui, qué querés inventar ahora. Entiendo que estás solo, abatido, amargado, pero a vos se te olvidó sembrar, tenés que reconocerlo. Creíste que los veinte abriles no se iban a terminar nunca. Barajaste la vida con los comodines a favor y, claro, se te dio siempre la buena. Por miedo a perder nunca arriesgaste. Te supiste ganador y a tu manera lo fuiste. Yo me acuerdo, cuando vivía tu vieja, verte gastar la vereda de tu casa hasta el boliche. Quedarte en la esquina las horas largas “por si pasa la de ayer”, o a la espera de algún datero antes de arrancar para los burros. Así se te fue la vida: entre dados, naipes y tungos. Campaneando a las pibas, pero sin comprometerte. Fuiste un maestro de la jerga rea. Timbero de ley, le escapaste siempre a la cana y eso que en más de una ocasión, después de una timba brava, te supiste batir a cuchillo con más de un perdedor. Eras un ídolo. La muchachada del boliche aquel, te admiraba. Siempre de pinta. Los zapatos relucientes, la camisa remangada impecable; la corbata floja sobre el cuello desprendido, el Borsalino en la nuca y el cigarrillo recién encendido. Sí, fuiste un ganador. Cosechaste amores, ilusiones, desencuentros, en los corazones de las muchachas fabriqueras que veían en vos al galán inalcanzable. Superhéroe que sólo recibió sin dar ni prometer nada. Te conformó siempre el amor al paso. Jamás dejaste un seven eleven por una cita, ni perdiste una tarde maroñense, por un clásico en el Centenario. Y fuiste buen bailarín. Vaya si lo fuiste.Te floreaste en las pistas cuando a Montevideo venían los monstruos aquellos de Buenos Aires: las orquestas famosas, los cantores de la Época de Oro del tango. Nochero viejo: te tomaste la vida de un trago, se te piantó el chamuyo y te quedaste sin letra. Y hoy te asombra encontrarte solo. Extrañado, recién te das cuenta que el barrio malevo no existe. Que las novias no esperan en los zaguanes. Que ya no hay zaguanes. Que los tranvías dejaron de rechinar y que la juventud, aquella, se fue. Mientras vos barajabas, rompías boletos, abrazabas el sabó; tus amigos se casaban, formaban una familia. Vos te distrajiste, perdiste el tren. Te quedaste en la estación. Se durmieron en tus manos las cuarenta del mazo; se mancaron los burros al doblar el codo en la pista de tu vida; los huesitos te echaron barraca. Se ensombreció tu vida en la noche larga de los años y no sabés qué hacer. De tanta mujer que pasó por tu vida, ninguna te sirvió para hacer patria. Y recién te desayunás que los guapos, los malevos y la luna de arrabal, ya fueron. Que los conventillos, las calles empedradas, los buzones esquineros y los carreros de clavel en la oreja, siguen vivos sólo en el corazón de los que somos del treinta. Hoy, los nietos de tus amigos de ayer cantan en inglés, estudian chino y escriben en windows. Si te oyen cantar un tango te miran con lástima. A ellos, que escuchan su música en MP3, cómo les vas a hablar de la victrola Sondor donde, por los años cuarenta, escuchábamos embobados los tangos de Arolas. No podés. Estamos transitando el siglo XXI, entedés. Sí, ya sé que te cuesta entender. Pero aclarame una cosa, donde estuviste todo este tiempo. En qué arrabal, perdido del ayer, te quedaste dormido. Cómo dejaste que la vida te pasara por encima sin, siquiera, despertarte. Y me decís que estás sólo, abatido, amargado… ¡andá…!
¡Che, mozo!... serví la vuelta.


Ada Vega, 2009 

martes, 8 de enero de 2019

Los pumas del Arequita



       Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día,  ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
 Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía,  un caballo pampa y un  montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
 Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo  lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros,  mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El  indio, mientras  daba vuelta  el  amargo le dijo:
 —Una  hembra de puma, será.      La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho  quedó pensando  que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían  entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba   algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
 —Vi un puma —le dijo.
 —Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
 —Vi un puma  —le repitió él.  
  —Es una mujer —le insistió ella.
 —¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
  La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
 —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del  amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
        
    —¿Y qué mal les hace un puma?
    —Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar  de cachorros.
   —¡Ojalá!
   —Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
   Una noche, mientras  meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera  —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo,  ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
 El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros,  yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
  Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la  muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo: 
   —La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
  —¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
  —Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
 El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance  del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
  —No la busques más  —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó  el calor de  la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su  compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre  y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
         El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera  sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma.

         Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan  de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.
Ada Vega, edición 1999 

viernes, 4 de enero de 2019

El Oriental

     


      Hace algunos años, cuando aún conservaba la espalda fuerte y las manos firmes, recorrí el litoral trabajando de siete oficios. Entonces los años eran pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa días y días, durmiendo en grupa sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía fronteras y yo era dueño del viento.
     Tiempos aquellos en que fui amo de mis horas, en los calientes veranos en que el sol reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos inviernos se quebraba en los esteros  bajo los cascos de mi zaino malacara. Otros tiempos.
     En una oportunidad en que andaba desnortado, sin rumbo fijo, después de vadear el Río Negro entré en campos de la "heroica", cerca de Piedras Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se extienden a lo largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de llegar conocí a un cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer, de su propiedad. Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de Paysandú, orillando el Queguay Grande.
      El cabañero y su familia se dedicaban a la cría de caballos de carrera y al perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la adquisición de Lucky Boy, un semental inglés gran campeón incorporado al Haras hacía un año, se esperaban con gran expectativa las pariciones de primavera. Aquella mañana de octubre se presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos casi en la madrugada intentaban los primeros pasos junto a sus respectivas madres. 
      En uno de los box, asistida por el veterinario, el propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera, una yegua que había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos records, aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario auscultaba a la yegua con el ceño fruncido, que dejaba entrever una velada preocupación. De todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al mundo un potrillo perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
       Quienes presenciaron el nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría opacada por la seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le encontraba un  problemita en el corazón que lo imposibilitaría de todo esfuerzo, y sería por ese motivo exonerado de pisar las pistas de carreras. Fue bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de doce y catorce años que, al igual que su padre, tenían gran apego por los caballos. Desde muy temprano andaban esa mañana visitando a los recién nacidos  que eran, sin lugar a dudas, hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se encontraran presentes cuando el nacimiento de El Oriental y la comunicación de su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que se sintieran apenados y decidiera que tal vez si ellos le proporcionaran un cuidado especial el problema no sería tan grave.
 Así se lo comunicaron al padre que a su vez les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente buena salud.
 Cumplido los seis meses El Oriental fue destetado y con otros potrillos sacado al campo donde vivió con naturalidad corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
     Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para la venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles  gusto a sus hijos, dejó el cabañero que El Oriental integrara el lote que entregó al cuidador, convencido de antemano, de que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras para lucirse en el Deporte de los Reyes.
     Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los Pura Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios hermanos por su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable inteligencia y docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las dificultades del aprendizaje y correr con gran elegancia y elasticidad. 
       Para la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros: Tejano y Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado, volvieron al ataque con el argumento de que durante sus dos años el potrillo  demostró perfecta salud, su entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía por lo tanto que se lo dejara de lado.
       —Muchachos —les dijo el padre, El Oriental no puede correr, el corazón no le va a dar. No tiene corazón para una carrera donde corren los mejores pingos. De todos modos ellos insistieron:
       —Tiene corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene alma, papá! Y el hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y el potro fue anotado para la reunión tan esperada.
        A pesar de que aquella temporada El Oriental aparentaba ser el mejor producto entre los dosañeros del  Amanecer, la gente del haras no le tenía confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos una buena performance del potrillo, y quienes opinaban que para la carrera en ciernes al potrillo le faltaba corazón.
      Sin embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó desde el vamos. A penas nació le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho hablar, apoyé en todo a los hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo apadrinaron y depositaron en él toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo siempre, observando sus vareos cronómetro en mano. Cuidándolo como a un príncipe. Ellos eran los verdaderos dueños de El Oriental y pretendían esa sola carrera de debutantes. Después, le habían prometido al padre que lo retirarían de las pistas. Pero en esa carrera iban a demostrar que el puro tenía corazón y alma como para compartir la gloria de los grandes ganadores clásicos.
        Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos aprontes y que figuraba, entre los entendidos, como decidido líder. La tarde de la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en el aire cientos de boletos rotos.
     Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de admiración. Principalmente aquel  Otelo, rey de reyes, llamado El Oriental que paseó su estampa despertando comentarios.
     Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los potrillos en sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos salieron agrupados como un malón. 
      El Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por El Oriental, a 300 metros el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras El Oriental corría achicando ventaja. Faltando 500 metros El Oriental se abre solo a tres cuerpos de Tejano peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del Disco se le aparea y pasan juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final de bandera verde.
       El Oriental se estira, no toca el suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro de alas invisibles cruza como un viento ante la multitud que grita su nombre:¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en el supremo esfuerzo de dar el resto al noble bruto lo sorprende la huesa y rueda con el corazón partido, sin saber.
        Maroñas enmudece. Miles de ojos atónitos observan. Un silencio de plomo cae sobre la multitud que por un instante detiene la respiración. Y en ese milésimo de segundo y ante la vista azorada de los aficionados que no pueden  creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo pura garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en carrera con la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente, poniendo clase y guapeza. 
        Y mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta en un solo grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco ovacionada y se esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.

Ada Vega, 
 2000