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sábado, 24 de agosto de 2019

Las gemelas



La tía Pilar vivía a unas cuadras de mi casa. En una casa oscura, antigua y romántica; con paredes muy altas y techos de bovedilla. Tenía diez habitaciones, y pequeñas salas diseminadas entre ellas. Un comedor enorme con balcones cargados de  flores que daban al jardín, y un  sótano de gran tamaño, donde habitaban los espíritus de los familiares muertos, que olía a un sahumerio dulce y picante que revolvía el estómago, alteraba la cabeza y hacía correr por las venas voraces sensaciones prohibidas. 
El sótano tenía una puerta de doble hoja,  que permanecía arrimada y sin llave, donde sólo cada tanto, entraba la abuela. Era ella la encargada de dejar en ese territorio místico, algún mueble fuera de uso, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas,  documentos vencidos. Espejos.
A pesar de que los niños teníamos la entrada prohibida, mi hermana Ester vivía fascinada por aquella puerta entreabierta, que intentó mil veces cruzar, arrastrándome a mí, y  la cual estoy segura,  logró, en aquellos días,  sortear más de una vez.
Como antes dije, era una casa antigua y romántica. Con aquel romanticismo escondido en los patios con glicinas, hacia donde abrían sus ventanas la mayoría de las habitaciones. 
En esa casa  de fines del siglo XIX, habían vivido mis abuelos y criado a sus hijos. Pilar era una de las hijas menores. Nunca se casó. Cuando murieron mis abuelos a pesar de que mamá le pidió que viniese a vivir con nosotros, ella prefirió quedarse  sola en aquel caserón.
También dije que la casa de los abuelos era oscura. Varias de sus habitaciones tenían ventanas hacia los patios interiores  dónde no llegaba el sol. Además, los árboles del jardín eran muy frondosos y sus ramas le robaban la luz del día.
Esto no alcanzó a preocupar a  la tía Pilar que nunca hizo buenas migas con la solana, ella prefería la penumbra, por eso entornaba los postigos de las ventanas como temiendo que entrara la luz, y la cegara.
Mi hermana Ester y yo íbamos casi a diario a ver a la tía. Mamá nos mandaba con  pan casero, un bollón con mermelada o pasteles de dulce membrillo. Cada vez que cocinaba algo especial le llevábamos a la tía. Al llegar nos quedábamos junto al portón  de la vereda y la llamábamos a gritos: ¡tíaaa...! El portón tenía un candado y cuando nos oía desde la casa, venía sonriendo a recibirnos. Era bonita la tía Pilar. Tenía breve la cintura, las piernas largas y los pies pequeños.  Los ojos como la miel y peinaba su cabello oscuro, en un moño trenzado sobre la nuca. Con su vestido de pana azul, de manga larga y cuellito de encaje blanco, sentada en su salita junto al ventanal, semejaba una pintura barroca del siglo XVII.
Cuando entrábamos a la casa nos sentábamos en la sala donde ella bordaba. Usaba sobre su falda un redondo bastidor de pie y sobre él sus delicadas manos entretejían los hilos formando preciosos dibujos.
En una de las paredes de la sala había  un espejo  muy grande con el marco dorado, formado de flores y hojas en relieve  —que según mi madre nunca  había visto antes, ni sabía cuándo ni quién lo había puesto allí—,  en el que veíamos a la tía reflejada sobre su bastidor. Nosotras, sentadas frente a ella, tomábamos guindado casero en unas copitas de cristal  tallado y comíamos unas galletitas que la tía sacaba de una caja cuadrada que estaba sobre el piano. Un piano recto, color borra de vino, que nunca supimos si tenía teclas o no, pues jamás lo vimos abierto.
Mi madre nos contó una vez que Pilar había tenido una hermana gemela llamada Analí, que había muerto a los diecisiete años, y que la tía  nunca logró reponerse de esa pérdida. Contaba mi madre que las gemelas se adoraban, que tocaban el piano a cuatro manos y que Analí escribía versos.
En  aquellos años las jóvenes comenzaban a preparar su ajuar, aún antes de tener novio. Según decía, a Pilar le encantaba bordar de manera que para que su hermana gemela escribiera sus poemas, ella bordaba el ajuar de las dos.
La muerte inesperada de Analí enlutó y llenó de congoja a toda la familia. Principalmente a Pilar que sintió que la hermana gemela se llevaba con ella la mitad de su ser. Sin embargo, a pesar de que desde entonces vivió recluida, sin salir más allá de los límites del  jardín, conservó siempre el carácter afable y  nunca descuidó su persona.
Una tarde, con mi hermana Ester, fuimos a llevarle un bollón de dulce de ciruelas, que mi madre había preparado. Mamá había estado un rato antes; parece que al irse el candado no quedó bien cerrado y, al encontrarlo abierto, entramos sin llamar. Atravesamos el jardín y, al acercarnos a la puerta de entrada, oímos voces. Extrañadas miramos por el ventanal entreabierto: la tía Pilar, sentada ante su bastidor bordaba como siempre. El espejo reflejaba su imagen. ¡No! No era su imagen. Aquella Pilar no bordaba, leía poemas de un libro que sostenía entre sus manos. Pilar, mientras bordaba, la escuchaba sonriendo...
Nos volvimos con el bollón de dulce. Desconcertadas. Mamá no nos quiso creer cuando se lo contamos con lujo de detalles. Asumió que éramos unas aparateras que nos imaginábamos cosas. Que vivíamos en la luna, nos dijo medio enojada, que no servíamos ni para hacer un mandado. Que, aunque hubiésemos encontrado el portón abierto deberíamos haber llamado igual. Y que, en resumidas cuentas, no habíamos visto lo que creímos ver. Tanto énfasis puso mi madre en convencernos de que estábamos equivocadas, que al pasar el tiempo llegamos a creer que en realidad, como  ella decía, no vimos lo que vimos. Pasaron los años, nosotras crecimos y, un día, la tía Pilar murió. Nosotras la acompañamos hasta el final.
Después del entierro, pasados unos días, volvimos a la casa de los abuelos con mamá. No me gustó ir. Al abrir el portón sentí como si un gran desamparo saliera a nuestro encuentro. Tanta soledad y silencio. No sé por qué, sentí que entrar en aquella casa era como una profanación. Mamá entró con gran serenidad, Ester y yo la seguimos. En la pared de la salita donde antes había un espejo, se encontraba un cuadro con el marco dorado formado de flores y hojas en relieve. En él, semejando una antigua postal, las dos gemelas con sus vestidos de pana azul y cuellitos de encaje blanco. Una bordando, la otra leyendo. Las dos sonriendo.
Mi madre no conocía la existencia de ese cuadro, jamás lo había visto. No encontró una explicación razonable, y si la encontró evitó comentarla. Ordenó algunas cosas, trancó puertas y ventanas y, sin mencionar el cuadro de las gemelas, nos fuimos.
La casona permaneció cerrada mucho tiempo, de todos modos, los vecinos comenzaron a murmurar. Decían que se oían ruidos en la vieja casa, risas, voces y el sonido de un piano. En mi casa no le ponían atención a esas murmuraciones, sin embargo mi hermana Ester decidió, un buen día, ponerse a  investigar —creo que ella sabía de qué se trataba—.
 Mamá guardaba los dos rosarios de cuando las gemelas hicieron su primera comunión. Dos rosarios de cuentas blancas que mi hermana encontró revolviendo entre antiguos recuerdos.
 Todas las acciones que emprendía mi hermana Ester, las hacía conmigo. Hacíamos los mandados, estudiábamos, íbamos a pasear y al cine, siempre las dos juntas. A pesar de que éramos muy distintas. Ester era muy movediza, muy curiosa, muy lanzada. Por el contrario yo, soy sumamente tranquila, no soy curiosa, no pregunto. No me gusta arriesgar. De todos modos, en todo lo que ella hacía me involucraba. Yo la seguía por costumbre o porque ya estaba establecido, quizá desde antes de nacer, que fuese así. Una tarde, con el sol todavía alto, me puso un rosario de collar, se colocó ella el otro y me dijo muy seria: vení. Y salimos las dos, rumbo a la casa de la tía Pilar. Mi hermana caminaba muy decidida, yo la seguía sin muchas ganas dos o tres pasos más atrás. Llegamos a la casa, abrimos el portón —que chirrió como quejándose—, y atravesamos el jardín. Ester abrió la puerta y entramos. Se acercó al ventanal y, casi con violencia, abrió de un golpe los postigos. Un rayo de sol, como un puñal, rasgó la oscuridad de la habitación clavándose, con atrevida arrogancia, en el cuadro de las gemelas. La luz inundó el recinto. Mi hermana frente a las gemelas, con una firmeza que no le conocía, más que hablar les ordenaba: ¡Bueno, Pilar, Analí, es suficiente! Ha llegado la hora. Deben irse, esta casa ya no les pertenece. Abandonen el mundo terreno. Asustan a los vecinos. ¡Les ordeno en el nombre de Dios que se vayan!
Dejó los dos rosarios sobre el piano, cerró el ventanal y nos fuimos. Yo no sé si las gemelas la escucharon, lo que sí sé es que cuando al mes volvimos, los ruidos y los murmullos habían cesado. Todo estaba en calma, los rosarios habían desaparecido de encima del piano y en la pared, impasible, brillaba el antiguo espejo.
Esto que cuento sucedió hace ya muchos años. Mis padres fallecieron y también mi hermana Ester. Me he quedado sola. Por eso vine a vivir a la casa de los abuelos. Hice limpiar el jardín y dejé en el sótano, muebles que ya no volverán a usarse, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos vencidos...
Todo está como antes. He retomado en el bastidor los bordados que al morir dejó sin terminar la tía Pilar. Estoy bien, soy feliz, no estoy sola.
Ester, mi hermana gemela, me acompaña desde el espejo. 

Ada Vega,2005 

martes, 20 de agosto de 2019

Agustina esposa de Dios

  
  Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo, cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original, injusta herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano,  porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.  Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. 

Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. 
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Sólo  la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. 
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle  sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa.
No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y  pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano
Agustina se quedó  veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.


Ada Vega -2012

sábado, 3 de agosto de 2019

De cruces y maleficios. Novela corta completa.(INÉDITA)

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Presentación:

Mercedes Rosende. Nació en Montevideo y reside en Uruguay y en Francia. Licenciada en derecho, magíster en políticas de la integración, fue dirigente gremial, docente, columnista en medios escritos y radiales, panelista en televisión, guionista y experta en procesos electorales. Escritora de novela negra. 



