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sábado, 16 de noviembre de 2019

Pasional



La casa de Parque del Plata  la alquilamos, el primer año de casados,  para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,  con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos  estancieros, concesionarios de lana, tenían  en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
 Recuerdo que  acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en  la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron  a tres de ellos: Aníbal, Elena y  Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud.  Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de  enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.
 Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día  alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.
 Su hostigamiento no conocía la piedad.

Yo no quería que me contara nada.  No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos  sobre su escritorio. Que  bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí.  No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome.  No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.

Yo era feliz  en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.
 Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa.  Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
 Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible  junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba  a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.
 Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo  como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso  que  no puedo en este momento discernir,  me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras  de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior  por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de  Noel.
Mi mujer, que creía en  mí a  pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como  demoraba  en  salir del edificio subieron y tocaron timbre.  Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo.  Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no  quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.
 Aún siento el cimbronazo de su dolor.
 Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa.  Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.
 Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted  piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
 Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,  me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel  se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas,  mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital  víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi  vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer,  mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a  comenzar una nueva vida.
Afrontando  a  la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.



Ada Vega, edición 2004 - 

jueves, 14 de noviembre de 2019

Mi abuelo Pedro.


Después que murió mi padre, mi hermano y yo íbamos en vacaciones a la casa de mis abuelos paternos que vivían en Lavalleja, en un paraje llamado Solís, 20 Kilómetros antes de llegar a Minas. 


Mi hermano se iba apenas terminaban las clases de la escuela. Viajaba solo. Tomaba el tren en la Estación Yatay y se bajaba en el Kilómetro 96, en la parada que había en los campos de mi abuelo.
Yo iba en febrero, mi madre me mandaba con un agenciero amigo de la familia que vivía en Minas. Se llamaba Evaristo, y llevaba y traía encomiendas de Minas a Montevideo y de Montevideo a Minas. Mi madre me llevaba a la estación, me sentaba junto a la ventanilla y acomodaba mi valija, arriba, donde iba el equipaje, nos despedíamos y bajaba, yo le hacía adiós desde la ventanilla, el tren partía, ella se quedaba en la estación y yo comenzaba a extrañarla.


De todos modos, a mí me gustaba ir a la casa de mis abuelos, porque siempre había algún cachorro para jugar, algún cordero guacho y mimoso que mi tía Bonifacia alimentaba, y que andaba todo el día husmeando en la cocina o en el ante patio. También había en el brete un petizo para hacer mandados cortos. Y otros primos, que vivían en Minas, y pasaban allí las vacaciones.


Tenía 5 años cuando comencé a ir en vacaciones. La abuela María ya había fallecido y mi abuelo, Pedro, le había pedido a mamá que me dejara ir a pasar unos días con ellos. La casa estaba en lo alto de un estero. Se entraba por la cocina, una cocina muy grande con dos mesas largas y bancos a los lados, una alacena, al fondo, que ocupaba toda una pared y varias cocinas a leña. Frente a la puerta de la cocina, allá abajo, estaba la parada del tren. Cuando íbamos llegando el maquinista tocaba el pito y salían mis parientes a recibirme. Todos eran muy buenos conmigo. Mi tía entonces me llevaba de la mano a ver al abuelo, que estaba siempre en su dormitorio. Lo recuerdo sentado en una silla de respaldo muy alto, con una manta sobre sus piernas, frente a una ventana alta y enrejada que llegaba casi hasta el suelo. Desde allí miraba el campo, los potreros de los novillos y la vía del ferrocarril que daba una vuelta atravesando el campo,  por donde lo veía venir y regresar hacia Montevideo, dejando a su paso una nube de humo negro. Era lindo mi abuelo. Tenía la cabeza y la barba blanca, el bigote entrecano y los ojos claros.


Cuando llegábamos con mi tía, las dos de la mano, nos deteníamos en la puerta. Él me miraba, abría los brazos, y me decía:
—Venga, m´hijita. Y yo me acercaba y él me abrazaba y sus ojos se llenaban de lágrimas, y lloraba despacito y sin consuelo, aunque yo sabía que no quería llorar. Entonces mi tía le decía:
—No se ponga triste papá, ¿no está contento que vino a verlo la nieta de Montevideo?
—Sí m’hija, como no voy a estar contento, le contestaba. Y yo me quedaba con él que acariciaba mi cabeza, pero no pensaba en mí. Yo sé que me acariciaba pensando en mi padre. El hijo mayor, el primogénito, el hijo amado, el único hijo que dejó el campo y se fue a vivir a la capital donde murió a poco de llegar, en un accidente de trabajo dejando sola a su mujer y sus cuatro hijos. Y yo estaba allí, sentada a sus pies, sin entender por qué lloraba. 


