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lunes, 2 de septiembre de 2013

Volvió una noche


                               
 —Norita.
—¡Negro!
—No llores más.
—Negro…
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni estar!
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme?
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí?
—Te extraño.
—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más?
—Qué fácil lo ves vos.
—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica.
—No sé qué hacer. Estoy desorientada.
—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda?
—Pero ¿y vos?
—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú.  Deseo irme, pero con tu  llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra.
— ¿Te querés ir?
—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y…
—Y no tenés ropa. ¿Andás asi por la calle?
—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz.
—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo.
—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo.
—¿Que me gusta a mí?
—Si, esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa.
—Ah, sí, la cumbia.
—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues  hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida.
—Sí, indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho…
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo.
—A ver, a ver, esperá un poco, no sé si entiendo bien. ¿Vos me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y  ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un rayo?
—No tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde “vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja”  y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra.
—Entonces viniste por vos.
—Vine por los dos.
—¡Esto nadie me lo va a creer!
 —Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer,  es sólo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez!
—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar ¡que te querés ir de una vez!
—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar,  creo yo que no tendrás problemas.
—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza.
—Trabaja, querida.  Búscate un trabajo.
—Pero vos nunca quisiste que trabajara.
—Eso era antes, cuando yo estaba en casa.
—Mirá que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente sos un ser supremo!
—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de  tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá.
—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes…
—¡No te acerques!...no me puedes tocar.
—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos el de ayer.
—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas.
—¿Nimiedades…?
—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida!  No sé para que insisto en  explicarte. Es tal la diferencia que existe entre los dos que tú, pobre criatura humana, no puedes entender!
—Che, Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de lositas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me  salvara de tu mandato ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Vos te podés imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escuchame, ¡no volvió Gardel! a confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos ¡y volviste vos!  Vos tenías que volver o volver. Y lo primero que me decís cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia es que me levante a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni estar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, decime Negro: me quedará tiempo para bañar al perro. Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con “Carón con ojos de fuego y te arrastre hacia la fosa de los círculos concéntricos”. Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, hubiese salido más barato si  te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan  las alas, ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul! 



