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jueves, 12 de diciembre de 2019

Pesadilla de una noche de verano


Todo ocurrió durante las fiestas de fin de año. Creo yo.
El 15 de diciembre, nos reunimos varios amigos para despedir el año en la casa de uno de ellos en La Floresta. El día estaba ideal. A las siete y media empezaron a llegar los primeros. Se instalaron junto al parrillero, comenzaron por prender el fuego, preparar el mate, destapar la primera botella de whisky  y  disponer el cordero en la parrilla.
        A las once de la mañana se había completado el cuadro. Algunos muchachos cantaban alrededor de un guitarrista improvisado, otros mentían enfrascados en un truco de seis, el dueño de casa aliñaba las ensaladas y el encargado de la parrilla, alardeaba de su condición de asador repartiendo picadas de chorizos, morcillas y chinchulines. Se habían abierto dos botellas de whisky y había entrado en escena la primera damajuana de tinto. 
       A las cinco de la tarde terminamos de comer. Algunos se fueron a  dormir un rato y otros a la playa a jugar al fútbol en la arena. Los demás continuamos. A las ocho de la noche, empezamos a comer otra vez el asado frío, el resto de las ensaladas, el helado, el vino y el whisky que habían sobrado del mediodía. A las diez de la noche, más alegres que nunca y próximos a un ataque al hígado, nos volvimos.
       Yo llegué a mi casa cerca de las doce de la noche, le di un beso a Daniela, y no sé si me saqué la ropa o me la sacó ella. Me dormí de un tirón, y allí empezó mi pesadilla. Me había convertido en un gato.     
      Parece que yo, o el gato, era un vagabundo que andaba  maullando por las calles de un barrio desconocido. Y  de pronto entre esas casas extrañas descubrí mi casa y traté de entrar. Busqué mi llave, pero no tenía llave, ni pantalón ni nada, sólo cuatro patas y una larga cola. Recordé entonces que la ventana de la cocina podría estar entornada, salté el muro con una agilidad que me desconcertó, entré y me dirigí al dormitorio donde mi esposa dormía. 
Subí a la cama y hecho un ovillo me acomodé en mi lugar. A la mañana siguiente cuando Daniela se despertó yo estaba en el fondo de la casa echado al sol. Cuando me vio se alegró: —¡Pero gatito! Qué hacés ahí echado al sol. Yo me acerqué  e intenté decirle quién era, pero sólo me salió un maullido. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó a la cocina. Me dio leche tibia en un plato y me dijo: mi amor, no te podés quedar. Tenés que irte. A mi esposo no le gustan los gatos.
Me destrozó el corazón.                                                         
   De pronto como un ventarrón entró el Pelé y se me vino al humo ladrando como un desaforado. Pegué un salto y quedé parado encima de la heladera con el lomo arqueado y los pelos erizados. Daniela trató de calmar al perro, que al parecer él sí me había reconocido. Era evidente que  quería vengarse de mis malos tratos y de algún par de patadas que le había dado por echarse sobre la cama. Por fortuna el perro adora a mi mujer, le hizo caso y por el momento me dejó en paz.
         Y en eso estaba cuando sentí las caricias de Daniela. Me desperté transpirando y aterrado, pero agradecido de que todo aquello hubiese sido sólo un sueño. Entonces  al ver que estaba despierto me dijo mimosa: —Gatito, ¿con quién soñabas? La miré y la encontré tan  seductora, mientras me extendía los brazos, que me olvidé del bendito gato. Recordé que yo era un hombre, el hombre que ella estaba esperando…
        Desde el 16 de diciembre hasta Nochebuena no probé una gota de alcohol. En Nochebuena me tomé todo. Pasamos en casa, con un matrimonio amigo y mis cuñados con sus esposas. Comimos una cena fría preparada entre todas las mujeres. Empezamos temprano con los brindis, y terminamos en la tardecita de Navidad. Mi esposa y las esposas de mis cuñados limpiaron la casa. Cuando se fueron yo estaba muerto. Quedé dormido hecho piedra, en el sofá del living. Daniela, que no logró despertarme,  se fue a dormir sola y dejó que yo siguiera durmiendo tranquilo.
         Entonces volvió mi pesadilla. Esta vez yo andaba por los techos de las casas del barrio peleando con otros gatos. Los vecinos  tiraban piedras y los perros ladraban. Anduve corriendo por las calles, casi me pisa un auto. Hasta que al fin llegué a mi casa. Como ya sabía lo de la ventana de la cocina, entré por ahí. En mi plato en el suelo había leche, la tomé con gusto, fui al dormitorio y me ovillé junto a Daniela que me oyó y me dijo: 
—Gatito, y siguió durmiendo.  Me dormí ronroneando.
          Cuando el 26 de diciembre desperté, me sentí bien, ágil, despejado. Preparé el baño. Mientras me bañaba creí advertir que mis  uñas habían crecido demasiado y que el vello, que normalmente cubría mi cuerpo, era más oscuro y abundante. Tal vez eran figuraciones mías. No le di importancia, me sequé la cabeza  y  fui a la cama con Daniela que dormía voluptuosa. Esta vez la desperté yo.
        Daniela. Daniela es maravillosa. Es una muchacha buena, simple y crédula. Cree en cosas que ya nadie cree. En el mal de ojo, en la paletilla caída y en que todos somos iguales ante la ley. Cree que si sos  buena persona Dios te premia. Cree en Dios, en los políticos de su partido y en la garra charrúa. Cree  que un día vamos a vivir mejor y cree en los sueños. Por eso nunca le conté de mis sueños infernales. Con seguridad se hubiese puesto a rezar por la salvación de mi alma, que ella vería en peligro de perdición. Era preocuparla sin motivo. Aunque hoy no sé si no hubiese sido bueno contarle, por lo menos, lo del gato.
        Del  26  al 31 de diciembre, estuve un poco extraño, me daba por dormir de día y de noche tenía deseos de salir a caminar. El 31 pasamos en la casa de mis suegros. Éramos como treinta. Todos llevaron comida, asaron un lechón. Había de comer como si no fuésemos a comer nunca más. Y de tomar: dos boliches y medio. Llegamos a casa a las 10 de la mañana del 1º de enero, yo no sabía donde estaba ni quién era. Dormí todo el día, de noche me levanté sigilosamente, salí afuera, y desaparecí por los techos.
       Daniela desconcertada por mi desaparición, preguntó a mis amigos, a mis familiares y a los vecinos. Nadie pudo darle noticias sobre mi paradero. Por lo tanto esperó un par de días y empezó a llorar. Creyó que la había abandonado. Nunca la abandoné. El día que supuso que la había dejado, encontró echado en el fondo de casa un gato negro. Lo tomó en sus brazos le dio leche tibia y le dijo que tenía que irse porque su marido no quería gatos en la casa. Yo le dije  medio serio: —Mami, soy yo, tu marido, qué decís.
       Ella no entendió, me sacó para afuera y cerró la puerta.
Poco a poco fue dejando de esperar a su marido, convencida de que ya no volvería. Por lo tanto me fui quedando en casa, me daba leche tibia y carne cruda. No estaba mal y era abundante. Los primeros meses lloró mucho, salió a buscarme por los hospitales y las comisarías. Fue hasta la morgue. Y no me encontró, claro. De modo que al no encontrarme ni muerto, ni enfermo se puso como loca, al pensar  que me habría ido con otra mujer.
        Mientras tanto me hice dueño de casa. Mi mujer y yo teníamos una extraña relación. Desde mi condición de gato la seguía amando, me gustaba dormir en su regazo, le andaba detrás por la casa y le maullaba mimoso. Por su parte, ella me acariciaba, me acunaba en sus brazos, y volcaba en mí toda su ternura pues, en cierto  modo, creo que había reemplazado a su marido, al llenar en su afecto el espacio que él dejó.
Nuestra convivencia era casi perfecta. Por las noches yo la abandonaba y durante el día era su más ferviente adorador. Era un gato feliz. No necesitaba nada más. Y ella, bueno, yo creía que ella tampoco necesitaba nada más.
      Hasta  que un año después, cerca de la Navidad, vino a cenar un antiguo amigo mío. Cuando llegó el invitado ella me tomó en sus brazos me dijo:
—Gatito lindo, y me sacó para afuera.
Eran las leyes del juego. De todos modos la noche y su misterio me llaman. Recorro los techos, los tarros de basura. Los vecinos me tiran piedras y los perros me ladran. Anoche, después de una trifulca, volví a casa cansado y con el cuerpo dolorido. Tomé la leche que Daniela me deja siempre en la cocina y  fui al dormitorio a dormir con ella como todas las noches. Pero no pude. Mi lugar estaba ocupado.
Ada Vega, edición 2001