La familia de mi padre y la de mi madre eran vecinos. Ambas familias vivían una a cada lado de la vía del ferrocarril. Cuando mis padres se casaron, poblaron en el kilómetro 100, junto a la estación Solís. Allí tenían la casa, la quinta y un almacén con billar  donde expendían bebidas. También tenían, carnicería y matanza.
Allí nacieron cuatro hijos. En 1933 uno de los hijos, un varón de 5 años se enfermó de una enfermedad extraña. Lo llevaron a Minas y de Minas Montevideo. Falleció en el Hospital de Niños de Quiste Hidático. 


Fue un duro golpe para mis padres. Mi madre no quería vivir más allí. Al volver terminaron con la matanza y no volvieron a vender carne. Se encontraban en la disyuntiva de irse a vivir a Minas o mudarse a otro sitio. Mis abuelos tenían una casa grande y querían que mi padre se fuera a vivir allí con su familia. Pero eso no sucedió. 


Un día un político amigo de mi padre, que vivía en Minas, le ofreció venirse a vivir a Montevideo para trabajar en ANCAP, el Ente Autónomo que estaba en construcción en el barrio de La Teja. Y mi padre se vino en 1934, con mi hermano, el mayor de los varones, que tenía 8 años, bajo la promesa de casa y trabajo. En 1935  vino mi madre con mi hermana mayor que tenía 11 años y el menor de 2 años. Yo nací en La Teja en 1936.


Cuando en 1940 mi padre murió en ANCAP, en un accidente de trabajo, mi abuelo le pidió a mi madre que fuese, con nosotros, a vivir su casa. Pero mi madre nunca volvió al campo. Nos crió sola a los cuatro hermanos y nunca volvió a casarse. Mi hermana se casó muy joven, mi hermano mayor entró en Ancap, y mi abuelo solo veía a mi hermano menor, que iba todas las vacaciones, pero que no paraba en la casa, salía de mañana a caballo y visitaba a los tíos que vivían cerca y se iba con mis primos a pescar y a bañarse en un arroyo que pasaba cerca. De aquel hijo amado y perdido, solo le quedaba mi presencia unos días de cada febrero. Pasaron los años, cuando mi abuelo falleció, ni yo ni mi hermano volvimos a aquella casa sobre el otero. 




Ada Vega, 2018

viernes, 8 de noviembre de 2019

Agustina esposa de Dios

  
  Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo, cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original, injusta herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano,  porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.  Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. 

Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. 
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Sólo  la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. 
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle  sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa.
No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y  pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano
Agustina se quedó  veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.
Ada Vega.

