Powered By Blogger

jueves, 25 de abril de 2019

Malena




Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio, que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no  alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda.  Alguien  una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre.
  Así la conoció la grey noctámbula que por los setenta, a duras penas  sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad.  Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado.
 Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o  a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró  Malena. Ensopada.
 La vi venir por 18, bajo las marquesinas, y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte.
 Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó, a mi lado, en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a  compartir el último café.
Me calentó el alma.
    Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear  por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van.
  —Por qué cantás temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó:
 —¿Tristes?  — la miré un segundo.
 —Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? Por qué no cantás tangos del cuarenta.  Demoró un poco en contestarme.
 —No tengo voz  —me dijo. Su contestación me dio  entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara.
 —¡Cómo no vas a tener voz! Cantá algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Anibal Troilo.
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, traeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca.  Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo.
      Ceferino terminó de hacer la caja.
 —¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté.
 —Una  historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tenés  tiempo? 
 —Todo el tiempo.
 Era más de media noche. Paró un "ropero" y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. 
  —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso.
             —Yo conozco la vida de Malena  —comenzó a contar Ceferino—,  porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama  María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se  casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría  sin ningún tipo de contratiempos.
      Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y  soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel  le había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico.
 Al poco tiempo se convirtieron en amantes y  como tales se vieron casi tres años. El muchacho enamorado de ella le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos.  Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos.
 Esta postura nunca la  llegó a comprender Ariel que  sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo  se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho,  le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos.  Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y  negándose a escuchar una  explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo.
    María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó.
    Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía,  de su ex  marido supo que se había vuelto a casar y  de Ariel que  continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida  que de lo  ocurrido la culpa había sido  de sus dos hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos  y no quería renunciar a ninguno.
 Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo  en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. 
 Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue  mi amigo, me dijo convencido:
—  Pobre  muchacha, ¡está loca!
 — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy  sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca,  loca no está.
 Todo  esto  me contó Ceferino,  aquella  madrugada  lluviosa  de  invierno,  en The Manchester. Malena  siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez  que la vi fue una madrugada,  estaba cantando en El  Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche.  Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue.
 Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca.  Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni  con  los más íntimos. Podemos, alguna vez,  enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además,  lo  que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a  la mujer le está vedado.
       Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches  montevideanos,  de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de  su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir  desde el fondo de mis recuerdos,  a aquella Malena que una noche  de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que  yo conocí su historia  y  admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella.
Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra  y  tenía  penas de bandoneón.”

Ada  Vega, edición 2007 

lunes, 22 de abril de 2019

El que primero se olvida


María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes, y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios. María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.
Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.

Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma.
El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.

La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban. Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado. A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer.
María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.

Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán.
Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.



Ada Vega,  2004
  

sábado, 20 de abril de 2019

Por mano propia


Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna  alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
 Los primeros rayos de  un sol que se esfuerza entre nubes, comienza  a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén. 
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete que lo arrima hasta su trabajo.  Clara quedó frustrada,  anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
 La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
 Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó  demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos .Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
 Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y  encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un  cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir, a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo  era una patraña,  una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre. —No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y  hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.  —Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber. —No sé. No sé. Y la duda otra vez.         Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no  iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se hecha a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado,  pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final.  No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero,  el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día.  En ese momento una mujer joven abandona  el negocio y se dirige a su domicilio situado  frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque  pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó sin salir de su asombro, en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor,  tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en  otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del  hijo,  había una cuna  con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida 


