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jueves, 23 de agosto de 2012

Dale que va



       Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que  perdiera el sueño y pasara las noches en vela.
       María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando de no  despertarla. Un frío intenso acosaba. Ante los primeros intentos del sol la noche se resistía. Puso a hervir el agua para el mate y  se  sentó junto a la mesa con los ojos fijos en la llama celeste del gas  que lamía los costados de la caldera.
        Hacía un par de días que el jefe de su sección  les había comunicado, a  él y a varios compañeros, que dejarían de hacer horas extras. Las extras,  para Antonio eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida  Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso a  la temida privatización con su consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un problema grave. Antonio, con más de cincuenta años de edad sabía con certeza que si perdía su empleo, no conseguiría otro.
       Dejó el mate, se afeitó y terminó de vestirse. Cruzó la bufanda bajo la campera y subió el cierre. Apagó la luz, cerró con dos vueltas de llave y salió. Comenzaba a amanecer. Un viento helado soplaba desde el río.  Mientras la Villa del Cerro dormía bajo el faro vigilante de la Fortaleza, caminó por Grecia hacia la salida del 125 frente a la playa. Tomó asiento junto a la ventanilla aferrado  a sus pensamientos. Llegaron el chofer y el guarda a ocupar sus puestos. El ómnibus se puso en movimiento.

 Un hombre viejo pidió permiso y se sentó a su lado.
—Buen día, saludó. Antonio lo miró con fastidio. Interrumpía su intimidad.
La cabeza blanca enfundada en un gorro de lana. Dibujado en la cara un mapa de arrugas. De cuerpo enjuto. Se restregaba las manos para calentarlas.
—Buen día, masculló. Subió el cuello de la campera y se  arrellanó en el asiento, pegado  a la ventanilla.
 —Cuando levante la helada va  hacer más frío, pienso. Antonio no se dignó contestar. El viejo siguió hablando. Antonio no quería escuchar, ni hablar con nadie. Necesitaba sufrir, torturarse, enojarse con todo el mundo porque tenía problemas económicos. Intentó no oírlo volviendo a su problema: (los portuarios estamos liquidados, hasta que no nos refundan no van a parar…)
—... y nos vinimos del norte con los gurises chicos pa´ver si en la capital repuntábamos un poco. Los del interior  del país venimos todos con la misma ilusión, sabe. En la campaña cada día hay menos trabajo. Acá es más fácil. Siempre alguna changa sale. Aunque sea pa´la comida ¿no?...yo me vine hace muchos años. Con la patrona, me vine. Con la patrona y los gurises. Trabajé en el frigorífico. En el Nacional. Más de veinte años trabajé. Sí, más de veinte años. Nos habíamos comprado una casita con un campito atrás del Cerro y lo trabajábamos lindo no más. Pero la capital nos empezó a cobrar. ¡Demasiado se sabe que nada viene de regalo! Fue cuando se nos murió el más chico. Andaba gateando y se nos cayó en un pozo que estábamos haciendo para el agua. Una infamia, mire. Sí, una infamia (y Antonio, vencido, se puso a escuchar),  al final  criamos tres, dos machitos y una niña. La mujercita en cuanto cumplió quince años entró en amores con un mocito  que yo le dije a mi patrona que no me gustaba. Usaba el sombrero requintado, golilla blanca, siempre fumando andaba. De mirada huidiza el mozo. No me gustaba no. Un día la gurisa se fue con él. Después supimos, se dio a la mala vida. Nunca dejó de venir a vernos, pero del todo no volvió más. Hizo plata. Sí. Mucha plata. Se compró una casa por el Hipódromo con un terreno grande. Yo vivo allá, sabe. Lo tengo plantado, buena tierra, lo que usted plante viene,  fíjese. Buena tierra. Tuvo un hijo, se lo criamos con la patrona hasta que terminó la escuela. Después ella lo puso en los Talleres Don Bosco  para que aprendiera un oficio. Salió como a los dieciocho años, con oficio y con trabajo. Buenísimo el gurí. De ley. ¡Sí señor! Lindo muchacho, alto y fuerte. Toca la guitarra, sabe. ¡Si lo viera...! Vive conmigo, es lo que me queda. Gana buena plata, muy trabajador, en eso de la electrónica, sabe, en eso trabaja.  La madre murió, se agarró una peste y se fue en menos de un mes. Él casi no la conoció, mire usted. Tengo un hijo que se fue para la Argentina hace años. Cuando la dictadura, sabe. No supimos más de él. Pero no se fue por la política, no, era demasiado vago para que le interesara la política. Él se desapareció solito, no más. Se fue de mochilero con otros dos. Cosa de muchachos. 
      El tercero sí, una desgracia, las malas juntas,  terminó en la cárcel;  vendimos la casita y el campito del Cerro para pagar un abogado. Al poco tiempo en un ajuste de cuentas, lo mataron. Sí, así fue. No tuvimos suerte con los gurises. Mi patrona decía que la capital nos había castigado por dejar el campo solo. Pobrecita. Ella también me dejó hace dos años. Las vueltas de la vida, ¿no?  mire usted. Ahora vengo del Cerro. Fui a visitar a un hermano. Fui ayer, querían que me quedara, pero ya me voy para casa. Le prometí al nieto que llegaba temprano. Siempre almorzamos juntos. Me espera con el amargo. ¡Abuelo!, me dice cuando me abraza. Es muy pegado conmigo. Se me tenía que dar una buena ¿no le parece?... ¡mi nieto, carajo! Es lo que me queda.
   Entrecerró los ojos para mirar hacia fuera, por la Estación Central se puso de pie. Me bajo en ésta, dijo. Se quitó la gorra, le tendió una mano. —Adiós, que le vaya bien. Antonio también se puso de pie, estrechó con fuerza, con sus dos manos de hombre joven, fuerte, vital, la callosa mano de aquel viejo desconocido que en menos de una hora le contara su vida.
 —¡Suerte, don!
—Gracias, m´hijo.
—¡Y gracias! —le gritó Antonio, y el viejo quedó mirándolo desde la vereda...
Se bajó del 125 en el Neptuno, cruzó el empedrado de la rambla y entró al Puerto por Yacaré. Se dirigió a su puesto de trabajo por la senda. Se puso a silbar.
—¿Te sacaste el Cinco de Oro, flaco?
—Casi... (Al lado de este viejo yo soy Gardel).  ¡Dale, que va...!
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 20 de agosto de 2012

El mensajero





Cada tanto, en esas noches calladas y quietas, cuando ni el viento que sopla del río se atreve, hemos visto al Pepe recorrer la Rambla Portuaria. Con su paso cansino, camisa remangada y las manos en los bolsillos, más de una vez, en horas trasnochadas, lo hemos visto bajar desde la calle Solís hasta Juan Lindolfo Cuestas o subir desde Juan Lindolfo Cuestas hasta la calle Solís. Sin hablar con nadie taciturno y solo, como una sombra errante, sobre las gastadas veredas de la vieja Aduana pasa el Pepe, se aleja y se pierde.