Ada Vega -2012

lunes, 4 de noviembre de 2019

En punto cruz


  Había empezado a bordar el mantel a los quince años. Un mantel enorme, rectangular, con una guarda de rosas sobre el dobladillo y otra a la altura del borde de la mesa. Ramilletes de rosas y pimpollos matizados en rojo, sobre un fondo de hojas en tres tonos de verde. Bellísimo. Todo en punto cruz.  Por temporadas lo abandonaba. Luego volvía a él con entusiasmo. A Cecilia le encantaba bordar y consideraba que cuando estuviese terminado, sería una obra de arte.
Cuando conoció a Fernando pensó que dicho mantel sería parte de su ajuar. Pero no fue así. No tuvo tiempo de terminarlo. De modo que lo guardó cuidadosamente para seguir trabajando en él después de casada.
El noviazgo de Cecilia fue muy conflictivo. Ella era una jovencita callada y muy formal, en cambio Fernando era un muchacho introvertido, lleno de complejos que nunca quiso reconocer. Del tipo de gente que no termina de ubicarse en la vida , y trata siempre de culpar al prójimo de sus propias frustraciones. De todos modos, se dice que el amor es ciego, por lo que Cecilia no quiso nunca  ver, ni oír, ni hablar de su enamorado.
Antes del matrimonio no llegaron a conocerse lo suficiente. Se pelearon mil veces y mil se reconciliaron. Ella supuso que al casarse, la convivencia y el gran amor que sentía por él, serían suficientes motivos para que el muchacho cambiara de actitud y mejorara su carácter. Tampoco fue así. Al principio por cualquier motivo se enojaba y la insultaba. Después, comenzó a pegarle.
Se remangaba la camisa como si fuese a pelear con un hombre. Y como a un hombre, le pegaba con el puño cerrado. Llovían los golpes sobre el cuerpo indefenso de la muchacha que sólo atinaba a cruzar los brazos protegiendo su cabeza. Al  fin,  cuando se cansaba, se iba dando un portazo. Regresaba a la noche o al otro día, como si nada hubiese ocurrido. Ella quedaba en el suelo, dolorida y llena de hematomas. Por varios días permanecía encerrada sin atreverse a salir a la calle. Entonces volvía al mantel en punto cruz.
En una oportunidad Fernando comentó que pensaba comprar un revólver. Algo chico, un veintidós de diez tiros. Para seguridad, dijo. Cecilia opinó que no quería armas en la casa. Se lo repitió varias veces. Le pidió por favor. Él se apareció un día con el arma, contento como si se hubiese comprado un juguete. Ufano con la adquisición, lo guardó en su mesa de luz.
—Tené cuidado porque está cargado  —le dijo.  Cecilia no contestó.
Los días y los meses se sucedieron.  A Fernando se  le había hecho costumbre golpear a su mujer.  Y Cecilia cambió el amor por rencor. Decidió separarse, volver a su casa. El no se lo permitió. La amenazó. Pero la muchacha estaba decidida y no daría marcha atrás. Ideó mil trucos. Enfermarse, denunciarlo, prenderle fuego a la casa. Estaba segura de que algo se le ocurriría. Que algo  tendría que suceder para que ella pudiera volver con sus padres, y abandonar el infierno en el que estaba viviendo.
Una mañana cuando salía para el supermercado se enteró que habían matado a Lorenzo. Un muchacho del barrio, bandido, amigo de correrías de Fernando. Recordó que hacía días los veía discutir. La noche anterior, no más, Fernando al reclamarle algo le gritó que lo iba a matar. ¿Sería posible?  Sin perder tiempo corrió a su casa, entró al dormitorio y abrió el cajón de la mesa de luz donde Fernando guardaba el revólver. El arma no estaba. No cabía duda:  Fernando  había matado a su amigo.
Todo sucedió en minutos. Aún se encontraba en el dormitorio cuando llamaron  a la puerta. Al abrir se encontró con un policía que preguntaba por su marido.
—Fue él —pensó—. Sí, él lo mató, se llevó el arma.
Cuando llegó Fernando ella casi le gritaba al policía:
—¡Fue mi marido, hace unos días  le dijo que lo iba a matar! ¡Se llevó el arma! 
Fernando furioso la tomó de un brazo.
—¿Qué estás diciendo, estúpida? El revólver está sobre el armario de la cocina. A Lorenzo lo mataron de una puñalada.
El policía miraba a uno y a otro sin entender de qué hablaban.  Cuando terminaron de gritarse dijo, dirigiéndose a Fernando:
—Yo vine a comunicarle  que una hermana suya tuvo un accidente en la Ruta 5, y está internada en el Hospital Maciel. Está fuera de peligro y pregunta por usted.
Antes de irse el policía, Cecilia empezó a caminar hacia la cocina. Fernando acompañó al agente hasta la vereda. Entró puteándola y remangándose. Ella lo estaba esperando. No le tembló el pulso. La bala le entró justito, justito en la mitad de la frente. Le había repetido mil veces que no quería armas en la casa. Por favor, le había pedido. Como siempre, él  no le había hecho caso.
Dejó el veintidós con nueve tiros sobre la mesa y pensó que al fin
iba a poder terminar el mantel en punto cruz. Tiempo iba a tener... le dieron cinco años. Salió a los tres por buena conducta. El mantel le quedó precioso. Lo estrenó un domingo, antes de salir, en una mateada compartida. 
Se lo dejó a las compañeras, de recuerdo. 