AdaVega - 2013 

jueves, 18 de abril de 2019

La cruz de la serrana


    En pagos de Maldonado, como quien va para la Sierra de las Ánimas, junto a un arroyo que baja de los cerros, rodeada de cardos y siemprevivas vigila la Cruz de la Serrana. Medio escondida junto a unos talas se yergue una cruz añosa hecha de retorcidos troncos de coronilla y atada con tientos no más, pues ni clavos tiene. Vieja cruz que desde los años en que se hizo la patria, hundida en la tierra, campea los vientos y los aguaceros que no han logrado dominar su decidida entereza de permanecer. Como un mojón rebelde que en nuestra historia quisiera vencer los años y el olvido. Y aunque jamás un cristiano se ha acercado a visitarla y ponerle una flor, los pájaros del monte siempre la acompañan. Las torcacitas y las cachirlas, los benteveos y los churrinches, revolotean y cantan junto a su tristeza tan quieta y callada.
La gente del pago es mañera de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes narran, que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios charrúas una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en descampado.
Arriba, la noche se había cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al calor del fuego. Cuando el indio empezó a contar, la luna, sabedora de la historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros; las almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio; el viento en las cuchillas se fue aquietando; y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano. Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el valle junto a la Sierra de las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me detuve junto a ella con intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala hierba, sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos. Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi padre se puso a contar.
Me dijo que siendo muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el centro y sur del país.
En una ocasión haciendo noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana. Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.
La casa de los vascos era una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyo de agua clara que bajaba de los cerros, con playas de arena blanca y cantos rodados, donde la familia en las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse, permaneciendo allí hasta el atardecer.
Por aquellos días entre las cuchillas verdes y azules, vivía a monte, una tribu de indios charrúas ocultos como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyo, se acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyo con la secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playa y se sentaba a esperar.
Una tarde decidió salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se enamoraron con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies, sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y allí, donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.
Contó Goyo que al encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para

siempre.
El cigarro se había apagado entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por las noches han visto a la Serrana vestida de blanco, como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la Sierra de las Ánimas  en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz de la Serrana.
Y de noche por la Sierra de las Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
 

Ada Vega,  2004 -

martes, 16 de abril de 2019

Añoranzas




      De un tirón firme en la chaura, dejó al trompo bailando sobre la cuadriculada vereda gris. Permaneció un momento observando sus giros y balanceos, y luego se arrodilló, arrimó su mano con el dorso hacia abajo hasta lograr que el trompo, al girar,  subiera entre los dedos y se durmiera bailando en la palma de su mano. Entonces se puso de pie y levantó la mano a la altura de los ojos, mostrando a los otros chiquilines que lo rodeaban, su pericia en el arte de dominar aquel pequeño trozo cónico de madera que seguía bailando frenéticamente  ante su cara risueña.
   Erguido como un rey ante sus súbditos mostrando su trofeo. Orgulloso como un dios pagano,  allí estaba de pie, con sus nueve años avasallantes, sus pantalones cortos y la honda en el bolsillo de atrás; riéndose con su cara toda, su boca de dientes pequeños, sus ojos  verdosos y  aquel mechón de pelo rebelde que le caía sobre la frente. Era un capo entre los botijas del barrio. El que remontaba más alto las  cometas.  El que mejor jugaba al fútbol. Había que verlo pelear a la salida de la escuela, cuando cortaba en el recreo con  alguno de sexto. Era inteligente, pero muy diablo. Aquel año, no terminó quinto. Un día que por segunda vez no llevó los deberes,  la maestra le dijo: —Imbécil, y él  le tiró con un tintero. Lo expulsaron.  Dijo la Sra. Directora que era un niño muy díscolo. Que su comportamiento era un mal ejemplo para sus condiscípulos. Que perdone señora. pero su chico necesita un colegio especial, donde lo puedan  reeducar. Que era un niño muy malo y usted no va a poder con su vida. Adiós señora. y que Dios la ayude, lo va a necesitar.
La mamá no le contestó, ella sabía que no era malo. Era bandido. Callejero. Pero no era malo.

   Se fueron juntos de la escuela, callados, ella cada tanto suspiraba, él la miraba a hurtadillas queriendo abrazarla y decirle cosas como: —Mamá te quiero mucho, no te pongas triste, yo, yo a veces no sé por qué  me porto mal, no sé, yo quisiera ser el mejor de la clase, el mejor del mundo para que vos estés contenta, pero no sé qué me pasa mamá, de repente me entra como una viaraza... ¿me vas a poner en un  colegio especial? ¿Qué es un colegio especial, mamá?