El bajo no existe. Los boliches de la zona portuaria han desaparecido. Aguantando la embestida y a coraje, sólo apenas, van quedando por la Rambla 25 de Agosto de 1825: La Marina, Manolo, El Perro que Fuma, La Confitería y casi en la rambla, El Nuevo California. Y en la memoria que los retrotrae y los reivindica desfilan en la penumbra viejos boliches que ya no están: El Globo, Dársena y La Picada. Aunque también, desafiante, sobre la fachada del viejo edificio de la Asociación de Apuntadores del Puerto de Montevideo ,hasta hace poco tiempo podíamos leer, sobre un cartel despintado, el nombre de un boliche que supo ser: el YAMANDÚ.


Yo he visto al Pepe, en amanecidas noches de bohemia, pasar por mi lado sin siquiera mirarme. A pesar de haber sido tan amigos. Y aunque más de una vez hubiese querido encararlo, me acobardó el sentirlo tan distante. De todos modos, de qué íbamos a hablar. Que todo ha cambiado, lo sabe. Él ya es sabio. Tal vez por eso no quiere hablar con nosotros. A pesar de que hace unos años me contó Ramón un botija que cuidaba coches en la puerta del boliche Yamandú, que una noche al volver de un seven eleven que se había armado por Las Bóvedas, en el que había perdido como el mejor, al pasar por El Mercado del Puerto se topó con el Pepe que, según le dijo, lo estaba esperando. Y se pusieron a conversar.


Nunca supe de qué hablaron. A pesar de que más de una vez se lo pregunté. Siempre me contestaba con evasivas y al final me quedé sin saber, porque a Ramón, ese invierno, lo mataron en una timba por el barrio Jacinto Vera. Unos años después el Chiquito, que le atendió el boliche hasta que cerró, y que en los últimos tiempos andaba en la vuelta, me contó mientras comíamos un mediodía en Las Tablitas, que un par de noche atrás había visto al Pepe en la Rambla y Pérez Castellanos. Me dijo que lo vio venir, pero como ya otras veces se habían cruzado no le llamó la atención e intentó seguir de largo. Pero esta vez el Pepe le dio cara. Me contó que estuvieron de conversación hasta la madrugada. De qué hablaron no sé, el Chiquito que andaba medio en copas, no supo explicarme. Después de ese día sólo lo volví a ver un par de veces. Una de esas veces, en que andaba bastante clarito, le volví a preguntar sobre qué habían hablado con el Pepe y sólo me dijo: después te cuento. Nunca me contó. Murió una semana después, en El Globo, en medio de una partida de truco.


A veces me pregunto qué andará haciendo el Pepe, cada tanto, por el Puerto. A qué viene. A quién busca. Y para qué. El boliche lo tuvo poco tiempo. Hasta el final. Él recaló en el Puerto al igual que esos viejos barcos que cansados de navegar, un día buscan un muelle donde amarrar por última vez para morir. Y no supo, mientras estuvo con nosotros, que quien se embriaga con el olor salobre que en los veranos sube del río, o enfrenta el viento helado que en los inviernos sopla desde la escollera ya nunca, aunque se vaya, se irá del todo. Que como Troilo: siempre estará volviendo.


Muchos, como yo, conocen el Puerto de Montevideo. Por dentro y por fuera. Una vida aquí adentro y una vida ahí afuera: la antigua senda empedrada con miles de adoquines, forjados por los presos, con piedra extraída de la Cantera del Puerto de La Teja. Las decenas de grúas, los miles de obreros, los barcos de espera en el antepuerto. La Estiva Internacional.


De recorrida por el muelle veo barcos escorados, desguazados. En oscuros fondeaderos viejos barcos anclado para siempre, destruidos. Olvidados. Barcos y lanchones que recorrieron todos los mares y que al final de sus días vinieron a recalar en estos muelles, para siempre jamás. Tripulaciones desaparecidas que otrora llenaron con su presencia y su algarabía los bares, boliches y bodegones del bajo, hoy sólo son sombras que duermen agazapadas junto a los despojos de sus viejas naves, Todo aquel Puerto entrañable perdió su embrujo, se fue muriendo. Sigue vivo solamente y seguirá, en la memoria de los viejos portuarios jubilados que lo vivieron día a día, noche a noche.


Cada tanto vemos al Pepe recorrer la Rambla Portuaria.


No todos perciben su sombra. Sólo nosotros lo vemos pasar, los noctámbulos de siempre. Los que amanecíamos en el YAMANDÚ en juego de cartas o mesas de billar. Junto al Canario Luna, que cantaba solamente si se lo pedía el Pepe.


Cuando Falta y Resto venía a cantar en la vereda. Los que estuvimos hasta el final y aún después de habernos dejado. Los que seguimos aquí.


Tal vez como nosotros en noches de luna nueva, alguien lo vea vagar por su barrio de Aires Puros y recorrer la cancha del Ypiranga. Quizá lo encuentren caminando por la playa sus amigos del rancho del Buceo, o lo hayan visto sus vecinos buscando la Cruz del Sur en el cielo de Pocitos, desde la terraza del último piso del edificio donde vivió, en sus últimos años.


Quién sabe cuantos hinchas de fútbol lo seguirán viendo guapear en el Estadio Centenario, guapo de ley, como guapeó en cualquier parte del mundo. Y cuantos amigos que hizo y dejó, lo seguirán viendo y recordando por su bonhomía, por su sencillez y su amistad sin vueltas.


Muchas veces en estos años he visto al Pepe cruzar por la Peatonal del Mercado del Puerto, doblar en La Marina y seguir de largo sin volver la cabeza para mirarme. Muchas veces lo he visto, conteniendo el impulso de llamarlo.


Por eso me extrañó cuando anoche, al salir del Puerto, lo encontré esperándome en la Rambla y Yacaré. Decidido se acercó a mí y, como en los viejos tiempos, se puso a conversar.

Ada Vega, 2001

sábado, 11 de agosto de 2012

La glorieta de los Magri Piñeyrúa



     La noche es fría y lluviosa. Bajo el ulular de la sirena, la ambulancia devora calles solitarias. Sentada junto a mi compañero, que maneja atento al tránsito, leo la ficha que me acaban de alcanzar. Miro el  nombre del paciente y recuerdo.