miércoles, 11 de diciembre de 2019

No es fácil

                                                             Bar Fun Fun


 Aquella tarde estaba sola en casa, había terminado de lavar los platos y me  disponía a tomar un café cuando llegó de visita mi amiga Cristina. Suele venir  seguido a verme, por lo general cuando tiene algo que contar.  No demoró nada.  Antes de sentarse a tomar su café me lo dijo como al pasar.
—¿Qué me contás lo de la madre de Camila?     
—No sé, ¿qué le pasó a la señora?
—Ayer me enteré que la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un 0K que ni te cuento y es como cinco años menor que ella. ¡¿Podrás creer?!
—No te  puedo creer. ¡Con lo destrozada que quedó hace un año, cuando enviudó!   ¿Y ya se volvió a casar?
-— Bueno, destrozada, destrozada que se diga, no quedó.
—Pero Cristina, no digas eso, ¡pobre mujer! Me contaron que en  el velorio del marido, abrazada al cajón, ¡era la viva imagen de La  Dolorosa!
—Eso era porque no podía encontrar la póliza de un Seguro de Vida,  que  el marido había hecho a su nombre, hace un par de años.
—¿No me digas? ¿Vos estás segura de lo que decís?
-—Estoy segura porque yo la vi. Mientras lloraba abrazada al cajón le daba  de puñetazos  y  le decía: ¡desgraciado! ¿Dónde diablos dejaste la póliza del  Seguro de Vida que  no puedo encontrarlo  por ningún lado?
— ¡Que patético! ¿Y al fin la encontró?
—Unos días después del entierro la encontró y empezó a reconstruirse. Se internó en una clínica de estética muy conocida, donde le sacaron las arrugas, treinta quilos y la plata del seguro de vida que le dejó el  marido. Una veinteañera, mirá.  Al plástico se le fue un poco la mano, te digo, parece la hermana más chica de sus propios  hijos. Fue cuando conoció al de la multi.
Yo no  conocía a la mamá de Camila, pero me la imaginé: rubia, alta, delgada. Vestida por Susana  Bernik  y peinada por Julio César Camacho.
De manera que le contesté a mi amiga:
 — ¡Que suerte, la gran siete! ¿Cómo hacen? Decime. ¿Dónde encuentran a  esos monumentos?
—Parece que se cruzaron en una exposición.
—Y sí, la cosa anda por ahí. A mí no se me cruza ni un gato negro. Pero claro, ¿ vos  me imaginás a mí, en una exposición? Desde que me separé de aquel anormal, tengo que lidiar sola con estas fieras. ¡Cómo para exposiciones estoy yo!
— Dicen que es muy buen mozo.
  —Acertó un pleno ¡que lo parió! Falta que me digas que es un morocho alto, de ojos claros, con voz ronca y manos suaves.
—No, fijate que no, creo que es un veterano canoso de ojos verdes.
—¡Canoso! ¡Bendito sea Dios! ¡Con la experiencia que dan las canas...!
  —Y todavía con un alto cargo en una multinacional. Ese no se va a quedar sin trabajo. ¡Ni al Seguro de Paro lo van a mandar!
—Y con ojos  verdes...
—Por eso te digo, Marisa, tenés que salir. No vas a encontrar un compañero entre las ollas y las sartenes. Tenés que cuidar el físico, a los hombres les gustan las flacas. Hacerte un buen corte de pelo y la tinta. La tinta es fundamental. ¡ Tenés que ser rubia! Lucir manos impecables y comprarte ropa,  buena ropa.
—Tendré que  hipotecar la casa. ¿Y qué más querida?
 —Y salir ir al teatro a culturizarte un poco de repente  quién te diga, no encuentres un intelectualoide perdido.  Al Mercado del Puerto, a tomar un medio y medio en Roldós  o a pasear un viernes por Bacacay. Caer por Fun Fun, una noche que haya pique, a tomar una uvita y a escuchar tangos.
—Como quién dice a tirar el anzuelo para que, con suerte, pique un  soltero empedernido  que busca una mujer “que  tenga lugar” para hacerle perder el tiempo, porque él prefiere el amor libre y sin ataduras  pues sabe que el matrimonio es la tumba del amor, que los hijos son un problema y que una sola mujer y para siempre es muy aburrido. Y escuchando esas sandeces tragás el café con edulcorante, mientras descubrís que el tipo es un tránfuga declarado que anda en busca de una mina en declive  dando los últimos manotazos, a fin de conseguir un pinta para meter en su cama antes que talle la parca.
—No, quién sabe, tal vez...
 —Permitime, mina que debe tener, si no no cuaja, una casa o departamento con todos los chiches donde pueda conchabarse, porque la vida, según dice, lo ha golpeado tanto que no tiene prácticamente donde caerse muerto. Aunque él te ofrece en cambio, en propiedad, su cuerpo de varón algo maltrecho, su experiencia de macho redivivo y su amor y su ternura decadente. Como verás me sé todas las letras.