    Todo eso hubiera querido decirle a la madre, pero caminaba callado con la moña desatada y la cartera colgada al hombro. Cuando llegaron a la casa  la madre le acarició la cabeza y le dijo: —Andá,  sacate el guardapolvo y lavate la cara y las manos que vamos a comer. Hice un guiso con dedalitos y le puse choclos,  como a vos te gusta, andá. Y él se puso a llorar. La madre mientras ponía la mesa pensó en voz alta: —¡Pobre Sra. directora, sabrá mucho de alumnos, pero de hijos no sabe nada!

   Al año siguiente la madre lo puso en la escuela de varones, porque la escuela hay que terminarla, para no ser un burro, sabés. Hizo quinto y sexto. Cuando estaba en sexto, una tarde lo llevaron preso. Estaba jugando al fútbol en la calle  con otros gurises, algún vecino rasqueta llamó a la policía y vino un guardia civil en una moto con sidecar, lo encontró justo  a él con la pelota en la mano.

    Cuando la madre se enteró y llegó a la comisaría  ya lo habían pasado para el asilo. Ella le preguntó al comisario si los milicos de esa comisaría no tenían  más nada que hacer, habiendo tantos ladrones sueltos, que  llevar preso a un menor que jugaba a la pelota frente a la puerta de su casa. El comisario pasó por alto el comentario y le dijo que fuese a buscarlo al asilo, que un policía la iba a acompañar. Ella desde su dignidad le  dijo: —No se moleste, yo voy sola, no necesito acompañamiento.

    El tranvía la dejó ante la puerta del edificio donde se leía: “Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad cristiana me recoge aquí”. Habló con el director  y sin darle tiempo a solucionar el problema, salió nerviosa de su oficina, cruzó un patio embaldosado, buscó al hijo con premura y cuando lo vio lo tomó de un brazo y lo sacó en vilo.  —¡Manga de energúmenos! murmuró al pasar, pero al llegar a la puerta de salida se dio cuenta que el personal del asilo no tenía nada que ver y antes  de salir se disculpó ante el director: —Disculpe, estoy muy nerviosa. —Vaya señora, vaya, le dijo el director, y  a él: portate bien. 
 Se volvieron en el tranvía, la madre preocupada porque tenía que terminar un vestido para el día siguiente y él abrazado a ella  prometiéndole el oro y el moro y  antes de llegar, recostado a su hombro, se quedó dormido. 
Una tarde de ese verano, mientras le probaba una blusa a una clienta, él entró de la calle por la puerta del fondo, llegó al comedor y le dijo a  la madre: Mamá, y cayó desmayado. Traía un brazo chorreando sangre y un hueso expuesto, blanqueando hacia afuera. Se había caído jugando al fútbol en el campito y así se vino  agarrándose el brazo y perdiendo sangre por el camino.

    Cuatro cuadras corrió la madre hasta el teléfono más próximo para pedir una ambulancia. Esa noche lo operaron de urgencia. Lleva desde entonces una cicatriz con forma de T, en su brazo izquierdo. Siguió jugando al fútbol por todos los barrios de Montevideo y también  en el interior.  La madre quería que estudiara, hay que prepararse para el futuro. Lo anotó en la Escuela Industrial. Pero él era wing derecho.
—¡Qué sacrificio  Dios mío! ¿Qué voy a hacer con este muchacho? ¿Qué te va a dar el fútbol me querés decir? ¡Te vas a morir de hambre, yo no voy a vivir para siempre!

   Una tarde paró un auto frente a la casa, golpearon a la puerta y un señor le entregó a la madre una tarjeta con el escudo de Peñarol. Lo habían visto jugar y lo esperaban para practicar el jueves de mañana. Ella no entendía ni quería saber  de cuadros de fútbol. Le bastaba con saber que debido a ello, el hijo había estado preso, se había quebrado un brazo, y vaya a saber cuántas cosas más que mejor que ella ignorara.