     Fue un diciembre, unos días antes de Navidad, cuando la familia Magri Piñeyrúa  se mudó a una casa de dos plantas rodeada de un bonito jardín. Jugaba con mis amigas, en la vereda, cuando vimos llegar  aquellos enormes camiones y bajar bultos, baúles y muebles. Le dimos la importancia del momento y seguimos jugando. Los camiones se fueron y quedaron un par de hombres para ayudar a ordenar la casa. La tarde se cerraba cuando comenzaron a armar algo  en el jardín que llamó mi atención y comencé a caminar hacia la casa para ver mejor.  Me detuve al llegar a la verja de hierro, de varillas altas y finas, de la que quedé aferrada con mis dos manos extasiada ante aquella casita que armaban los obreros.
 Era blanca, de forma hexagonal. Las paredes caladas formaban arabescos y flores. Tenía la abertura del marco de una puerta y el techo repujado en cuyo centro, como una banderita al viento, un gallito blanco giraba sin cesar. Los hombres terminaron de armarla, le colocaron dentro una mesita y cuatro silloncitos también blancos y se fueron a seguir con la mudanza. Deslumbrada, me quedé mirando la casita. Nunca había visto nada tan lindo. Sólo volví a la realidad cuando mi hermano me puso una mano en el hombro y me dijo:
-—Anita, ¿qué estás haciendo, qué mirás?
—La casita —le dije,  ¡mirá la casita que trajeron!
 —Vamos para casa Anita, eso no es una casita. Eso se llama glorieta.
—¿Glorieta? ¿ y vos como sabés?
—Porque en el Prado mucha gente tiene una en el jardín. ¿Viste esos botijas rubios que viven frente a la casa de la abuela? Bueno, ellos tienen una en el jardín del fondo, las paredes forman cuadraditos y está pintada de gris.
—¿Y vos como sabés lo que hay en el fondo de esa casa?
—Bueno, bueno, menos pregunta Dios y a veces nos perdona.
— ¿A veces? ¿ no nos perdona siempre?
 Mi hermano no me contestó y nos fuimos de la mano para casa.
     La familia de los Magri Piñeyrúa estaba formada por el matrimonio y dos hijos. El señor Magri era un ingeniero que había venido a trabajar en  ANCAP contratado y el Ente le cedió la casa de la esquina para que viviese allí, con su familia, mientras durara el contrato. Era un hombre alto, medio calvo, fumaba en pipa y andaba siempre de traje y corbata. Su esposa era delgada y rubia,  usaba el cabello recogido y vestía faldas y  preciosas blusas de manga larga. Pasaba el día tejiendo como Penélope, aunque creo que no deshacía de noche lo que adelantaba de día. Usaba sobre la falda un delantal con un  bolsillo muy grande donde, si en alguna oportunidad tenía que usar las manos, guardaba agujas, lana y tejido. El matrimonio tenía dos hijos. Marcia, una niña mayor que yo, rubia, de rulos largos, que lucía hermosos vestidos con volados y cintas. Era bonita y dulce. Y Martín, menor que la hermana, pero mayor que yo. Era un pelirrojo flaco y pecoso,  que usaba unos pantalones ni cortos ni largos, digamos que a media asta, y chupaba siempre unos enormes chupetines de color rojo, azul y verde. Usaba lentes, tenía un ojo torcido y, cada vez que nos miraba a mí y a mis amigas, nos sacaba la lengua en tres colores. En la casa vivían también una señora que gobernaba y hacía de niñera y una morena gorda y sonriente vestida de negro con cuello blanco, que cocinaba.
 No pegaban en el barrio.
Para mí, que había nacido y vivía en La Teja donde más o menos éramos todos económicamente iguales, esa familia me desequilibró. Estaba llena de preguntas.
-Mamá ¿por qué los Magri Piñeyrúa tienen dos apellidos?
-Vos también tenés dos apellidos, el de papá que es el que usamos y el mío que no usamos.
-Pero mami ¿por qué no lo usamos?seríamos Fulanez Fulanoz.
-No lo usamos porque no es necesario. A nosotros con un solo apellido nos alcanza.
-¿Y a ellos?
-A ellos no les alcanza.
-Mami,  ¿por qué teje y teje, la señora de los Magri Piñeyrúa?
-Porque no tiene nada que hacer.
-¿Y usted por qué no teje como ella?
Mi mamá no me contestó, pero parece que le causó mucha gracia lo que dije, pues suspendió un momento su trabajo en la máquina de coser, para reírse.
-Andá a jugar – me dijo entre risas.
Me llevó mucho tiempo entender por qué los Magri Piñeyrúa necesitaban  una persona para limpiar y ordenar la casa, más una niñera y una cocinera, más un jardinero y una señora que iba dos veces por semana a lavar y planchar la ropa. Mi mamá regentaba la casa, a nosotros, lavaba, planchaba y cocinaba. Sabía podar las rosas, en el fondo de casa tenía plantado perejil, lechugas y cebollines y matizaba sus ratos de ocio cosiendo para todo el barrio en su vieja máquina a pedal.
    Los Magri Piñeyrúa se quedaron en el barrio unos seis años. Lo recuerdo porque cuando fueron a vivir yo no había empezado la escuela y cuando se fueron entraba al liceo. Ya para entonces me había dejado de interesar la glorieta que seguía blanca y cuidada como el primer día, sólo que al final se había cubierto de una enredadera de campanillas azules.
     Cuando se fueron del barrio los hermanos todavía estudiaban. Andaban siempre cargados de libros. Martín ya no nos sacaba la lengua tricolor pero se había convertido en un joven arrogante que nos ignoraba por completo. Usaba unos gruesos anteojos y seguía con su ojo torcido. A Marcia la recuerdo con cariño. Nunca hablé con ella pero me sonreía y me saludaba.
    Una vez, que como siempre, yo esta aferrada a la reja de su casa mirando su jardín, ella, que tomaba el té con su mamá y su hermano, se acercó a mí y me ofreció una masita. Yo no la quise y le dije que no con la cabeza. Lo que yo miraba era la glorieta. La chica, al verme  observándolos, habrá pensado que yo deseaba su comida. No, a mí no me interesaban ni su comida ni ellos.
 ¡Yo sólo soñaba con entrar a la glorieta y sentarme a jugar...!
     No se cumplió mi sueño. Nunca me invitaron los Magri Piñeyrúa a entrar a su casa ni a su jardín. Y un día, así como vinieron, se fueron de mi barrio y se llevaron la glorieta. A esa casa vino a vivir un matrimonio con muchos hijos y varios perros. Nos hicimos todos amigos, niños y perros y me olvidé de los Magri Piñeyrúa...hasta hoy...

-Doctora, doctora, llegamos.
-¿Eh?...ah, sí, ¡vamos Néstor, vamos!
Hermoso barrio. Hermosa casa.
Entramos. Al cabo de un rato el paciente ha reaccionado. Se encuentra estable, con el medicamento suministrado pasará la noche sin complicación. Mañana deberá ver a su médico tratante. El enfermo abre los ojos lentamente. Me observa con su ojo torcido. Sonríe y me ofrece su mano agradeciéndome. Yo la estrecho con firmeza y, refrenando el impulso de sacarle la lengua, acepto su agradecimiento.
   Nos volvemos a la ambulancia. Llueve la nostalgia sobre la ciudad.
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

sábado, 4 de agosto de 2012

Madame Colette


     


