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domingo, 21 de abril de 2013

Al final del otoño




         


Era extraño que aquel rosal trepador se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y menos ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Lo había recogido de entre  las ramas desechadas de una poda, que un vecino dejara en la calle para que el camión de la intendencia se las llevara. Pese a la apariencia de ser un árbol débil, tenía una raíz fuerte y sana. De manera que lo trasplantó contra el muro, sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Tardó en desarrollarse. Hasta que un otoño comenzó a  crecer abrazado a la pared. Sus ramas  se alargaron firmes sobre las guías de hilos. De todos modos, a pesar de que fue  creciendo robusto, nunca dio señales de florecer. 
Leonidas no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la  certeza  de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando ya  nadie espera que florezcan los rosales.

         Aquella mañana de fines de junio mientras carpía y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Cristina,  la directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva  compañera. Permaneció un momento observando el grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva.  Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo.  Había dejado muy atrás los años jóvenes y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años.  Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó la infancia. Regresaron a su memoria sus padres y  hermanos.  Y se vio él, entonces estudiante,  en la ardiente primavera de su vida.                              
                                                   
          La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril, en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con calles adoquinadas y  faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos, infinitos, de lunas blancas.
         A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La formaba una pareja con  varios hijos que andaban todo el día en la calle pidiendo, o robando.
        Cuando los padres lograban reunir algunos pesos compraban alcohol, se embriagaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Por las mañanas los mandaban a pedir,  a robar y  no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia y  triste. Llevaba cumplidos los  doce años y andaba siempre llorando por la calle.
          Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para  protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas.
En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia.
Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual  no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya  te vas a olvidar.  Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya encontrarás, cuando termines los estudios, una chica de buena familia de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto!  Sos  muy chico para entender ciertas cosas.  Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entendés?  Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto!
 Y Leonidas no supo qué contestar

                                                          

Caterina no tuvo tiempo de terminar  la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los seis años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a las personas que se encontraban  dentro y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche los padres, alcoholizados, la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la embriaguez, lloraron por lo que habían hecho. Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un atisbo de felicidad. Les cuenta a sus padres que  el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?!  ¡¿Qué te va a llevar con él?!
 Insultó el padre como un demente: ¡la puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que no se  meta con nosotros si no quiere que le parta  la cabeza de un fierrazo! Decile que digo yo, no más. ¡Guacho  de mierda! Mal parido  ¡Viá  tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de puta! Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no le importa. No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener. Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si  me dan ganas de salir  ahora y cagarlo a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo viá  matar, mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!

           Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años que lloraba por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma, una noche, lo obligó a renunciar.
Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en ese anciano, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos. 
Y él,  por tercera vez, permaneció callado.


     Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que, según la luz que necesitan para desarrollarse,  pueden dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Si se multiplican por semillas, división de matas, por gajos, acodos, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. Así que al enterarse que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Un par de años después, cuando falleció su esposa, comprendió que la soledad era quien lo aguardaba cada tarde al volver a su casa. De manera que un día decidió quedarse  a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado. 
La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A  veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina los años vividos. Y aunque  reconoce logros y desaciertos  no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía.
        
         Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve de estudiar camina unas cuadras más, para pasar por su casa. El padre lo vio un día y le gritó: ¡Hijo de puta! ¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te viámatar!
Pasó mucho tiempo sin verla y pensó que podría estar enferma. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto  por el Centro. Caminando. Él no podía creerlo. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. A veces la gente se ensaña, inventa cosas.
Una noche la vio salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin  verlo. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá, poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir. Evadirse. Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que,  aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle.
Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y  se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le lastimaba  el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. 
 Y decidió no  volver a verla. 

        Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al Instituto de Profesores Artigas. Era, entonces, un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica que había venido a estudiar al I.P.A. desde la ciudad de Salto. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él,  formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en  Montevideo  en una casa para  estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo,  la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma  de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Recuerdo que, pese a todo, no trató nunca de arrancar definitivamente de su pensamiento. Pues, cada tanto la veía niña llorando por las calles del barrio y otras veces  hecha una mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo su juventud  por las esquinas del Centro.
En esos años más de una vez la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Estaba terminando el profesorado, ese verano se casaba con Marlene y se iban a vivir al litoral. Sabía dónde encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas grises. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con  las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche. En la radio: Magaldi el sentimental.
Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno,  Leonidas,  hablá  ¿qué querés  decirme? Conseguiste trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos? ¡Hablá!  ¿Qué querías decirme?
 Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha  que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina  que un día amó y que todavía le dolía. La  buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar.  Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir.
Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con  preeminencia: 
 —Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía.  Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por  el café.
  Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado.
 —Chau, pibe  —le susurró  con ternura maternal al despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó como un telón sobre la espalda. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no  pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró  poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos.
 Y Leonidas  supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.

