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sábado, 13 de abril de 2019

Garúa


    La noche había llegado con esa calma cómplice que antecede a la lluvia y un viento suave, arrastraba las primeras hojas secas de otoño. Mientras el barrio dormía el pesado sueño de los obreros y la inquieta vigilia de los amantes, dos ladrones pasaron sigilosos por la puerta del bar y se perdieron más allá de la oscuridad.

En “El Orejano”, frente a una copa semivacía, los últimos trasnochados, desparramados en cuatro mesas, fumaban su soledad y su “spleen”. Mientras en la penumbra, desde la vieja Marconi, con Troilo y su bandoneón, el flaco Goyeneche como un responso: "Que noche llena de hastío y de frío, el viento trae un extraño lamento. Parece un pozo de sombras la noche...”
El patrón lavaba copas mientras escuchaba, a un parroquiano que por milésima vez le contaba su vida, toda la historia de dramas y fracasos que sufrió y vivió a lo largo de los años.

—Vos sabés Walter, que yo siempre la quise a la Etelvina. Desde que éramos chicos, y después, cuando trabajamos juntos en Campomar. Campomar y Soulas era ¿te acordás? ¡Qué fábrica bárbara! ¡Cómo se laburaba! Después no me acuerdo muy bien lo que pasó, si se fundieron o si las firmas se separaron no más, el asunto fue que un montón de gente se quedó sin laburo. A nosotros nos tomaron en “La Aurora” de Martínez Reina, y casi enseguida nos casamos. ¡No sabés que mujer maniática resultó ser la Etelvina! Maniática y revirada. ¡Me hacía pasar cada verano! Servime otro, querés. A las diez de la noche iba a esperarme a la puerta de la fábrica, iba a buscarme al boliche ¡me dejaba repegado! Más hielo, hacé el favor. ¡Un infierno de celosa la mujer! me hacía una marcación de media cancha. Después, cuando vinieron los hijos se le fue pasando, se le pasó tanto que un día no me dio más bola. ¿Tenés soda? Un vasito, gracias. Mientras fueron chicos vivió pendiente de ellos porque eran chicos, después, preocupada por los novios y las novias de los muchachos como si la que se fuese a casar fuera ella. Hasta hace poco anduvo rodeada de los nietos, malenseñándolos. Y el otro día me dijo que estaba cansada, que nos había dedicado la vida, que ya es hora de pensar en ella, que quería ser libre y vivir la vida a su manera, metió su ropa en un bolso me dijo: ¡chau viejo! y se fue a vivir a Rivera con un veterano que conoció en la feria. ¡Me dejó mal parado, vo’sabés! ¡En la yaga! ¡Envenenado me dejó! ¿Tenés algo pa’ picar? No sé si te conté lo que me pasó con...

El viento se había dormido en la copa de los árboles, y una lluvia mansa canturreaba en gotas sobre la vereda. Desde la radio, el flaco Goyeneche cantahablaba: “Solo y triste por la acera va este corazón transido con tristeza de tapera, sintiendo su hielo, porque aquella con su olvido hoy me ha abierto una gotera...” Los gatos del boliche se echaron a dormir, dos sobre el mostrador y el otro junto a la puerta de entrada. Era la hora del exorcismo. Esa hora incierta cuando el duende de la nochería montevideana despierta, y sale por los barrios a recorrer los boliches que van quedando, para acompañar en silencio a los valientes habitués que aún resisten. A esa hora justamente, llegó el poeta. Se acodó en el mostrador, se persignó, pidió una cerveza y empezó su confesión.

—Ando mal, che. No sé qué me está pasando con las minas. ¡Se me van! Yo las traigo pa’ la pieza, les dedico mis mejores versos, las mimo, les recito a Machado: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud veinte años en tierra de Castilla; mi historia algunos casos que recordar no quiero.” Les recito a Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca.” Y no hay caso, che, no aguantan ni quince días ¡y se van! Me dejan en banda como si nada. ¿Quién las entiende a las mujeres? Yo no sé qué pretenden. Están rechifladas, están. A mí me desconciertan, te juro que me desconciertan. Y la verdad es que yo en mi pieza necesito una mina, una amiga, una compañera. ¡¡Una mujer!! Llegar a la madrugada y saber que hay alguien que me espera. No tener que dormir solo. ¡No sabés como me revienta dormir solo! Con esta última piba iba todo de novela, te juro, hasta de escribir había dejado, y vos sabés bien que la poesía para mí es lo primero. Porque yo no me hice, como muchos, en esos talleres de literatura que andan por ahí. No señor. Yo nací poeta. Respiro la poesía. Si me falta el verso, me muero. ¡Y había dejado de escribir, por una mina! Si seré gil. ¡Y se me fue igual! ¿Vos podés entender? Esto para mí ya tiene visos de trágico. Y no le veo vuelta, eh. No sé qué hacer, te juro que no sé que hacer. ¿Estaré engualichado, che?