   
 Fue en los años de macetas con malvones, de madreselvas y campanillas azules enredadas en los tejidos de alambre. De casillas de lata, veredas angostas y calles cortadas. Cuando Montevideo paría barrios orilleros que levantaban chimeneas. Y en los frigoríficos y lavaderos, barracas y fábricas, los obreros se turnaban de 6 a 2, de 2 a 10, de 10 a 6. En aquel entonces, al oeste de la ciudad y junto a la desembocadura del Miguelete, crecía el Pueblo Victoria. Barrio fundado por el ingles Samuel Lafone en 1842, y que lleva su nombre en honor a la Reina Victoria de Inglaterra. Enquistado en él, habitando unas pocas cuadras, reinaba lo más selecto del hampa montevideana. Tahúres y cafishios, paicas y grelas del más rancio sabalaje, se habían aquerenciado en el barrio. Fueron famosas las casas con luces rojas regentadas por mujeres que hacían la vida más llevadera, prodigándose junto a sus pupilas para servir a su numerosa clientela. Aún hoy, los más veteranos del barrio, recuerdan nombres, rostros y virtudes de aquellas matronas que los iniciaron en el arte del amor. 
       Una de esas casas era gobernada por Colette, una francesa muy bonita de comentada fama, que con poco más de veinte años se vino un día del parisino barrio de Montparnasse.  Desembarcó en nuestro puerto con un  par de baúles, vestida como un figurín, y con el pelo cortado a la garzón. Ya experta en su oficio llegó a  Montevideo atraída por los comentarios en el viejo mundo, de que el oro en la joven América se encontraba tirado en la calle. Pronto se dio cuenta la francesita de que, o bien se había equivocado de puerto, o alguien exageró sobre nuestras uruguayísimas riquezas. De todos modos ya estaba aquí, por lo que sin amedrentarse se dedicó a dictar cátedra de amor incorporando a nuestros conocimientos en la materia, los últimos adelantos en técnicas y afines, directamente importados desde su país de origen.  Recién llegada se instaló en un hotelito de la Ciudad Vieja. Observó el ambiente, recorrió los bares de la Aduana, el bajo del Tajo y la Puñalada y puso sus bellos ojos en el Pueblo Victoria. No obstante, comenzó su actividad en un bar de coperas  por la zona portuaria. Enredada en un castellano afrancesado y  decidida a  conocer mejor nuestra idiosincrasia  pasó allí un período de adaptación. Pero su destino en estas tierras era otro. No había venido desde la lejana Europa para, con su desgaste, enriquecer a un macró latino.  Dueña de un pequeño capital, pretendía abrir su propio negocio. Por la Aduana consideró que no era factible. Demasiada competencia. Así que un día cargó con sus baúles, y se despidió de  la Ciudad Vieja. Alquiló una casa de inquilinato en el Pueblo Victoria y se instaló con una bahiana que conoció en el bajo del puerto y dos sirvientitas con cama cansadas de trabajar gratis para los hombres de la casa. Y al poco tiempo multiplicó su personal y su fama.
        El día que Colette llegó al barrio encandiló a los vecinos con su belleza y conquistó al malevaje que quedó rendido a sus pies pa’ lo que guste mandar. Y aunque algún tahura lo negó, era bien sabido que más de cuatro se hubiesen enfrentado a cuchillo, por ser el primero en la lista de sus hombres. Muchos se equivocaron al conocer a Colette y verla tan frágil y delicada. Sin embargo, no tuvieron que esperar mucho tiempo para descubrir que tras su carita de niña buena, la francesita escondía un temperamento firme y aguerrido. Nunca dudó, para mantener su establecimiento en orden, en sacar a un matón a empellones a la calle o partirle una botella en la cabeza, si se cuadraba, a quien se pasara de listo por más guapo que fuera. Usaba el puñal sin asco y con destreza si era necesario, y tenía por las dudas siempre a mano, una pistola con cachas de nácar que un turista árabe – libanés le obsequiara en sus tiempos por la Ciudad Vieja. Árabe que  zarpó un invierno de Beirut y que al llegar a Uruguay, no bien tocó puerto conoció a la francesa que lo cautivó. Durante años el asiático fue y vino por el mundo tan sólo para estar con ella. A Colette no le era indiferente su amante árabe, bello ejemplar de varón de cabello enrulado y ojos negros y fríos como dagas, a quien ella llamaba: el Jeque. Y fue tal vez el Jeque uno de los hombres que más amó. Pero no el único. En sus años del Pueblo Victoria despertó tremendas pasiones. En ambientes de avería y también entre santos varones no confesos. Rondando el convento y esclavo de la madame, campaneaba el Porteño. Un busca pintún, rubio de ojos claros, que se vino un día disparando de Buenos Aires tras dejar en Almagro terrible prontuario por fullero y batidor. Como tenía la vuelta prohibida entre el bramaje de su ciudad se afincó en Montevideo donde vivió a salto de mata, rebuscándose entre timba y fiolería. Hasta el aciago día en que conoció a la francesita. La muchacha le dio vuelta la cabeza, el corazón y el alma. Y hubiese sido capaz, si ella se lo hubiera pedido, de apartarse del malandrinaje y, haciendo un supremo esfuerzo, hasta de ponerse a trabajar. Claro que para tranquilidad de su conciencia ella nunca le pidió tamaño sacrificio. Pese a que hay que reconocer que Colette miraba con muy buenos ojos al argentino, con quien compartía un pedacito de su apasionado corazón.
        Pero fue un muchacho del Pueblo Victoria, hijo de emigrantes italianos, quien conquistó por entero el corazón de la francesita. Un joven seminarista, que fue su asiduo cliente durante casi todo un año y con el cual  vivió un tórrido romance. Colette hubiese dejado todo por él;  la mitad de su vida habría dado por borrar su pasado y su presente y ser  solamente una simple muchachita para merecerlo. Pero el joven no le pidió ni le ofreció nada. Y un día vino por última vez se despidió de ella y se fue para seguir su carrera sacerdotal.  Ese fue un año fatal para la francesa pues también perdió al árabe, al que en el Líbano sentenciaron: se quedaba allí y mantenía a sus esposas, como  mandaba la ley, o corría el riesgo de perder su cabeza. A pesar de amarla desesperadamente, el  Jeque no tuvo opción. Decidió pues conservar su hermosa cabeza sobre sus hombros, y no volvió a aparecer por  la casa de inquilinato.
       De sus amores más arraigados sólo quedaba el Porteño que una noche, por sacar la cara por ella, quedó tendido en la calle en un duelo a cuchillo con un taita matón. La pérdida cruel e injusta de su rubio amor argentino le puso un lacre a su corazón. Durante mucho tiempo otros varones trataron inútilmente de conquistar a Colette, pero la francesita se había cansado de amar. Y fue en esos meses que para asombro del vecindario,  vieron que la madame estaba esperando un hijo.       Pasó el tiempo y nunca dijo quien era el padre del varón que nació un diciembre. Tendría el niño unos cuatro años cuando traspasó su negocio y se fue del barrio con su hijo y una valija con dinero suficiente como para iniciar una nueva vida. Atrás quedarían para siempre sus años de madame, dueña de un prostíbulo cuya fama comentaría el hampa por mucho tiempo. Atrás quedaría aquel Pueblo Victoria que la amó y a quién ella amara. Atrás sus trágicos amores, los sueños que trajo un día de allende el mar. Y también Colette, atrás y perdida para siempre.
       Cuando se fue del Pueblo Victoria se instaló en un apartamento en el último piso de un edificio en Reconquista y la Rambla con un enorme ventanal que daba al río. Abrió allí una casa de Alta Costura para las damas de la sociedad, que llegaron a adorarla por su sobriedad y buen gusto. Entonces se llamaba “Marie Stephanie Fournier de Binoche. Viuda de Jules Binoche, que había muerto en París  dejándola sola con un niño de pocos años con quien había venido a Montevideo en busca de olvido y consuelo”.
       Puso a su hijo en el mejor colegio que encontró y vivió con gran decoro. Fue aceptada de inmediato por las damas de la sociedad montevideana y respetada por los hombres. No hacía vida social, concurriendo muy esporádicamente a las galas del Solís o alguna velada en el club Uruguay. Fue allí precisamente que una noche volvió a encontrar al seminarista.
       El club Uruguay lucía espléndido. Las arañas de cristal brillaban como joyas. Las damas ataviadas con finísimos vestidos de fiesta eran escoltadas por caballeros de riguroso smoking. Esa noche Marie Stephanie, que con los años había acentuado su belleza, llegó al Club del brazo de su hijo Guy Binoche Fournier, que acababa de recibir su título de Ingeniero Civil, acompañados ambos de un alto jerarca gubernamental y su señora esposa.
  Junto a los balcones sobre la calle Sarandí, Monseñor Mazzetti conversaba con un diplomático. Al pasar junto a ellos, la señora que la acompañaba se detuvo para saludar al Prelado y a su vez presentarle a Marie Stephanie.
  Los dos se reconocieron. La señora, ajena a la situación, los presentó:
 - Monseñor Mazzetti, la señora Marie Stephanie Fournier de Binoche.
 - Señora.
 - Un placer Monseñor.
 - Y su hijo, Guy Binoche Fournier.
 - Joven...
 - Mucho gusto.
       Monseñor sintió que el corazón se le desbocaba. Había reconocido a Colette. Pero ¿quién era ese joven tan parecido a él? La misma cara, los mismos ojos, el mismo porte.
Así era él años atrás, cuando tuvo que elegir entre la dulce Colette y su apostolado. Las fechas coincidían. ¿Podría ser su hijo? Necesitaba hablar con Colette. Preguntarle. Pero ella lo saludó inclinando la cabeza y se fue del brazo de su hijo.
También para Marie Stephanie el encuentro fue inesperado. Era el pasado que volvía inquisitivo. Los ojos de Monseñor le gritaban una pregunta que ella no quería responder. Era indudable que se había reconocido en el hijo. Se retiró temprano de la recepción y no se volvieron a ver. Dicen que un tiempo después Marie Stephanie cerró la casa de modas y argumentando su deseo de volver a Francia se fue con su hijo. Y nunca volvió.
 Supo sin embargo, antes de irse, que Monseñor trataba de contactarla. De modo que el día que se fue dejó en el Correo una carta para él. Cuando Monseñor la recibió, ella y su hijo ya estaban en París. Monseñor Mazzetti llevaría desde entonces en su pecho, la dulce herida que le dejara la francesita.
Tembló la hoja en las manos de aquel seminarista, cuando leyó en grandes caracteres una sola palabra que resumía una lejana historia de amor:  SÍ.