   Cuando llegó el muchacho la madre le dio la tarjeta y le comunicó lo que había dejado dicho el hombre. Que hiciera lo que a él le pareciera. El miró la tarjeta amarilla y negra y dijo: —¡Ta  loco! ¿A Peñarol voy a ir  a practicar?  ¡Ta loco!  Y la tiró a un costado. La madre no opinó. ¿Qué te va a dar el fútbol, qué te va a dar...?

             De los cuatro hermanos eras el más arraigado al barrio, el más madrero, el que tuvo siempre más amigos. Y el predilecto de mamá.

Sin embargo un día fuimos todos a despedirte al aeropuerto. Un pájaro enorme  te llevó al otro lado del mundo. Aquí se quedaron tus Cancioneras de Gardel, y las fotos de Atilio García. Y tu niñez y mi niñez, y tu adolescencia y mi adolescencia, y nuestra casa en el viejo barrio. Y allí estás, rodeado de chiquilines, con tus nueve años y el trompo de madera bailando en tu mano. Yo también estaba con ellos. Y me sentía orgullosa de mi hermano. ¡Qué  inteligente! Qué hábil. Qué alto remontaba las cometas .Qué bien jugaba al fútbol.

¡Qué lejos te fuiste un día...!

 Y hoy, que aquella  niñez se ha perdido en el tiempo, que la juventud nos ha dejado de lado y disfrutamos ambos la alegría de ser abuelos, recuerdo tu primer pantalón largo y como tosías, cuando fumabas escondido tras los transparentes del fondo
Hubiese querido que envejeciéramos juntos. Pero sabés,
la vida no logró separarnos,  siempre fuiste mi ídolo, mi compinche... mi hermano. 