Ada Vega, 2001    

lunes, 28 de octubre de 2019

Las sandalias rojas de Simone



     Cuando era niña me gustaba vestirme con la ropa de  mamá. Principalmente calzarme los zapatos de tacos altos. Pero mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos pues toda su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que  para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra Mundial y las mujeres se había liberado de algunas prácticas  tradicionales.
 Un verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa con la manga al codo para usar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la calle vestida con tanto blanco.  Olvidada de los colores en su ropa no pudo aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió usando hasta el final de sus días.
Más de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba usar sus zapatos que no sólo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos.
Los zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda la casa. Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia,  en una oportunidad me hizo con una cortina floreada una falda que me llegaba al suelo y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo  de donde salió un chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia como en aquellos días.
Mamá era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro para que fuese a su casa a confeccionarle la ropa.  De modo que comenzó a ir una vez por semana  a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja. 
Un día mi madre me contó que desde los balcones  de aquel departamento los automóviles se veían  así de chiquitos, también se veía el Cerro de Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.
Nosotros vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi corta existencia, era una casa con altillo.
Por aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber cómo vivían diez  familias una  encima de otra, salí de mi casa de la mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa.
No bien llegamos al edificio mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas cabíamos las dos.
 —Este es el ascensor —dijo.
Mientras subíamos en el ruidoso artefacto creí que el corazón se me saldría por la boca. De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba  un respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó.
Cuando llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer todavía joven que  vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido en rodetes uno a cada lado de la cabeza.  De baja estatura, regular belleza y piel muy blanca.
El apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y  adornos; se oía  una música que saldría de alguna parte  y mientras un perfume dulzón  me impregnaba la nariz, pasamos a su dormitorio.
En el medio de la habitación atestada de mesitas cargadas de bibelots,  portarretratos,  y almohadones diseminados sobre las alfombras, había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de pluma, todo  en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con seis puertas de espejos biselados—  y comenzó a sacar vestidos que fue dejando sobre la cama.
 A un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de cine,  en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. Después supe que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho aparato se hiciera conocido en Uruguay  y, mediante antenas, pudiésemos ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles, desde aquella altura, se veían chiquitos así. Entonces la francesa, para probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda.
Yo no podía creer lo que estaba viendo. Miré a mi madre para ver si se escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente. Yo tendría que haber aprendido de ella.
Me senté en la cama de reina entre los vestidos y los almohadones de raso mientras Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el tallo de una rosa”. Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca desnudez por seis de la francesa; sólo tuve ojos para aquellas sandalias rojas que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado.
Eran unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan rojo y tan hermoso,  que me dejaron sin respiración. Me moría por ponérmelas. Mientras tanto Simone,  para estar más cómoda, se la quitó y las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en ellas creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que adivinó mis intenciones,  me tomó de una mano y me dijo:
 —Vení, sentate acá. —y me sentó a su lado en un sofá.
Esa tarde la francesa apartó un par de vestidos  que —según dijo— no usaba y se los dio a  mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme dos vestidos  pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé mientras fui niña. Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas.
No sucedió así. En los años que siguieron  y mientras fui estudiante no tuve oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades. Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies.
Sin embargo la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la moda —al igual que la historia— siempre se repite.
He visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben como vienen al mundo pues ven los nacimientos  desde las mágicas pantallas, igual que los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes de terminar la primaria.
Todo en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador.
Sin embargo las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus zapatos de tacos  altos, porque antes de que este mundo de hombres que habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe apagarse. Y alguien tiene que llevar la antorcha.

Ada Vega,  2001

viernes, 25 de octubre de 2019

Hotel Empire





El Empire estaba en la Ciudad Vieja, cerca del puerto. Era un hotel de principios del siglo XX de dos plantas y ventanas mirando el mar.
A la entrada, junto a la recepción, había un juego de sala tapizado en brocato celeste y dorado, una mesa con tapa de mármol, un televisor y una biblioteca. Hacia el fondo, en el segundo patio, se encontraba el comedor con una mesa oval, doce sillas de estilo, tapizadas en gobelino, y un trinchante de cuatro puertas de vidrios biselados y fondo de espejos, donde se guardaban la loza fina y las copas de cristal.

Todas las habitaciones quedaban en el primer piso, hacia donde se subía por una escalera de mármol blanco con barandal de hierro forjado. Eran habitaciones muy amplias: con juego de dormitorio, cortinados, alfombras, cuadros en las paredes y lámparas.
Desde las ventanas se veía el mar y la escollera, y en las noches de verano todo el cielo enorme y estrellado. En los días de tormenta el mar crecía y se elevaba en olas que sepultaban la escollera, como si quisieran llevársela consigo. Después, cuando la lluvia amainaba, comenzaba a surgir hacia la superficie como el lomo de una enorme ballena.