Y el polaco acompañaba con su voz de bodegón... “Sobre la calle la hilera de focos lustra el asfalto con luz mortecina y yo voy como un descarte, siempre solo siempre aparte, esperándote...”

Estaba amaneciendo, la lluvia golpeaba en los vidrios como pidiendo permiso para entrar, el patrón empezó a cerrar las ventanas. Mientras los últimos trasnochados iniciaban la retirada, las luces del primer 126 de CUTSA, que venía de la Aduana atravesaron la bruma de la mañana yugadora. Por la vereda, con las manos en los bolsillos, pasaron los dos ladrones de vuelta. Mala noche para ellos. Terrible la “mishiadura”. Los gatos se desperezaron. En el mostrador el bardo apuraba la cerveza.

—¡No sé qué hacer, Walter, te juro que no sé qué hacer!

El patrón estaba cansado, quería cerrar de una buena vez, para irse a dormir. Miró al poeta y le dijo:

— ¿Y si probaras a darles de comer...?

Y empezó a bajar la metálica.

“... las gotas caen en el charco de mi alma, hasta los huesos calados y helados y humillando este tormento, todavía pasa el viento, empujándome....”

Ada Vega, edición 1997











domingo, 7 de abril de 2019

Siempre en domingo


Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
 La casa de la abuela estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o dándole de  patadas al portón; y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos revoleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
     Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me maravillaba.                             
     Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me dijeron: Italia.  Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
    Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de confeccionar  prendas para todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que las fusas y las  corcheas.
    El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
     Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el mastín.  Pero como en todo hay excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
   Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre.  A las cuatro se servía la merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
         —Má, ¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
      Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a ese muchacho mal educado, se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
     Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el viejo barrio.  
  Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento.  No era la misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don Martín.
-—Buenas tardes doña Paulina.
          -—Este viejo trabaja hasta los domingos.
          -—¡Callate la boca, no seas atrevida!
...siempre en domingo.

Ada Vega, 1998 

martes, 2 de abril de 2019

Pasional



La casa de Parque del Plata  la alquilamos, el primer año de casados,  para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,  con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos  estancieros, concesionarios de lana, tenían  en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
 Recuerdo que  acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en  la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron  a tres de ellos: Aníbal, Elena y  Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud.  Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de  enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.
 Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día  alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.
 Su hostigamiento no conocía la piedad.

Yo no quería que me contara nada.  No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos  sobre su escritorio. Que  bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí.  No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome.  No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.

Yo era feliz  en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.
 Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa.  Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
 Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible  junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba  a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.
 Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo  como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso  que  no puedo en este momento discernir,  me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras  de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior  por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de  Noel.
Mi mujer, que creía en  mí a  pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como  demoraba  en  salir del edificio subieron y tocaron timbre.  Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo.  Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no  quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.
 Aún siento el cimbronazo de su dolor.
 Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa.  Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.
 Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted  piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
 Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,  me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel  se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas,  mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital  víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi  vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer,  mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a  comenzar una nueva vida.
Afrontando  a  la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.



Ada Vega, 2004

lunes, 1 de abril de 2019

El Oriental

     