Ada Vega - 1999 -   http://adavega1936.blogspot.com/

domingo, 29 de julio de 2012

A destiempo


       
   Maduraron a destiempo las frutas de aquel verano. Los duraznos jugosos y aterciopelados,  las manzanas rojas y tentadoras, las uvas rosadas del dios Baco. Los damascos, las sandías y las naranjas.
Fue aquel un verano agobiante con un sol abrasador que mantenía a las personas tumbadas,  sin deseos de trabajar, esperando el refresco de la tarde.
 A la salida del pueblo un camino bordeado de palmeras llegaba hasta la finca de don Emilio Acosta Piriz. Ubicada sobre un otero, al norte de Treinta y tres, la  propiedad consistía en una amplia extensión de tierra dedicada a la labranza. Don Emilio junto a sus hijos y algunos peones, salían muy temprano por las mañanas a sus labores del campo y  volvían cuando el sol del mediodía caía vertical.
 Ese día, mientras un par de morenas preparaban la comida para todos, volvían del monte de frutales, con las canastas rebosantes, las muchachas que ayudaban en las tareas. Bajo la sombra fresca de un bosque de paraísos, haciendo un alto para un pequeño descanso, se sentaron con las faldas remangadas y  se hartaron de comer.
 Con ellas también se encontraba Merceditas, la hija menor de la familia  Acosta Piriz, que acababa de cumplir sus quince años.
En la cocina doña Elvira, la esposa de Don Emilio, rodeada de latas de melaza y azúcar rubia, de canela y clavos de olor iba preparando el almíbar y el caramelo a punto en ollas de cobre, donde se cocinarían los dulces y las mermeladas para consumir en el próximo invierno.
 Aquellas dulzuras eran  luego guardadas en frascos herméticos, y almacenadas en  las amplias alacenas de la despensa. Todos los veranos la casa se inundaba de aquel aroma a frutas y dulces caseros. 
Merceditas sentada bajo los árboles contaba muy entusiasmada a las muchachas,  que esa tardecita había retreta en la plaza del pueblo y que ella concurriría con sus padres.
 El paseo a la plaza  a escuchar las interpretaciones de la banda era para el pueblo un acto de importancia social.
Allí se congregaban los vecinos más relevantes del lugar con sus hijas y sus hijos casamenteros. Las señoras se ponían al   tanto sobre las tendencias de la moda, los caballeros se reunían a conversar de política y las chicas paseaban del brazo con sus primas y amigas alrededor de la pérgola donde se ubicaba la banda.  Al pasar junto a los jóvenes reunidos en grupos, cambiaban con  ellos saludos  y miradas cargadas de intención  animándolos, de ese modo, a que se les acercaran.
Aquella tarde la familia de don Emilio Acosta Piriz llegó a la plaza en una volanta. Doña Elvira tomó asiento  en un banco junto a unas señoras de su amistad, mientras don Emilio, en grupo de correligionarios, se ponía al día con las últimas noticias llegadas desde  la capital.
Mientras la banda interpretaba un vals de Strauss Merceditas, con  un grupo de amigas, fue a dar una vuelta por la plaza. A un costado de la banda,  Merceditas observó a un joven alto de cabello y ojos oscuros, que la miró interesado. Ella también se sintió tocada. Quedó pensando en él  hasta el otro día en que  volvió a verlo, en la esquina de la iglesia, cuando pasó con su madre para  la misa de once.
El joven volvió a mirarla con una mirada llena de ruegos y promesas. Ella le devolvió, en la media sonrisa, la seguridad de ser correspondido.
Para la próxima tarde de retreta ya sabían ambos quién era quién. Presos del destino, se habían enterado que nada podía ser posible entre los dos. La familia de don Emilio Acosta Píriz pertenecía al partido político que gobernaba el país. En cambio la familia del joven era gente de Saravia. De todos modos,  la primera tarde  en que volvieron a encontrarse en la plaza, el muchacho se acercó y le confesó su amor.  Ella lo aceptó de buen grado y le comunicó que pediría permiso para que la visitara.
Merceditas no quiso esperar y esa misma noche habló con sus padres. Les contó quién era su pretendiente. Cómo se llamaba. Donde vivía. Si una bomba hubiese caído en la casa de don Emilio, no hubiese hecho tanto daño ni causado tanto dolor.
La madre juró que nunca, bajo ningún concepto, permitiría ella que un “blanco” pisara su casa. Demasiados familiares habían enterrado, caídos en batallas a manos de los blancos saravistas.
El padre se puso rojo de ira y gritó que nunca. Ni sobre su cadáver. La joven lloró, imploró. Las batallas ganadas y perdidas habían quedado atrás. Ellos ni siquiera habían nacido cuando esos hechos luctuosos ensangrentaron al país. Pero los padres no transaron. Jamás lo harían.
Le prohibieron volver a las tardes de retreta en la plaza del pueblo. A misa iría  solamente acompañada de su madre.
Desde entonces Merceditas se convirtió  en una sombra doliente que recorría la casa. Un día recibió un mensaje.
El joven enamorado calculando la reacción de su padre, cuando se enterara a qué familia pertenecía su enamorada, intentó un armisticio por el lado de su madre. Le habló con el corazón abierto rogándole que intercediera ante su padre, a fin de que aceptara a la  joven que había elegido por compañera. Le contó de su sincero amor por Merceditas y su deseo de casarse con ella. La madre no reaccionó como el joven esperaba. Lo miró horrorizada sin poder creer lo que el hijo le contaba.
No, jamás intercedería ante su marido por semejante despropósito. Aún lloraba a sus hermanos muertos en combate con los “colorados”.
Enterado el padre dijo que no  permitiría en esta vida esa unión bajo su techo. Que no había nacido el “colorado” que tuviese la osadía de atravesar la puerta de su casa. Y que  si él se obstinaba en esos amores,  abandonara la casa y se olvidara de que alguna vez tuvo padres.
Nunca se supo con certeza quien le llevó el mensaje a Merceditas. Alguno dijo que fue un peón de don Emilio. Otros, alguna de las muchachas que ayudaban en las tareas. Pero es indudable que alguien le avisó que esa noche debía esperar a su enamorado en el monte de frutales.
La joven a medianoche estaba allí. El muchacho llegó y en ancas de su caballo se la llevó. Llegaron a la estación del ferrocarril y con los boletos en la mano corrieron por el andén.
 La campana del tren, que salía rumbo a la capital, amortiguó apenas el sonido seco de dos disparos. 
Mientras el ferrocarril arrastraba su articulado esqueleto de hierro y madera los dos jóvenes caídos en cruz, quedaron sobre el andén.
Un viento porfiado intentó desprender de la mano del muchacho, los dos boletos marcados con destino a la gran ciudad del  sur.
Doña Elvira en la mesa de la cocina, entre mieles perfumadas, canela y clavo de olor, prepara el dulce de zapallo en cal, para que los trozos no se deshagan. Los pequeños boniatos, parejos, iguales, con azúcar y miel. Los duraznos Rey del Monte, cortados a la mitad, en almíbar. Las jaleas de cáscaras de manzana.
Habían madurado a destiempo, las frutas de aquel verano.