         Habían pasado  ya varios días desde la llegada de la nueva a Casablanca. No dejó de llamar  la atención de todos los residentes,  lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general a las señoras les cuesta un poco acostumbrarse a  la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible,  dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida.
        A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben  hacer un esfuerzo hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos.
    Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
 Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín  y se sienta a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida.
—Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio?  Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa  y a pasear por la rambla. Por la rambla, sí. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
 Me casé de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda, muy linda, de blanco me casé, de blanco...
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda?
—Si, cómo no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo no me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo...y flores, llevaba flores en las manos. Rosas. Rosas llevaba... después nos fuimos del barrio.
—¿Se mudaron del Parque Rodó?
—¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?
-—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso  no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron hijos?
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos.  De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura habitando un mundo de  personajes irreales que la hacen engañosamente feliz.
Cristina le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido  la memoria y que confunde las cosas y  las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Cristina, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal.
Leonidas comprende que el destino ha hecho que  volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño.
 No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir.  Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido.
 Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que  escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el  mundo, junto a  un  marido  que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente  feliz.
   —Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena...
   —¿Con su esposo, estuvo?
   —Mi esposo.
   —¿No fue a París con su esposo?
   —No sé, creo que sí.
   —Y cómo es París.
   —¿París? No sé. No sé cómo es París. Nunca fui a París...

viernes, 19 de abril de 2013

Amor es un algo sin nombre



                           Chavela Vargas
      Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en  la otra cuadra, traía  una victrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta,  que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos  tras cada  canción.
En aquellos años la música que  escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot,  y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.
Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes,  chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras  eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el  cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Po acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a  fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Yo lo miré y algo me sacudió. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé  al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.
 Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo  y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
 Entonces lo vi venir se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargaz cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mi, para mí”.
 Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba  para mí. Me enamoré del forastero con  un amor de película. En el salón sólo estábamos él,  yo y Chabela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.
 Nos quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.
 Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.
 Durante muchos sábados de baile  esperé  verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello  fue sólo un recuerdo de mi primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
 Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta sólo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mi, para mí” y volví a revivir la tarde aquella  en que un  forastero, bailando me besó en la frente.
 La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí  la  cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:
—Adolfo, empieza la típica…¡vamos a bailar!!

Ada Vega - http://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 15 de abril de 2013

Amor Virtual




Se llamaba Anton Sargyán. Era un armenio alto, moreno y desgarbado que siendo un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay, después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923.
 En aquel tiempo después de navegar más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español  fue a una escuela del estado y en el liceo se enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron a Uruguay  a fines del siglo XIX.
 Los chicos se conocieron se enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las familias de ambos se enteraron.
A los dos les prohibieron ese amor, pero para Anton no existían prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que siguieron viéndose  a escondidas hasta que los padres de  Alejandrina decidieron irse del país.
Fue entonces que Anton ideó un plan audaz para impedir esa mudanza.
La novela de Anton Sargyán avanzaba con interés cuando un día Anton adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y mientras yo escribía en la computadora,  la historia de amor de Anton y Alejandrina comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas:   
—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia  y llévame contigo.
Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No obstante envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca  contestaron.
La  novela iba avanzando fluida,  yo estaba entusiasmada en como se iban dando los hechos, no tenía intenciones de abandonarla. Anton por días no se comunicaba,  entonces yo adelantaba la historia pues creía que se había terminado la odisea,  pero al rato volvía con sus frases de amor cada vez más audaces.
Pensé que podría ser alguno de los webmaster de los sitios donde yo participaba, algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir averiguando porque pensé que creerían que  estaba volviéndome  loca.
Mientras tanto Anton no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba apasionado conmigo  —decía—, conocía mi alma y quería habitar en mí.
 Le contesté, siguiendo el juego, que no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar en mi.
 Me contestó que si lo liberaba y le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría más  a mi esposo ni a mis amigos ni a nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseo humanos. Todos mis deseos.
Además me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo —imploró—  si no lo haces mátame en tu historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome.
En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él  no sólo leía lo que yo escribía en la computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme:
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame!
Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor de Anton y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio junto a cuentos que nunca puse fin.
 Algunas noches entrada la madrugada cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que sólo pidió habitar en mí y que  dejé encerrado en un cuento inacabado.
Muchas noches entrada la madrugada cuando el cansancio me vence, entre mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi escritorio el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora.