      Hace algunos años, cuando aún conservaba la espalda fuerte y las manos firmes, recorrí el litoral trabajando de siete oficios. Entonces los años eran pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa días y días, durmiendo en grupa sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía fronteras y yo era dueño del viento.
     Tiempos aquellos en que fui amo de mis horas, en los calientes veranos en que el sol reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos inviernos se quebraba en los esteros  bajo los cascos de mi zaino malacara. Otros tiempos.
     En una oportunidad en que andaba desnortado, sin rumbo fijo, después de vadear el Río Negro entré en campos de la "heroica", cerca de Piedras Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se extienden a lo largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de llegar conocí a un cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer, de su propiedad. Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de Paysandú, orillando el Queguay Grande.
      El cabañero y su familia se dedicaban a la cría de caballos de carrera y al perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la adquisición de Lucky Boy, un semental inglés gran campeón incorporado al Haras hacía un año, se esperaban con gran expectativa las pariciones de primavera. Aquella mañana de octubre se presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos casi en la madrugada intentaban los primeros pasos junto a sus respectivas madres. 
      En uno de los box, asistida por el veterinario, el propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera, una yegua que había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos records, aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario auscultaba a la yegua con el ceño fruncido, que dejaba entrever una velada preocupación. De todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al mundo un potrillo perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
       Quienes presenciaron el nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría opacada por la seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le encontraba un  problemita en el corazón que lo imposibilitaría de todo esfuerzo, y sería por ese motivo exonerado de pisar las pistas de carreras. Fue bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de doce y catorce años que, al igual que su padre, tenían gran apego por los caballos. Desde muy temprano andaban esa mañana visitando a los recién nacidos  que eran, sin lugar a dudas, hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se encontraran presentes cuando el nacimiento de El Oriental y la comunicación de su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que se sintieran apenados y decidiera que tal vez si ellos le proporcionaran un cuidado especial el problema no sería tan grave.
 Así se lo comunicaron al padre que a su vez les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente buena salud.
 Cumplido los seis meses El Oriental fue destetado y con otros potrillos sacado al campo donde vivió con naturalidad corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
     Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para la venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles  gusto a sus hijos, dejó el cabañero que El Oriental integrara el lote que entregó al cuidador, convencido de antemano, de que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras para lucirse en el Deporte de los Reyes.
     Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los Pura Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios hermanos por su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable inteligencia y docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las dificultades del aprendizaje y correr con gran elegancia y elasticidad. 
       Para la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros: Tejano y Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado, volvieron al ataque con el argumento de que durante sus dos años el potrillo  demostró perfecta salud, su entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía por lo tanto que se lo dejara de lado.
       —Muchachos —les dijo el padre, El Oriental no puede correr, el corazón no le va a dar. No tiene corazón para una carrera donde corren los mejores pingos. De todos modos ellos insistieron:
       —Tiene corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene alma, papá! Y el hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y el potro fue anotado para la reunión tan esperada.
        A pesar de que aquella temporada El Oriental aparentaba ser el mejor producto entre los dosañeros del  Amanecer, la gente del haras no le tenía confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos una buena performance del potrillo, y quienes opinaban que para la carrera en ciernes al potrillo le faltaba corazón.
      Sin embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó desde el vamos. A penas nació le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho hablar, apoyé en todo a los hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo apadrinaron y depositaron en él toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo siempre, observando sus vareos cronómetro en mano. Cuidándolo como a un príncipe. Ellos eran los verdaderos dueños de El Oriental y pretendían esa sola carrera de debutantes. Después, le habían prometido al padre que lo retirarían de las pistas. Pero en esa carrera iban a demostrar que el puro tenía corazón y alma como para compartir la gloria de los grandes ganadores clásicos.
        Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos aprontes y que figuraba, entre los entendidos, como decidido líder. La tarde de la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en el aire cientos de boletos rotos.
     Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de admiración. Principalmente aquel  Otelo, rey de reyes, llamado El Oriental que paseó su estampa despertando comentarios.
     Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los potrillos en sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos salieron agrupados como un malón. 
      El Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por El Oriental, a 300 metros el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras El Oriental corría achicando ventaja. Faltando 500 metros El Oriental se abre solo a tres cuerpos de Tejano peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del Disco se le aparea y pasan juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final de bandera verde.
       El Oriental se estira, no toca el suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro de alas invisibles cruza como un viento ante la multitud que grita su nombre:¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en el supremo esfuerzo de dar el resto al noble bruto lo sorprende la huesa y rueda con el corazón partido, sin saber.
        Maroñas enmudece. Miles de ojos atónitos observan. Un silencio de plomo cae sobre la multitud que por un instante detiene la respiración. Y en ese milésimo de segundo y ante la vista azorada de los aficionados que no pueden  creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo pura garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en carrera con la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente, poniendo clase y guapeza. 
        Y mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta en un solo grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco ovacionada y se esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.

Ada Vega, edición 2000 

domingo, 31 de marzo de 2019

¡Hombres!