   Antes de esta novela, en un viaje a Buenos Aires lleno de esperas y momentos vacíos, yo había leído cuentos, muchos de los cuentos de Ada Vega. Entonces ya la conocía, había llegado a mi taller con varios libros publicados y una habilidad narrativa innata, desbordante, exuberante. Aquella vez leí sus historias asombrada por la cantidad y por la variedad, y terminé enamorada de algunos de aquellos textos que hasta hoy recuerdo vívidamente. Cuando leí “De cruces y maleficios” ya conocía el estilo de Ada -porque ella tiene un estilo tan personal que yo reconocería entre muchos textos-, y me sorprendió el planteo de “lo mágico”, que no parecía un tema habitual en su repertorio. Después, sólo después de terminarlo me di cuenta de que Ada incorpora esa magia a lo cotidiano, a la ciudad de Montevideo que siempre le sirve de telón de fondo, que Ada transforma lo sobrenatural en un elemento más del día a día de sus protagonistas, como si un maleficio o los sortilegios gitanos o un ser que se esfuma fueran parte de esa cotidianidad que pinta siempre en sus historias. No busca escenarios exóticos ni lejanos, mezcla el misterio con el día de día con que todos nos identificamos. Dijo Albert Camus que la verdad es misteriosa, huidiza, y que siempre hay que tratar de conquistarla. Precisamente ese tema plantea esta novela de Ada, ¿cuál es la verdad?, ¿es aquello que se percibe, aquello que se ve? Una tragedia puede ser causada por un maleficio o por una simple casualidad, o hasta puede no ser una tragedia realmente: todo cambia, según se lo perciba, según se lo vea. ¿Dónde está la verdad, entonces? La autora no lo analiza como un problema filosófico abstracto, lo instala entre sus personajes, en las calles de los barrios de su ciudad: la magia entra en las casas y se instala al costado de la gente, en las conversaciones de las amigas en el living, delante del televisor. Pero vayamos al grano, la historia comienza abruptamente y nos sumerge en plena acción: Paula, la narradora, se entera de que Blanca -una de las dos amigas con las que conforma una terceto inseparable- ha sufrido un terrible accidente de tránsito, y lo asocia de inmediato al maleficio que le lanzara un gitana a su amiga, que ella nunca olvidó. Desde ese incidente se desenreda la madeja de la trama que Ada contará en forma de analepsis, en una retrospectiva de las vidas de las amigas y de la propia vida de la narradora. Y no puedo dejar de mencionar esa voz narrativa en primera persona, que tal vez sea lo que hace más amena y marca el ritmo rápido de esta novela, lo que lleva a leerla de un tirón. Quien habla es una mujer ya mayor y experimentada, llena de un humor fino y por momentos tan sutil que parece ser sólo una guiñada. Ese humor cómplice atraviesa todo el texto, no cesa nunca, ni en los momentos trágicos. La historia de esta novela es también la historia de los habitantes de Montevideo, la de los inmigrantes que llegaron de tantos lugares -el gitano, el italiano, el inglés, el galleguito-, que la construyeron con el mismo esfuerzo con que el abuelo de Paula construyó en una calle del Prado su casa sin abolengo. Es la historias de las mujeres de la ciudad, desde las que tuvieron muchas hasta las que no tuvieron oportunidades de elegir su vida, de Blanca y de Valentina, de la narradora, de sus labores y amores, todo contado en un ritmo que la escritora maneja a voluntad, que va del recuerdo lento a la acción rápida, pero que siempre es interesante y divertido. Y es que Ada Vega es fácil de leer —en el mejor de los sentidos—, porque su humor, basado en un argumento misterioso pero plagado de situaciones cotidianas y lenguaje coloquial (que maneja tan bien), arranca una sonrisa a cualquiera. Los personajes despliegan sus virtudes y defectos, la narradora no se proclama apóstol de la virtud ni lo hace con sus amigas Valentina y Blanca; todos son seres terrenales que la reman como pueden, que viven el día a día reducidos a los verdaderos límites humanos. Ese tratamiento que les da Ada Vega, tan alejado del superhéroe, es lo que da carnadura a los personajes, lo que hace que nos sintamos identificados y hasta lleguemos a amar a esos seres falibles que se reúnen una vez al mes en una especie de entrañable aquelarre: Blanca, la rebelde e independiente, Valentina, “modosa” y con su vida se ama de casa resignada, y Paula la narradora, con su humor entre cariñoso y vitriólico, ácido pero entrañable. Cada una vive y acepta su vida y destino, cada una disfruta de sus logros y carga una cruz diferente. Hasta que llega la peripecia de la narración, el nudo de la historia, un perfecto ejemplo de la simbiosis entre tragedia y comedia, la magia abordada en clave cotidiana y de humor: “La gitana se puso furiosa. Le echó unas maldiciones y le juró con los dedos en cruz y por la cruz, que con su pie hizo en la vereda cuando se iba, que le iba a hacer un maleficio. Se fue haciéndole cruces mientras Blanca le gritaba: --- ¡el maleficio hacéselo a Magoya y las cruces ya sabés donde te las podés hacer...!” Ada Vega se propone familiarizarnos con el espacio que habitan sus personajes y lo logra de una manera rápida y eficaz, sin vueltas. Crea, con pocos elementos, una especie de teatro de cámara con tres personajes principales y una ciudad y un living de una casa del Prado como escenarios posibles. Ese es el relato aparente de esta novela, su engañosa superficie. A poco de avanzar nos vamos asomando a un universo mágico por el que debemos desplazarnos como en el tablero de un juego misterioso cuyas piezas son la vida, la muerte, el amor, la tragedia, la amistad, una entrañable mirada a la felicidad de lo cotidiano.

                                                                   Mercedes Rosende






                       De cruces y maleficios


    Cuando levanté el tubo del teléfono, y escuché la voz llorosa de Valentina contarme del terrible accidente ocurrido a Blanca en la rambla, sentí, en medio de la sorpresa y el dolor, que el vil maleficio que un tiempo atrás una gitana de ojos felinos urdiera contra mi amiga, al fin se había desatado.
La imagen de aquella gitana aviesa que besaba sus dedos en cruz al jurar un maleficio, había estado durante mucho tiempo asaltando mi mente, como un mal augurio. Mis temores se confirmaban en aquella soleada tarde de mayo, ante la imprevista llamada de Valentina. Conmovida, colgué el teléfono.
Me acerqué al ventanal que se abre sobre el jardín, para ordenar mis pensamientos, y quedé unos minutos observando la paz, la tranquilidad de aquel espacio verde tan íntimo, tan nuestro, donde cada unidad se encontraba en su lugar. Cada planta, cada árbol, cada flor. Todo tan cuidado, tan quieto; apenas el sol que
dejaba filtrar sus rayos oblicuos, transparentes. De oro puro.
Y mi amiga allá, desgarrada, ensangrentada. Sufriente. Tal vez sin conciencia en un CTI; bajo las luces de un block quirúrgico; o sobre la fría mesa de un médico forense. Mientras todo en el jardín seguía igual. Imperturbable. Ajeno. Menos el sol, una luz apenas. Una esperanza.
El antiguo reloj del comedor dejó oír sus profundas campanadas, que llegaron a mis oídos como una música lejana que apenas reconocí. Como un llamado. Como un alerta. Un temor angustiado cayó sobre mi conciencia. Sentí el pánico que nos invade cuando ante un hecho trágico, que le sucede a otras personas, pensamos que pudo haberle sucedido a uno de los nuestros. Recién entonces reaccioné. Apagué el lavarropas, me quité los guantes de goma. Entendí que en esa hora crucial debía estar junto a mi amiga.
Desde ese momento no logré, ni por un segundo, que la imagen de la gitana del maleficio se apartara de mi pensamiento. Estaba segura que de lo sucedido a Blanca, sólo ella era la responsable. El accidente que sufriera mi amiga era, para mí, la evidencia del poder de un maleficio.
Admito que las gitanas siempre me han provocado una particular inquietud. Sin embargo, pese a disponer sobre el pueblo Romaní —sus Czardas, su vida nómade y apátrida con sus carpas abiertas al cielo— de un acotado conocimiento, nunca ha existido nada concreto que me induzca a temer o a desconfiar de ellos. De todos modos, soy consciente de que una pared invisible me impide fraternizar con los roms. Tal vez sea debido a evocaciones de ciertas historias escuchadas en la infancia que hablaban de robos de niños, de cruces y maleficios, sumadas a una experiencia nimia que viví siendo muy joven con una de ellas.
Desde siempre había visto a las gitanas recorrer las calles de mi barrio, vestidas con amplias faldas de colores y blusas con volados y puntillas.
Adornadas con pulseras, muchos anillos y collares con medallas. Solían andar de casa en casa vendiendo ollas y sartenes de cobre mientras ofrecían a su paso adivinar el pasado, leer el presente y aportar las claves necesarias para triunfar en el futuro. Con ese fin leían las manos y las cartas del Tarot. Con conocimiento y sabiduría pues, según pregonaban, eran herederas de la ciencia milenaria de la adivinación y esa facultad agorera la traían en sus genes.
Ahora bien, mi pasado harto lo conocía de llevarlo vivido con más errores que aciertos; mi presente lo iba sorteando en el camino de la desventura a la buena de Dios, pero mi futuro, ¡ay! mi futuro siempre me intrigó.
Desde niña anduve envuelta en averiguaciones esotéricas que me acercaran al conocimiento real de mi futuro. Me intrigaba saber qué sería de mi vida cuando la benevolencia de los primeros años dejara de mimarme.
En aquellos días de mi niñez sin traumas, soñaba con que algún día sería bailarina de ballet, como aquella que vimos en el Teatro Solís la tarde que la maestra nos llevó a ver Cascanueces.
O cantante de tangos como Libertad Lamarque quien, en una película que había visto en una matinée, cantaba "Como un pajarito" mientras se bañaba en un arroyo de aguas turbias.
O maestra de escuela como Elvirita, mi maestra, que llegaba a la escuela con un vestido azul, la cartera colgada al hombro y en un brazo los cuadernos de deberes que había llevado para corregir. Que era rubia y siempre tenía una risa en la cara.
O boletera del cine, como María Inés que tenía catorce años y ya estaba de boletera, porque ---según decía mi madre--- era muy avispada y los muchachos en vez de entrar a ver las películas se quedaban con ella en la boletería y le regalaban Pop acaramelado y pastillas de menta y de naranja.
O doctora, como la doctora del Pereira donde trabajaba mi madre, que tenía el cabello rojo y se hacía un moño. Que usaba un guardapolvo blanco prendido adelante como los varones y cargaba a los enfermitos en los brazos con tanta ternura.
O también podía ser ----cuando fuese grande--- limpiadora de la panadería de doña Carmen como la Matilde, que iba todas las tardes a limpiar y que cuando terminaba y volvía a su casa doña Carmen le daba una bolsa con bizcochos y un pan rondín.
II
Mi futuro me intrigaba en aquel tiempo. Ya no. Pues, en el lerdo transcurrir de mi impaciente juventud, más de una vez me han leído las líneas de las manos, me han tirado las cartas del Tarot y las españolas y las árabes; tirado los bucios, leído la borra del café y tres veces dibujado cartas astrales. Llevo consultado un quiromántico, un adivino y una vidente. Al fin, lo que he sabido de mi futuro es lo que he ido viviendo. De manera que para saber qué me va a suceder el año próximo espero a vivirlo y ya. No obstante por aquello de que las brujas no existen, pero que las hay las hay, acostumbro a otorgarles a las gitanas una cuota de posible credibilidad.
Y una tarde de hace muchos años, camino a mi casa, me encontré con una de ellas. Una gitana muy bonita y muy joven. Tenía los ojos de un gris clarísimo bordeado de pestañas oscuras y el cabello rubio y enrulado, casi hasta la cintura, recogido bajo un pañuelo de colores.
Alguien —no recuerdo quién— me contó una vez, que el pañuelo para los gitanos tiene varias simbologías: en la cabeza de las gitanas, el pañuelo significa que están casadas. Las solteras no llevan pañuelo y si al casarse no son vírgenes, no deben usarlo. Los hombres usan en la cabeza el pañuelo de cuatro puntas para proteger sus sueños y para que nadie, con artimañas, interfiera en sus negocios y decisiones. Lo utilizan como protección de posibles males o daños; para conjurar espíritus; conseguir o retener un amor; fortalecer la unión de una pareja y para consumar maleficios.
Sé que no es poca, ni demasiada, la gente que cree en filtros y maleficios, pero no es mucha la que sabe de qué se tratan.
Hace ya un tiempo, Instigada por la curiosidad, busqué en el libro anónimo: “Oráculos, embrujos y sortilegios” —que encontré en una venta de libros usados—, un capítulo relacionado con la nigromancia y la brujería.
El maleficio o embrujo —decía— es un daño que se le hace a una persona por medio de un conjuro invocando al demonio. En un principio, en la noche de brujas, se reunían los brujos y brujas en el Aquelarre donde festejaban sus rituales en honor a Satanás, quien se presentaba en forma de macho cabrío. En estas fiestas paganas se conjuraban y realizaban los maleficios, ofrendando al diablo, con el fin de conseguir riqueza y poderes sobrenaturales.
Yo agrego (de mi autoría) que hoy, cualquier persona que tenga poderes más o menos fuera de lo común, puede, sin necesidad de participar en una reunión de brujas, realizar maleficios en detrimento de otra persona. Hecho poco serio, según entendidos y con facultad sobrada para opinar sobre estos entredichos, pues ya no existen —aseguran los mismos— garantías formales de que un maleficio produzca los resultados que el interesado aguarda y por el cual pagó dinero contante y sonante.
La imagen de una reunión de brujas con el mismísimo diablo creo que, en estos tiempos sellados por el materialismo y la irreligiosidad, sería de muy difícil visualización. Por lo tanto, y para palear esta realidad existen, en la serie de Pinturas Negras de Francisco Goya, varios cuadros con el nombre de “Aquelarre” donde el pintor muestra un ritual ficticio. En estas pinturas, Satanás bajo la forma de un macho cabrío negro, preside una reunión de brujas y brujos quienes le ofrendan bebés con los cuales, según antiguas supercherías, el diablo se alimentaba.