Era, aquel, un barrio de inmigrantes donde  en la calle jugaban juntos, niños judíos, negros y criollos. Hijos de gallegos, de armenios y de italianos. 

En la cuadra había un almacén, una panadería y un taller de calzado. Una escuela cerca y el Mercado del Puerto, donde se compraban la carne, el pescado del día, y las frutas y verduras.

II 

En aquellos días nosotros vivíamos en un barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. Teníamos una casa espaciosa con jardín al frente y terreno hacia el fondo con una glorieta bajo los árboles, rodeada de rosales y maceteros con flores. 
Cuando murió mi madre, después de acompañarla al cementerio, mi padre no quiso volver a la casa y decidió irse conmigo a pasar unos días en algún hotel. Así llegamos al Empire por unos días, y nos quedamos seis años.

El dueño del hotel se llamaba Genaro vivía allí con su esposa María, encargada de la cocina, y una hija llamada Angelina que llevaba los libros y atendía en la recepción.
Los primeros días en el hotel fueron una novedad para mí que vivía en una casa hermosa, pero no tenía amigos. Tampoco teníamos perro, ni gato ni pájaros. 


La tarde que llegamos al Empire caía una llovizna aburrida y triste. A penas entramos al vestíbulo a la primera persona que vi fue a David, un niño de mi edad, sentado en un sillón de la sala mirando la televisión. Nos miró sin interés y siguió viendo la pantalla. Mi padre pidió una habitación por una semana y luego de firmar un libro subimos con Angelina y David, que también nos acompañó.

Al llegar, la joven abrió la habitación nos dejó instalados y anunció que en media hora servirían la merienda. Mi padre le explicó que iba a descansar un rato y que bajaría para la cena, entonces ella me tomó de la mano y dijo que tomaría la merienda con David y me cuidaría hasta que él bajara.

III

David vivía frente al hotel con sus padres y el abuelo Adad, que tenía una tienda en la calle Colón donde también trabajaban sus padres. Todos los días, después de almorzar, cruzaba la calle y se quedaba con Angelina hasta que ellos regresaban.
Teníamos la misma edad, pero como él había cumplido seis años en febrero ese marzo pudo entrar a primero en la escuela del barrio. En cambio yo, como cumplo en mayo, comencé un año después. De modo que en la escuela siempre me llevó un año de ventaja. 

Cuando llegué a sexto grado David entraba al liceo. Y cuando terminé sexto nos fuimos con mi padre de la Ciudad Vieja, y volvimos a nuestra casa del barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. No obstante, en los seis años vividos en el Hotel Empire, David estuvo siempre presente. Fueron años de una infancia feliz, donde compartimos juegos mientras nos asomábamos confiados a un mundo desconocido.

IV



Dos días después de nuestra llegada al hotel mi padre me dejó con Angelina para dar una vuelta por nuestra casa, a fin de recoger algunas cosas que necesitábamos. Ese próximo lunes debía volver a su empleo y había descubierto que desde el hotel, el Banco le quedaba solo un par de cuadras. De manera que sin pensar nos fuimos quedando. Yo, porque me sentía feliz con la novelería de vivir en un hotel, y con el montón de amigos que en pocos días había hecho. Y él porque se encontraba cómodo, distendido. 
Todos los días salía a caminar. A veces por la rambla, otras veces se dirigía directamente a Linardi & Risso a revolver libros, para volver siempre con algún texto bajo el brazo.
 Y el tiempo fue dejando caer, en aquel barrio, las hojas de los otoños.

Un día, para hacer nuestra estadía más interesante, sucedió un hecho imprevisto. En una de las habitaciones al fondo del corredor de la planta alta, se alojaba un alemán que había llegado una noche en el Julio César, que al desembarcar se dirigió directamente al Hotel Empire.

Como equipaje traía una valija y una caja con libros. Era un hombre fornido, de estatura mediana. Canoso. Usaba lentes y vestía siempre de traje. Un hombre común que pasaba inadvertido. Sin embargo una noche, cuatro hombres irrumpieron en el hotel. Dos quedaron abajo y dos subieron hasta su habitación y se lo llevaron, a punta de revólver, en un auto que los esperaba en la puerta. Cuando llegó la policía revisó la habitación, se llevó algunas cosas y cerró con llave prohibiendo abrir hasta nueva orden.

Nunca más se supo de él. Ni los diarios, ni la televisión dieron cuentas del hecho. Sólo los padres y el abuelo de David fueron indagados más de una vez, quienes aseguraron no conocerlo ni saber de su existencia.