Ada Vega 2003

viernes, 13 de julio de 2012

De rodillas



          
 No sé si ya conté como conocí a Gerardo. Revivo tantas veces la historia que tuvimos, que nunca  sé cuándo la cuento, la recuerdo o la sueño. Fue un invierno. Eran las nueve de la mañana y yo acababa de entrar al edificio donde trabajaba, hacía más de diez años. Él  salía. Nos cruzamos en el hall. Lo vi venir hacia mí y su figura aún la llevo grabada. Vestía de sport con una cuidada desprolijidad. El cabello oscuro, un poco largo, le caía desmayado a un costado sobre la frente. Caminaba mirándome y no dejó de hacerlo cuando nos cruzamos.
 Adiós bombón, me dieron ganas de decirle, pero no quise de entrada jugar el dos de la muestra. Giré mi cabeza para volver a mirarlo y tuve que correr porque se me iba el ascensor. Subí y él subió detrás. Íbamos un poco apretados, a esa hora comienza la actividad en todas las oficinas. Puso la mano sobre la botonera y me miró. Octavo, dije. Bajamos los dos en el octavo, me tomó de un brazo, ¿a qué hora salís? me preguntó.
No era un bombón: era una caja de bombones de licor que, embriagada, me llevaron del cielo al fondo mismo de los círculos concéntricos. Tenía la sensualidad de sus veinte años y  la experiencia de los hombres al llegar a los cuarenta. Era hermoso como un ángel. Taimado como el demonio. Podía ser mi hijo: mi madre me tuvo a los quince. No trabajaba. Estaba cursando una carrera universitaria.
En aquel entonces yo vivía con mi madre en la calle Osorio, a dos cuadras del Zoológico. No podía llevarlo a mi casa. Mi madre, mis vecinos, mis amigos, pensarían que  estaba desquiciada… ¡y estaba desquiciada! Estaba loca, atormentada. Enloquecida por él. Alquilé un departamento escondido en la Ciudad Vieja, en una calle por donde sólo pasaba el viento. Y nos fuimos a vivir juntos. Contaba con un buen sueldo, podíamos vivir bien los dos. Él estudiaba. Estudiaba. No perdía un examen. Tenía apuro por recibirse. Tenía proyectos. Teníamos proyectos.
El trabajo de la oficina era agobiante, al finalizar la jornada en lo único que pensaba era en estar con él. Me moría por estar  con él. Por estar en sus brazos. Besar su rostro, su pecho púber, su vientre plano, su sexo arrogante. Por respirarlo, sentirlo dentro de mí hasta ese grito ahogado del paroxismo final donde no importa morir o seguir viviendo… pero él estaba siempre con la cabeza metida en los libros. Así que al llegar al apartamento me besaba, me acariciaba apenas y seguía enfrascado en sus litigios. De modo que, vencida, me ponía a preparar la cena. Cenábamos y me acostaba a esperarlo. Y me dormía esperándolo. A las mil y quinientas llegaba al fin y se tendía a mi lado reclamándome imperioso. Sentía sus manos recorrerme abusivas, la respiración agitada sobre mi nuca, la boca húmeda mordiendo  mi espalda. Y era el sueño y la noche. Y era el amor. Para ese sólo momento vivíamos los dos. Para ese sólo momento vivía yo. Pasé en aquel apartamento de la Ciudad Vieja los cinco años más plenos de mi vida. Estaba apasionada con Gerardo que nunca dejó de demostrarme su amor.
Pero un día se recibió. Los padres le hicieron una fiesta, y  a mí no me invitaron. Yo no existía para ellos. Nunca me quisieron conocer. No quisieron conocer a  quien  durante cinco años les mantuvo al hijo para que estudiara. Que hacía  cinco años era su mujer. Gerardo me dio una explicación ya conocida: yo era una mujer mayor que me había aprovechado de su juventud y su inexperiencia. No quise llorar frente a él.
Se fue a las nueve de la noche estrenando traje, camisa y corbata. Nunca lo había visto tan seductor, tan sexi. Tan hombre. Sin duda había crecido a mi lado. —En tres horas estoy de vuelta —dijo—,  y  soy todo para vos. Te amo, esperame despierta. A las doce  de la noche dejé un sahumerio en el living, encendí velas en el piso, en las mesas de luz, sobre la cómoda, arriba del ropero y en el baño. Me duché, me perfumé y  estrené el portaligas y el body negro más fascinante que encontré recorriendo galerías. Gerardo volvió —como me lo había dicho—  en cuanto terminó la reunión: a las ocho de la mañana.  Yo me había dormido sentada en el sofá del living. Me despertaron las bocinas y los cánticos de los amigos que lo trajeron. Tuve que ayudarlo a subir. Lo llevé al dormitorio y se tiró en la cama vestido. Antes de cerrar los ojos y quedar completamente dormido me dijo: —mami, el apartamento  se está prendiendo fuego.
            Tiré las cenizas del sahumerio, terminé de apagar las velas y las tiré a la basura  y antes de acostarme me paré frente al espejo y a la mujer que me miraba luciendo  un precioso body negro le dije: ¡estúpida! y me acosté.
             Era domingo, me levanté antes del mediodía junté un poco de ropa la metí en un bolso y me fui a llorar a la calle Osorio. Él dormía plácido y feliz. Cuando llegué a mi casa y, entre lágrimas, le conté a mi madre mis vicisitudes, me dijo: —¡Pero m´hija, usted no cambia más! ¿hasta cuándo va a andar corriendo atrás de los muchachos jóvenes?  Usted está grande, m´hija, búsquese un hombre de su edad con un buen pasar, ¡déjese de andar criando entenados! ¿Qué puede tener un muchacho joven que no tenga un hombre mayor, de respeto? ¡Dígame! Dejé de llorar para mirar a mi madre…cómo podría explicarle —pensé.  Subí a mi viejo dormitorio y pasé allí el resto del día. Al llegar la noche estaba cansada, con sueño. Me dormí temprano.  A las tres de la mañana me despertaron el timbre de la casa y los gritos de Gerardo llamándome desde  la vereda. Bajé a pedirle que no hiciera escándalo,    ¡vamos para casa! —dijo. Estaba con la misma ropa con la que fue a la fiesta, con la misma ropa que se acostó a dormir. Entré a buscar un tapado y me fui con él.  Esa noche me juró por la madre, por el padre, las cenizas de los abuelos y los santos sacramentos que jamás me dejaría. De rodillas me juró. Que antes de fin de año estaríamos casados. De rodillas me juró.
      Comencé a guardar la ropa que iba dejando tirada. Recogí el pantalón del piso, lo sacudí, lo alisé y lo coloqué doblado en una percha. Tomé de las solapas el saco tirado a los pies de la cama y mientras lo sacudía,  de uno de los bolsillos internos, un sobre blanco y alargado voló al piso. Lo dejé donde cayó mientras colocaba el saco encima del pantalón  y lo guardaba en el placard. Volví, y mientras me agachaba a tomarlo del suelo miré a Gerardo, desnudo, tirado sobre la cama: la imagen viva de un ángel perverso.  Me puse de pie y, frente a él,  abrí el sobre. Era un pasaje de avión para un viaje de tres meses a Europa, con un grupo de estudiantes de derecho.
       Lo que más bronca me da, es que… ¡de rodillas me juró!   
  Ada Vega 