miércoles, 10 de abril de 2013

Mi amiga Margarita




      
     Cuando mi amiga Margarita plantó bandera en su casa y dijo: ¡basta! decidió que sería pintora. Toda su  vida había soñado con los lienzos, los pinceles y las mieles de la fama, de manera que cuando se cansó de andar delante de su marido, pues vivió sacándole las castañas del fuego, y atrás de sus hijos —el Beto y la Marianita— que antes de los diez años se le fueron de las manos y antes de los veinte se le  fueron de la casa, se compró los primeros pinceles y se puso a pintar como una loca.
         Convencida  de que había perdido a sus hijos, pues por más que trató de mil maneras no logró retenerlos en el hogar, pero que en cambio conservaba a su marido que, aunque le rogó primero y lo amenazó después, no logró nunca que se mandara mudar y la dejara seguir sola su azarosa vida, guardó las ollas y desconectó la cocina, porque un artista que se precie de tal no  puede ponerse a cocinar y lavar platos que  para algo se inventaron los motoqueros  delivery. Por lo tanto ya sin sus hijos, y su matrimonio a punto de descalabrarse comenzó con entusiasmo su inserción en el mundo del arte pictórico.
El Beto, el hijo de Margarita, que pintaba como un muchacho  serio y equilibrado,  de un día para otro abandonó sus estudios  y se fue detrás de una bailarina libanesa a la que vio bailar la danza de los siete velos descalza y semidesnuda en la boda de un amigo. Antes de que la libanesa se quitara el cuarto velo, ya el Beto la miraba con el corazón a los saltos y los ojos trancados. De modo que la joven que había venido sólo por unos días a Uruguay, se fue con el muchacho a la saga como un posible candidato a matrimonio. Candidato que no sabía adónde iba, de qué iba a vivir, ni donde diablos  quedaba el Líbano.
Y  la hija de Margarita se fue con un grupo de artesanos hipies  que vivían del aire,  mientras enhebraban collares con piedras de colores. Marianita había conocido a un joven artesano que llegó un día a dedo a nuestra ciudad desde el país donde “el cóndor pasa” y vivía con un grupo de, según ellos decían, descendientes directos de los incas en un caserón abandonado por la ciudad vieja que el gobierno, no sé por qué convenio, ley o decreto les había dejado habitar. Pero los hipies no paraban mucho tiempo en ninguna parte, de modo que un día se calzaron sus sandalias de cuero, sus túnicas de hilo y sus ponchos de vicuña y con los pelos largos  y una vincha  por la mitad de la frente, se fueron con sus mochilas al hombro y los dedos en V, sus panderetas y sus guitarras, fumando hachís cantando loas al amor libre  y repartiendo paz y amor por el mundo.
Así que mi amiga Margarita que por años había sido ama de casa, esposa y madre abnegada, un día se encontró sola, pues su marido no sumaba ni restaba, por lo que sin cargas que llevar ni culpas que reconocer se proclamó a si misma: “Pintora uruguaya, autodidacta”.
            Llenó con sus cuadros  las paredes con más luz de su casa, y una tarde me llamó para que le diera mi opinión sobre su obra. Yo me excusé con razón: de pintura no conozco un corno, además yo la quiero mucho a Margarita y a veces las opiniones pueden terminar con una amistad de muchos años.  De manera que dije lo  que creí más acertado: llamá a un experto, en el país existen muy buenos críticos de arte. Además su opinión te va a servir para tus futuras realizaciones. Aceptó complacida mi recomendación y esa misma tarde inició la búsqueda.
 Dos días después, sintiéndose poco menos que Medina, se puso en contacto con un conocido crítico que,  en medio de sus pesquisas, le recomendó un anticuario de la calle Sarandí. Ambos se pusieron de acuerdo y el hombre aseguró su presencia para  el sábado siguiente a las cinco de la tarde.
Recuerdo que aquella fue una tarde de mucho calor y un sol, que en la calle te quemaba vivo y se metía en las casas alumbrando hasta el rincón más escondido. La habitación convertida para el suceso  en sala de exposición estaba hermosa. El colorido de las telas atraía.  No  voy a caer en la simpleza de decir que las pinturas de mi amiga eran  émulas de las pinturas de la mexicana Frida Kalho, ni de la cubana Merlys Copas, pero, en fin, ahí estábamos  —ellas y nosotras—, esperando al crítico.
El hombre de pantalón y zapatos blancos, y camisa negra, llegó fumando un puro, se  detuvo en la puerta dio una rápida mirada a las paredes y dijo con cara de pocos amigos:
—Yo sobre esto no puedo opinar. Dio media vuelta y se fue.
 Con Margarita nos quedamos unos minutos en ascuas. Al cabo mi amiga atinó a decir compungida:
 —¿Les habrá encontrado demasiado color?
Intenté tranquilizarla y le contesté:
—No es el color, ¡es la luz de este sol! De noche tendrías que haber hecho la exposición, ¡con una lamparita y chau!
Desde ese día, Margarita me negó el saludo.