V


Los únicos datos aportados por el alemán a su llegada al hotel, fueron su nombre: Egbert Krumm y que esperaba a alguien que vendría desde Europa. Por lo demás, todos coincidieron en que era un hombre muy callado, no se relacionaba con nadie, sus salidas eran para recorrer librerías y volver con dos o tres volúmenes cada vez. También opinaron que, para evitar encontrarse con los demás huéspedes, era el primero en bajar al comedor. Algo que tampoco llamaba la atención pues los habitantes del hotel eran cambiantes, con excepción de mi padre y yo, nadie se alojaba por más de un mes. De modo que ningún huésped llegó a conocerlo, y menos aún hacer amistad.

Como la habitación había quedado desordenada, Angelina preguntó a los policías qué hacía con los libros, y le contestaron que ella se hiciera cargo. Por lo tanto llamó a mi padre para que la ayudara a buscarles una ubicación. Cuando comenzaron a ordenarlos les llamó la atención que todos versaban sobre viajes. Viajes al Mato Groso y el Amazonas; a la Cordillera de los Andes; a Bolivia; al Paraguay y su parte selvática y así. De modo que decidieron  dejarlos en la biblioteca de la sala.

Y allí quedaron, con excepción de los libros de la caja, seis libros de tapa dura escritos en alemán, que Angelina acomodó tal como vinieron del viejo mundo, debajo del mostrador de la recepción.

VI

Mi inserción en la familia de Angelina fue natural e inmediata. Mi padre desayunaba muy temprano, luego se quedaba en la sala a leer el diario y ver algún informativo en la televisión y después subía a despertarme.
Al principio, para que no desayunara solo, Angelina me llevaba a la cocina donde estaba María y desayunaba con ella. Después, a medida que se sucedían los días, bajaba solo y me dirigía a la cocina por mi cuenta.

Ese invierno pasó sin sentirlo, todas las tardes venía David o iba yo a su casa. En esas idas y venidas fui conociendo a sus amigos, y para cuando llegó la primavera sabía los nombres de todos. Pero fue ese diciembre, cuando terminaron las clases de la escuela y todos los chiquilines salían a jugar, que me alegré de verdad por haber ido a vivir a ese barrio.

Jugábamos al fútbol en la calle, y algunas veces íbamos a la casa de inquilinato de la otra cuadra a ver a los morenos que, cada tarde al ponerse el sol, cantaban y tocaban tambores.

VII

Al acercarse la Navidad toda la cuadra era alegría. Desde la mañana nos reuníamos a jugar en la vereda, mientras los vecinos iban y venían haciendo las compras para esperar la Noche Buena.

Aquellas fiestas navideñas donde los judíos comían Pandulce y festejaban con los cristianos el nacimiento de Jesús. Porque en el barrio, era sabido, que para las fiestas de fin de año éramos todos iguales. Sin embargo los cristianos, no recuerdo que alguna vez hayamos festejado con ellos, en los primeros días de septiembre, el comienzo del año judío.

La mamá de David horneaba para esos días un pan delicioso con miel, que se llama Jalá. Otras veces lo he comido con amigos en distintas partes del mundo, pero en ninguno he encontrado el sabor de la Jalá que comíamos con David, sentados en el pretil de la ventana de su casa, en la noche de Rosh Hashana.

VIII

En esos años que viví en el Empire conocí muchísima gente de paso. La mayoría del interior del país, personas que venían al Hospital Maciel por enfermedad, o a visitar algún pariente internado. También los que llegaban de vacaciones a visitar Montevideo y se alojaban por unos días.

Recuerdo que un invierno llegaron Sixto y Raquel, un matrimonio del interior del país. La señora, que se encontraba próxima a dar a luz, venía para el Maciel, pero al llegar le comunicaron que en maternidad no había cama disponible hasta el día siguiente, de modo que se instalaron en el hotel. Sobre la madrugada bajó Sixto a pedir que se quedara alguien con su esposa, pues se sentía mal, mientras él iba hasta el hospital a pedir ayuda. María y Angelina subieron de inmediato y comenzaron las subidas y bajadas por la escalera hasta que oímos el llanto del bebé que había nacido.

Cuando al fin llegó una enfermera, la beba se encontraba dormida en los brazos de la madre. Se quedaron una semana en el hotel. Antes de volver al campo la bautizaron en la capilla del Maciel y de nombre sus padres le pusieron: María Angelina.