Ada Vega, editado 1995 

lunes, 15 de abril de 2019

Julia no ha vuelto


Ese día el grupo de jóvenes había llegado al departamento de Treinta y Tres con la intención de conocer la tan mentada “Quebrada de los cuervos”, un lugar de excepcional belleza dentro del territorio nacional. Ubicada en la zona del arroyo Yerbal Chico, la Quebrada abarca unas 3.000 hectáreas con paredes que llegan a tener hasta 150 metros de altura. A lo largo y ancho de las pronunciadas pendientes, resguardadas de vientos y heladas, se ha generado una vegetación muy particular de gran armonía y riqueza botánica, propia de los climas subtropicales. Es, por lo tanto, uno de los lugares más emblemáticos de la biodiversidad nacional. A pesar de que existen caminería y señalización es conveniente llevar un guía, pues el descenso, en cuyo lecho serpentea el Yerbal Chico, es muy dificultoso y enmarañado.
Aquel grupo de jóvenes capitalinos, no esperaron un domingo ni un día festivo para realizar la excursión, decidieron que el paseo lo realizarían el primer miércoles de esa semana de primavera. Habían alquilado un ómnibus, que salió de Montevideo en la madrugada, para comenzar el descenso alrededor de las diez de la mañana. El día estaba claro y la temperatura agradable por lo cual prometía un lindo día de vacaciones.
El grupo se conformaba de dieciocho jóvenes compañeros de facultad. Había entre ellos dos matrimonios y dos o tres parejas de novios. Aunque la visita al departamento era sólo por un día, pues pensaban regresar por la tarde a la capital, la estuvieron preparando con antelación. Llevaron cámaras para filmar, máquinas fotográficas, comida y refrescos. Y toda la alegría y el impulso de la juventud.
La Quebrada es visitada por mucha gente del país y también de países extranjeros. Ese día habían llegado, un poco antes que ellos, dos ómnibus desde Montevideo con turistas europeos procedentes de un crucero cuya guía turística incluía la Quebrada de los Cuervos.
Con uno de los jóvenes conocedor de la Quebrada haciendo de guía comenzaron el descenso hasta la Cañada de los Helechos, una corriente de agua cristalina que a los visitantes se les recomienda beber. Recorrieron un trecho junto al Yerbal Chico que corre cantando entre las piedras, filmaron, sacaron fotos, comieron sentados bajo las palmeras y las horas pasaron raudas. A media tarde comenzaron el ascenso. Guillermo, el esposo de Julia, subía conversando con un compañero adelantado un par de pasos de su esposa que quedó a la zaga con una amiga. Cuando casi todo el grupo había salido a la superficie sucedió el terrible accidente. Julia, no se sabe bien si pisó mal, si tropezó o sufrió un vahído, lo cierto es que cayó de casi 80 metros, rodó entre la vegetación y las piedras que lograron detener su cuerpo recién a unos 10 metros del fondo de la Quebrada. La sacaron, inmediatamente, mal herida. Sin sentido. La llevaron al hospital de Treinta y Tres y de allí con urgencia a Montevideo. De todos modos, pese a los esfuerzos de los médicos, falleció en el viaje sin recobrar el conocimiento.
Ese lamentable accidente opacó la alegría de todos los turistas que se fueron muy impresionados. Principalmente los jóvenes estudiantes de la capital.
Desde ese día Guillermo se apartó del grupo. Por ese año no volvió a la facultad dedicándose solo a su trabajo. Laisa, la joven que estaba con Julia cuando el accidente, solía ir a verlo. Lo acompañaba en su casa, en esas horas interminables y tristes cuando volvía del trabajo. Permanecía callada a su lado, respetando su tristeza y su dolor. Le ordenaba la casa, le acercaba un café. Lo escuchaba cuando él hablaba de Julia. Culpándose, de haberla dejado sola, de no haber estado junto a ella para ayudarla cuando subían. De haberse distraído un momento cuando se adelantó para hablar con el amigo. Lo escuchó, paciente, contar una y mil veces cómo la conoció, cuánto la amó. Que sin ella, repetía, no encontraba motivo de vivir.
Laisa lo acompañó como una verdadera amiga en sus momentos más difíciles. Y él encontró en la joven apoyo, comprensión, paciencia. Y aunque no el olvido, el duelo fue pasando ayudado por la joven. Comenzaron a salir juntos. Él volvió a la facultad. Ya había pasado casi un año del accidente. Para entonces los dos se habían convertido en grandes ami gó gos. Guillermo estaba agradecido. Laisa estaba enamorada.
Y volvió la primavera. El día que hizo fecha del accidente le pidió a Laisa que no viniera a la casa. Quería estar solo, le dijo.
Esa mañana se levantó al alba y vagó por la casa con su pensamiento puesto en Julia. Seguro de que cada día la extrañaba más. Entró al escritorio y se sentó en el sofá junto a la estufa donde solía sentarse Julia a leer, haciéndole compañía, mientras él trabajaba en la computadora. De pronto sintió algo extraño. Como una presencia viva. Se puso de pie, miró la ventana que estaba cerrada, la puerta. No había nadie. No había nada. Pero él sentía que no estaba solo en la habitación. Caminó unos pasos y un libro cayó de la biblioteca a sus pies. Era un Atlas antiguo que al caer quedó abierto en el mapa de Suecia. Lo recogió del suelo, lo cerró y lo colocó en su estante. Se sentó en el escritorio frente a la computadora que se encendió sola, apareciendo en la pantalla iluminada la ciudad de Estocolmo. La presencia se hizo más fuerte. Entonces la llamó: ¡Julia sé que estás aquí! ¡No entiendo, mi amor! ¿Qué quieres decirme? En ese momento dejó de sentir la presencia y la computadora se apagó. Guillermo pasó el día en el escritorio esperando una nueva comunicación, pero no sucedió nada más.
Era tan ilógico lo sucedido que llegó a pensar que todo había sido producto de su mente atormentada. Guillermo no comentó con Laisa, en los días siguientes, la extraña experiencia ocurrida en el escritorio el día que se cumplía un año del deceso de Julia. Laisa pensaría que estaba enloqueciendo y no quiso preocuparla.