sábado, 7 de julio de 2012

El arte de desaparecer


  
  ---Mirá, Angel, a mí nadie me saca de la cabeza que la culpa de lo que le pasa al flaco Garmendia la tiene el armenio Pedro. La gente del barrio podrá decir muchas cosas que pegan en el palo, no voy a decir que no. Vos también podrás decir que ya va a aparecer  como aparece siempre porque sos amigo del armenio. Ta, yo te entiendo. Pero para mí que  esta vez se mandó mudar en serio. Creeme. Lo dejó al flaco y se fue a la mierda.
     Era sábado de tardecita y varios parroquianos se encontraban, en bar La Alborada esperando una partida de Casin que se iba a dar esa noche entre dos contrincantes muy expertos. Uno de ellos era Osvaldo, un muchacho del barrio que paraba hacía mucho tiempo en aquella esquina del Pueblo Victoria, gran jugador de Casin.  Había sido retado por un veterano, llamado Ocampo, que llegó un día de paso y lo vio jugar.  La cita era para esa noche  y el boliche estaba lleno de gente que había venido, vaya a saber de dónde, a presenciar la partida.

—¿Qué me querés decir?¿Qué la mujer del flaco se fue con el armenio?

—Sí,  eso te quiero decir.

—Pero vos tenés que estar loco. ¿De dónde sacaste esa historia?

           —Al armenio siempre le gustó la mujer del flaco.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Tiene que ver que desaparecieron los dos.   

—¿Quién dijo que el armenio desapareció? Yo estuve con él ayer o anteayer, no me acuerdo bien.

—La mujer del flaco desapareció ayer o anteayer.

            —Pero vos sabés bien que ella desaparece dos por tres y después aparece y  no pasa  nada.

—Pero esta vez es distinto. Yo me estoy maliciando otra cosa.

—¡Aflojale que colea, Beto! Dejate de embromar. El armenio es un tipo bien. Yo lo conozco.  Es    incapaz de una fulería de esas.

—Bueno, ta, vos siempre tenés razón. Dejala por ahí. Dejala. 

         Todos en el barrio conocíamos a la mujer de Garmendia. Se llamaba Maribel y era hija de un matrimonio húngaro que había venido al Uruguay en la época de la guerra  y se quedó a vivir  en el barrio.   Era una pelirroja preciosa, con la cabeza llena de rulos, la cara llena de pecas y los ojos azules. Fue una niña normal hasta los cuatro años, cuando empezó a desaparecer en el aire a ojos vistas. Una  fea costumbre, si se quiere, que no hablaba bien de ella pues desaparecía caminando por la vereda, en medio de una conversación dejando al interlocutor hablando solo, o simplemente cuando le venía en gana.

      Al principio esos desplantes a los vecinos les caían muy mal. Después  fueron acostumbrándose  y llegaron más o menos a tolerarla. Aunque al paso de los años,  ante la tal  rareza de la muchacha, nunca, la maldita manía de desaparecer ante la gente dejó de fastidiarlos. Cuando era niña los otros chicos del barrio no querían jugar con ella, principalmente si jugaban a la escondida. En la adolescencia desaparecía ante cualquier circunstancia complicada que le tocara vivir.  Cuando llegó la hora de conseguir  novio,  a pesar de ser muy bonita, no lograba que los posibles candidatos aceptaran sus fugas manifiestas. A los muchachos los  dejaba en evidencia cuando desaparecía en una fiesta, mientras bailaban o al caminar abrazados por la rambla.