La gitana de mi historia venía por la misma vereda. Se detuvo frente a mí, me tomó una mano y comenzó a adivinarme la suerte. De entrada me dijo cosas que no eran ciertas. Yo tenía entonces dieciocho años: no me dolían las piernas ni la cabeza, ni sufría de dolores menstruales, ni de mal de amores como decía la gitana mientras leía las líneas mi mano.
Quedé sorprendida, porque yo esperaba que me dijera algo así como que mi futuro se perfilaba en un cielo de maravilla. Que conocería un hombre alto y moreno que se enamoraría perdidamente de mí. Que con él me casaría con cuatro padrinos en la Catedral Metropolitana de Montevideo y me iría de luna de miel a París a Florencia o a Madrid. O sea, no me decía lo que yo esperaba que me dijera. Por lo tanto, al comprobar que la gitana aquella era una principiante que de la misa no sabía ni la mitad, traté de retirar mi mano de entre las suyas.
La gitana, fanatizada, seguía leyéndome el futuro. Cuando al fin logré apartar mi mano me di cuenta que me faltaba un anillo de oro que no tenía gran valor, pero que yo, por motivos personales, le tenía mucho afecto. ¡Me sacó el anillo!, le dije. Ella seguía leyendo. ¡El anillo!, le repetí. Parecía no oírme. De pronto se acercaron otras gitanas hablando una lengua extraña, la rodearon y entre pañuelos de colores, dientes de oro y ollas de cobre, se fueron enredadas todas en la misma incoherente conversación.
Me dejaron sola en la vereda sin mi anillo de oro y sin saber qué podía esperar de mi futuro inmediato.
¡Malhaya, con las gitanas! me dije. Desde entonces si las veo venir cruzo la calle y si llaman a mi puerta no les abro.
III
Con Valentina y Blanca nos conocemos desde niñas. Vivíamos en el mismo barrio y cursamos juntas los seis años de primaria. Después nos separamos. Valentina no siguió estudiando, Blanca fue al liceo de señoritas que había entonces en el barrio de La Aguada y yo fui al liceo de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. En esos años nos vimos muy de cuando en cuando. Fue de mayores que nuestra amistad se rehízo y consolidó. Pues a pesar de presentar las tres distintos perfiles, algo nos unió en los primeros años de escuela que no perdimos al llegar la adolescencia.
Tal vez haya sido la paciencia que nos tuvimos, unas a otras, de ignorar nuestras diferencias. Lo cierto es que, salvados los primeros años de juventud, cuando comenzamos a integrarnos a este mundo complejo que habitamos, con el carácter definido y la vida encaminada, reconocimos que aún quedaban dudas. En esos momentos de incertidumbre es cuando más necesitamos una amiga que sepa y que sepamos escuchar. Creo que en eso se establece el fundamento que nos ha mantenido unidas hasta el día de hoy.
Valentina es una mujer de belleza serena. De estatura mediana, no muy delgada, ojos grandes y cabello castaño claro. Afable, muy laboriosa y muy madraza.
Ha pasado su vida dedicada por entero al hogar, a su marido y a sus hijas, al punto de no haber contado nunca con un poco de tiempo para dedicarlo al desarrollo de su propia persona. Detalle que dejó pasar por alto sin darle demasiada importancia hasta que, al igual que a Blanca y a mí, le llegaron los cincuenta años y su síndrome.
Se crió en un hogar muy austero. El padre era un calabrés cerrado que vino de Italia en un barco de carga, en la década del treinta, huyendo de la hambruna que azotaba a Europa en el preludio de la segunda guerra mundial. Hijo de campesinos, nacido en Catanzaro en la región de Calabria, estaba, de hecho, arraigado a la tierra por lo que no le fue difícil conseguir trabajo en el solar de unos italianos viticultores asentados en el barrio Melilla. Con ellos trabajó durante varios años demostrando su amor a la tierra y al buen vino sin dejar, un solo día, de agradecerle a Dios el haberlo traído a estas tierras. Los primeros zarpazos de la guerra ya se habían detectado en el viejo continente cuando, con sus ahorros de años de trabajo, logró comprar un terreno fértil que convirtió en chacra en la zona del Prado. Allí, al paso del tiempo, construyó una casa. En esa casa solariega pasó el resto de su vida trabajando de sol a sol, para mantener a la numerosa familia que el buen Dios le había concedido, y murió feliz después de haber realizado todos los sueños que trajo escondidos desde la lejana península itálica.
La madre es una criolla arcaica, llamada Melisa, que tuvo ocho hijos a los que crió con amor pero también con mucha severidad. Compañera y apoyo de su marido, se encargó de regentar la casa y la prole. Y lo hizo con firmeza y rectitud.
Valentina nació en 1950, unos meses antes de Maracaná. Fue la segunda en nacer y la única mujer entre los ocho hermanos. Solamente completó la primaria debido a que sus padres entendían que una mujer no necesitaba de estudios, pues sólo bastaba con que supiese gobernar una casa. Humilde y sumisa aprendió desde muy pequeña a cocinar, limpiar y lidiar con sus hermanos. Criada entre varones conoció muy temprano las diferencias que existen entre el llamado sexo fuerte y el sexo débil. Fue por lo tanto la primera de nosotras en ver un individuo del sexo opuesto completamente desnudo. Y no solamente nos llevaba esa ventaja: a los tres últimos hermanos los vio nacer. No porque le permitieran presenciar los partos sino por su propia ansiedad que, en el momento justo, la inducía a entrar sin que la vieran en el dormitorio de su madre y permanecer allí agazapada, sólo para comprobar si, al fin, nacía una hermanita. De manera que conocedora del trabajo arduo que sufre una mujer para traer niños al mundo, creció sin complejos ni miedos ante la idea de que pudiese un día convertirse en madre; pues un parto para Valentina fue siempre algo natural. Razón por la que nunca se le pudo decir que los niños vienen de París ni que nacen de un repollo.
Ni fue nunca un misterio para ella el cuerpo desnudo de un varón y su sexo, acostumbrada a cambiar pañales a sus hermanos desde antes de cumplir los seis años. Fue Valentina para nosotras en los primeros años escolares, pese a que de muchas preguntas ni ella misma sabía las respuestas, nuestra primera instructora en sexología.
IV
Al pasar el tiempo y frente a la diversidad de caracteres de sus hermanos que le impedían muchas veces lograr con ellos una buena relación, descubrió que una de las maneras de conquistar a los hombres es por el estómago. Y aprendió a estofar la carne con vino tinto y una pizca de canela; asar pollo al limón sobre una sábana de sal; cocinar filetes de merluza vuelta y vuelta a la plancha aderezados solamente con cebollas y tomates y a no preparar postres, porque llevan mucho tiempo y es más sana la fruta de estación.
Así iban las cosas hasta que un día cayó en la cuenta de que el trabajo de su casa era agotador y ante la impotencia de lograr un cambio que mejorara su modo de vida, llegó a la convicción de que nunca se libraría de esa carga que llevaba impuesta. Entonces, por aquello de que no sabemos nunca que nos puede suceder mañana, apenas cumplidos los dieciocho años, su vida comenzó a cambiar. En su horizonte apareció Ismael. Aquel compañero de escuela con
quien conversaba en el recreo y que, al volver, solía acompañarla hasta su casa. Muchas veces lo veía en sus esporádicas salidas por el barrio. En una de esas salidas el joven se acercó a ella y le habló de amor y matrimonio. Comenzaron a verse y en el trayecto Valentina se enamoró de su condiscípulo.
Ismael fue el primer y único hombre de su vida. Se casó virgen, haciendo honor al vestido blanco de novia con el que entró a la iglesia, y creo que en lo más íntimo de su ser continúa siéndolo. Nunca habla de su sexualidad, ni opina jamás cuando Blanca y yo lo hacemos. Escucha con atención nuestras conversaciones sobre el tema y creo que más de una vez se escandaliza, aunque permanece impertérrita. A veces creo que intenta preguntarnos algo al respecto, pero no se anima, no lo hará nunca, continúa aferrada al recato con que la criaron.
Ismael es un hombre buenísimo que a duras penas pasó la requisa de los padres de Valentina, el día que fue a pedir su mano. Era un muchacho de barrio, hijo único de un empleado público y una maestra. Carpintero de oficio como Jesús que, como dije anteriormente, estuvo enamorado de Valentina desde la escuela. Estudió carpintería en la Escuela Industrial y consiguió trabajo en un astillero, donde reparaban barcos y con sólo esa fortuna en sus manos se presentó una tarde en la casa de mi amiga, a informar a los padres su firme deseo de casarse con ella. Después de varias indagatorias, sobre su persona, los padres dieron su consentimiento y la familia, por entero, lo aceptó de buen grado. Llevaron un noviazgo de dos años y se casaron, en la década del terror, en la Parroquia del Paso Molino.
Quiero puntualizar aquí, que mi amiga Valentina tuvo con Ismael los dos hijos que Dios le mandó, pues si en lugar de dos hijos le hubiese mandado quince, mi amiga Valentina hubiera tenido quince hijos. Con esto quiero decir que ella estuvo siempre contra todo lo que fuese antinatural. Por lo tanto la palabra "aborto" para ella no sólo no existía, pues jamás la ha pronunciado ni la pronunciará, sino que ha sido siempre contraria a tragar anticonceptivos, colocarse pastillas o permitir que le introduzcan cualquier tipo de implemento en su vagina, con la atroz finalidad de impedir un embarazo. Siempre opinó que los hijos son producto del amor. Y como en su caso fue realmente así ¿para qué vamos a entrar en discusiones, explicándole algunas realidades que ella desconoce y de las que no tiene el más mínimo interés en conocer…?
V
Las hijas de Valentina e Ismael estudiaron. Estercita, la mayor, es secretaria bilingüe de una empresa internacional. La segunda, Ana María, es contadora y atiende un estudio con dos colegas. Hace unos años la hija bilingüe le complicó un poco la vida a Valentina. Le trastocó todas sus ideas. Le dejó la mente en blanco y le paralizó el corazón.
La joven, debido a su profesión, llevaba una vida sin horario. Solía llegar a su casa con un compañero de trabajo que la alcanzaba en el auto, y algunas veces se quedaba a cenar. Un día, sin previo aviso, les anunció a sus padres que se iba a vivir con él a un apartamento que habían alquilado. Valentina quiso saber por qué no se casaban primero si es que estaban de novios. Mejor no hubiese preguntado. —Porque Pablo es casado —le contestó la bilingüe.
Qué puedo decir. Contener a Valentina nos costó, a Blanca y a mí, meses de conversación. No podía entender como su hija, con la educación que había recibido en el colegio de las monjas, podía haber sido capaz de cometer semejante pecado. —Irse a vivir con un hombre ¡y casado! Esta muchacha no tiene justificativo —decía y lloraba. — ¿Y la esposa de él, qué dice la esposa de él? —quería saber. Blanca trató de conformarla mientras hojeaba una revista y mordisqueaba un cruasán. —Lo que debe estar diciendo de tu hija, la esposa de él, más vale que ni te enteres. No me acuerdo si Valentina se desmayó en cuanto Blanca dio su tajante opinión, o si fue después de oírla repetir: — ¡Dios nos asista!, ¡Dios nos asista! Mientras tratábamos de hacerla reaccionar le dije a Blanca: —Blanca, cómo le podés decir eso a Valentina, sabés que es muy sensible, hay cosas que no tolera. ¡Y justo la hija que se manda esa barrabasada! La pobre está destruida, no te das cuenta.
Valentina volvía en sí cuando oigo a Blanca que me contesta mientras deja la revista sobre la mesa y retira otro cruasán: — ¿Yo? Y yo qué dije…
Aunque siempre quiso vivir en el Centro, Valentina vive en Sayago con su esposo Ismael, su madre doña Melisa y Ana María, la contadora, que está casada y tiene dos hijos. Viven todos en una casa muy linda con terreno al fondo que Valentina y su marido compraron, por intermedio de un banco, cuando se casaron.
Cuando hace unos años Estercita se fue a vivir con el compañero de trabajo, Ana María, que estaba de novia, decidió también independizarse y puso fecha para su matrimonio. Entonces Valentina y su esposo, en vísperas de quedarse solos, decidieron, vender la casa y mudarse para el Centro. De manera que, sin apuro, se pusieron a buscar un apartamento.