—Bueno, pero hay que ser un poco más optimista. Podríamos empezar a salir las dos, quien te dice  no tengamos suerte y oigamos alguna letra nueva.
—¿Cómo salir las dos? ¿ vos no tenés pareja?
— Sí, pero ando en plan de recambio.
— ¿Qué pasó? ¿No se llevaban tan bien?
—Nos llevamos bien cuando nos vemos, pero él es ambulante. Cuando lo necesito, nunca está.
—Y vos querés un hombre, como el termofón en el baño: amurado en el dormitorio.
—Algo así, por eso creo que un casado con otra, no me sirve, en cambio, tal vez un divorciado...
—Un divorciado...Sí, claro que podés tener más suerte y enganchar un divorciado, un divorciado con hijos,  que no sabe qué hacer con su vida, que no tiene donde ir ni donde estar, porque los amigos ya no lo bancan y la madre se murió; y que le venís como anillo al dedo, para, mientras toman un café contarte su vida, su fracaso, decirte llorando que a su mujer ya no la ama, pero que extraña a sus hijos. Que está muy solo, que necesita una compañera que lo comprenda en quien pueda refugiarse, y de paso, cancheriando, te ruega que pagues  el café, porque justo hoy le llevó la pensión a su ex  y anda limpio y sin cambio chico. Si te sirve andá llevando.
— No sé si reírme de tus deducciones  o aprobarlas. Aunque creo que son un poco exageradas. Yo tengo una vecina que se casó con un viudo y se llevan de maravillas, el hombre es... 
—¡Un viudo!... ¿por qué no? Puede picar un viudo, sí,  un viudo sin compromisos porque sus hijos están casados. Que vive solo en una casita modesta pero propia y que es dueño de un Studebaker de los años cincuenta, que  todavía anda, y en el cual podrían dar la vuelta a la manzana a la luz de la luna, cada muerte de un obispo negro. Viudo él, que nunca antes había pensado en volver a casarse (mirá vos), pero que la soledad no es buena, que necesita una compañera (léase enfermera) con quien compartir sus últimos años.
— Pero vos sabés que hay romances otoñales que valen la pena porque...
—Claro que le dejaría en compensación  cuando se muera  ( son los que tenés que matar de un hachazo  si caés en la trampa) la casita, el Studebaker y la pensión. Casita de la que los hijos te van a sacar a patadas si llegás a enviudar, porque después de cuidarle al padre, mientras ellos la pasaban bomba, se dieron cuenta de que sos una viva y una aprovechada y que te casaste con “pobre papito” por interés.
— ¡Marisa!
-—Mientras, el Studebaker de los cincuenta, ni vendiéndolo como chatarra, ni pagando, te lo lleva un carrito de la puerta de tu casa. Pero eso sí, te quedaría la pensión, que como el viudo era patrón asciende a la suma de $2,50 y un cuarto de yerba. Y mientras el viudo te paga el café te comenta que es operado de próstata y que como su mujer “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”.
  —Marisa, Marisa,  sos tan sarcástica, que me amedrentás, te juro. Mirá que yo soy optimista, ¡pero vos me dejás contra el piso!
—Yo veo la realidad. Si pese a todo lo que digo, vos insistís en salir con la   caña, salimos, pero sin muchas expectativas.

Todavía no hemos salido de pesca con mi amiga, pero hace unos días conocí a la mamá de  Camila. Estábamos con mi amiga Cristina en la puerta del colegio esperando la salida de los chicos.
—Marisa, esa es la mamá de Camila.
—¿Esa?
—Sí.
—¿La que se casó con el...?
—Sí.
Recostada a una columna  conversaba animadamente una gordita retacona de mocasines, vestido floreado y el pelo a la que te criaste. Me desconcertó. ¿Cómo el canoso de ojos verdes se pudo casar con ésta mujer? Muy digna, no lo pongo en dudas. Pero, ¿cómo la gorda logró seducir al alto empleado de la multi?
      —Mirá, ahí viene el marido a buscarla.
—¡Qué cochazo! Era un Cero plateado con una marca ilegible.
Y bajó el susodicho: un gordito petiso y calvo, con una prominente barriga, un diente de oro y anteojos montados al aire. Besó feliz a la gorda y se fueron con los tres niños en el 0 K.
Ahora bien, tengo que reconocer que lo que me contó Cristina aquella tarde, era verdad: la mamá de Camila se casó con un señor que tiene un alto cargo en una multinacional, un OK y es menor que ella. Y se conocieron en una exposición... de la Rural del Prado, un día que la señora llevó a sus hijos a ver los perros de raza.
Lo demás: una mala jugada de mi imaginación. Créanme que los petisos, los gordos y los feos, podemos, si buscamos con cuidado, encontrar la felicidad. ¡Hay que ponerse!
Ada Vega, edición 2005 

martes, 10 de diciembre de 2019

La pasión de Santiago


                       