Conocí a Jorge en la boda de una compañera de trabajo. La invitación fue para toda la oficina, de manera que estuvimos todo un mes preparándonos para el acontecimiento. Por lo que contaba la novia, la fiesta prometía ser maravillosa. Y realmente lo fue. Se realizó en un salón espléndido con buena música, linda gente y mucha alegría.
En esa época yo estaba viviendo una juventud frenética. Tenía veintitrés años, era hermosa, tenía un buen empleo y muchos amigos. Recuerdo que la fiesta de esa noche había despertado en mí una gran expectativa. Para la ocasión me había hecho un vestido largo de raso negro con un escote más que generoso y un tajo en la falda, sobre la pierna izquierda, más arriba del medio muslo.
Los compañeros de la oficina nos habíamos reunido alrededor de cuatro mesas. Los novios bailaron toda la noche y recorrieron, compartiendo, las mesas de todos los invitados. La noche se estaba yendo y yo lo estaba pasando fantástico. Me sentía admirada y feliz.

Jorge llegó casi al final de la fiesta. Lo vi entrar al salón tan serio y distante que casi desentonaba ante tanta algarabía. Me impactó su presencia. Y quise conocerlo. Entró sin mirar a nadie y se sentó con unos conocidos, de espaldas a nuestra mesa. Tenía que obrar con rapidez, si pretendía que se fijara en mí, pues la noche tenía prisa. Dejé el grupo de amigos y me acerqué a la puerta por donde acababa de entrar. Allí me detuve, a un par de metros de su mesa. Comencé a mirarlo fijamente como si quisiera hipnotizarlo. Y debo de haberlo hecho pues de pronto dio vuelta la cabeza, me miró un instante y volvió a su conversación. Yo seguí porfiada con mis ojos fijos en su perfil. Él volvió a mirarme, se puso de pie, y me invitó a bailar.
Esa noche hablamos de la fiesta, la noche hermosa. Me preguntó como me llamaba si era amiga de la novia y por dónde vivía. Se quedó conmigo hasta el final de la fiesta. Me acompañó hasta mi casa, me dio un beso en la mejilla —aunque yo esperaba otro tipo de beso,— y se fue. Al día siguiente, cuando salí de mi empleo, estaba esperándome.
Cruzamos a un bar a media luz que había frente a la agencia. Mientras tomábamos un café me dijo que tenía veintiocho años, una inmobiliaria con un socio, y vivía con los padres y un hermano menor. Hablaba pausado, sin dejar de mirarme a los ojos. Aunque parezca extraño su serenidad y su aplomo lograron ponerme nerviosa. Yo le dije que vivía con mis padres, mis abuelos y una hermana mayor. En las semanas siguientes fue a esperarme varias veces a mi trabajo. Me acompañaba hasta mi casa y se despedía con un beso en la mejilla.