      De todos modos, a pesar del hábito de esconderse, Maribel y  Garmendia se entendieron de entrada. Salvo algunas deserciones de parte de ella, que a él nunca llegaron a molestarlo demasiado, puede decirse que tuvieron un noviazgo casi normal. Pese a que el día de la boda, vestida de novia ante el altar, cuando el sacerdote le preguntó si aceptaba al novio para amarlo hasta que la muerte los separara, no  supo qué contestar y se desvaneció en el aire  provocándole al cura un paro cardíaco del que luego, gracias a Dios, se recuperó. Claro que no le sirvió de mucho desvanecerse en la iglesia, pues ya estaba casada ante la Ley, así que para no perderse la fiesta apareció esa noche a presidir  la reunión.
        Con su traje blanco de novia, comió, bailó, arrojó el ramo a sus amigas y a las tres de la mañana se fue con su flamante marido.  Y no, parece que esa noche no desapareció de la cama matrimonial. Porque ya conté que Maribel era escapista, no tonta. De todos modos, cuando a los  nueve meses los dolores de parto comenzaron a ser insoportables, desapareció de la cama, de la sala y  del sanatorio y apareció a los dos días con su hermosa niña en brazos a continuar su vida  mundana.

       Los vecinos más viejos del barrio comentaban que el arte de desaparecer le venía de herencia, pues su madre, decían, solía desaparecer dos por tres dejando  a su marido solo por varios días al cuidado de la niña, para luego reaparecer fresca como una lechuga fresca. Aunque algunos escépticos afirmaban que esas desapariciones de la señora, eran debido a otros motivos non tan sanctos. Tal vez eran habladurías de gente envidiosa, porque, convengamos, que desaparecer es algo que todos querríamos lograr en más de una oportunidad  a lo largo de nuestras vidas. Sin embargo, lo más acertado es creer en la teoría de quienes opinan que la mujer del flaco Garmendia, la madre y tal vez la abuela que quedó en Hungría, eran descendientes directos de los Hobbits, artífices en el arte de desaparecer, que vivieron en la “Tercera Edad de la Tierra Media”, según el viejo Tolkien. Aunque esto no es tampoco muy seguro, pues lo que nos cuenta el señor Tolkien  en  el “Libro Rojo de la Frontera del Oeste” es una leyenda y de  este caso, que cuento, doy fe.

      A nosotros las desapariciones de Maribel no nos causaban ninguna extrañeza. Éramos más o menos de la misma edad y sabíamos que desde que tuvo uso de razón, el escapismo para ella era algo  normal. Por el contrario, cuando desaparecía y volvía a aparecer, nosotros nos sentábamos en rueda para oír sus relatos sobre los lugares  que había visitado.   Los primeros relatos fueron muy confusos. Ella no sabía muy  bien donde había ido, ni  tenía un orden para contar, por lo que nosotros nos quedábamos en ascuas. Después, ya un poco más grande, cuando aprendió a hilvanar mejor un relato, nos contó un día  que  venía de vuelta de una de sus desapariciones, que había estado por  la Represa Gabriel Terra  y el Embalse de Rincón del Bonete, en aguas del Río Negro. Otra vez por el Arroyo Tres Cruces y el pueblo Javier de Viana  en el departamento de Artigas. Y otra, por el Bañado de la India Muerta en el departamento de Rocha. Que con ella, dicho sea de paso, aprendimos más geografía de nuestro país que la que nos enseñó la maestra en la escuela. 

      Era aún muy joven, cuando logró un dominio bastante certero del poder que había nacido con ella. Poseía la capacidad de elegir, por lo menos, un lugar en el mundo donde aparecer en cada escape. Así fue conociendo países americanos, africanos y asiáticos. Y lógicamente la vieja Europa. Pues en aquellos tiempos en que muchos uruguayos vacacionaban  en el viejo continente, no conocer Paris, el barrio latino y la Torre Eiffel;  Madrid, La Puerta de Alcalá y el Palacio de la Moncloa;  y Roma, la Fuente de Trevi y la Ciudad del Vaticano, significaba algo así como  no existir. Pero para nosotros, sus amigos del barrio, que las vacaciones no pasaban de un domingo en el Parador Tajes, los relatos a propósito de sus viajes nos maravillaban. Le preguntábamos cómo hacía para lograr ese misterioso hechizo que la trasladaba de un lugar a otro. Ella  nos explicaba entonces, que el deseo de escapar de donde se encontraba le aparecía de pronto, cerraba los ojos, se concentraba en ese deseo y cuando volvía a abrirlos se encontraba en sabe Dios qué lugar. Si  se sentía bien en ese sitio se quedaba un día o dos, de lo contrario volvía a concentrarse  y cambiaba de lugar. Cuando quería volver a su casa lo pedía  específicamente.

Durante años en múltiples oportunidades me he concentrado,  he cerrado los ojos con fuerza y pedido con toda la fe del mundo desaparecer de donde me encontraba y aparecer donde Dios quisiera.  A fuerza de desengaños  he  tenido que reconocer al fin  que escapista, como actriz, se nace.

Esa noche el bar estaba muy animado esperando la partida de Casin. Las apuestas en su mayoría se inclinaban hacia Osvaldo, el crédito del barrio. Un rato antes de la hora establecida llegó Ocampo. Traía consigo un estuche de cuero  negro con herrajes plateados. El hombre había  sido federado y contaba con más de un título. Abrió el estuche dejando ver en su interior, sobre el acolchado de un rojo vino, un taco desarmado estupendo, de una madera valiosísima y mango con incrustaciones de marfil., y con mucha calma comenzó a armarlo. Unos minutos antes de empezar el partido  llegó el armenio Pedro. Se detuvo un momento  en el mostrador para saludar a Ángel y fue a sentarse en una mesa frente al billar, desde donde lo llamaban unos conocidos. Ángel no supo muy bien por qué se alegró de verlo,  pero le dirigió una mirada irónica al amigo chimentero, que estaba a su lado, quien prefirió no abrir la boca.

Osvaldo tenía una gran hinchada, todo el boliche estaba con él. Poco antes de empezar la partida se acercó a la taquera y retiró el taco que consideró en mejor estado. No había mucho para elegir. Estaban casi  todos torcidos, algunos astillados y otros mochos. De todos modos lo revisó y le puso tiza. Encendió un cigarrillo y esperó a que Ocampo terminara de armar su taco profesional. El partido era a ocho rayas.  El primero lo ganó Osvaldo. Ocampo ganó el segundo. El “bueno”  lo robó Osvaldo. Ocampo insistió en seguir jugando. Osvaldo, como buen anfitrión aceptó. Jugaron toda la noche. Ocampo ganó algún partido. Hubo quien dijo que Osvaldo le dio changüí. De todos modos, al final, como se esperaba, el ganador absoluto fue el crédito del barrio.

Ocampo esa madrugada se fue confundido, sin alcanzar a entender cómo su contrincante le pudo haber ganado, durante toda la noche,  con aquel taco revirado.

En el boliche alguien lo dijo al pasar: el que sabe, sabe.

Maribel apareció al otro día, venía de Londres, demoró un poco más de lo habitual porque se quedó  para ver el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham.

 ¡No se lo iba a perder...!
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