 —Hace días que no veo a Rosina. No he querido preguntarle  a mi madre si la ha visto, pero si siguen pasando los días y no sé de ella no tendré más remedio que averiguar dónde se encuentra o si le ha sucedido alguna desgracia.
Al que vi es a Guillermo. Venía con dos bolsas del supermercado, así que ella no debe de estar o tal vez la tenga encerrada.  De ese tipo puedo pensar cualquier cosa. Capaz que le pegó, el muy maldito, y no la deja salir. Le tengo bronca a Guillermo, querría que se muriera. No sé cómo Rosina se pudo casar con él. Es un viejo que tiene como treinta años. Ella es mucho más joven ¡y es tan linda! Cuando era chico me llevaba a la escuela de la mano.  Como  acompañaba al hermano, de paso me llevaba a mí.  En aquel tiempo ella estaba en el liceo. Rosina fue siempre la más linda del barrio. Vivía a una cuadra de mi casa, pero cuando se casó vino a vivir a la  casa de al lado. ¡Me dio tanta bronca cuando se casó con ese Guillermo! Una vez los había visto juntos. Estaban conversando en la puerta de la casa. Ni me imaginé que eran novios.
 El Guille también es del barrio. Tiene un taller mecánico en la avenida. Dicen que es un buen tipo. Que tiene onda, dicen. Pero yo no lo paso. Adiós Santiaguito, me dice cuando me ve. Santiaguito, como si yo fuese un niño. No quiero que  me diga Santiaguito. ¡Santiago me llamo! Hace dos años que se casaron, me acuerdo porque yo en esos días había cumplido los catorce. Estaba preciosa vestida de novia. Los padres hicieron una fiesta grande, invitaron mucha gente, de mi casa fuimos todos. La vi tirar el ramo a las amigas y después irse con él. Me quedé afuera hasta que el auto se perdió en la avenida. No quise volver  a la fiesta. Esa noche lloré de rabia y de odio. Después, verla todos los días tendiendo la ropa en el fondo, haciendo las compras o cuidando las plantas de su jardín, me hacía feliz. Sentía como un calorcito en el corazón. El Guille está poco en la casa, trabaja mucho. Por eso verlo ahora hacer los mandados y tender la ropa me da mala espina. Mi madre dice que se llevan bien. Que él es muy bueno con Rosina.  Están enamorados, dice. Hasta mi padre, que nunca opina de nada, habla bien del Guille. Empezó a trabajar de muy botija, dijo un día, y en el taller tiene mucho trabajo. Que Rosina tuvo suerte. ¡Suerte! Yo no creo nada. Rosina no puede estar enamorada de ese tipo. El Guille es un zorro. No sé bien que pueda ser, pero algo se propone. Algo está planeando. A mí no me engaña.  Por las dudas, no le voy a perder pisada. Voy a estar siempre vigilándolo.

—¡Qué botija raro es Santiaguito! No sé qué le pasa conmigo. Me mira como para matarme. Lo conozco desde que nació. Igual que a los hermanos. Los padres son buena gente. Vivieron toda la vida en el barrio y siempre tuvimos una buena relación. Pero este botija, de un tiempo a esta parte, no sé qué tiene conmigo que me mira torcido. Para mejor no puedo ni preguntarle qué le pasa, porque conmigo no habla. Últimamente ni me saluda y si yo lo saludo, no me contesta. Los adolescentes cada día son más difíciles de entender. No quiero hacer un drama porque no es para tanto, pero le comenté a Rosina lo que me sucede con Santiaguito, y ella no le dio importancia. Son cosas de chiquilines, me dijo, no le hagas caso. Tal vez Rosina tenga razón.  No quiero pensar en eso, ahora existen  cosas más importantes por las cuales debo preocuparme. Tengo que cuidarla más que nunca. Me parece mentira que vayamos a tener un hijo. Los tres primeros meses tiene que hacer reposo, dijo el doctor. Mi suegra va ha venir todas las tardes para ayudarla en las tareas de la casa. De todos modos, voy a tratar de conseguir una muchacha para que se encargue de la ropa y de lo más pesado. Todo marcha tan bien que a veces me da miedo tanta felicidad.

—Guillermo está preocupado porque Santiaguito no lo saluda. No entiendo por qué se preocupa. ¿Quién es Santiaguito? ¿Qué importancia puede tener que un chiquilín del barrio,  te salude o no? Yo ni me hubiese dado cuenta. Pobre, mi amor, lo que sucede es que está nervioso por lo que nos dijo el doctor, que debo hacer un poco de quietud. Pero eso fue lo que dijo: un poco de quietud. Que no cargara peso, que no tendiera ropa en la cuerda, que no caminara mucho. Eso dijo. Por lo demás estoy muy bien. Quiere traer una muchacha para que me ayude. Le dije que está bien. No quiero que se preocupe, que  se ponga nervioso. Lo que sucede es que está feliz. Y yo también. Guillermo es mi vida y darle un hijo es una bendición.

—Hoy le oí comentar a mi madre que hacía días no veía a Rosina. Que el marido andaba  haciendo los mandados, le decía a mi padre. Debe  estar enferma.  Más tarde voy a ir a verla, porque si está enferma yo la  puedo ayudar con la comida o con el lavado de la ropa, dijo mi madre. Al medio  día, descubrí la verdad. Mi madre contó en la mesa que Rosina estaba embarazada. Que va a tener un hijo. ¡Era eso! Yo sabía que el maldito estaba  planeando algo. Ahora ella va andar barrigona no sé cuánto tiempo. Después va a tener un gurí,  después otro y después otro. Total, a él que le importa. ¡Cada día lo odio más! Pero esto no va a quedar así. Tengo que salvar a Rosina. No puedo soportar más a ese tipo. Mi padre tiene un revólver. No sé dónde lo guarda, pero lo voy a encontrar.
Revisé toda la casa y no encuentro el revólver. Debe de estar en el placard del dormitorio de mis padres. Más tarde, cuando mi madre se ponga a mirar la novela, voy a entrar. Si me ve va a creer que ando revolviendo y a ella no le gusta que entren en su cuarto. Hay luz en lo de Rosina, es temprano pero debe haber venido el Guille. Voy a aprovechar ahora que mamá salió un momento y no hay nadie en casa para entrar al dormitorio. En los cajones de la cómoda no está. En el ropero no lo veo. Sin embargo tiene que estar acá. A lo mejor está arriba del ropero. Acá está. Yo sabía. Estaba arriba del ropero. Espero que esté cargado. De esto sí que no entiendo nada. Qué pesado que es. No sé si este será el seguro....

—¡Dios mío! ¿Qué ha hecho ese chiquilín? Al final Guillermo tenía razón: el chico no estaba bien. Hace tiempo me venía hablando de Santiaguito. Lo miraba mal, me decía, que no lo saludaba. Siempre le resté importancia. Creí que eran chiquilinadas. Reacciones de adolescente  demasiado consentido. Vaya a saber cual fue el motivo que lo llevó a tomar semejante decisión. Me siento consternada. Dolida. ¡Pobres  padres!

—¿Qué Santiaguito se pegó un tiro? ¿Quién dijo? Nadie sabe nada. Mejor cierro el taller y me voy para casa. Rosina está sola y se puede asustar. Ese chiquilín estaba mal de la cabeza. Yo se lo dije a Rosina, y ella nunca le dio importancia. Parece que sólo yo me di cuenta. ¿Los padres no vieron que algo le estaba pasando? Sin duda que el muchacho tenía un problema que no pudo resolver solo. Y no pidió ayuda. Si yo hubiese podido hablar con él, tal vez esto no hubiese pasado. ¿Habrá sido conmigo el problema y por eso no me saludaba? Yo no tuve nunca nada que ver con él. Sin embargo, en sus ojos había odio cuando me miraba. Nunca lo aclaró, ni yo le pregunté. Tampoco podía imaginarme que sucedería algo así. No puedo pensar en eso ahora. No puedo culparme de su muerte. Tengo que cuidar a Rosina que está esperando nuestro primer hijo. Lo demás no tiene importancia para mí. Santiaguito era un chico atormentado, vaya a saber por qué.


Ada Vega, edición 2015

lunes, 9 de diciembre de 2019

La abuela Gaby



  La abuela Gaby está completamente sorda. Más sorda que una tapia.
Me da pena, a veces. La veo a diario  recorrer la casa diligente, tratando siempre de ayudar a mi madre en los quehaceres. Activa, sigilosa. Su paso breve por las habitaciones trasunta paz. Seguridad. Desde que está sorda ha dejado de hablar. Se ha acostumbrado a permanecer callada y nosotros respetamos su decisión.
           Algunos vecinos creen que también ha perdido la voz. Pero no está muda. Cuando quiere, y tiene ganas,  nos endilga algún discurso. Cada vez que le dirigimos la palabra nos colocamos frente a ella pronunciando lentamente y exagerando el movimiento de los labios, para que lea en ellos lo que  queremos decirle. Entonces ella, si lo considera necesario, nos contesta con gran solvencia y soltura, pues su mente, gracias a Dios, se conserva nítida y fresca como un amanecer de estío. De lo contrario, si cree que no vale la pena contestar, apoya apenas una mano en su cabeza y con la otra hace señas de que no oye, de que no entiende,  da media vuelta y se va.
Es hermosa la abuela Gaby. Es delgada y menuda. Tiene blanca la cabeza. Los ojos celestes y la risa pronta. Las manos pequeñas y un conocimiento de la vida como pocas personas tienen. Un conocimiento adquirido por percepción  más que por vivencia propia. Pues la abuela –—es de justicia decirlo— no ha salido de esta casa desde que la entró en los brazos,  al año de estar casados, Heriberto Villafañe, un mocetón alto y fuerte que fue su amante, su compañero y  su marido por más de cincuenta años. También el padre de sus cinco hijos y el gran amor de su vida.
Los pormenores de la vida romántica de la abuela no los conozco por mi madre, quien se ha resistido siempre a hablar del tema por considerarlo demasiado escandaloso.  Ha sido la propia abuela  quien, desde que era niña, en las largas siestas de verano, sentadas bajo los árboles del jardín, me ha contado su historia de amor y cómo y por qué se casó con el abuelo Heriberto.
 La abuela Gabriela  —que así se llama—  nació un día de setiembre de 1924, en una casa quinta, cerca del Parque Hotel. Su madre fue una francesa nacida en el valle del Ródano,  que había venido con sus padres a radicarse en Uruguay  hacia 1910.  
Su padre fue un criollo nacido en pleno Centro, empleado administrativo del Banco de Seguros, quien conoció a la francesita, una tarde de domingo de 1920, en el Rosedal del Prado, casándose con ella dos años más tarde en la Catedral de Montevideo.
 Según me ha contado tuvo una linda niñez, hizo sus estudios en un colegio privado, y a los veinte años estaba pronta para casarse con Antoine Prévert, un pariente lejano por parte de la madre, muy elegante, muy correcto y  muy francés, dueño de una gran fortuna, residente en París, con quien supo desde siempre que se casaría.
            Conociendo, pues, a su futuro esposo llevó con él un noviazgo  de poco más de un año hasta la fecha elegida para la boda. Un noviazgo serio, respetuoso, tal como correspondía a un caballero del linaje de  Antoine Prévert.
Gabriela estaba feliz con la idea del próximo matrimonio. Su prometido era  apuesto, cordial. La trataba con gentileza y amabilidad. Con dicha unión se abría ante ella un mundo de lujo y bienestar.
Faltando poco más de un mes para la boda, mientras se realizaban los últimos preparativos conoció, en la casa de unos amigos, a Heriberto  Villafañe. un joven de  veintidós años que trabajaba como operador en un cine de la ciudad. Nacido en un barrio pobre  hijo de un mecánico y  una costurera, sin más fortuna que su juventud y sus dos manos para trabajar, era Heriberto  la antítesis de su novio francés. Sin embargo, desde que  se vieron por primera vez, ambos, se sintieron atraídos.
El muchacho, más apasionado, comenzó a perseguirla. A hostigarla, casi. Ella sorprendida, profana en el juego del amor, haciendo alarde de mujer fatal, peligrosamente, le seguía el juego. Nunca pensó que, en ese juego, podría peligrar su ya anunciado  matrimonio.
 Mientras se probaba el traje de novia una y otra vez, con su velo blanco,   comenzaron a encontrarse a escondidas, algunas veces en el parque, otras en el cine y  las más vaya a saber dónde. Lo cierto es que Gabriela una o dos tardes por semana desaparecía de su casa  para volver al atardecer feliz y contenta, sin aclarar demasiado el motivo de sus  reiteradas deserciones. En esos días cercanos a la boda ayudaba a su madre a escribir las tarjetas, opinaba sobre las exquisiteces que se servirían en el bufete, y festejaba entusiasmada cada regalo recibido.
La relación con Heriberto pensó ella que sería algo pasajero, apenas una travesura  como para despedirse de la soltería. No creyó que llegaría a incidir sobre la realización de su próxima boda. Ni le pasó jamás por la  mente, que pudiese existir  algún motivo por el cual  suspenderla. De todos modos, unos días antes de casarse los continuos mareos,  las náuseas que le provocaban ciertos  alimentos  y  los antojos que de pronto le atacaban, comenzaron a preocuparla. Preocupación que llegó al paroxismo al comprobar que su regla mensual se había suspendido.
Estaba embarazada y no de Antoine precisamente,  con quien  nunca  había  tenido relaciones íntimas. El caso era grave y no se vislumbraba solución. Pudo quizá  haberse casado, como estaba decidido, y el niño pasaría por ser hijo del francés. Pudo practicarse un aborto. Calladamente. Sin que la sociedad pacata de entonces  llegara a enterarse.  Pudo, pero no quiso.
 La abuela Gaby  renunció al casamiento programado con años de anticipación,  despreció  la fortuna  en  francos  franceses, que la esperaba, y se fugó con el operador de cine a vivir en un apartamento, con claraboya,  en el barrio de La Aguada.
 La familia jamás la perdonó. Mi madre tampoco.
El abuelo Heriberto abandonó su trabajo de operador de cine y subsidiado por  la empresa argentina Glucgsman, abrió en el centro una sala cinematográfica.
Antes de nacer el niño se casaron sin ostentación por el civil, dejaron el apartamento con claraboya y se mudaron para una casa preciosa en La Blanqueada. Mientras el abuelo, ya diestro empresario, inauguraba  la segunda sala en el barrio de Pocitos. Para entonces la abuela ya había dado a luz los dos primeros varones de los cuatro que tuvo, más mi madre que fue la última en nacer y la única mujer.
 Antes de inaugurar la tercera y última sala de cine, el abuelo le compró a la abuela la casa de La Blanqueada  que es ésta donde vivimos mi madre, mi padre, la abuela y yo. El abuelo Heriberto falleció hace ya algunos años, pero la abuela sigue recordándolo  y hablándome de él. Le he preguntado, últimamente, que fue del  novio francés.  Cree que volvió a Francia y allá se quedó.
En aquellos días de la vergonzosa fuga, la madre y el padre se enojaron mucho con ella, pero cuando dio a luz al segundo varón vinieron  los dos a verla y a conocer a los nietos. Y aunque nunca le perdonaron el papelón que, por su culpa,  hicieron ante los  demás parientes, llevaron una moderada relación. Lo cierto es que la abuela nunca se arrepintió de la elección que hizo.
Pocas veces he hablado de este tema con mi madre. De todos modos  sé como piensa al respecto. Para mamá la abuela fue una inconsciente al rechazar a Antoine  y  su  boato.  Pudo, le ha dicho más de una vez,  haber sido una mujer rica. Mamá ciertas cosas no las entiende. Por eso  soy más amiga de la abuela que de ella. Amo  a la abuela Gaby, a su lado he aprendido muchas cosas de la vida. Mamá se preocupa cuando nos ve conversar a las dos y  le dice que no me llene la cabeza de pajaritos. La abuela la mira,  frunce el entrecejo,  le hace señas de que no oye, de que no entiende, da media vuelta y se va refunfuñando.
Creo que mamá desconfía de la sordera de la abuela.
A veces... yo también.

Ada Vega, 2012

sábado, 7 de diciembre de 2019

La Rueca

                     

       Hace unos años en el pueblo de pescadores de Cabo Polonio, vivían felices Jesús Lamas con su mujer Eleonora y su pequeña hija Gredel.
Apena el sol despuntaba, Jesús salía al mar con su barca marinera en busca de la comida diaria. Así un día y otro, un  año y otro, y todos los días y todos los años. Hasta que el mar se cansó de dar y dar y una tarde, a su  regreso el viento del este sopló encolerizado, el mar se levantó en olas que  sacudieron, golpearon y dieron vuelta la barca, hundiéndola con Jesús y su carga de peces.
         Mientras Eleonora en la playa, al ver que su marido no regresaba, subió decidida a un bote y remó mar adentro para ver si lo divisaba. Remó sin tino y sin guía, se hizo la noche y no supo regresar, de modo que  la pequeña Gredel quedó  sola,en esta vida sin familia ni protección.

         En aquel entonces vivía en el pueblo una anciana llamada Cloto, que tenía una rueca donde hilaba día y noche. Por piedad, ante la tragedia,  Cloto recogió a la niña que terminó de criarse junto a ella. De modo que la pequeña Gredel pasó feliz su niñez y su adolescencia en aquel paraje idílico del  Polonio, con su antiguo faro y sus enormes arenales.
Cada tanto, a devanar el hilo que hilaba Cloto, llegaba una hermana anciana  llamada Láquesis. Y la niña  fue para las  dos mujeres la felicidad que los dioses les habían negado, pues vivían prodigándole cuidados y el amor que guardaban íntegro, pues nunca antes habían tenido  a quién ofrendarlo.
Mientras tanto la niña fue convirtiéndose en una hermosa joven, para quién llegó un día el Amor en una barca pesquera que vino del Brasil.
 El joven marino se llamaba Augusto quien, al conocer a la joven huérfana que vivía con la anciana Cloto, se enamoró de ella y decidió llevársela con él a su país.
        Una vez enteradas las dos ancianas de la decisión del joven Augusto, no pudieron contener su desconsuelo.
En esos días de tanto dolor se presentó Átropos,  quien llegaba cada tanto con sus tijeras, a cortar el hilo que devanaban e hilaban sus hermanas.
Gredel se fue una tarde con Augusto. Y el halo del Destino ensombreció la playa. Las tres ancianas quedaron solas en la casa del Cabo Polonio.
Por mucho tiempo, los vecinos del pueblo comentaron, que la barca de  Augusto y Gredel, no llegó nunca al país del norte.

Ada Vega, edición 2001

jueves, 5 de diciembre de 2019

A contramano

    


"...Conquistarán  nuestra tierra,con risa pura , los negros;
     con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo; 
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán si ensueños!"
          Miguel de Unamuno a Nicolás Guillén - Madrid 1932



El Wáshington Souza era un negro "usted" ¡Que digo "usted" era más que "usted" se había pasado para el otro lado. Era un negro racista. Pero no de los negros que le tienen bronca a los blancos, no. Él era racista en contra: le tenía bronca a los negros. Fijate lo que te digo,  ¡no bancaba a los negros! En su fuero más íntimo él era blanco, un blanco negro o un negro blanco ¿vas agarrando?
    El color de su piel era un detalle  sin importancia, un simple error de impresión, nada más. El Wáshington tenía un corso a contra mano. Siempre le fastidiaron los negros que tomaban vino y tocaban el tambor.
El padre nada que ver, don Souza era un tipo bárbaro, le decían "el negro jefe” porque era igual  a Obdulio Varela. Trabajaba en una barraca de lana de la calle Rondeau, ¡flor de laburante! Le había conseguido laburo a los hermanos más grandes y el Wáshington, viéndosela venir, le dijo  un día que él a hombrear bolsas no iba, que tenía otras aspiraciones y pretendía otro tipo de trabajo.
        El padre lo mandó al diablo y él se puso a estudiar no sabemos bien qué; pero andaba siempre con libros bajo el brazo. Se había comprado un traje y un par de camisas de segunda mano y empilchado y con los libros, se las tomaba todos los días pa’l centro. Un día lo vimos con un guardapolvo blanco y dijimos: ¡pa! estudia en serio. El no daba explicaciones, pero dejaba flotando en el aire que sus estudios lo iban a llevar lejos.
   En aquella época paraba en la barra el negro Leo ¿te acordás? un botija macanudo ¡gran  amigo! Jugaba en el Banfield de entreala, una gloria verlo jugar, ¡un dominio de la pelota y una seguridad! Llegó a jugar una temporada en el Tellier, pero no tuvo suerte, se quebró dos o tres veces y no jugó más.
  En una final,  jugando en el Tellier en la cancha que tenían en  José Luis de la Peña, en una trancada, un back del Marconi que era grande como un ropero, lo dejó tirado con doble fractura. Que atrás de ese foul, se armó flor de gresca, porque vos te acordás que el Marconi con el Tellier se tenían cierta inquina. Y bueno,  al pobre Leo le costó meses recuperarse.
   Una tardecita en que estábamos tomando mate con el Rana, el Santiago, el Venus y el Pocho Linares, pasa el Wáshington de traje y corbata, con su guardapolvo en el brazo y sus libros. Ve al Leo con la pata enyesada sobre una silla y sin pararse le dice:
—Otra vez quebrado vos. ¡Canilla de negro!
El Leo lo quería pelear.
—¡Negro barato! –le gritó.
Nosotros lo corrimos y se la juramos:
—¡Por acá no pasás más! ¡La próxima te desfiguramos! ¡Qué vas a ser hijo del “negro jefe” qué vas a ser! ¡Doctorcito hijo de puta!
   El más chico de los Silva, aquellos que vivían por Rivera Indarte, trajo un día la noticia. Una mañana se fue a sacar la Cédula de Identidad para entrar al liceo, y lo vio al Wáshington por la Ciudad Vieja, de guardapolvo blanco, en una bicicleta llevando encargos de una farmacia. ¡Mirá el doctor! ¡Repartidor de farmacia! Te podrás imaginar que lo gastamos al negro usted. El se ofendió, nos borró de su agenda y los negros y los blancos del barrio fuimos historia.
   Pero La Teja no era para el Wáshington, y un día se fue, desapareció del barrio. Y nunca más supimos de él. Por eso cuando el otro día lo encontré y nos reconocimos, nos abrazamos. Cuando pasan los años uno se asienta, recapacita, corrige errores, se ven las cosas desde otra óptica: viviendo se aprende a vivir. Y yo, te juro que me alegré de volver a encontrarlo después de tantos años.
 Lo vi bien, pero me contó que fue difícil para él, que lo agotaron sus problemas de identidad. Que los negros no lo aceptaban porque él se sentía un blanco, y los blancos no lo querían porque él era negro. Tuvo que lucharla. Y fue duro. De trabajo andaba bien. Hacía años que era conserje de un edificio en Pocitos, donde tenía un pequeño departamento. Se había casado con una mujer blanca y tenía tres hijos ni negros ni blancos, mulatos. Buenos gurises, que estudiaban en serio. Me dijo que añoraba el barrio pero que no había vuelto, que no tenía a quien visitar.
   Yo le dije que nunca me fui de La Teja, que también me casé, que soy abuelo, que La Teja está linda, que el Rana ya no está, que el Pocho tampoco,  que el Santiago se había ido, pero que volvió al barrio, que el Venus se fue para Australia y nunca más volvió. Que el Leo se jubiló de la Ancap y que tiene un hijo doctor. Le dije que viniera un día a la cantina del Banfield, que siempre es bueno volver al barrio. Que todavía quedaban muchos amigos de antes a quienes tal vez querría ver. Me dejó hablar sin interrumpirme, me escuchó como emocionado, casi te diría que como aceptando la invitación. Después me puso una mano en el hombro y como perdonándome la vida me dijo que vendría, sí, pero que no, que en La Teja...¡ hay muchos negros "che"!
Decime, ¿no es pa’ matarlo…?