En los días sucesivos comenzó la joven a demostrarle con pequeños hechos, el gran amor que sentía por él. Y aunque el muchacho aún seguía enamorado de Julia, se sentía receptivo a la compañía de Laisa pues, de tanto estar juntos había llegado a necesitarla para seguir respirando. De modo que, aunque no la amaba, se sentía bien junto a ella. Y al cabo del tiempo se fue como entregando al arrebato de la joven. Y de estar juntos viene el roce. Del roce viene el fuego. Y el fuego los alcanzó. Una noche Laisa logró lo que tanto ansiaba, se quedó a dormir con Guillermo que la amó tiernamente pero sin pasión. De todos modos, aunque Laisa notó la apatía del muchacho sabía que pronto cambiaría de actitud. Que ella lo haría cambiar. Por lo pronto comenzó a quedarse primero unos días y luego del todo en casa de Guillermo. Como una esposa se encargó de la casa. Excepto del escritorio. No le gustaba entrar allí. Con sólo abrir la puerta sentía una sensación extraña de rechazo. Trató varias veces de superar esa sensación, para acompañar a Guillermo que pasaba largas horas trabajando allí. Pero le fue imposible, no entendía por qué, pero nunca pudo pasar de la puerta.
Mientras tanto Guillermo seguía comunicándose con su esposa y registrando indicios que él no lograba descifrar. Lo único que, tras mucho pensar, creyó sacar en conclusión, era que Julia intentaba comunicarle que en Suecia, más precisamente en Estocolmo, se encontraba algo que ella había perdido y que le urgía recobrar. Pero ¿qué? Ni él ni ella conocían a nadie en Estocolmo. ¿Qué deseaba rescatar de tanta importancia, que no la dejaba descansar en paz...?
Una noche apareció en la pantalla de la computadora, un barco enorme, un crucero navegando. Que, por supuesto, no le agregó mucho a su percepción. Entonces, seguidamente, la pantalla mostró una vista de La Quebrada de los Cuervos. Entendió que Julia trataba de comunicarle algo que incluía la ciudad de Suecia, un crucero y La Quebrada de los Cuervos. Dedujo que ella había perdido algo en la Quebrada y quería que él lo encontrara. Recordó entonces que cuando la retiraron, después del accidente, y la llevaron al hospital de Treinta y Tres él vio que le faltaba una cadena de oro con una cruz que ella siempre llevaba al cuello. En ese momento pensó que en la caída se habría enganchado en algún arbusto, se había roto y perdido y no le dio importancia. Si era esa cadena lo que deseaba recuperar iría a tratar de encontrarla, pero ¿qué tenían que ver, Suecia y el crucero?
Habían pasado ya casi tres años del accidente. Guillermo y Laisa tenían decidido casarse para la próxima primavera cuando, una tarde, llegó un sobre de la ciudad de Estocolmo, para Guillermo. Dentro del sobre había una carta y otro sobre cerrado con un CD en cuya portada se leía: Quebrada de los Cuervos. La enviaba un señor que él no conocía. En un español limitado el hombre trataba de contarle una historia. Sentado en su escritorio con la presencia del alma de Julia a su lado, Guillermo comenzó a leer la carta que decía más o menos lo siguiente:
Sr. Guillermo Cárdenas Barreiro
De mi mayor consideración:
Sr. Guillermo, usted no me conoce ni yo tengo el gusto de conocerlo. De todos modos he conseguido su nombre y dirección por intermedio del Consulado de Suecia en Uruguay. Usted se preguntará a qué se debe mi irrupción en su vida. Trataré de ser lo más breve posible. Verá, Usted y yo coincidimos hace casi tres años en una visita, en su país, a la Quebrada de los Cuervos. Yo sé que a usted esto le trae muy tristes recuerdos, le ruego por ello me perdone. Habrá visto que le adjunto un CD. Bien, termine de leer la carta y luego véalo. Es una filmación que hice yo ese día. Ustedes eran un grupo de jóvenes felices, hermosos. Yo formaba parte de un grupo de turistas europeos que habíamos llegado a Montevideo en un crucero y la Quebrada de los Cuervos estaba en el itinerario. Éramos todos personas mayores. Bastante mayores. Ese crucero lo hice con una mujer que no era mi esposa. Ese fue el motivo de no enviarle la filmación inmediatamente. Mi esposa estaba enferma en aquel momento y ello me hubiese traído impredecibles consecuencias. Reconozco que, ante usted, esto no me justifica. Mi esposa ha fallecido. Ya nada me impide afrontar las consecuencias que me generen haber retenido dicha filmación. Tal vez no pueda perdonar mi actitud. Si es así, créame que lo comprendo. Quiero agregar que yo estaba filmando cuando ustedes comenzaron a subir, y los filmé porque me tentó ese grupo de jóvenes que subía, alegremente, con aquel fondo exuberante de vegetación. Filmé por lo tanto la caída de su esposa y el inmediato rescate de ustedes. Le envío todos mis datos personales. Quedo a su disposición para lo que usted necesite al respecto. Quiero que sepa que lamento muchísimo su pérdida y también mi proceder que, no lo dude, durante todo este tiempo ha carcomido mi conciencia. Lo saluda atentamente...
Guillermo colocó el CD en la compactera y comenzó a mirar la filmación, que un desconocido le enviara, tres años después, de aquella tarde trágica.
Los dieciocho compañeros de la facultad subían, detrás del guía, por una escarpada ladera de la Quebrada de los cuervos, aquella tarde de primavera. Él, Julia y Laisa eran los últimos de la fila. Julia subía detrás de él, que se había adelantado un par de pasos conversando con Juan, detrás de Julia y última del grupo, subía Laisa.
De pronto Laisa abandona el último lugar en la fila, se coloca delante de Julia y la empuja de frente con fuerza, con sus dos manos, mientras grita como asustada, aparentando que Julia hubiese caído sola.
Julia no ha vuelto. Descansa en paz.