 Blog Garúa - http://adavega1936.blogspot.com/

domingo, 25 de agosto de 2013

Che mozo


 Hace unos días me encontré con el Bebe Neira, de pura casualidad. Yo venía caminando por Zudáñez hacia 21 de Setiembre y él subía a la inversa, por la misma  acera. Lo conocí de entrada. Alto, flaco, medio desgarbado y como siempre: distraído.  Venía de cabeza gacha pensando, tal vez, en bueyes perdidos vaya a saber dónde.
Al  enfrentarnos ni me miró. Si no le hablo y lo tomo de un brazo ni se hubiese enterado. Se sorprendió cuando detuve su paso y lo saludé. 
—Qué hacés Bebe —le dije. Él también me reconoció. 
—Hola, Tito. Se quedó mirándome. 
—Qué bien que estás —me dijo y me reí. 
—Bien viejo —le contesté. 
Lo invité a tomar algo y fuimos conversando hasta el Chez Piñeiro.
Con el Bebe nos criamos en Punta Carretas, cuando en Punta Carretas había potreros, era considerado un barrio marginal y a mis primos de Pocitos no los dejaban venir a jugar a mi casa porque vivíamos frente a la penitenciaría. El Bebe tiene unos años más que yo. Me acuerdo que corrían los años cuarenta, el mundo estaba en guerra y  él  se vestía como un dandy. Y yo, con mis largos recién estrenados, le envidiaba la pinta, la carpeta y aquel andar de rango que tenía al caminar. Entonces era un botija apurado por llegar a los veinte, para ser como él. De todos modos me fallaron  los cálculos: la noche, y el misterio que encierra su bohemia, nunca la alcancé a vivir. Me casé  a los veinte, antes de Maracaná, a las diez de la noche ya estaba roncando. Entraba a las seis de la mañana a la fábrica de vidrios que estaba en la calle Asamblea, entre El Buceo y Malvín. Iba en chiva a laburar.  Mi mujer me acompañaba hasta la puerta  redonda la panza, esperando el primer hijo. Y un día, sin darme cuenta, entre pañales y sonajeros, me olvidé de mis sueños de compadrito. Mi vida tomó otro rumbo y aunque seguimos viviendo en el mismo barrio, con el Bebe,  nos vemos muy de tanto en tanto.
Ese día en el Chez Piñeiro me habló de su soledad. No le quedaba familia, no tenía  amigos. Se quejó de que el barrio ya no era el mismo.  De no entender el cambio tan abrupto —según él—, que había tenido la vida en Montevideo. De no encajar en ninguna parte —decía. Extrañaba la vida que vivió en su juventud. Se encontraba perdido. No comprendía a los jóvenes. No soportaba a los viejos. Me di cuenta entonces, que en el intento de recuperar la vida que se fue, estaba dejando su propia existencia. De tanta queja que le oí ese día, pensé si no estaría volviéndose loco. De modo que traté de poner un parate  a sus quejas y a su mal humor. Comprendí que el Bebe se había quedado en el tiempo, seguía viviendo en el pasado, en el arrabal de su juventud. Así que apuré mi copa y la cátedra de boliche, ese día, la encaré yo.
 —Y bueno  Bebe —comencé diciendo—, la historia es así. La vida, a la corta o a la larga, se cobra. Ya no tenés veinte abriles. El arrabal malevo, se fue. Ya no existe. Se fue el arrabal que hablaba de amor, el arrabal amargo, el barrio arrabalero y la luna de arrabal. Me extraña tu desconcierto Y no me vengas con que no te avivaste, que tiempo tuviste de sobra. ¿Que los años se fueron sin darte cuenta? Y a mí también se me fueron. Quién te dijo  que los años iban hacer una gambeta para esperarte. La vida es  una ráfaga que  llega, pasa y al final te lleva. Aunque a su paso, si demostrás interés, te va enseñando a vivir. Con paciencia, sabés, y mano dura ¡eso sí!  casi siempre con mano dura. Si pusiste un poco de atención, lo que aprendiste en esos años no se te borra nunca más. Es un catecismo. Con ese único diploma tenés que salir a lucharla. Y no es fácil, si lo sabré yo. Cuando a los veinte años te llevás el mundo por delante, las minas se te regalan, los amigos te sobran y  pensás que sos un crack,  se cruza una gurisa que te mira despectiva sobre el hombro y que es, justo, en la que vos te emperrás. Antes de los veintidós ya estás casado y esperando el primer hijo. Ahí se  terminó la farra.  