Empezamos una relación seria. Una noche, en el bar, me dijo que quería ir a mi casa y conocer a mi familia. También me dijo que quería saber más de mí. Que quisiera conocer a mis padres me dio cierta tranquilidad sobre lo que él pensaba acerca de nuestra relación. Sin embargo, no dejó de inquietarme su interés en saber más de mí. ¿Qué querría saber de mí? ¿Tendría acaso que rendir un examen aprobatorio? ¿Le interesaría saber que a los cinco años tuve sarampión y varicela, que nunca aprendí a andar en bicicleta, que en la escuela no fui buena alumna y en el liceo tampoco, qué prefiero los tallarines a la carne asada, y que el mate lo tomo dulce?
Siempre me pareció una lata el hecho de que los hombres en aquellos años, al relacionarse con una mujer con intenciones de continuidad, comenzaran a indagar sobre su vida pasada. No le preguntaban si habían asesinado a alguien. Si tenía la graciosa costumbre de robar en los comercios. O, simplemente, si practicaba el hobby de asaltar a los viejitos cuando iban a cobrar la jubilación. Esos detalles no llegaban a molestarlos. Lo que necesitaban saber, antes de hablar de matrimonio, era si en algún descuido habías perdido la virginidad. Saber con seguridad si con la llegada de ellos a tu vida, por lo menos, ibas a parar de fichar. Debemos reconocer que los hombres de entonces, aunque se enamoraran de mujeres hechas, para presentarla a la madre o llevar al altar, preferían vírgenes. Éstas no necesariamente debían ser santas, conque fuesen vírgenes alcanzaba.
Y si fuese posible pisando una víbora.
Hoy ya no es así. Hoy el varón entiende que la vida pasada de la mujer que acaba de conocer, le pertenece solamente a ella. En este punto por lo menos, respecto a la mujer, debemos aceptar que el hombre ha evolucionado.
De todos modos a esas alturas me encontraba profundamente enamorada de Jorge y no estaba dispuesta a perderlo, nada más ni nada menos, que por una simple declaración de honor. De manera que me jugué y, a partir del segundo parto de mi madre, le conté mi vida hasta donde le podía contar. Y él me creyó hasta donde prejuzgó que debía creerme. Y punto.
Desde ese día, dos por tres, me pregunta si alguna vez lo engañé. No sé si tiene dudas o si necesita que le reafirme mi lealtad. La verdad es que nunca lo engañé. No porque no haya tenido oportunidad. Si no porque nunca quise arriesgar, por temor a perderlo. Esta aclaración se la debo. Como compensación siempre le juro que nunca le mentí. Y es cierto, nunca le mentí.
También es cierto que nunca le cuento todo. Esto, sí, lo sabe y no le importa. Siempre me ha subestimado. Está convencido de que por el sólo hecho de ser mujer, soy algo tonta. Sé que me ama, pero no me conoce como tendría. No sabe, morirá sin saber, que soy mucho más inteligente que él. Más perspicaz, más intuitiva. Muchos dolores de cabeza se hubiese ahorrado, si más de una vez me hubiera hecho caso. Pero yo, según él: no sé nada, no entiendo nada.

De todos modos, al cabo de tantos años de convivencia, suele descubrir rasgos de mi personalidad que lo descolocan. Sé que nunca, aunque vivamos mil años juntos, terminará de conocerme. Pero mientras le sea fiel, lo que le pueda ocultar, no le interesa. Debe pensar que lo que no le cuento no tiene importancia. ¿Qué puede haber de importancia en la vida de “su” mujer? Es parte de su machismo. Y es más fuerte que él.

Me casé a los veinticinco años, muy enamorada, en la iglesia de los Carmelitas en el barrio del Prado. Vestida de novia, para no levantar sospechas, con traje blanco de cola y una mantilla de Valencia que mis abuelos me trajeron de regalo en uno de sus viajes a España. Hicimos una reunión para amigos y familiares en el Club Español y nos fuimos de luna de miel a San Pablo, pero no me pregunten como es la ciudad, porque nunca volví.


Ada Vega, edición 2010

viernes, 29 de marzo de 2019

Andando


Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco.

Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó.

—Buen día doña.
—Buen día.
—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco. ¿Pa’qué corre tanto?

Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle un disparate y me encontré con sus ojos sinceros, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté:
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
—¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.

Desde ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un cafecito y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando pausadamente y me contaba historias.

Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada

Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodadaLa Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera.

Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos.

Una primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio.

Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías.

Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio.

La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarrito, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido.
Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo.
Murió como vivió: andan
do.