Ada Vega, 2009

sábado, 13 de abril de 2019

Garúa


    La noche había llegado con esa calma cómplice que antecede a la lluvia y un viento suave, arrastraba las primeras hojas secas de otoño. Mientras el barrio dormía el pesado sueño de los obreros y la inquieta vigilia de los amantes, dos ladrones pasaron sigilosos por la puerta del bar y se perdieron más allá de la oscuridad.

En “El Orejano”, frente a una copa semivacía, los últimos trasnochados, desparramados en cuatro mesas, fumaban su soledad y su “spleen”. Mientras en la penumbra, desde la vieja Marconi, con Troilo y su bandoneón, el flaco Goyeneche como un responso: "Que noche llena de hastío y de frío, el viento trae un extraño lamento. Parece un pozo de sombras la noche...”
El patrón lavaba copas mientras escuchaba, a un parroquiano que por milésima vez le contaba su vida, toda la historia de dramas y fracasos que sufrió y vivió a lo largo de los años.

—Vos sabés Walter, que yo siempre la quise a la Etelvina. Desde que éramos chicos, y después, cuando trabajamos juntos en Campomar. Campomar y Soulas era ¿te acordás? ¡Qué fábrica bárbara! ¡Cómo se laburaba! Después no me acuerdo muy bien lo que pasó, si se fundieron o si las firmas se separaron no más, el asunto fue que un montón de gente se quedó sin laburo. A nosotros nos tomaron en “La Aurora” de Martínez Reina, y casi enseguida nos casamos. ¡No sabés que mujer maniática resultó ser la Etelvina! Maniática y revirada. ¡Me hacía pasar cada verano! Servime otro, querés. A las diez de la noche iba a esperarme a la puerta de la fábrica, iba a buscarme al boliche ¡me dejaba repegado! Más hielo, hacé el favor. ¡Un infierno de celosa la mujer! me hacía una marcación de media cancha. Después, cuando vinieron los hijos se le fue pasando, se le pasó tanto que un día no me dio más bola. ¿Tenés soda? Un vasito, gracias. Mientras fueron chicos vivió pendiente de ellos porque eran chicos, después, preocupada por los novios y las novias de los muchachos como si la que se fuese a casar fuera ella. Hasta hace poco anduvo rodeada de los nietos, malenseñándolos. Y el otro día me dijo que estaba cansada, que nos había dedicado la vida, que ya es hora de pensar en ella, que quería ser libre y vivir la vida a su manera, metió su ropa en un bolso me dijo: ¡chau viejo! y se fue a vivir a Rivera con un veterano que conoció en la feria. ¡Me dejó mal parado, vo’sabés! ¡En la yaga! ¡Envenenado me dejó! ¿Tenés algo pa’ picar? No sé si te conté lo que me pasó con...