De ahí en adelante la vida te empieza a exigir cada día más. Si tuviste la suerte de encontrar una buena compañera, vas en bondi para triyar el largo viaje de los cincuenta años que te esperan. Pero la suerte, fijate vos, no siempre cae boca arriba. Por eso a la vida hay que saberla manejar.  Tenemos la obligación de administrarla bien  si esperamos, al final, contar con algún respiro. En sus idas y venidas la vida nos empuja, nos arrastra, nos vapulea. Y en medio de esa vorágine debemos edificar nuestro propio destino. O por lo menos intentarlo. La vida es un compromiso que no nos queda otra que aceptar.Y vos, Bebe, la viviste tranqui, qué querés inventar ahora. Entiendo que estás solo, abatido, amargado, pero a vos se te olvidó sembrar, tenés que reconocerlo. Creíste que los veinte abriles no se iban a terminar nunca. Barajaste la vida con los comodines a favor y, claro, se te dio siempre la buena. Por miedo a perder nunca arriesgaste. Te supiste ganador y a tu manera lo fuiste. Yo me acuerdo, cuando vivía tu vieja, verte gastar la vereda de tu casa hasta el boliche. Quedarte en la esquina las horas largas “por si pasa la de ayer”, o a la espera de algún datero antes de arrancar para los burros. Así se te fue la vida: entre dados, naipes y tungos. Campaneando a las pibas, pero sin comprometerte. Fuiste un maestro de la jerga rea. Timbero de ley, le escapaste siempre a la cana y eso que en más de una ocasión, después de una timba brava, te supiste batir a cuchillo con más de un perdedor. Eras un ídolo. La muchachada del boliche aquel, te admiraba. Siempre de pinta. Los zapatos relucientes, la camisa remangada impecable; la corbata floja sobre el cuello desprendido, el Borsalino en la nuca y el cigarrillo recién encendido. Sí, fuiste un ganador. Cosechaste amores, ilusiones, desencuentros, en los corazones de las muchachas fabriqueras que veían en vos al galán inalcanzable. Superhéroe que sólo recibió sin dar ni prometer nada. Te conformó siempre el amor al paso. Jamás dejaste un seven eleven por una cita, ni perdiste una tarde maroñense, por un clásico en el Centenario. Y fuiste buen bailarín. Vaya si lo fuiste.Te floreaste en las pistas cuando a Montevideo venían los monstruos aquellos de Buenos Aires: las orquestas famosas, los cantores de la Época de Oro del tango. Nochero viejo: te tomaste la vida de un trago, se te piantó el chamuyo y te quedaste sin letra. Y hoy te asombra  encontrarte solo. Extrañado, recién te das cuenta que el barrio malevo no existe. Que las novias no esperan en los zaguanes. Que ya no hay zaguanes. Que los tranvías dejaron de rechinar y que la juventud, aquella, se fue.  Mientras vos barajabas, rompías boletos, abrazabas el sabó; tus amigos se casaban, formaban una familia. Vos te distrajiste, perdiste el tren. Te quedaste en la estación. Se durmieron en tus manos las cuarenta del mazo; se mancaron los burros al doblar el codo en la pista de tu vida; los huesitos te echaron barraca. Se ensombreció tu vida en la noche larga de los años y no sabés qué hacer. De tanta mujer que pasó por tu vida, ninguna te sirvió para hacer patria. Y recién te desayunás que los guapos, los malevos y la luna de arrabal, ya fueron. Que los conventillos, las calles empedradas, los buzones esquineros y los carreros de clavel en la oreja, siguen vivos sólo en el corazón  de los que somos del treinta. Hoy, los nietos de tus amigos de ayer cantan en inglés, estudian chino y escriben en windows. Si te oyen cantar un tango te miran con lástima. A ellos, que escuchan su música en  MP3, cómo les vas a hablar de la victrola Sondor donde, por los años cuarenta,  escuchábamos embobados los tangos de Arolas.  No podés. Estamos transitando el siglo XXI, entedés. Sí, ya sé que te cuesta entender. Pero aclarame una cosa, donde estuviste todo este tiempo. En qué arrabal, perdido del ayer, te quedaste dormido. Cómo dejaste que la vida te pasara por encima sin,  siquiera, despertarte.  Y me decís que estás sólo, abatido, amargado… ¡andá…!
¡Che, mozo...! serví la vuelta.
Ada Vega http://adavega1936.blogspot.com/