Ada Vega, 2000 

miércoles, 27 de marzo de 2019

Satchmo


      Una vez finalizada su visita a Buenos Aires, Louis Armstrong  llegó a Montevideo en noviembre de 1957 con sus All – Stars. Ese año, después de recorrer Europa, el músico había iniciado una gira por América del Sur que incluyó  Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela.  
    Su estadía en Uruguay fue muy breve, pero no tan breve como muchos creen. Dos días después de la última  actuación de la banda en Montevideo, tuve la fortuna  de conocer  a Satchmo, en persona, en el Hotel San Rafael de Punta del Este. Nuestro encuentro fue imprevisto. 
       Mi padre fue durante muchos años  gerente del San Rafael, debido a lo cual yo pasaba allí largas temporadas, por lo general en vacaciones. Durante el año iba dejando trabajos suyos, referentes al Hotel, para que los pasara a máquina. Con esa premisa, al terminar las clases en la universidad,  ese noviembre viajé hacia Maldonado.
       La primera noche de mi estadía, ya próximo al amanecer, llegué hasta el comedor principal que tenía un bar adosado a la pared del fondo. El salón se encontraba a oscuras.  Sólo en el bar, una luz agónica se desparramaba sobre el mostrador. El encargado concentrado en su trabajo, reponía botellas en la estantería. Sentado a un costado de la barra,  Satchmo fumaba y bebía un whisky, mientras secaba su rostro con un pañuelo blanco.
          Me sorprendió ver a Louis Armstrong allí. Yo había llegado esa tarde y no estaba al tanto de su alojamiento en el Hotel. Le pedí un café al encargado y le pregunté al músico si podía sentarme a su lado. Él sonrió con su boca repleta de dientes y me hizo señas con la mano para que me sentara.
         Pese a que mi inglés no era óptimo entendí perfectamente su acento sureño. Sin embargo, pienso que él debió haber hecho un gran esfuerzo para entenderme a mí. De todos modos,  sólo le hice un par de preguntas. En un momento dado tomó la palabra y comenzó a contarme parte de su vida. Los sueños perdidos  y los que le quedaban por realizar. La esperanza de un mundo mejor, la paz  que encontró en Uruguay  y la belleza de Punta del Este donde quisiera —opinó—, comprar un rancho y quedarse para siempre. Fue un comentario simpático que yo acepté,  pues él sabía que lo dicho era sólo una quimera.
       A modo de pequeña biografía me contó que había nacido en Nueva Orleáns el 4 de julio de 1900. Su familia era muy pobre —dijo—  y su padre lo había abandonado cuando era un niño muy pequeño. Fue entonces  a vivir con su abuela materna, de quien llevaba el  apellido.  Desde los cinco  años vivió con su madre y su hermana en  la más absoluta pobreza. A los siete años con tres amigos formaron un conjunto vocal para cantar en las esquinas por monedas.  A los ocho años compró su primer corneta con el dinero que le pagaba un matrimonio ruso-judío  con quien trabajaba vendiendo baratijas. Tenía cumplidos los once años cuando, en vísperas de año nuevo, disparó una pistola al aire,  fue arrestado y  recluido hasta los catorce años en un reformatorio para chicos negros abandonados.
       Le pregunté si en su familia  existían antecedentes musicales, me contestó que no. Él comenzó a expresarse por medio de la música  a través de  la corneta, en la banda del  reformatorio.
       A su salida trabajó como vendedor de carbón, repartidor de leche, estibador de barcos bananeros y también en los cabarets de Storyville donde se concentraban los locales nocturnos de la ciudad. En uno de esos locales conoció a Charlie Beeker, un viejo trompetista que lo maravilló. De continuo, en sus correrías nocturnas, iba a escucharlo.
        El jazz surgió en 1900, pero el viejo músico tocaba Blues, una música melancólica, “música negra” que nace  a mediados del siglo XIX.
       Satchmo —según me contó—, pasaba horas observando al músico y con su corneta trataba de imitarlo. Un día Beeker le aconsejó que comenzara a usar la trompeta en lugar de la corneta, pues le aseguró que para el jazz —la música que comenzaba a imponerse—, el sonido de la trompeta era más adecuado.
      Mientras tanto el  trompetista Joe Oliver, considerado uno de los más finos trompetistas de Nueva Orleáns, vislumbró en Satchmo a un gran trasformador y pasó a ser su mentor y su profesor. Y ambos comenzaron a tocar juntos en bares de baja categoría acompañando grupos vocales. Tenía diecisiete años cuando Joe Oliver, su mentor y profesor se mudó para Chicago.
Armtrong llegó a tocar en varias orquestas de Nueva Orleans y también en las que viajaban a lo largo del Mississippi A principios de los años 20 viajó a Chicago contratado por Joe Oliver, como segundo cornetista de su banda.