Mi amiga quería algo chico, como para ellos dos. Nada de fondo, ni frente, ni tierra, ni hojas que barrer todo el día. Encontraron uno en Andes y Colonia. Con un living comedor y dos dormitorios. Un dormitorio grande para ellos dos y otro un poco más chico para la máquina de coser, la mesa de planchar, la aspiradora, los ventiladores en invierno, las estufas en verano y todas esas cosas que nunca sabe una, dónde las va a guardar.
Pero el diablo, como siempre, tuvo que meter la cola.
VI
Ana María se casó, pero no se independizó. Decidió, a último momento, quedarse a vivir con los padres, según dijo, por un tiempo, para no tener que pagar alquiler y poder así ahorrar para comprarse un auto.
Pese a esta decisión Valentina e Ismael decidieron, igualmente, vender la casa y mudarse al nuevo departamento. Pensaron que si solamente era por un tiempo la nueva pareja podría utilizar el dormitorio chico. La cuestión era no perder el inmueble que se vendía a un precio razonable. Fue cuando doña Melisa, que había enviudado hacía ya unos años, decidió no seguir viviendo sola. Estaba muy mayor y necesitaba de cuidados y compañía. Recordaba haber parido ocho hijos, que al momento se encontraban todos casados, así que se iría a vivir con alguno de ellos.
La decisión de la pobre mujer armó tal polémica entre la progenie que no se ponía de acuerdo, que estuvieron días y días tratando de encontrar la manera más sutil de sacarse a la abuela de encima. La causa que manejaron fue que ninguno de los hijos podía tenerla en su casa. Algunos porque no tenían lugar y otros porque no tenían lugar. Entonces Ismael, que es un hombre muy humano y de buenos sentimientos le dijo a mi amiga: Vale, vamos a tener que traer a tu mamá a vivir con nosotros. Y de paso: el apartamento, por ahora, no corre. Vos entendés ¿no…?
A la casa de Sayago le agregaron una pieza y un baño. Y después otra pieza. Siguen viviendo todos allá. Ana María no se quedó por un tiempo. Se quedó para siempre en la casa de sus padres, debido a que a los pocos meses de casada se embarazó, y ¿quién de más confianza para dejarle el niño, mientras sus padres trabajan, que la propia abuela? ¿Y qué tiene de extraño que haya tenido dos hijos en dos años de casada? ¡Ella es una muchacha joven! Y vos imaginate, mamá, que cuidar uno y cuidar dos es casi lo mismo. Y aparte los nenes son buenísimos ¡no dan trabajo! Vos, sabés bien.
Los hermanos de Valentina que no iban nunca a ver a la madre cuando vivía sola —ni siquiera para comprobar que seguía respirando—, desde que vive en la casa de mi amiga van todos los domingos a almorzar. Aunque debo reconocer que no son abusivos. No van todos el mismo día. Hicieron una lista y cada uno con su esposa e hijos van a verla y a comer un domingo uno y al siguiente domingo otro hasta completar la lista. Y vuelven a empezar.
Valentina huye de su casa una vez al mes y viene a verme. Tomamos té y mientras por la tele nos enteramos con quien almuerza hoy la Legrand o con quien “patinan” las que patinan con Tinelli, conversamos sobre temas profundos como por ejemplo: los oscuros laberintos hacia donde suele conducirnos la vida sin previo aviso. O qué macana eso de haber tirado toneladas de duraznos porque hubo mucha producción. Los hubiesen puesto a cinco pesos el quilo y los vendían todos, qué embromar. Bueno, pero dejémoslo por ahí porque eso ya pasaría a ser argumento de otra historia.
Muchas veces en nuestras conversaciones surge el tema de la religión y hablamos de Dios o del Demonio. Son obsesiones que —no por casualidad— introduzco yo en la charla. No porque domine la materia, sino porque todo lo relacionado con las ciencias ocultas me provoca. En particular la vida errante de los gitanos; su manera de vivir, sus leyes, sus costumbres y creencias. De donde vienen. Por qué caminan. A donde van. A mis amigas no las mueven estos temas. Valentina —que cree en Dios y en los curas— está convencida de que yo invento las historias que les cuento. Y a Blanca —que es agnóstica, liberal y anarquista—, le importa un bledo si mis historias son verídicas o no. A ella le encantan y me dice que oírlas le descansa la mente. De todos modos, cuando ataco con los temas esotéricos las dos me escuchan resignadas y hasta prestan atención. Fue por ese motivo que me animé a contarles del encuentro que tuve, hace un tiempo, con el gitano del puente de Sarmiento.
VII
Ese domingo había amanecido espléndido. Casi de verano. Por la mañana habíamos salimos con Jorge para la feria del Parque Rodó. En esa feria se vende mucha ropa y él quería comprarse un jean bueno, lindo, barato y que le quedara como de medida. Fuimos caminando por Bulevar Artigas, a las 11 de la mañana el sol caía impiadoso. Al pasar bajo el puente de Sarmiento, donde casi siempre se encuentran varios indigentes durmiendo sobre colchones, con sus pertenencias, perros y de más, sólo había un hombre viejo tocando el violín sentado en la verja de ladrillos. Ni rastros de la gente que suele pernoctar allí. Estaba todo limpio. Ni un papel. Ni un perro.
El viejo del violín vestía pobremente pero prolijo: llevaba puesta una camisa blanca con rayas grises remangada hasta el codo, que dejaba ver en el brazo que sostenía el instrumento una Z y una serie de números tatuados. En el suelo junto a él había una caja de lata, colocada allí, supuse, para recibir alguna moneda. Al acercarnos oí ejecutar de su violín, con toda claridad, las Czardas de Monti.
Detuve mis pasos y le pregunté al violinista si era judío. Me miró con sus ojos menguados y me dijo que no. Soy gitano, agregó, nacido en Granada. Le pedí permiso y me senté a su lado, quise saber qué hacía en Uruguay un gitano nacido en Granada —mi marido me hacía señas como diciendo: ¿y a vos qué te importa? Disimulé y miré para otro lado.
El violinista me miró entre sorprendido y desconfiado, después quedó con la mirada fija en la calle como buscando la punta de un recuerdo escondido para tironear de él. Quedé un momento a la espera. Entonces comenzó a hablar con una voz cascada en un español extraño.
Mi marido también se sentó.
—Llegué a este mundo en Granada, provincia de Andalucía, una tarde de invierno en que lloraba el cielo, del año 1925 de Nuestro Señor, en el barrio gitano de las cuevas del Sacromonte. Allí pasé mi vida toda. Porque después ya no viví.
— ¿Del Sacromonte ?—pregunté.
—El Sacromonte es el barrio más gitano de Granada —me contestó—, en sus cuevas habita la esencia del flamenco que algunos calé llaman el Duende, porque erotiza el baile y el cante hondo. Se encuentra en lo alto de un monte y hay que subir a él por veredas pedregosas. Tiene calles estrechas y casas cavadas en la roca. Quedó un momento en silencio que yo aproveché.
—Por qué se llama Sacromonte —quise saber.
—Porque, cuentan, que en tiempos de los musulmanes había sido un cementerio —y continuó—, las cuevas fueron construidas por los judíos y musulmanes que fueron expulsados en el siglo XVI, hacia los barrios marginales, a los que más tarde se les unieron los gitanos.
El sacromontecino hablaba con los ojos entrecerrados, como visualizando cada cosa que iba diciendo. Por momentos callaba y quedaba como extraviado, como si su espíritu lo hubiese abandonado para volver a su España, a Granada, a las cuevas de aquel barrio cavado en la roca.
De pronto volvía y con un dejo melancólico me hablaba de la Alhambra, construida en lo alto de una colina —decía.
Yo lo escuchaba encantada y trataba de no interrumpirlo porque me fascinaba su vos, su modo de hablar como un maestro, como un sabio que me enseñaba rasgos de la historia que yo desconocía. Él, por momentos, se entusiasmaba al recordar cada detalle de aquellas historias de su tierra lejana que, con su voz y su memoria, parecía revivir.
—Desde el Sacromonte se puede ver la Alhambra —decía como si la estuviera divisando—, uno de los palacios más hermosos construido por los musulmanes hace más de quinientos años a orillas del río Darro, frente a los barrios del Albaicín y de la Alcazaba. Tiene en el centro del palacio, el Patio de los Leones, con una fuente central de mármol blanco que sostienen doce leones que manan agua por la boca y que, según dicen algunos nazaríes, representan los doce toros de la fuente que Salomón mandó hacer en su palacio, y según opinan otros, que pueden también representar las doce tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea.
VIII
Me habló de la Torre de La Cautiva, conocida también como la Torre de la Sultana, donde habitara, separada de las otras esposas, doña Isabel de Solís doncella cristiana de gran belleza que en una de las luchas entre cristianos y musulmanes fue cautivada por los nazaríes y llevada a la Alhambra.
—Cuentan, que en cuanto la vio el rey moro Muley Hacén, rey de Granada, se enamoró locamente de ella. Debido a lo cual, concurría con asiduidad a visitarla en la torre donde permanecía cautiva. Al tiempo Isabel abrazó la religión islámica con el nombre de Zoraya y se casó con el rey quien la convirtió en su esposa favorita. Doña Isabel Solís, reina de Granada, vivió en esa torre ornamentada a todo lujo para ella, por su amante esposo el sultán Muley Hacén. Por ese motivo a la torre mayor de la Alhambra se la conoce como La Torre de la Cautiva.
Todo esto lo decía el andaluz con su voz parsimoniosa y aquel acento de un idioma extraño mezclado con el castellano que hacía, al final, tan grato escucharlo. Me contó parte de la rica historia de España, que involucra a los gitanos y su expulsión del reino de los reyes católicos
—En 1492 Isabel la católica reina de España y esposa del rey Fernando de Aragón, a pesar de las críticas de la corte y los científicos, respaldó los proyectos de Cristóbal Colón quien pensaba que podía llegar al Asia oriental navegando hacia el occidente y puso a su disposición una flotilla de tres carabelas, con su tripulación, y parte del tesoro de la corona.
La gente seguía pasando de ida y de vuelta para la feria y alguno se detenía a escuchar al gitano, que hablaba como un disertante que alecciona mientras va contando. Le recordé, cuando habló del viaje de Colón, que la reina Isabel había empeñado sus joyas para financiar el proyecto del genovés.
—Existe una leyenda —me contestó—, que dice que la reina financió con sus joyas el viaje que llevó al descubrimiento de América, pero no es cierto —afirmó ante mi sorpresa. Fueron unos mercaderes quienes financiaron el viaje —y agregó sin dar importancia a lo que dije, siguiendo el hilo de lo dicho anteriormente— también en 1492 los reyes católicos lograron la unificación religiosa, so pena de expulsión. Quien viviese dentro del reino de España debía abrazar la religión cristiana o sería expulsado. Primero fueron los judíos. Algunos se convirtieron pero decenas de miles de sefardíes iniciaron el exilio. Luego fueron los musulmanes, tras la rendición de Granada, después de ocho siglos de dominación musulmana. También doña Isabel Solís Reina de Granada —Zoraya para los nazaríes— su esposo el sultán Muley Hacén Rey de Granada y sus dos hijos fueron expulsados y obligados a abandonar la Alhambra. Cuando años después doña Isabel Solís queda viuda vuelve a España con sus dos hijos y a su creencia cristiana. La Alhambra con su patio de los leones y la Torre de la Cautiva ya no le pertenecen.
IX
El violinista del puente de la calle Sarmiento, me contó que los gitanos habían sido discriminados en España a partir de 1499 por los Reyes Católicos Fernando e Isabel y por la Inquisición española, en nombre de la Iglesia, que buscaba entre los gitanos no conversos, para quemarlas en la hoguera, a brujas hechiceras que realizaban maleficios en reuniones nocturnas con el diablo. Nunca fue cierto —me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes sobrenaturales de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por el Dios de todos los hombres. Aún hoy —afirmó—, seguimos siendo discriminados en todo el mundo.
Después de un silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con voz profunda y emocionada. —En mi barrio del Sacromonte me casé a los dieciocho años con una gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos dos hijos pequeños, una niña y un varón, cuando un día los nazis irrumpieron en una fiesta gitana, quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en camiones a las mujeres y a los niños por un lado y a los hombres por otro, dejando un tendal de muertos.