El viento se había dormido en la copa de los árboles, y una lluvia mansa canturreaba en gotas sobre la vereda. Desde la radio, el flaco Goyeneche cantahablaba: “Solo y triste por la acera va este corazón transido con tristeza de tapera, sintiendo su hielo, porque aquella con su olvido hoy me ha abierto una gotera...” Los gatos del boliche se echaron a dormir, dos sobre el mostrador y el otro junto a la puerta de entrada. Era la hora del exorcismo. Esa hora incierta cuando el duende de la nochería montevideana despierta, y sale por los barrios a recorrer los boliches que van quedando, para acompañar en silencio a los valientes habitués que aún resisten. A esa hora justamente, llegó el poeta. Se acodó en el mostrador, se persignó, pidió una cerveza y empezó su confesión.

—Ando mal, che. No sé qué me está pasando con las minas. ¡Se me van! Yo las traigo pa’ la pieza, les dedico mis mejores versos, las mimo, les recito a Machado: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud veinte años en tierra de Castilla; mi historia algunos casos que recordar no quiero.” Les recito a Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca.” Y no hay caso, che, no aguantan ni quince días ¡y se van! Me dejan en banda como si nada. ¿Quién las entiende a las mujeres? Yo no sé qué pretenden. Están rechifladas, están. A mí me desconciertan, te juro que me desconciertan. Y la verdad es que yo en mi pieza necesito una mina, una amiga, una compañera. ¡¡Una mujer!! Llegar a la madrugada y saber que hay alguien que me espera. No tener que dormir solo. ¡No sabés como me revienta dormir solo! Con esta última piba iba todo de novela, te juro, hasta de escribir había dejado, y vos sabés bien que la poesía para mí es lo primero. Porque yo no me hice, como muchos, en esos talleres de literatura que andan por ahí. No señor. Yo nací poeta. Respiro la poesía. Si me falta el verso, me muero. ¡Y había dejado de escribir, por una mina! Si seré gil. ¡Y se me fue igual! ¿Vos podés entender? Esto para mí ya tiene visos de trágico. Y no le veo vuelta, eh. No sé qué hacer, te juro que no sé que hacer. ¿Estaré engualichado, che?

Y el polaco acompañaba con su voz de bodegón... “Sobre la calle la hilera de focos lustra el asfalto con luz mortecina y yo voy como un descarte, siempre solo siempre aparte, esperándote...”

Estaba amaneciendo, la lluvia golpeaba en los vidrios como pidiendo permiso para entrar, el patrón empezó a cerrar las ventanas. Mientras los últimos trasnochados iniciaban la retirada, las luces del primer 126 de CUTSA, que venía de la Aduana atravesaron la bruma de la mañana yugadora. Por la vereda, con las manos en los bolsillos, pasaron los dos ladrones de vuelta. Mala noche para ellos. Terrible la “mishiadura”. Los gatos se desperezaron. En el mostrador el bardo apuraba la cerveza.

—¡No sé qué hacer, Walter, te juro que no sé qué hacer!

El patrón estaba cansado, quería cerrar de una buena vez, para irse a dormir. Miró al poeta y le dijo:

— ¿Y si probaras a darles de comer...?

Y empezó a bajar la metálica.

“... las gotas caen en el charco de mi alma, hasta los huesos calados y helados y humillando este tormento, todavía pasa el viento, empujándome....”

Ada Vega, edición 1997