domingo, 18 de agosto de 2013

Mis derechos humanos


—Terminala, Daniel. Terminala con los Derechos Humanos. ¡Las clases sociales, los derechos de los trabajadores!...
—¿Que decís? ¿Estás loca?
—No, no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace  treinta años que te oigo las mismas letanías.
—Pero y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que luchan por una vida digna?
—¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo, por ejémplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.
—Marta, vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...
—Daniel, no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que es mi vida?
-—No, yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...
—Daniel, a mí la menopausia no me ha afectado. Yo estoy bien, me siento bien, no tengo por qué ir al médico. Yo sólo quiero hablar contigo de mí. Nunca hablo de mí ¿te habías dado cuenta?
—Pero ¿y que tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi mano.
—¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme. Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.
—No digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!
—Sí, también soy la madre de tus hijos.
—Y ¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra el ala? ¿Es ése el problema?Decí, decí.
—No, Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...
—No, no, no hay otras cosas. No digas pavadas.
—¿Me dejás hablar?
—Sí, sí, dale. Hablá nomás.
—Yo me levanto a las seis de la mañana medio dormida, pechándome con los muebles llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se viste voy a buscar el pan para que lo coman calentito con manteca, cuando se va para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras hierve el agua ordeno el cuarto de Nico, tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua en el termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados, dejo el mate para después. Mientras voy a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo que me sobre para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la cama con el jugo de naranjas. Vos estás escuchando la radio, yo me pongo a cocinar. A las doce está pronta la comida. Llega Nico: “mami, me muero de hambre, ¿qué hiciste? hm... ¡que rico!” Salgo corriendo a buscar a Naty. Se sientan a comer, yo también me siento con ellos y me traigo el mate, pero vos me gritás del baño: -“ Marta, no hay champú” Dejo el mate, voy al saloncito de al lado, traigo el champú. Vos avisás: “mirá que ya salgo”. Te sirvo la comida, yo almuerzo caminando entre la cocina y el comedor. Y te vas. Es la una y media. Entro al dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las medias adentro y la toalla mojada encima de las sábanas. Junto, guardo y llevo la ropa para lavar, tiendo la cama, llevo los vasos, paso un paño en el piso, son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina, paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco:
“ —Naty, vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!”
 “—Mami, esta cuenta no me sale. ¿Iba, va con hache?”
“ —Ahora tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico!”
 Son las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once.
“—Viejo ¿querés cenar ya, o tomás unos mates?”
“—No, dame la cena.”
Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar con vos de nosotros, de mí. Vos te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto Daniel, pero...vos seguís hablando, y a mí me da sueño.
—Che, Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo. ¡que te tiró!
—Estoy cansada
—¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?
-—Si, pero vos trabajás ocho horas.
—¿Y?
—Y yo ya llevo diecisiete.
—Pero vos estás en casa.
—Si, Daniel, yo estoy en casa pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te pagan un sueldo.
—¿Y qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?
—No, es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.
—Gratis no, tenés la casa y la comida.
—Si, pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.
—Marta, vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos no estás bien, ¡te está fallando algo!
—Daniel, ¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate y una silla y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.
-—¿Escribir? ¿ A quién le querés escribir?
—A nadie, quiero contar cosas. ¡ tengo tantas cosas que decir!
—La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir para no escribirle a nadie?
—Pero mirá que la podemos comprar a crédito.
—Marta, vos me asustás. ¿ De veras te sentís bien? ¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico!
—Sí, Daniel...mañana... mañana sin falta voy a ir al médico.