Al oír este relato tan atroz le pedí que no siguiera contando, que le hacía daño, de dije. Él me miró y me contestó: —los muertos, no sufren. Hace años que no vivo. Y continuó. —A los músicos de la fiesta nos llevaron a todos juntos con los instrumentos. La última vez que vi a mi mujer y a mis hijos fue cuando, a empujones y a golpes, los subieron a un camión. Tal vez tocaba el violín, mientras cenaban los generales de la S.S. cuando ellos entraban a la cámara de gas. Cuando terminó la guerra y los aliados nos liberaron volví a España y a Granada, pero no encontré a mi familia ni a mis amigos.
Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que un día decidí venir a América con una familia que conocí en Rumania. En América recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de allí me volví. Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he recorrido todos los departamentos. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora pienso quedarme.
Le pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y Portugal no lo hablan bien. Tal vez mezcle un poco los dos idiomas —me dijo. Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo hablaban de la guerra y los Campos de Concentración de manera que le pregunté qué significaba la Z junto a los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes. Me contestó que la Z significa Zíngaro, "gitano", en alemán. Estuvimos hablando mucho rato, él se encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le pregunté entonces si el próximo domingo volvería, me aseguró que sí. Quedaron a la espera muchas incógnitas. Durante esa semana fui anotando en mi agenda cada pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al domingo siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba. Lo busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de encontrarlo. Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo donde vivía. Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé. Que sólo fue una ilusión. Un sortilegio. De todos modos, lo sigo buscando. Algún día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su violín y aquellas Zardas de Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé que volveré a encontrarlo por alguna callecita romántica, escondida, perfumada de jazmines, de este entrañable Montevideo.
X
Blanca y Valentina escucharon toda esta historia sin decir una palabra, sin hacer una pregunta. Cuando terminé de contar, Valentina se puso de pie, se acercó a la mesa, se sirvió un té, eligió una masita de la bandeja y, mientras volvía a su lugar y tomaba asiento me dijo. —Yo no sé cómo te animás a sentarte junto a un desconocido, alguien a quien nunca has visto en tu vida y encima hacerle preguntas íntimas. ¡Te podía haber contestado cualquier cosa…!
Me quedé pensando si eso era todo lo que sacó en limpio de la historia que conté. Blanca en cambio sonreía y desde su sillón mientras bebía su té me dijo. —A mí me gustó mucho la historia que te contó el gitano del violín, y creo que si no te hubieses sentado a su lado, hoy no tendrías esa preciosa historia para contarnos. Es bueno atreverse de vez en cuando.
Agradecí la respuesta y Blanca continuó. —Yo tengo algo para agregar. Cuando estaba en la facultad tuve un compañero que pertenecía al pueblo romaní. Se llamaba Joel Heredia y era argentino. En nuestro país nunca fueron muchas las familias gitanas que se afincaron, se calcula que en Uruguay viven unos 400 roms. En Argentina tengo entendido que viven alrededor de 300.000.
La familia de Joel tenía mucho dinero—siguió contando— eran gitanos muy ricos. Vivían en Mendoza, en Argentina, pero tenían también casa en Carrasco. Joel venía a la facultad manejando su auto. No sé por qué tenían dinero ni a qué se dedicaba su padre. Era un muchacho muy inteligente, militante de izquierda. A fines del 76 desapareció. Nunca más supe de él ni de su familia. No sé si su deserción fue debido al momento que atravesaba el país o si, simplemente, abandonó la carrera. Blanca quedó un momento pensando agregó a su relato:
—Recuerdo que hablaba mucho de los gitanos y su entorno. Yo nunca estuve interesada en conocer cómo viven ni qué leyes tienen los roms, de todas formas los compañeros le hacían toda clase de preguntas que él no tenía ningún empacho en contestar. Una cosa sí, me quedó grabada. Una compañera le preguntó un día de dónde venían los roms y cuál era su patria. Él dijo que los gitanos no tenían patria, que eran oriundos de la India y que hace mil años, a raíz de una guerra con los musulmanes, comenzaron la migración. Hoy se encuentran diseminados en todas las naciones del mundo. De todos modos —finalizó diciendo Blanca— yo quiero agregar que hay quien opina, que las raíces de los gitanos son hebreas. Creo que ni ellos mismos conocen de donde vienen ni hacia donde van.
XI
Blanca pertenece a una familia de clase media alta. El abuelo, por parte de padre, fue un inglés llamado Edward West, que había venido a Uruguay a trabajar en los ferrocarriles, en los tiempos en que éstos pertenecían a los ingleses, y que permaneció en la empresa muchos años después de haberse creado, en 1915, la Administración de Ferrocarriles y Tranvías del Estado.
Se casó con una dama inglesa de la sociedad montevideana con quien tuvo tres hijos, uno de ellos fue John, el padre de Blanca, que nació en 1930. John cursó estudios de derecho en la Universidad de la República. Tenía diecinueve años cuando se enamoró de Victoria, una compañera de estudios, rebelde y contestataria, abrazada a la bandera del existencialismo, de moda en aquellos años y difundido por el filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre —“El hombre nace libre, responsable y sin excusas”—, que marcó profundamente una generación de estudiantes universitarios.
A mediados de 1950 —ya éramos por cuarta vez Campeones de América y del Mundo— se casaron apresuradamente. Blanca nació ese mismo año, unos meses después de Maracaná.
Desde su matrimonio Victoria y John vivieron siempre en la casona que los padres del joven tenían en el Prado. Allí nació Blanca, única hija del matrimonio.
El padre de Blanca era un hombre muy elegante, de vasta cultura y un abogado muy reconocido entre la sociedad montevideana. La relación con su esposa fue excelente y Blanca lo recuerda como un padre cariñoso y justo. Victoria abandonó la carrera antes de nacer Blanca para dedicarle todo su tiempo. Cuando la niña cumplió los cinco años, retomó los estudios hasta obtener su título de Doctora en Leyes, e ingresó a trabajar en el estudio de su esposo.
Blanca creció en la hermosa casona del Prado, en el seno una familia bien avenida, con buena posición económica y junto a un par de abuelos que la amaron y la mimaron durante toda su vida. No tenía real motivo, entonces, de complicarse la vida siguiendo la carrera de Medicina y especializarse en Psiquiatría. No tenía.
Los padres hubieran preferido que su hija hiciera la misma carrera de ellos a fin de que heredara el Estudio y la clientela. Pero a Blanca ya le saltaba a la vista la fuerte personalidad que desarrollaría con el tiempo, de modo que los padres decidieron no insistir.
Después del liceo Blanca comenzó la Facultad de Medicina. Para ese entonces yo había comenzado a trabajar, al poco tiempo me casé y me fui del barrio. Por lo tanto, mi relación con ellas dos dejó de ser tan íntima como lo había sido hasta ese momento. Ya no nos veíamos todos los días como cuando éramos estudiantes. Debido a nuestras distintas actividades comenzamos a vernos muy de tarde en tarde.
Un día, en una feria artesanal, me encontré con Valentina que venía de ver a su médico. Nos sentamos en la vereda de un bar a tomar un refresco, y nos pusimos al día. Entre otras cosas me dijo que hacía un tiempo andaba muy nerviosa, con fuertes dolores de cabeza. Me contó que le habían hecho varios exámenes los cuales, aparentemente, no mostraban el motivo de ese malestar. Motivo por el cual le habían dado pase, para que viera a un psiquiatra.
Yo en realidad la encontré bien, tal vez sí, un poco acelerada pero nada más. Al despedirnos nos dimos el teléfono y ella quedó de llamarme una vez que hubiese ido a la consulta. Me llamó a los quince días, me dijo que la doctora que la atendió había sido Blanca West. Que Blanca se alegró mucho de verla y entre las dos decidieron avisarme y concertar una cita para conversar.
XII
Nos encontramos por primera vez después de tantos años, un poco por curiosidad y otro por compromiso. Creo que para no quedar mal entre nosotras y pasar por engreídas. El encuentro se realizó en una confitería del Centro. Fue una reunión increíble. Nos descubrimos las mismas, iguales y distintas. Tan distintas las tres como cuando éramos niñas. Iguales a cuando éramos niñas. Las mismas amigas de los años de escuela, que dejaron pendiente una amistad, para reanudarla varios años después.
A partir de ese día decidimos reunirnos una vez al mes. Elegimos el último jueves de cada mes. Esa reunión mensual comenzó a ser para nosotras una especie de relax. Ofrecí mi casa pues era la que creímos más cómoda. La casa de Valentina está llena de gente y Blanca en su departamento es apenas una visita. En mi casa, a la hora en que nos encontramos, estoy sola. Mi esposo está en la inmobiliaria y mis hijos están trabajando con el padre, en la facultad o Dios sabe dónde.
Blanca nunca se casó. Se fue muy joven de la casona del Prado, donde vivía con sus padres y sus abuelos, a vivir sola en un departamento alquilado. Después de recibida y con un dinero que le dejaron los abuelos, se compró un departamento hermoso en Parque Batlle. Allí trasladó algunos muebles, fotos, piezas de marfil y otras de plata que eligió, con sumo cuidado, de entre el mobiliario de sus padres.
También tres adornos que en vida le obsequiaran sus abuelos: un par lámparas de cristales azules, que hacían juego con el plafón del dormitorio de los ancianos y que Blanca no quiso llevarse por ser demasiado grande y ostentoso; una marina antigua y sin firma con marco dorado envejecido donde un velero inglés —posiblemente pirata—del siglo XVI, se debatía sobre un mar embravecido, que la abuela le tenía especial aprecio. Obra de un pintor enamorado de ella y no correspondido —según le contó a la nieta— quien se lo habría regalado en Londres, antes de venirse a América con sus padres, y a quien ella prometiera conservar para siempre y que Blanca —como recuerdo de aquella abuela maravillosa— ostenta sobre la pared del living de su departamento, donde no hace juego con nada y donde nadie le presta atención ni le importa.
Y un Cupido de mármol, bellísimo, con el arco tensado a punto de disparar su flecha, apoyado apenas en su pie izquierdo. Cupido que Blanca conservó durante años sobre una mesa alta de madera taraceada, junto a la entrada del apartamento, y que un día cansado de amenazar con su flecha sin que nadie le hiciera el menor caso: se suicidó, arrojándose de la mesa taraceada para hacerse añicos contra el piso.
Quebró el arco en dos y sólo se salvó la flecha que salió, al fin, disparada por la puerta de calle y se enterró de punta junto a un rosal, en el jardín de un vecino. Cosas. Hechos extraños que suelen suceder en la vida de las personas, sin que medie un motivo o un por qué. Y que pienso, puedan ser diabluras de espíritus que habitaron nuestras casas en otros tiempos, quienes no terminan de irse y tratan de hacerse ver para que, los que aún estamos vivos, sepamos que ellos siguen estando presentes entre nosotros. En fin, no quiero entreverar la historia de cruces y maleficios con la de espíritus irreverentes, porque no tiene nada que ver una cosa con la otra. Creo.
Blanca es una mujer muy elegante. Muy cuidada. Vive para ella. Lo dicen sus manos. Su ropa. Y su pelo. Ha viajado varias veces recorriendo distintas partes del mundo. Es dinámica, deportista y le apasiona bailar. La rodean amigos, colegas y amantes. Se viste como una modelo y dice que me envidia. Yo también la envidio y se lo digo. Pero no es cierto, no nos envidiamos, ni ella a mí ni yo a ella. A mí me encanta como vive y la admiro, pero no podría vivir su vida.