 Varias veces vimos a la niña y a sus padres, de visita. Muchos años después, supimos que María Angelina había venido a estudiar a Montevideo y se encontraba hospedada en el Empire. También supimos que fue profesora de la Facultad de Medicina y desde hace unos años, Directora de Pediatría del Hospital Maciel.

IX

Cuando estaba en quinto de escuela, un viernes de tarde llegaron al hotel una chica y un muchacho que venían de Buenos Aires, por el fin de semana. 

Jóvenes, hermosos y enamorados. Pidieron una habitación, subieron, y no los volvimos a ver. El lunes Genaro les golpeó la puerta. Tanteó el pestillo. Creyó que dormían abrazados cuando, recostado a la lámpara, vio el sobre con la carta. Hubo una gran conmoción. Otra vez la policía, otra vez la indagatoria. Como en el caso de Egbert Krumm, nadie pudo aportar datos. Solo quedó entre los huéspedes del hotel un gran desconcierto y el dolor por aquella juventud que, vaya a saber porqué, no encontró otro camino, y eligió Montevideo para cometer suicidio.

X

El episodio del alemán nunca le terminó de cerrar a Angelina. Ella creía entrever un enigma entre el rapto y sus libros. Durante años buscó y rebuscó entre aquellos textos una marca, una palabra escrita al dorso, una señal que la llevara a descubrir vaya a saber qué. Los leía una y otra vez, revisaba minuciosamente las hojas, releía los títulos tratando de descifrar un oculto acertijo, que nunca encontró. Mientras tanto se casó, tuvo hijos, y los hijos le dieron nietos.

También yo terminé de estudiar, me casé y me fui a vivir a Barcelona. Mi padre no volvió a casarse, vivió solo en la casa rodeado al fin, de libros, perros y gatos.

XII

La amistad con David se profundizó con los años, también él se casó y se fue de aquel barrio de la Ciudad Vieja. Cuando voy a Montevideo es con quién primero me encuentro, cuando él viaja y viene a España no se va sin venir a mi casa. Hoy David es un señor importante en el mundo de los negocios, pero para mi nunca dejó de ser aquel niño que conocí el día que enterramos a mi madre, sentado en la recepción del Hotel Empire mirando dibujitos en la televisión.

Fue él quien me contó que Angelina después de buscar signos en los libros que compraba el alemán, decidió revisar los que trajo de Alemania. Un día se puso a observar con detenimiento uno de aquellos tomos y, como siguiendo un instinto, con la punta de un cuchillo, fue cortando todo el borde de la encuadernación.
Nuevos, como recién salidos de máquina, encontró miles de dólares americanos repartidos en las tapas y contratapas, de los seis libros. Una verdadera fortuna que estuvo allí, esperándola, más de cincuenta años.

XIII

El hotel ya no existe. Hace muchos años lo derrumbaron para levantar un edifico de apartamentos de diez pisos y enormes ventanales.

Cada tanto, cuando nos encontramos con David, recordamos nuestros días en aquel barrio de inmigrantes que habían llegado del viejo mundo, cargando sus dioses y sus idiomas. Huyendo de guerras, ultrajes y miserias. 

 En la calle angosta donde en primavera remontábamos cometas, jugábamos con los trompos y la pelota de goma. Que cada diciembre recorríamos pidiendo un vintén para el Judas que quemábamos en Noche Buena, en el campito junto la rambla.
La calle del Hotel Empire, refugio de mi niñez sin mamá, que guardo como el más entrañable capítulo de mi vida en aquel Montevideo lejano, que siempre espera mi vuelta bajo el amparo de la Cruz del Sur.




Ada Vega – 2014

viernes, 18 de octubre de 2019

Edelmira dos Santos



     Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida  a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un ranchito a dos aguas forrado de madera, junto a unos álamos, al final de una calle cortada.
    Tenía una gata amarilla y un perro zanguango, medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.
    Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre, desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín; ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
    Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
    La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito, puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
   Don Gabino tomaba mate en la cocina, la vio entrar ir a su dormitorio, y sobre la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo vos.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
    Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y  Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama. Y por esas quedó.
   Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad, porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor!
   Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
    Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato. 
   Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
 Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
   Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días.
Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
   Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
    Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto  estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.
   Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho antes de su partida.
Don Gabino conocía bien el paño.
    La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que  iba a quedase  dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
   Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.

 Ada Vega, edición 1997