viernes, 9 de agosto de 2013

Feminista yo

   
 
 Simone de Beauvoire

Al principio fui feminista. Cursaba la secundaria y Sartre había revolucionado a la juventud con su ponencia del existencialismo y del marxismo humanista, sus frases célebres y el sumun que representó en el 64 su rechazo al codiciado Premio Nobel de Literatura.
Los jóvenes se embanderaban con la declaración de Jean Paul de que “Dios no existe, por lo tanto la vida carece de valor”. La corriente filosófica de Sartre se había puesto de moda, pues lo más importante en el movimiento existencialista era la declaración de que “el hombre nace libre, responsable y sin excusas”. Que, en traducción libre, quiere decir que cada quién viva como se le dé la gana.
Parte de la juventud de aquellos años asimiló con entusiasmo todo lo proclamado por el famoso pensador hasta que dichos conceptos caducaron, ante la imposibilidad de mantenerlos vigentes, bajo el peso de la realidad. Pero antes, el mundo se sorprendió con la aparición de la joven Simone de Beauvoire. Novelista francesa, existencialista y compañera de Sartre, que al entrar en escena se declaró feminista, filósofa y libre pensadora. Feminista. Para muchas de las jóvenes de aquellos años la palabra Feminista, era ante todo romántica y audaz. Pese a que en Uruguay, dichos movimientos, comenzaron hacia 1900 logrando hasta la fecha importantísimos logros, en aquel momento la aparición de la Beauvoir produjo entre las jóvenes universitarias una especie de deslumbramiento. La gran mayoría de las estudiantes querían ser feministas y muchas lo fueron. Otras quedaron por el camino al comprender que Feminismo no es sólo una palabra tendenciosa sino un camino duro de lucha, sacrificio y renunciamientos. Pues bien, yo quedé a la zaga en el segundo grupo. Porque hay cosas en la vida que se hacen bien o no se hacen. Y las luchas por la igualdad de los géneros y las oportunidades, como a los derechos reproductivos y el derecho a denunciar la violencia familiar, ha llevado a los grupos feministas a una lucha sin cuartel durante más de un siglo. Y continúa. Además, las mujeres que conforman estos grupos son mujeres de lucha, de trabajo duro, de enfrentamientos. Saben bien que ser Feminista no tiene nada de romántico. Como dije antes, al principio fui feminista, concurrí a actos y reuniones, leí libros referentes. Siempre reunida con mujeres comprobé que es absorbente trabajar para una causa determinada con miras de éxito. Por lo tanto fui apartándome de la relación con el “sexo fuerte”.
Comenzó a pasar el tiempo y mis compañeras de estudio y mis amigas del barrio comenzaron a casarse, a tener hijos y yo ni novio, ni amigo, ni simpatizante, ni nada. Hasta que un día un posible candidato que rechacé, me preguntó si me gustaban las mujeres. Le dije que no. Me preguntó: y entonces qué pensás hacer con el sexo, porque a un convento de monjas, si no crees en Dios, no creo que ingreses. De modo que me puse a pensar seriamente y me dije: no, ni tanto, ni tan poco. Yo quiero tener una familia. Voy a hacer un poco de lugar en mi vida para dar cabida a un hombre que me lleve al altar. No fue nada fácil: casi me quedo de a pie. En aquellos años si no te casabas antes de los veinte, te quedabas para vestir santos. Y a mí los veinte se me estaban yendo. No podía tampoco salir de cacería y dejar mi lugar en el grupo feminista así como así, que todo lleva su tiempo. Por lo tanto comencé a mirar para los costados por si pasaba algo que me interesara. Y pasaban, pero yo no les interesaba. A los hombres no les caían bien las mujeres declaradas feministas, por lo menos para llegar al matrimonio. Entendían que una mujer que se dedicaba a explorar los dilemas del existencialismo sobre la libertad y la responsabilidad del individuo, en lugar de preocuparse por aprender a cocinar y a zurcir la ropa, no pintaba justamente como un modelo de esposa y madre. 
Así estaban las cosas cuando una tarde al salir de la facultad me encontré con Aldo, un ex compañero del liceo que siempre me había gustado. Había hecho arquitectura y se encontraba trabajando en un proyecto auspicioso. Se interesó por mí y nos quedamos de ver ese fin de semana para ir al cine. Fuimos al Cine Censa y vimos “Nunca en domingo”, una película griega con Melina Mercuori sobre una prostituta y un intelectual americano que intenta retirarla de la prostitución. Salimos del cine casi abrazados y fuimos caminando y comentando la película, hasta el Walford, aquel bar que estaba en 18 y Ejido donde, hasta hace unos días, estaba La Pasiva que tenía un luminoso enorme en la ochava, sobre la puerta de entrada. Cuando nos sentamos a fumar y tomar un café, éramos casi novios. Allí me enteré que vivía solo en un apartamento propio, se estaba construyendo una casa en Pinamar y que su economía era estable. 
Y él se enteró que yo era Feminista. No tenía nada nuevo que contarle de mi vida. Seguía viviendo con mis padres en la misma casa, trabajando como programadora de IBM en una empresa comercial y continuaba soltera y sin compromiso. ¿Que sos, qué? preguntó con un tono desconfiado como si le hubiera dicho que me había convertido en astronauta. Feminista, le repetí. Sentí como si se desmoronara. Y lo comprendí. Él estaba viviendo bien, en calma, con trabajo y sin complicaciones. Lo menos que necesitaba a su lado era una mujer peleando sus derechos.Esa noche hablamos muchos temas, pero no llegamos a nada. Me di cuenta que mi posición de feminista ante el mundo no le había caído muy bien. No quiso saber detalles. No preguntó y cuando intenté exponer los motivos de mi incorporación a la causa, no me dejó hablar. Dijo que no le interesaba dicho movimiento, que era mi vida y yo sabría lo que hacía. Confieso que me había ilusionado con aquella cita, pero al salir del bar ya no éramos casi novios, ni casi nada. Me acompañó a tomar el ómnibus para mi casa, me dio la mano y no lo volví a ver.
Entonces me di cuenta que no sabía nada de los hombres. Que no sabía como piensan, cuando piensan; de qué hablan, cuando hablan; cómo reaccionan, cuando reaccionan. Y aunque en mi interior reafirmé mi feminismo, entendí que si persistía en la idea de dormir con un hombre para el resto de mi vida, debía aceptar su juego. Que es muy sencillo. Basta con regirse de dos puntos: 
A) A los hombre hay que decirles lo que ellos quieren oír.
B) No contarles todo.
De la desilusión que sufrí en aquella cita con Aldo, me costó recuperarme. Por mucho tiempo, guardé la esperanza de que un día volviera a encontrarlo. En fin, el tiempo pasa y aquella cita quedó en el recuerdo. Ocho años después me casé. Tengo dos hijos preciosos y vivo feliz en Pinamar. ¡Ah! Creo que no lo dije: me casé con Aldo. Volvió a los ocho años. Me dijo que había cometido un error conmigo. Que la vida le enseñó a respetar, aunque no se compartan, las ideas del prójimo. Que nunca dejó de pensar en mí y que si no era demasiado tarde, aceptara casarme con él. En el Registro Civil nos dieron fecha para quince días después. Nos casamos a los quince días de haber vuelto por mí.
Si no hubiese sido sincera y no le hubiese contado mi militancia, me hubiese casado ocho años antes. Le dije, cuando me preguntó, que había dejado el grupo feminista hacía muuucho tiempo. Total, qué más daba. Era lo que él quería oír.


Ada Vega - http://adavega1936.blogspot.com/



lunes, 22 de julio de 2013

Por mi barrio

                          


     La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. Te hace zancadillas y te asusta todo el tiempo.  Al principio, cuando el barrio empezó a formarse, se paseaba de vez en cuando haciéndose la disimulada, dragoneándo a la gente con ojos de víbora, esperando, esperando. Pero eso era antes, cuando le quedaba un poco de vergüenza. Ahora se florea ¡con un descaro! Como si fuese una reina. Se disfraza de frío, de hambre, de droga o de sida. A veces llega en una bala o en un cuchillo. