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viernes, 7 de julio de 2023

El último taita



Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, de pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz. Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él: negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelín Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelín el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando solo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho. Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aun ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa. Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último. Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho.
Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube, cuando el hombre ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas. El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar. Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo.
No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo aullara su largo y macabro silbido.

Ada Vega, edición 1997

domingo, 6 de febrero de 2022

El último taita

 



Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, de pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz. Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él: negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelín Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelín el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado. El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando solo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho. Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe! El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aun ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera. Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa. Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador. Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último. Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho. Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas. El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar. Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo. No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche a encontrarse con su destino. Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo aullara su largo y macabro silbido.

 Ada Vega, edición 1997

viernes, 28 de febrero de 2020

El último taita





Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, de pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. 

Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él. negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin. Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último.
Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho. 

Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo.
 No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche a encontrarse con su destino. 

Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo aullara su largo y macabro silbido.

Ada Vega, edición 1997

sábado, 15 de junio de 2019

El último taita





Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, de pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. 

Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él. negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin. Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de la La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último.
Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho. 

Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo.
 No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche a encontrarse con su destino. 

Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo aullara su largo y macabro silbido.

Ada Vega, 1997

viernes, 25 de mayo de 2018

El último taita





Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, y el pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. 

Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él. negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin. Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de la La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último.
Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho. 

Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo.
 No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche a encontrarse con su destino. 

Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo aullara su largo y macabro silbido.

Ada Vega, 1997

miércoles, 9 de agosto de 2017

El último taita





Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, y el pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. 

Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él. negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin. Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de la La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último.
Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho. 

Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo.
 No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. 

Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Angel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.

Ada Vega, 1997 

lunes, 2 de enero de 2017

El último taita






Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, y el pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. 

Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él. negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin. Tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo, y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de la La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último.
Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó, trató, de la mejor manera, de explicar la situación. Él escuchó, y sin pronunciar una palabra, salió de la casilla rumbo a la casa del muchacho. 

Arriba la luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa, se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vio al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al taita. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y lo supo.
 No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. 

Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Angel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.

Ada Vega, 1997 - Visítame:http://adavega1936.blogspot.com.uy/

domingo, 24 de julio de 2016

El último taita





      Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, el pelo renegrido y lacio, peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
    Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin; tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo. Y el nombre se le había grabado.
    El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
     Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su puñal. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡Quién sabe!
     El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
    Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
    Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con  el sol de La Teja.
     Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron.  De modo que un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador. Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el puñal del taita.
     Pero ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil, ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa: el último que se entera, es el que se tiene que enterar de último. Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo, pero quiso hablar con el hombre contarle ella lo que pasaba, explicarle.
      Esa noche trató, de la mejor manera, de explicar la situación.
 El hombre escuchó. Tal vez no pudo entender pues, sin decir una palabra, salió de la casilla para dirigirse a la casa del muchacho.
      La luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa se escondió tras una nube cuando el taita, en plena calle, vio al joven que venía a su encuentro. Decidido a jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
    El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él, mirándolo directamente a los ojos.
     Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al guapo. Soltó el mango del puñal, sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y  lo supo. No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. 
Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.



      

sábado, 11 de mayo de 2013

El último taita




      Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno, de cuerpo musculoso y duro, el pelo renegrido y lacio, peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
    Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin; tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo. Y el nombre se le había grabado.
    El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
     Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su puñal. Como verdadero guapo andaba siempre calzado por un: ¡Quién sabe!
     El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
    Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
    Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con  el sol de La Teja.
     Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron.  De modo que un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador. Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el puñal del taita.
     Pero ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil, ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa: el último que se entera, es el que se tiene que enterar de último. Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo, pero quiso hablar con el hombre contarle ella lo que pasaba, explicarle.
      Esa noche trató, de la mejor manera, de explicar la situación.
 El hombre escuchó. Tal vez no pudo entender pues, sin decir una palabra, salió de la casilla para dirigirse a la casa del muchacho.
      La luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa se escondió tras una nube cuando el taita, en plena calle, vio al joven que venía a su encuentro. Decidido a jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
    El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él, mirándolo directamente a los ojos.
     Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al guapo. Soltó el mango del puñal, sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió y  lo supo. No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. 
Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Ángel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.