No soportaría vivir su soledad y su desarraigo. Y a ella le gustaría tener mi familia pero no tiene paciencia, ni vocación de servicio. No cree en el matrimonio ni en la unión de un hombre y una mujer para toda la vida. No entiende, no le entra en la cabeza, eso de que la mujer, porque no trabaja afuera ocho horas por día, como el marido, deba, por el sólo hecho de haberse casado, trabajar dieciséis horas por día sin sueldo. Sin vacaciones ni feriados. Sin descansar en Navidad, ni el primero de mayo, ni el día de su cumpleaños. Que deba, por obligación y responsabilidad, cocinar, lavar la ropa y ordenar la casa hasta el final de sus días, mientras tenga noción en su cabeza y fuerza en las manos.
Lo que es peor, es que no entiende por qué nosotras aceptamos la situación desde siempre. Por eso no se casó. No encontró nunca un hombre que aceptara sus planteos al respecto. Por eso nos casamos las que nos casamos. Porque cuando decimos: sí, y hasta que la muerte nos separe, sabemos muy bien lo que estamos haciendo y firmamos igual.
Algunas de nosotras se casan pensando en que la cosa no es tan así, como lo afirman sus antecesoras. Pronto se dan cuenta de que sí, lo es. Pero entonces ya es tarde, sólo les queda seguir en el ruedo o retirarse antes de que empiecen a llegar los hijos. De todos modos, como recompensa, afirman nuestros hombres que somos las señoras de la casa y las reinas del hogar.
Ellos ocultan, pero nosotras sabemos, que somos señoras de la casa porque ellos son los señores. Y somos las reinas del hogar porque los reyes son ellos. Pese a todo, las casadas, solemos ser felices, aunque pocas veces comamos perdices.
XIII
Hablar de estos temas con Blanca es muy difícil. No se puede explicar lo inexplicable. Sólo podemos decir que el casamiento y para toda la vida es, para la mujer, un acto de amor. Es lo único que justifica tanta entrega.
Algunas veces Blanca nos habla de los hombres que han pasado por su vida. Desde Javier, el compañero de preparatorio del I.A.V.A., un muchacho con ideas revolucionarias, que le hablaba de Marx y de Engels como si fueran dos compañeros más de clases, con quien vivió el romance más apasionado y sincero que recuerda. Cuando después de clases eran los últimos en salir para perderse en los salones desiertos y oscuros, donde hacían el amor apurados, antes de que algún bedel los descubriera. Aquel fue un romance inolvidable, nos dice, sin intereses superficiales, sin anteponer nada a aquel amor recién estrenado. Eran solamente ella y él. Después crecieron. Se perdieron en la vida por distintas sendas. Un día se enteró que Javier era uno más a engrosar la lista de los desaparecidos en el país. Lo lloró sin lágrimas. Con el corazón desolado.
Los demás son hombres de paso. Con limitaciones. Yo te doy si tú me das. Solteros que no tienen interés en que una psiquiatra los estudie. Casados que solamente les basta su compañía cada diez o quince días para llevarla al teatro, a cenar y al hotel. Con el único motivo de reafirmar ante sí mismos, su libertad y su machismo.
Ella aceptó el juego desde el vamos Y entre el desencanto de no haber sido capaz de conquistar un hombre que la amara bajo sus reglas y los enigmas y frustraciones que sus pacientes psiquiátricos le llevan diariamente al consultorio, antes de perder ella misma la razón, viene a casa a reunirse con nosotras cada último jueves del mes; a liberar su espíritu y a hacer catarsis, para poder seguir viviendo en este mundo donde también ella, en más de una ocasión, se ha encontrado perdida.
Blanca no falta nunca a las citas mensuales, o por lo menos trata de no faltar. Yo siempre estoy en casa y Valentina si algún día no viniera es porque ha matado a alguien. De manera que cuando tarda un poco en llegar, nos ponemos muy nerviosas imaginando lo que pudo haberle sucedido. Estas son mis dos amigas recuperadas hace unos años y que tengo la seguridad de no volver a perder. Creo haber contado los rasgos y los detalles más importantes de la vida de cada una.
XIV 
Pues bien, y yo soy Paula. Como mis amigas he pasado los cincuenta. No me pesan. Nunca me han pesado los años. Nací en el Prado en una casa antigua, carente de abolengo, de una calle cortada y sin prosapia. Vieja y querida casa que hicieron mis abuelos, los padres de mi madre, allá por los años de 1930. Mi abuelo Juan era un gallego, nacido en Lugo, que vino a nuestro país desde Galicia en 1904. El mismo año en que en el Brasil moría Aparicio Saravia y aquí gobernaba la república José Batlle y Ordóñez. Tenía apenas trece años cuando llegó de España de polizón en un barco de pasajeros. Escondido entre los botes salvavidas, durante un mes disputó con las ratas las sobras de comida que los cocineros tiraban en los tarros de basura.
Desembarcó en Brasil, porque pensó que había llegado al Uruguay, y al ver por primera vez hombres negros volvió a subir al barco que lo trajo a América con la desesperada idea de volverse a España. Navegando hacia el sur, le volvió el alma al cuerpo cuando se enteró de que el próximo puerto que tocarían era el puerto de Montevideo en el Uruguay, país sudamericano, donde él tenía pensado llegar cuando zarpó del puerto de Vigo dejando atrás y para siempre, a su amada España.
Aquel galleguito bajó del barco un medio día de sol y comenzó a recorrer las calles del puerto. Nunca se había sentido tan feliz y encantado. La zona portuaria hervía de gente. De trabajadores portuarios, aduaneros, marinos que llegaban, marinos que partían. Los boliches, cantinas y bodegones, donde se daba de comer, se encontraban atestados de gente. Los chorizos y las tiras de asado se doraban en parrilleros sobre las veredas y grandes sartenes friendo pescado despertaban el apetito a los mismos dioses.
Mi abuelo tenía hambre. Llegó con hambre atrasada y comió ese día invitado por los mismos trabajadores, un pescado aquí, un chorizo allá hasta hartarse y en una esquina se sentó a dormir al sol con la espalda apoyada a la pared. Se despertó cuando la noche caía sobre el bajo y las luces de colores, las muchachas trabajadoras por copas y la música, le mostraron otro puerto, tan sugestivo o más, del que conoció a su llegada al Uruguay.
Esa misma noche con una escoba en la mano, por la comida, comenzó a trabajar en una pequeña fonda sobre la rambla portuaria frente al edificio de la Aduana. Mi abuelo trabajó en esa fonda, de dependiente, todos los días durante quince años.
Comía y dormía allí mismo y guardaba, íntegro, los pocos pesos que cobraba. Tenía veintiocho años cuando se casó con la hija del patrón quien, de regalo de bodas, le dejó la fonda.
Al poco tiempo mi abuelo la vendió y abrió una cantina más grande y más moderna por la calle Piedras. Y siguió trabajando sin descanso. A fines de la década del 30 compró un terreno por el Prado, en una callecita corta que muere en la avenida Lucas Obes, y comenzó a hacerse una casa. Al terminarla se mudó con mi abuela Eloísa, con quien tuvo dos hijas, mi tía Rosario y Nora, mi mamá.
Rosario se casó con un joven hijo de hacendados, que conoció en la facultad donde estudiaba y se fue a vivir a Paysandú. Y mamá, que hizo enfermería en la Escuela de Nurses Dr. Carlos Nery, pasó a trabajar en el Hospital Pereira Rossell donde permaneció más de treinta años. Se casó con mi padre, que era músico, a fines de la década del cuarenta. En el verano del cuarenta y ocho nació mi hermana Laura y en diciembre de 1950 nací yo, después de Maracaná.
XV
La familia de mi padre es del norte de Salto, cerca del departamento de Artigas. Los padres tenían junto al río Uruguay, una hermosa casa de campo y allí nacieron todos los hermanos. Hizo la escuela y el liceo en la ciudad del departamento y vino a vivir a Montevideo, en la casa de unos tíos, con la idea de estudiar música en un conservatorio. Comenzó con clases de piano volcándose luego hacia el violín. Un día conoció a un bandoneonista, que tocaba música típica, quien lo invitó a entrar a su orquesta como solista. Mi padre dejó el conservatorio y entró en la orquesta. Y de eso vivió toda su vida. Viajaba continuamente a la Argentina donde pasaba largas temporadas recorriendo las distintas provincias. Tal vez debido a su trabajo, llevaba una vida disipada y bohemia. Hubo temporadas en que ganaba mucho dinero, pero en otras escaseaba.
De todos modos, llevó siempre con mi madre una buena relación. Puedo decir que realmente se amaron. Principalmente mi madre que fue quien tuvo la entereza de soportar, estoicamente, las largas ausencias a las que la condenaba mi padre. Jamás le preguntó adónde iba, con quién estaba o con quién dormía en las insomnes noches de su soledad.
Era, en cambio, mi padre quien le contaba todo lo que hacía en los días en que se ausentaba. Mamá lo escuchaba absorta sin poner, jamás, en duda sus palabras. Cuando él llegaba de sus giras, nos traía regalos a las tres. Durante toda su estadía en casa salíamos a pasear y nos compraba todo lo que se nos ocurría. Cuando él volvía mamá se ponía más linda. Sus mejillas se sonrojaban y sus cabellos brillaban como cobre al sol.
El día que mi padre dejó la orquesta definitivamente, se quedó junto a mi madre y nunca más pasó una noche fuera de casa. Murieron casi juntos en el año 2000. Mamá en agosto y papá, que hacía ya mucho tiempo había decidido no volver a pasar nunca más una temporada lejos de ella, la siguió en setiembre, antes de llegar la primavera.
Cuando mis padres se casaron se quedaron a vivir en la casa de mis abuelos. Allí nacimos mi hermana y yo. Nuestra infancia fue feliz. Los abuelos eran adorables y nos tenían una santa paciencia. Mamá se iba muy temprano a trabajar al Hospital. Nosotras también íbamos a la escuela de mañana, pero ella se iba antes pues tenía que viajar en ómnibus y el recorrido era muy largo. Laurita y yo fuimos a la escuela pública que estaba en Camino Castro y Santa Lucía.
Allí conocí a Valentina y a Blanca y fuimos compañeras de clase todos los años de escuela. Después yo hice los cuatro años de liceo. Quinto y sexto, en aquella época, correspondían a preparatorios. Luego fui a una academia a estudiar comercio y comencé a trabajar, en el Centro, en una agencia de viajes.
XVI
Conocí a Jorge en la boda de una compañera de trabajo. La invitación fue para toda la oficina, de manera que estuvimos todo un mes preparándonos para el acontecimiento. Por lo que nos contaba la novia, la fiesta prometía ser maravillosa. Y realmente lo fue. Se realizó en un salón espléndido con buena música, linda gente y mucha alegría.
En esa época yo estaba viviendo una juventud frenética. Tenía veintitrés años, era hermosa, tenía un buen empleo y muchos amigos. Recuerdo que la fiesta de esa noche había despertado en mí una gran expectativa. Para la ocasión me había hecho un vestido largo de raso negro con un escote más que generoso y un tajo en la falda, sobre la pierna izquierda, más arriba del medio muslo.
Los compañeros de la oficina nos habíamos reunido alrededor de cuatro mesas. Los novios bailaron toda la noche y recorrieron, compartiendo, las mesas de todos los invitados. La noche se estaba yendo y yo lo estaba pasando fantástico. Me sentía admirada y feliz. Jorge llegó casi al final de la fiesta. Lo vi entrar al salón tan serio y distante que casi desentonaba ante tanta algarabía.
Me impactó su presencia. Y quise conocerlo. Él entró sin mirar a nadie y se sentó en una mesa con unos conocidos, de espaldas a nuestra mesa. Tenía que obrar con rapidez, si pretendía que se fijara en mí, pues la noche tenía prisa. Dejé el grupo de amigos y me acerqué a la puerta por donde él acababa de entrar. Allí me detuve a un par de metros de su mesa.
Comencé a mirarlo fijamente como si quisiera hipnotizarlo. Y debo de haberlo hecho pues él de pronto dio vuelta la cabeza, me miró un instante y volvió a su conversación. Yo seguí porfiada con mis ojos fijos en su perfil. Él volvió a mirarme, se puso de pie, y me invitó a bailar. Esa noche hablamos de la fiesta, la noche hermosa. Me preguntó cómo me llamaba si era amiga de la novia y por donde vivía. Se quedó conmigo hasta el final de la fiesta. Me acompañó hasta mi casa, me dio un beso en la mejilla —aunque yo esperaba otro tipo de beso— y se fue. Al día siguiente cuando salí de mi empleo estaba esperándome.