Ada Vega, edición 1995

Desde el Laptop



Era invierno. A las cinco de la tarde ya era noche. En aquellos días habia comenzado a ver una novela brasileña que emitía un canal de televisión, precisamente a esa hora. Impropia para mí , que me encontraba en plena faena en el quehacer de la casa. Pero la novela había logrado interesarme, porque, aparte de mostrar al mundo la belleza paisajística de Brasil, tenía un reparto de actores muy interesante . De modo que decidí seguirla desde el laptop, directamente de Youtube donde se encontraban todos los capítulos. Elegí las seis de la tarde y seguí viéndola sin cortes de publicidad sentada en mi escritorio.

Una tarde mi hija al volver del liceo, colocó su laptop sobre una mesa a mi espalda, y se puso a ver una serie española ambientada en los años cuarenta, a la misma hora en que yo veía mi novela.
Su ordenador quedaba de frente a mi monitor.
Mi novela se iba desarrollando en una trama compleja que me mantenía en vilo esperando el desenlace, cuando en uno de los últimos capítulos, sin motivo aparente, desapareció una actriz que participaba con un papel secundario, pero muy sugestivo. A pesar de que el suyo no era el papel protagónico, el que representaba era necesario para el desarrollo de la obra, de modo que su imprevista cesación solo podía ser debido a un hecho fortuito.
 Pasaron tres capítulos y subsanaron el hecho cambiando el parlamento de algunos actores, y así quedó hasta el fin de la obra.
Una tarde abandoné un momento mi novela para ir a la cocina a prepararme un café. Al pasar junto a mi hija miré distraída el monitor de su laptop, y me detuve un momento pues me pareció ver a la actriz desaparecida de mi novela brasileña, actuando junto a un actor en la serie española. Aunque vestía la misma ropa se veía deslucida.
Le pregunté a mi hija qué hacía esa joven en la novela con la ropa y el peinado tan fuera de época. Me contestó que no sabía, que hacía dos capítulos que había aparecido en la pantalla y que no habían dado ninguna explicación.
—Es un engendro, me dijo. Está siempre pegada a ese actor. Aunque parece que él no la ve, no la mira ni le habla.
Entonces le conté lo sucedido en mi telenovela, me miró escéptica y me dijo:
—¡Ay mami, por favor! ¡No pensarás que la actriz se enamoró desde tu monitor del actor de mi novela y se cambió como quien se cambia de vestido!
—No pienso ni creo nada, solo que tampoco entiendo como logran que las personas hablen y se muevan en la televisión o en la computadora y nosotros lo aceptemos como lo más natural.
—Bueno, mamá —me contestó—, nosotros no tenemos porqué saber cómo y de qué manera se logra. Para eso están los técnicos y la ciencia que avanza.
—¿En eso sí creemos?
—Si lo estamos viendo, ¡cómo no vamos a creer!
—La actriz de mi novela, también la vi y la viste.
—Mamá, ¡mañana tengo un examen!
--(Mutis por el foro)

De todos modos, pensándolo bien, mi hija tenía razón. A veces creo que estas máquinas nos están invadiendo para volvernos locos y llegar un día a esclavizarnos.
Mi novela brasileña terminó unos días antes que la española que veía mi hija. La actriz que cambió de novela fue día a día transformándose en otro ser. Ya no tuvo ropa ni cuerpo humano, se convirtió en un ser irreal, un robot. Una mujer digital.
Siguió, de todos modos, abrazada, besando y acariciando al actor español sin que el joven se enterara.
Desde ese momento quedé pendiente del final de la serie. Mi hija se conformó pensado que la actuación misteriosa de la actriz brasileña, era solo una parte fantástica que le habrían agregado a la historia española.
Las dos telenovelas empezaban y terminaban en el mismo horario. Unos minutos antes de terminar el último capítulo, la actriz digital trató de volver a la novela de mi computador.
De manera que viajó en la luz del monitor de mi hija y se insertó en el haz de luz del mío, pero no logró introducirse en su novela, pues la misma había finalizado hacía dos días. Quedó, por lo tanto, fuera del monitor.
Suspendida en el aire, entre el visor y yo, parecía una pequeña muñeca de finos hilos de cristal que, como un prisma se tornasolaba en un sinfín de colores brillantes.
Se había detenido un momento sobre la luz que la había traído de regreso, cuando mi hija cerró su laptop.

Fue entonces que en medio de un gemido semejante a una nota musical desconocida, tal vez a la música que, según dicen, emiten los astros al girar en el espacio, la vi desintegrarse. Y en el zigzaguear de un rayo eléctrico, delante de mis ojos, se desvaneció en el aire.


Ada Vega, edición 2013