jueves, 21 de octubre de 2010

EL último taita




 Creo que el pardo Patricio fue uno de los últimos taitas de cuchillo al cinto, de aquel malevaje que acunó el Pueblo Victoria y La Teja. Era un morocho pasado de horno de cuerpo musculoso y duro, el pelo renegrido y lacio peinado a la gomina. Lampiño. Ojos aindiados y mirada desconfiada. Dueño de todas las inmejorables cualidades que hacían al hombre de pelo en pecho de aquellos años: mujeriego, timbero y borracho. Y también de algún defecto... era hincha de Nacional. La política para él no existía. Supo ser un tipo feliz.
Vivía en una casilla de lata, cuadrada, pintada de negro, rodeada de transparentes. Tenía un perro parecido a él negro, musculoso y zambo, a quien le había puesto el rimbombante nombre de Zeppelin; tal vez porque siempre se jactaba de que, siendo un muchacho, había visto al Graf Zeppelin el día que pasó sobre Montevideo. Y el nombre se le habría grabado.
El taita Patricio era laburante. Trabajaba de estibador en el Puerto. De fierro para trabajar. Podía pasar siete días y siete noches estibando y tomando vino. También podía dormir siete días y siete noches, despertando sólo para besar su inseparable botella de tinto. Pero en el barrio jamás molestó a nadie, era serio y respetuoso. Saludaba entre dientes, masticando un pucho.
Nunca lo vi sonreír y menos aún, reír. Caminaba hamacándose, balanceando su cuerpo a cada paso, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Atravesado en la espalda, enganchado en el cinto, brillaba el mango de plata de su facón. Como verdadero guapo andaba siempre calzado. Por un: ¡quién sabe!
El pardo Patricio era fiero, realmente fiero. Por eso nunca entendí por qué era tan ganador con las mujeres. Ni aún ahora que sé de algunos de esos ciertos por qué, entiendo que tantas muchachas se avinieran a vivir con él. Le conocimos mil compañeras: jóvenes, no tan jóvenes; lindas, no tan lindas; rubias, morochas, mulatas y negras. A todas las traía a vivir a su casilla. Era un continuo desfile. Las muchachas lo bancaban un tiempo y se volaban. Él las reemplazaba sin ningún problema. Decía que no era ningún otario, que no se ataba a ninguna pollera.
Hasta el día en que trajo aquella rubia. Era una muchacha blanca, demasiado blanca. Flaca, demasiado flaca. Linda de cara. Demasiado linda, aunque de tan flaca y ojerosa parecía tísica. Al caminar, sus piernas esqueléticas no la sostenían lo suficiente y daba la impresión de que se desarticularía al dar el próximo paso. Era muy joven, casi una niña. Se llamaba Rosa.
Y Rosita empezó a redondear su cuerpo y a tostar su piel con el sol de la La Teja. Desaparecieron sus ojeras, sus mejillas se colorearon y los huesos puntiagudos de su cuerpo se suavizaron. Un día el patito feo se convirtió en un precioso cisne. Y como siempre pasa en los cuentos, apareció un cazador.
Un muchacho del barrio, de poco más de veinte años, empezó a mirar a la chica. Y la chica a él. Y fue el amor. Los padres del muchacho temblaron al saber de esos amores, pensando en el facón del taita. Pero, ¿cuándo pasó que el amor se termine por mandato? Fue inútil. Ya que todo el barrio lo comentaba cuando él se enteró. Siempre pasa, el último que se entera, es el que se tiene que enterar último.
Rosa pudo haberse ido antes, como las otras, sin protocolo. Pero quiso hablar con el hombre, contarle ella lo que pasaba, explicarle. Y esa noche cuando él llegó trató, de la mejor manera de explicar la situación. Él escuchó. Tal vez no pudo entender, pero sin decir una palabra salió de la casilla para dirigirse a la casa del muchacho. La luna, compinche de los enamorados, no quiso comprometerse y temerosa se escondió tras una nube cuando el hombre, ya en la calle, vió al joven que venía decidido a su encuentro. A jugarse por su amor. Sin cuchillo, a cara limpia, a ganar o a perder de una vez por todas.
El taita manoteó el puñal. El muchacho siguió caminando y se plantó ante él mirándolo directamente a los ojos, sin temblar.
Quizá la determinación y la valentía del joven desconcertaron al guapo. Soltó el mango del puñal sin oír lo que el muchacho intentaba decirle. En ese momento envejeció mil años. Sintió un cansancio enorme en su corazón. Él, que había sido guapo entre guapos, esa noche perdió.
Y lo supo. No volvió a la casilla ni a su Rosa. Dobló la esquina y se fue solo en la noche, a encontrarse con su destino. Tal vez no oyó, o no quiso oír, al ferrocarril que en las vías de Angel Salvo, aullara su largo y macabro silbido.