Cruzamos a un barcito a media luz que había frente a la agencia. Mientras tomábamos un café me dijo que tenía veintiocho años, una inmobiliaria con un socio, y vivía con los padres y un hermano menor. Hablaba pausado, sin dejar de mirarme a los ojos. Aunque parezca extraño su serenidad y su aplomo lograron ponerme nerviosa. Yo le dije que vivía con mis padres, mis abuelos y una hermana mayor. En las semanas siguientes fue a esperarme varias veces a mi trabajo. Me acompañaba hasta mi casa y se despedía con un beso en la mejilla.
Empezamos una relación seria. Una noche, en el barcito, me dijo que quería ir a mi casa y conocer a mi familia. También me dijo que quería saber más de mí. El hecho de que quisiera conocer a mis padres me dio cierta tranquilidad sobre lo que él pensaba acerca de nuestra relación. Sin embargo, no dejó de inquietarme el hecho de que quisiera saber más de mí.
¿Qué querría saber de mí? Tendría acaso que rendir un examen aprobatorio. Le interesaría saber que a los cinco años tuve sarampión y varicela. Qué nunca aprendí a andar en bicicleta. Que en la escuela no fui buena alumna y en el liceo tampoco. Qué prefiero los tallarines a la carne asada y el mate lo tomo dulce...
XVII
Siempre me pareció una lata el hecho de que los hombres, en aquellos años, al relacionarse con una mujer con intenciones de continuidad, comenzaran a indagar sobre su vida pasada. No le preguntaban si había asesinado a alguien. Si tenía la graciosa costumbre de robar en los comercios. O, simplemente, si practicaba el hobby de asaltar a los viejitos cuando iban a cobrar la jubilación. Esos detalles no llegaban a molestarlos. Lo que necesitaban saber, antes de hablar de matrimonio, era si en algún descuido habías perdido la virginidad.
Saber con seguridad si con la llegada de ellos a tu vida, por lo menos, ibas a parar de fichar. Debemos reconocer que los hombres de entonces, aunque se enamoraran de mujeres hechas, para presentarle a la madre o llevar al altar preferían vírgenes. Éstas no necesariamente debían ser santas, conque fuesen vírgenes alcanzaba. Y si fuese posible pisando una víbora.
Hoy ya no es así. Hoy el varón entiende que la vida pasada de la mujer que acaba de conocer, le pertenece solamente a ella. En este punto, por lo menos, respecto a la mujer, debemos aceptar que el hombre ha evolucionado.
De todos modos, a esas alturas me encontraba profundamente enamorada de Jorge y no estaba dispuesta a perderlo, nada más ni nada menos, que por una simple declaración de honor. De manera que me jugué y, a partir del segundo parto de mi madre, le conté mi vida hasta donde le podía contar. Y él me creyó hasta donde prejuzgó que debía creerme. Y punto.
Desde ese día, dos por tres, me pregunta si alguna vez lo engañé. No sé si tiene dudas o si necesita que le reafirme mi lealtad. La verdad es que nunca lo engañé. No porque no haya tenido oportunidad. Si no porque nunca quise arriesgar, por temor a perderlo. Esta aclaración se la debo. Como compensación siempre le juro que nunca le mentí. Y es cierto, nunca le mentí.
También es cierto que nunca le cuento todo. Esto, sí, lo sabe y no le importa. Siempre me ha subestimado. Está convencido de que por el sólo hecho de ser mujer, soy algo tonta. Sé que me ama, pero no me conoce como tendría. No sabe, morirá sin saber, que soy mucho más inteligente que él. Más perspicaz, más intuitiva. Muchos dolores de cabeza se hubiese ahorrado, si más de una vez me hubiera hecho caso. Pero yo, según él: no sé nada, no entiendo nada.
De todos modos, al cabo de tantos años de convivencia, suele descubrir rasgos de mi personalidad que lo descolocan. Sé que nunca, aunque vivamos mil años juntos, terminará de conocerme. Pero mientras le sea fiel, lo que le pueda ocultar, no le interesa. Debe pensar que lo que no le cuento no tiene importancia. ¿Qué puede haber de importancia en la vida de su mujer...?
Es parte de su machismo. Y es más fuerte que él.
XVIII
Me casé a los veinticinco años, muy enamorada —y sigo—en la iglesia de los Carmelitas en el barrio del Prado. Vestida de novia, para no levantar sospechas, con traje blanco de cola y una mantilla de Valencia que mis abuelos me trajeron de regalo en uno de sus viajes a España. Hicimos una reunión para amigos y familiares en el Club Español y nos fuimos de luna de miel a San Pablo, pero no sé cómo es porque nunca volví.
Los primeros años de casados vivimos en un departamento cerca de la casa de mis abuelos. Cuando ellos fallecieron nos mudamos para la casona. Tuvimos dos hijos: Marcos y Leonardo. Después que nació Leonardo dejé de trabajar para cuidarlos. Nuestro matrimonio ha tenido altibajos. Hemos sobrevivido a buenas y malas rachas. Jorge, de mí, sabe que lo amo y le he sido siempre fiel. Yo de él, sé que me ama...
El socio se retiró hace algunos años de la inmobiliaria. Ahora nuestros hijos trabajan allí. Seguimos viviendo en la casa del Prado. Y allí estábamos aquella tarde, en el living de mi casa, tomando el té con Valentina y Blanca cuando oímos el timbre de calle, con un alfajorcito de dulce de leche en la mano fui a atender. Al abrir la puerta me encontré con una gitana. Por el pañuelo en la cabeza
era una gitana casada. Ducha, hábil, rápida y vengativa. Tenía ojos de lince y hablaba en portuñol
Demoré un segundo en tratar de despedirla y cerrar la puerta. Segundo que ella aprovechó. Adelantó un pie permitiendo que la puerta no se moviera y comenzó a decirme: ---tú eres una mujer muy envidiada, tienes muchas preocupaciones, la plata te entra por una mano y se te va por la otra, te sientes a veces con malestar de estómago, te duelen las piernas... Intenté decirle que estaba muy ocupada y no podía atenderla. Traté de cerrar la puerta pero ella seguía hablando; me pidió azúcar, aceite de oliva, harina, café, jabones, $200.00 y un vaso con agua donde me haría ver la cara de la persona que me estaba haciendo daño y por la cual no podía salir adelante. Comencé a ponerme nerviosa y al ver la situación en que me encontraba Blanca me gritó desde el living: --- ¡cerrá esa puerta, Paula! La gitana la oyó y me dijo: ---esa mujer es mala, te tiene envidia. Correla de tu casa.
Blanca también la oyó y vino hacia la puerta diciendo: ---- ¿quién tiene envidia? ¿A quién hay que correr de la casa? ¡Andá a vender sartenes! ¡A contrabandear camionetas!, y le pisó el pie para poder cerrar la puerta. La gitana se puso furiosa. Le echó unas maldiciones y le juró con los dedos en cruz y por la cruz, que con su pie hizo en la vereda cuando se iba, que le iba a hacer un maleficio. Se fue haciéndole cruces mientras Blanca le gritaba: --- ¡el maleficio hacéselo a Magoya y las cruces ya sabés donde te las podés hacer...!
Esa tarde, me quedé muy impresionada por la maldición de la gitana y las cruces y el juramento de un maleficio. Blanca no cree en luces malas ni en bultos que se menean y menos aún en el poder oculto de la gitanería. Y Valentina está convencida de que el poder sobre la vida y la muerte sólo lo ostenta el Dios que está en el cielo. Pese a todo, por mucho tiempo me sentí intranquila con respecto a lo que le pudiera suceder a mi amiga. No se puede ser tan descreída.
Mi madre tampoco creía en brujas ni en brujerías, ni en lobisones, ni en muertos que se aparecen. Sin embargo, cuando niñas, con mi hermana Laurita, por mucho tiempo creímos que mamá hacía magia. Y no era que alguien lo dijera. Nosotras mismas la veíamos realizarla y nunca se lo contamos a nadie.
Mamá era muy laboriosa, aparte de trabajar en el hospital nos hacía vestidos y blusas en su máquina de coser a pedal. Cuando cosía pinchaba las prendas con muchas alfileres que se caían a su alrededor, nosotras las queríamos juntar pero ella decía que las dejáramos que después, cuando terminara su trabajo, ella las recogería. Para ese momento tratábamos las dos de estar presentes, para ser testigos de su espectáculo de magia.
Cuando terminaba la costura desenhebraba la aguja, retiraba el carretel de hilo y lo guardaba junto con el centímetro y el alfiletero en un costurero de mimbre con forma de corazón que en la tapa, por dentro, tenía un espejo. Doblaba la prenda que estuvo cosiendo y la dejaba sobre el ala de la máquina. Luego tomaba la tijera la empuñaba con las hojas hacia abajo y, así como estaba sentada, hacía con ella unos círculos sobre un costado, hacia atrás y hacia adelante luego, con la otra mano, repetía la operación sobre el otro costado.
Los alfileres que se encontraban diseminados por el suelo se erguían y subían en el aire, atropellados y en racimos, para prenderse de las hojas de la tijera cuando pasaba sobre ellos. Retiraba los alfileres y repetía la operación una y otra vez hasta que la tijera volvía sin ningún alfiler prendido a sus hojas. Dejaba entonces la tijera sobre la máquina, guardaba todo, tomaba la prenda de ropa y cerraba la máquina. Por ese día, la función había terminado.
XIX
Muchos años después cuando Gabo dio al mundo su obra cumbre, y yo tuve la oportunidad de conocerla, supe de Melquíades —el gigantón barbudo del circo que llegó a Macondo—, quien mostraba a los habitantes del pueblo la octava maravilla de los sabios de Babilonia. El grandote arrastraba por las calles dos lingotes imantados a los cuales se prendían todo cacharro, herramienta, clavos y tornillos que anduvieran más o menos cerca de su paso.
Al conocer esta historia mi corazón —joven aún—, dio un vuelco y golpeó mi pecho con énfasis porque yo —muchos años antes de 1967—, había conocido la magia de Melquíades en el cuarto de costura de mi madre quien, sin alharaca y sólo para Laurita y para mí, realizaba casi a diario la magia de los alfileres.
Con mamá me sucedió algo sorprendente. Cuando niña siempre creí que hacía magia, que tenía poderes. Que veía lo que los demás no veíamos: sabía, aunque no los viera, donde estaban los alfileres. Cuando crecí supe que todo lo que nos sucede a los humanos tiene una explicación científica irrefutable. Sin embargo los años me han enseñado a dejar una pequeña puerta abierta para la Duda. Para un Quién sabe. Para un Tal vez. Para la Magia.
Por eso, cuando estoy triste y angustiada, entro al cuarto donde mamá cosía, me acerco a su máquina —cerrada hace tantos años—, y la invoco desde el fondo de mi corazón. Entonces la veo aparecerse ante mí, de cofia y túnica blanca, envuelta en la capa azul de su uniforme de Nerds. Me mira con sus ojos tiernos y toda mi angustia y mi tristeza desaparecen. Yo quisiera contarle, decirle lo qué me pasa. Pero las palabras se niegan. Ella sonríe, pone un dedo sobre sus labios y desaparece. No puedo comentar esto con nadie. La gente no quiere creer que los muertos caminan entre nosotros.
XX
Cuando Blanca entró a la Facultad ya tenía la libreta que le autorizaba a conducir, profesionalmente, cualquier vehículo. Era una niña cuando su madre comenzó a enseñarle a manejar sentada sobre un almohadón, en el auto del padre. A los doce años paseaba manejando por el barrio, con su madre al lado. A los quince llevaba a los abuelos a pasear por el Prado. A los dieciocho, cuando entró a la facultad los padres le compraron su primer automóvil: un Ford Falcon Coupé modelo 1968 de dos puertas y de color rojo, que era una belleza. De ahí en adelante nunca más dejó de manejar un auto propio.
A Valentina nunca le interesó aprender a manejar. Nunca se le ocurrió que podría sentarse un día ante un volante. Lo único que sabe de un auto, es subirse y bajarse. Ellos tuvieron auto primero que nosotros. En realidad cuando se casó Valentina ya Ignacio se había comprado un Fiat 600 blanco, casi nuevo, que lo tuvieron varios años, las dos hijas aprendieron a manejar en él.
Después lo cambiaron por un Renault 12 del 80, me acuerdo porque a Jorge siempre le gustó ese auto. Ellos tuvieron varios coches que con los años fueron cambiando. Ahora tienen una camioneta Toyota doble cabina. Ana María, la hija que vive con ellos, también se cambió el auto hace un tiempo. Según nos contó su madre ahora pasea con su marido en un Hyundai 2008 (pero sigue viviendo en la casa de sus padres).
Nosotros demoramos en comprarnos el auto. Jorge siempre quiso comprar primero la casa. Compramos al fin un apartamento en la calle 19 de abril a dos cuadras de Agraciada, pero allí estuvimos poco tiempo. Volví a la casona del Prado después que falleció mamá, con Jorge y mis hijos, ha pedido de mi padre que no soportaba vivir solo. De todos modos, fue poco el tiempo que pudimos compartir con él.
