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lunes, 30 de mayo de 2016

Presagio


Como esos últimos días de invierno se venían presentando cálidos y soleados, con mi esposo decidimos ir ese fin de semana hasta la cabaña que teníamos en Cuchilla Alta.  Era una cabaña de madera y techo quinchado emplazada  sobre la barranca, junto a la arena de la playa.
 A pesar de que la usábamos solamente en los meses de verano, cuando nos instalábamos allá, durante el  resto del año solíamos darnos una vuelta para comprobar si necesitaba pintura, reparar la madera o hacerle algún arreglo, a fin de dejarla en condiciones para la próxima temporada.
En aquella oportunidad teníamos pensado viajar el próximo sábado, de mañana temprano, para volver  en las últimas horas de la tarde del domingo siguiente. Nuestro hijo Carlitos, que tenía entonces ocho años, iba con nosotros. Era, aquel, un paseo de rutina que, como  dije, hacíamos todos los años un par de veces durante los meses fríos.
           Pues bien el viernes de esa semana, no sé por qué, decidí por mi cuenta  que ese sábado no iríamos  a Cuchilla Alta.  Desayunábamos los tres en la cocina:
                   — ¿Cómo que no vamos? dijo Lautaro. ¿Por qué?
                   — No tengo ganas de ir este fin de semana, contesté yo.
                      —¿Pasa algo? ¿Te sentís mal?, quiso saber mi marido.
                     —No, no. Sólo que preferiría que lo dejáramos para el próximo fin de semana, contesté yo con firmeza. Mi esposo me miraba esperando otro tipo de explicación. Algo más sustentable. Teníamos  todo pronto para realizar el viaje y no entendía el  real motivo por el cual  a mí se me había ocurrido cancelarlo. Yo, debo aclarar, tampoco tenía una razón valedera en la cual apoyar mi decisión.  Sin embargo, cuanto más hablábamos más firme y decidida me sentía de renunciar al paseo previsto.
      Lautaro, al principio, dijo que me dejara de caprichos. Que hacía días habíamos decidido pasar el fin de semana en la cabaña y que de pronto, sobre la fecha, sin ningún motivo, a mí se me ocurría que no debíamos ir. Porque sí, de caprichosa no más, dijo enojado.
     Hablamos. Subimos el tono. Discutimos. Discutimos. Y al final mi marido, para dar por terminada la polémica, dijo: está bien. Si  no querés ir, no vayas. Yo me voy con Carlitos y en lugar de volver el domingo de tarde, como habíamos dicho, volvemos el domingo al medio día. 
     Tuve que aceptar, pues, aunque no era exactamente lo que yo pretendía encontré, en el acuerdo que proponía mi marido, cierta conformidad. En realidad, yo pretendía suspender la salida para los tres. No me atraía la idea de quedarme en casa y que ellos se fueran solos,  pero el fin de semana estaba anunciado muy buen tiempo, ellos estaban acostumbrados a salir juntos en el auto y yo realmente no quería viajar. 
     Al principio, no muy convencida, acepté  la propuesta de Lautaro.  Después,  le volví a insistir para que se quedaran. Pero ya mi marido no quiso discutir más. El sábado temprano, como estaba resuelto, se fueron los dos.  Yo aproveché entonces para ordenar un poco los placares,  preparé algo rápido para almorzar y me dediqué esa tarde a hornear, para esperarlos el domingo, una torta de frutillas que a ellos les encantaba.
      Habíamos acordado, anteriormente, que en cuanto llegaran me llamarían por teléfono. Y así lo hicieron al llegar, esa noche y también en la mañana del domingo antes de salir para Montevideo.
      El domingo amaneció soleado y limpio de nubes. Me levanté temprano y compré un asado para hacerlo  al horno,  por si llegaban para la hora del almuerzo. Pasó el medio día y no llegaron como prometieron. Pensé que al volver se habrían bajado a comer en alguna parte. De tarde llegó a casa un policía.
Me habló de un accidente protagonizado en la ruta. Con un camión, le oí decir. Yo miraba al uniformado sin entender de qué hablaba. Al chofer se le rompió la dirección. Las palabras del agente danzaban ante mí. Los chocaron de frente. En una danza macabra. No logré oír todo lo que me decía. Las palabras iban y venían. Aturdiéndome a veces. Sin sonido otras. Antes de retirarse me entregó un cedulón: debía presentarme, a la brevedad, en la morgue.
No sé cuanto tiempo permanecí estática estrujando en mis manos aquel comunicado. Mi mente había dejado de funcionar. Un grito desgarrante, brotado de mis entrañas,  me trajo nuevamente a la realidad.
 Recién comprendí mi rechazo a realizar aquel viaje. Había sido una premonición. Un presagio. Y no me di cuenta. Algo o alguien intentaban avisarme  sobre un eminente peligro si ese sábado salíamos hacia la ruta. Yo no entendí, no alcancé a comprender el augurio y permití que se fueran. Los había dejado solos ante la muerte. Si no había  logrado  convencerlos de renunciar al viaje, tendría que haberlos acompañado. Y no lo hice. Tendría que haber estado con ellos. Y no estuve.
 A la mañana siguiente fuimos todos al cementerio.  
Al volver les pedí a mis amigos y a mis vecinos que se fueran y me dejaran sola. Por favor. Recorrí las habitaciones. Cerré las ventanas. Corrí las cortinas. Apagué las luces. Y esa misma tarde me fui. Dejé atrás todos mis sueños y mis fracasos acumulados. Los rencores que alguna vez tuve y el sufrimiento que no pude resistir.
 Abandoné mi casa y caminé sola, vacía de sentimientos, hacia un sol que en el horizonte comenzaba a morir, imperturbable.
Caminé por viejas veredas ensombrecidas. Y al atardecer llegué al río que me observaba, sin creer aún, desde su pasividad.
Atravesé la arena, me interné en sus aguas y no volví nunca, nunca más.

Me estiré en la cama, con los ojos aún cerrados oí la respiración pausada y tranquila de Lautaro, que dormía a mi lado. Una angustia atroz me oprimía el pecho. Y lloré, lloré sobre mi almohada hasta que el llanto calmó mi congoja, calmó el dolor de aquel sueño, de aquella pesadilla horrenda. Y di gracias a Dios,  porque sólo había sido un sueño. Solamente un mal sueño.
Era domingo de mañana. Un domingo soleado de fines de invierno. Miré el reloj y comencé a levantarme. Llamé a mi marido:
- ¡Vamos Lautaro, levántate! Ayúdame en la cocina mientras voy haciendo el tuco para los tallarines. ¡Vamos,  que hoy es domingo y sabes  que viene Carlitos  con su mujer y los niños! Dale, vamos,  levántate que el día está lindísimo.

Nunca le comenté a mi esposo el sueño que tuve. La cabaña la vendimos hace muchos años. De todos modos, aquel viernes que, en realidad, discutimos tanto por el viaje a Cuchilla Alta, Lautaro  decidió al fin complacerme y  ese fin de semana los tres nos quedamos en casa. 
Me pregunto qué habría pasado, si no hubiésemos desistido de realizar el viaje.   



Ada Vega
- 2004