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miércoles, 3 de abril de 2013

Milico



                            

      Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita, mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que  andar cuidándolo para que no fuera a caerse y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras. 

     El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a  trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o  menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien.
     Un día el padre se lo llevó con él  al frigorífico como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito.
    Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.
    No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que podía equivocarse  y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formársele una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo sólo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa les dijo que allí adentro hacía  mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar  mate con pancongrasa.
    El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.
   ¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres, de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea.
    Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más.
    Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario,  nunca  actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que sólo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo.  
      Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba por casualidad por la esquina, cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.
    Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara,  aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley  y el Orden...”

jueves, 28 de marzo de 2013

Vincent


                       
         
    Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur que hacia los años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo.

    Vincent era un joven pálido de cabello largo, barba rizada, y de ojos enlutados de mirar perdido. Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia, que deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel.
    Caminaba la vida con un compañero invisible y permanecía largas horas apoyado en el puente mirando el mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada.
   Sonreía y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra  a veces se retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio, buscando la perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar.
    Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre, rubricado por apellidos muy sonados en la política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo permitía.
    Llegaba de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era éste quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano en alto Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado, hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia, con excepción de su hermano Diego, con quien en los últimos años mantuvo una gran amistad.
   A Diego le dolía la condición en que se encontraba su hermano. En una oportunidad nos contó que siendo estudiante, Vincent sufrió un trastorno en su mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura, pero volvieron sin encontrarla. Y el joven poco a poco se fue aislando.
     No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus desvíos, encontró a los cirujas que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven callado y dócil, pero vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más.
    Un invierno su madre dejó de venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y comida pero él todo lo daba a sus compañeros. Diego no soportó más la situación. Una tarde se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud.
    Lo instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero al llegar la noche con su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció.
   Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando éste llegó y entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven, perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía.
    Y Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado.
      Diego se acostó junto a su hermano y lo abrazó muy fuerte. Entonces Vincent, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro en sus manos  y mientras le oía decir casi en susurro: Adiós, Diego, observó en aquella vieja tela, que durante años, su hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “Vaso con girasoles” con su firma: Vincent

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domingo, 24 de marzo de 2013

Qué quiere que le diga




Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía ya tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.   
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público  dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas   Galerías, que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Comenzaron a cerrar los cines y los grandes bares y el clásico paseo de los sábados al  Centro, poco a poco, desapareció.
           En esa década a partir de aquel abril de 1959, cuando las inundaciones causadas por  treinta días de lluvia continua produjeron una catástrofe nacional y dejaron al país con carreteras cortadas y  prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo.
           El comercio del Centro comenzó entonces a abrir sus puertas al público  de diez de la mañana a seis de la tarde descansando el personal, en tres turnos, una hora al medio día. En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar  llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar  y tomar un cortado largo con  una medialuna de  jamón y queso.  En ese bar muchas de nosotras aprendimos  a fumar con los Marlboro  y  los  L & M  americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer  la famosa pizza con mozarela que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería  de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.                                  
El Támesis  tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.               Un medio día, al entrar, una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande, con boquilla, tipo carterita. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió.  Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo, de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia cinco por ocho, una muestra, tal vez, sacada en un estudio. Recuerdo a mi compañera con ella en la mano. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio  de 1933”.
 Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y  no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—,  era un cantor argentino de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y  Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. La quedamos mirando. La dueña del monedero era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez  alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de tal vez, cuarenta o cincuenta años. Alta, delgada. De piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y  en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso rojo haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo: —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta. Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró  que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada: —¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril  se puso nerviosa. —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada. —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo: —Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.     —Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana  vengo a buscarla. Cuando se fue nos quedamos comentando  que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel...!                     
Según Abril,  ella  no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital y a la  mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía  regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá  seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó: —¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!                                                                                                Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que  la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.                                                      
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel  y  sé  que hasta el día de hoy le rezan y le piden cosas que, según ellas,  él les concede.                                                  No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar  la mujer de rojo a preguntarle a Abril por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto pasó a ser santo.    Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos como una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel, protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo: —¡Carlitos!  Y  él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935.
 Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por  18 de julio y  la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara esa foto, que era milagrosa, se perdiera.
 Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, —argentino, uruguayo o francés—, un gran tipo.
Acepto que fue un mago. Pero de lengue y  gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga!

 Ada Vega -   http://adavega1936.blogspot.com/