El primer auto que tuvimos fue un Suzuki del 80, de segunda mano. Cuando lo compramos Marcos y Leonardo iban la escuela. Yo quería aprender a manejar pero Jorge nunca me enseñó. Mejor dicho, nunca pude aprender con él. No me supo enseñar. Se enojaba porque yo no hacía bien los cambios. Me retaba porque me llevaba los cordones por delante. Y porque una vez pisé un gato. Decía que era una cabeza dura. Que nunca iba a aprender. Me retaba tanto que al final me ponía nerviosa y no sabía qué hacer con la palanca. No me tuvo paciencia. Un día le dije que se fuera al diablo, que no me enseñara nada. Que con él nunca iba a aprender. Que me iba a arreglar sola, le dije. No le comenté, pero me anoté en una academia de choferes y en quince días aprendí a manejar. Di el examen en el Prado y un domingo de mañana saqué el auto del garaje, lo dejé frente al apartamento, toqué bocina y salieron los tres. Les hice seña de que subieran. Marcos y Leonardo entraron corriendo, Jorge quedó un poco perplejo y un mucho ofuscado. Le mostré la libreta de conducir con un orgullo como si le estuviese mostrando el mapa de un tesoro escondido —vaya a saber por quién— y encontrado por mí, debajo del sofá del living y los llevé a pasear, a los tres, por la rambla de Pocitos. Los chiquilines estaban locos de la vida, pero Jorge estuvo torcido conmigo como una semana. De todos modos, esa nunca me la perdonó y dos por tres me la recuerda. Tiene buena memoria, todavía.
XXI
Blanca manejó siempre con mucha prudencia, le ha ayudado su carácter tranquilo, mesurado. Nunca antes había sufrido un accidente de importancia. El auto del accidente en la ruta, era un Peugeot 206, azul, de cinco puertas. Digo era porque ya no tiene cinco puertas, ni es Peugeot, ni es azul. Ni es. La zorra de un camión de veinte ruedas que se desprendió y se salió de la ruta lo chocó, lo zarandeó por el aire, lo tiró por la banquina a una cuadra del asfalto y lo aterrizó sobre un campo de remolachas. No se sabe cómo, ni por qué extraño embrujo, Blanca ni siquiera se quebró una uña. Quedó tirada del otro lado de la ruta, semi desmayada sin un corte, ni raspón, ni zapatos. Preocupada dentro de su nebulosa porque no sabía, cuando sucedió el impacto, si iba o venía, de donde iba o venía.
No es por hacer comparaciones, que ya sabemos que las comparaciones son odiosas, y a mi amiga le deseo lo mejor, ella sabe bien, pero la semana anterior al accidente, una vecina de mi cuadra que iba para el supermercado, caminando por la vereda dio un traspié se cayó para atrás y se desnucó.
En fin, no quiero tirar pálidas. La muerte, ya sabemos, no anda eligiendo los momentos más propicios. Cuando se le ocurre llega y te lleva. Es un comentario que hago al margen. Decía no más porque, ¡mire que no haberse hecho nada! Le falló fiero el maleficio a la gitana, que dicho sea de paso y por traer a las gitanas otra vez al tapete, quiero comentar sobre un artículo a propósito de ellas, que leí en una revista mientras esperaba en la peluquería.
Decía el artículo que la persona que hace un maleficio queda atada al demonio y no podrá liberarse hasta que no se arrepienta y se confiese. Decía también, que los maleficios se hacen por venganza; por envidia; deseo de tener una persona; separar una pareja; para que alguien sufra una enfermedad o le vaya mal en un negocio. Y que para librarse de un maleficio no se debe hacer otro. Porque el mal se vence solamente con el bien.
Yo puedo creer todo lo que decía el extenso artículo que hablaba de los maleficios y de que son efectivos. Si me apuran, todo eso lo puedo creer. Pero que el mal se vence con el bien. Dios me perdone, eso sí que no lo creo. Pasó de moda la época de los silicios, la flagelación y las monjas de clausura. El mal o el daño que pueda llegar a hacernos quien no nos quiere bien, se irá solo o no se irá. Lo apartará Dios de nuestro camino o nos acostumbraremos a vivir con él. Pero enterada yo de quien me hizo un daño; maleficio; o cómo se le quiera llamar, por envidia; celos; venganza o porque sí. Ni en los días en que Dios me ilumina y me levanto buena, le haría un bien. Tal cual.
XXII
Después de colgar el tubo del teléfono, lo único que recordaba de la conversación de Valentina fue que el auto había quedado deshecho y a ella la habían llevado al Hospital Británico. Tomé la cartera y así como estaba, sin peinarme ni cambiarme de ropa, salí afuera y paré el primer taxi que pasaba en ese momento. Durante el trayecto sólo el rostro de la gitana y el beso sobre los dedos en cruz, fueron mi compañía. Bajé casi corriendo del taxi, y después de informarme subí al piso donde se encontraba mi amiga.
Debo de haber tenido cara de insana cuando llegué y me recosté en el marco de la puerta de la salita. Las dos estaban conversando. Blanca recostada en varias almohadas le contaba a Valentina lo que recordaba del accidente. Callaron al verme y se quedaron mirándome con los ojos y la boca abierta como si fuese yo un fantasma verde.
Recién en ese momento me aflojé, bajé la cabeza y me miré los pies. Tenía puestas las chinelas de fieltro que uso para andar en casa, que por cierto no estaban en sus mejores épocas y un vestido tipo chemise, con más de veinte años de ropero.
—Qué te pasa Paula —me preguntó Blanca.
—A mí nada —le contesté—, y vos cómo estás.
—Me hicieron unos estudios que salieron todos bien —me dijo— ya me dieron el alta. Mañana me voy.
Yo no entendía mucho lo que estaba pasando, seguía pensando en el maleficio. En Blanca ensangrentada en un CTI. Bajo las potentes luces de un block quirúrgico. En Blanca medio muerta. Reafirmé algo que ya sabía de mí: el vuelo desmedido y siempre pronto, de mi imaginación.
—Me dijeron que el auto quedó deshecho —insistí.
—Sí —agregó Blanca—, es chatarra pura, pero me imagino que vos no estarás así por el auto.
Preferí no mencionar a la gitana y su maleficio. Suspiré.
—Vení —me dijo Blanca— sentate acá. Abrió muy grande los brazos y me refugié en ellos. Atrajo a Valentina y nos abrazamos las tres.
—Nunca dejen de quererme —nos dijo— ustedes son mi única familia, mis hermanas. Mis amigas. Después ironizó:
—No tienen que asustarse ni preocuparse por mí. A mí no va a sucederme nada. Todavía me quedan muchas cosas por hacer. No se van a librar así no más de mi compañía.
Blanca comenzó esa misma tarde a concretar por teléfono, con la automotora, la compra de un nuevo automóvil de acuerdo a lo que le pagara el seguro. Un tiempo después se compró un auto superior al Peugeot 206 del accidente. Hoy pienso que la gitana aquella le juró, pero no le hizo ningún maleficio a mi amiga. O si se lo hizo, el espíritu de Blanca es tan fuerte que contra él rebotan las tempestades y todo mal, daño o maleficio que se le intente hacer. Sigue sin creer en Dios ni en el diablo. Dice que los gitanos son unos chantas y que el único poder que tienen es el de vivir sin trabajar. Y Valentina —que debe de estar medio cansada de mis historias esotéricas— me dijo un día: cortala de una vez, Paula, con las cruces y los maleficios y los espíritus que no se quieren ir. Que la cosa no es así. Los muertos se van y no vuelven. No andan paseando por la calle.
Está en la Biblia, en Hebreos 9:27. Fijate.
XXIII
Blanca y Valentina, aunque son muy distintas, se quieren mucho. Suelen discutir por hechos sin importancia donde Valentina termina siempre ofendida, y Blanca ni se entera. Lo que sucede es que Valentina es muy modosa, toda su vida la ha vivido en una burbuja. Ha tenido la habilidad de zafarle a la parte cruda de la vida, y Blanca es una mujer directa. Habla como piensa y piensa como una mujer que está sola en la vida y tiene que valerse por ella misma.
Blanca no anda con medias tintas. Las discusiones entre ellas a mí me hacen gracia.
Hace un tiempo, uno de los jueves en que nos reunimos en casa, Valentina llegó un poco más tarde.
Yo estaba en la cocina esperando que hirviera el agua para el té cuando tocó timbre. Blanca abrió la puerta.
La Vale entró muy preocupada, y al pasar junto a ella le dijo:
—Blanca, ¿viste quién se murió?
—No. Quién se murió —le contestó Blanca, sin un ápice de curiosidad.
—Vos te acordás de aquella muchacha que vivía en la esquina de tu casa, cuando éramos chicas. Que era mucho mayor que nosotras y que nunca se casó.
—Sí, me acuerdo. Se llamaba Bernarda y vivía en una casa lúgubre. De terror.
—Sí…pobre. ¡Se murió!
—Y cuál es el problema. Tendría como mil años.
—No. Como mil, no. Tenía noventa y cinco.
—Bueno, Vale, edad para morirse tenía. No sé por qué te aflige tanto, su muerte.
—No. No es su muerte lo que me aflige.
—¿Ah, no? Qué es lo que te aflige, entonces.
— Su vida.
— ¿Su vida te aflige?, pero si nosotras nunca tuvimos trato con ella.
—No, nunca tuvimos trato, pero de todos modos, me da mucha pena saber que murió virgen.
—Qué sabés vos si se murió virgen.
—A mí me contó una vecina suya, que dicen en el barrio que nunca tuvo novio. Que ningún hombre la pidió en matrimonio.
—Eso no quiere decir que se haya muerto virgen. ¡Anda tanto fantasma suelto por ahí!
—La vecina dice que nunca la vieron con un hombre.
—No tenían por qué verla. La casa tenía un jardinero. Alguien entregaría las cartas. Alguna vez se les rompería un caño, algún enchufe. Pintarían las paredes de vez en cuando. ¡En algún momento habrá tenido que entrar un hombre en esa casa!
—No seas maliciosa, Blanca.
—No soy maliciosa. Digo, se me ocurre. Pienso en voz alta. Pero vos ¿a dónde querés llegar con toda esta
charla sobre la finada?
—No sé, me quedé mal sabés, me da mucha pena pensar que aquella muchacha que conocimos vivió y
murió sin conocer el amor. Sin que un hombre la haya amado. Debe ser tan triste no sentirse amada. Que un hombre no te diga nunca que quiere pasar la vida contigo.
—Mirá, Vale —le dice Blanca (y yo temblé en la cocina) —, los hombres te pueden decir que quieren pasar la vida contigo por muchos motivos que no tienen nada que ver con el amor y que ahora no voy a ponerme a explicarte porque no tengo tiempo, pero
que no va a faltar oportunidad. Ahora sí, es cierto como vos decís, que morirse sin que un hombre te haya amado en esta vida debe ser duro, no te lo voy a negar, pero morirse a los noventa sin que nunca un hombre te haya tocado, ¡no tiene contrafuerte!
— ¡Ay, Blanca, contigo no se puede hablar…! ¡Me voy con Paula a la cocina!
—Y ahora qué dije, ¡Eh, Valentina, vení sigamos conversando! Qué mujer difícil. No sé por qué se enojó…
XXV
Dentro de veinte días se casa Marcos, el menor de mis hijos. No terminamos nunca de dar vueltas, hacer compras y mandados. La semana pasada tuve que ir hasta el barrio Brazo Oriental a llevar una tarjeta que había quedado sin entregar. Es un lindo barrio, de
casas con jardines y árboles en la aceras. Muy tranquilo. Tiene algunas calles empedradas. Cuando iba por Cnel. Juan Quesada hacia San Martín, a mitad de cuadra, entre las calles Uriarte de Herrera y Senaque, escuché las notas de un violín. 

Alguien tocaba las Czardas de Monti. Me detuve a escuchar, entonces vi venir hacia mí al gitano del puente Sarmiento.
Había pasado mucho tiempo pero el hombre seguía igual. Creo que vestía la misma ropa. Me alegré de verlo y se lo dije. Él también me recordaba. Le pregunté si vivía por ahí, pero no me contestó. Apenas se detuvo un momento. Seguía interpretando las Czardas en el violín. Le dije que lo había estado buscando y si volvería alguna vez por el Parque Rodó.
Quise saber por dónde estaba, por donde podía encontrarlo. Que me encantaría volver a hablar con él —le dije.
—Estoy en todos lados —me contestó. No me busque. Si un día me necesita, yo lo sabré y la encontraré.
Siguió caminando y tocando el violín. Y me quedé sola. No lo seguí. Quedé observando cómo se alejaba sin volver la cabeza. 

El sol reverberaba sobre la vereda caliente. Tal vez fue esa impresión de espejo, que engaña nuestra visión, lo cierto fue que antes de llegar a la esquina —ante mis ojos—, el gitano del
violín desapareció. Dudo de contárselo a mis amigas.
No me van a creer.
 


                                       
Ada Vega - 2013 
   

              

                                               FIN