—La noche previa al  viaje  a Chicago —continuó recordando—,  el viejo trompetista de Storyville, Charlie Beeker,  vino a verme y me trajo su trompeta de regalo. Volvió  a recomendarme  que cambiara la corneta  por la trompeta. Que la trompeta me llevaría a sitiales inimaginables donde él no pudo llegar  —me confesó—, porque  en sus comienzos no era momento de cambios. Pero que, en cambio,  en esos días se estaban dando las condiciones como para intentar una revolución en la música del jazz  y que esa revolución  tenía que realizarla  yo. No quería aceptar la trompeta de Charlie —continuó diciéndome Satchmo, con sus manos abiertas extendidas en un además de afirmación—, es muy difícil para un músico desprenderse de un instrumento que lo ha acompañado durante toda su vida.  Charlie me aseguró que estaba cansado que no quería tocar más, pero no podía permitir que ella callara para siempre. Por ella,  por amor a su compañera de toda la vida,  me pedía que la aceptara.
 Satchmo encendió un cigarrillo y tras un breve silencio continuó. 
—Desde ese día la trompeta de Charlie me acompaña. Hemos viajado juntos por el mundo. Es una compañera fiel. Sabe guardar secretos. Jamás la he dejado sola. No podría tampoco. He descubierto que es mi talismán.
En 1924 Fletcher Henderson, el más importante director negro de Nueva York, lo invitó a unirse a su banda. Recién, después de aceptar y antes del debut, dejó la corneta y se cambió a la trompeta —según explicó— para armonizar mejor con la Fletcher Henderson Orchestra, principal banda afroamericana de la época, con quienes debuta como solista.
 En 1925 formó su propia banda y comienzó a gestar su fama de innovador en el plano musical. De ahí en más, durante cuarenta años recorrió subyugando a los habitantes de los cinco continentes con su voz y su trompeta en re bemol.
           Aunque fue poco comentado, Satchmo era un hombre involucrado en la política de su país ante la discriminación de los afro descendientes. No era amigo de departir a cielo abierto pero todos quienes lo frecuentaban conocían sus ideas.
La noche se había ido  y el sol venía despuntando. Yo no quería abandonar la charla con el rey de la improvisación, de modo que le hice otra pregunta que me contestó con toda sinceridad.
—¿Qué es lo que más le ha llamado la atención al conocer tantos países,tanta gente diferente?
—La gente no es diferente, porque viva en China,  en Alaska o en Perú —me dijo—, difieren las  costumbres, las culturas de cada país. Por lo demás todos aman,  sufren, ríen, lloran. Lo que en cambio he encontrado en todos los países que he visitado, es una gran discriminación de unos pueblos a otros. Segregan por razas, por color, por religión, por ideas. Excluyen, apartan, torturan.  Asesinan  a seres humanos porque no piensan igual, tienen otro color, rezan a otro dios.
Aquella noche en el bar del Hotel San Rafael de Punta del Este, descubrí en  Satchmo una personalidad que nadie imaginaría. Aquel hombre siempre sonriente, aquel músico reconocido en el mundo como carismático e innovador, el solista más importante y creativo de aquellos años, era también hombre duende, mentor de sortilegios y dueño de una trompeta mágica con la que hipnotizó a multitudes, un hombre interesado en trabajar contra las injusticias sociales. Para combatir  esas injusticias, había comenzado una campaña en contra de la discriminación por color de piel, discriminación que soportaban sus hermanos afroamericanos.
 —Yo sé que los honores, abrazos y manifestaciones de cariño de la gente hacia mí —me aseguró—, es debido  al magnetismo de mi trompeta y su seducción. Si no fuera por ella yo sería un negro más, despreciado por ser negro, por ser pobre.
Llegaba la mañana en el San Rafael, y entendí que Satchmo ya no hablaba conmigo, había dejado de fumar, el whisky se veía aguado tras el cristal del vaso. Y en la semi penumbra Satchmo le hablaba a las sombras que lo asaltaban, como en una confesión.
—Hace muchos años falleció Charlie Beeker, aquel negro  trompetista que tocaba blues en un cabaret de Nueva Orleáns. Siempre he pensado que con su trompeta me legó el magnetismo de su de estilo blusero, que yo agregué al Dixieland primero y al Swing después. El blues es una música triste, de una tristeza espiritual. Casi religiosa. Va a estar siempre presente en los distintos estilos que surjan en la música del jazz.
Se volvió a mí para decirme. —¿Te aburrí, muchacho?
—Qué va —le respondí—, me pasaría el día escuchándolo.
No lo vi cuando se fue. Nadie me vio conversar con él aquella noche en el bar.  Cuando se lo conté a mi padre me dijo que lo había soñado.
Me prometió que un verano iba a venir al hotel, con su esposa,  a pasar quince días. A partir de ese noviembre lo esperé varios veranos. Falleció en su casa de Corona (Nueva York) el 6 de julio de 1971.
          Cuando se lo conté a  mi padre, me dijo que lo había soñado.
 No lo soñé. Satchmo, en persona, estuvo conversando conmigo aquella noche de verano  de 1957. Aún conservo el pañuelo, con sus iniciales bordadas, que dejó olvidado sobre la barra del bar.



Ada Vega, 2010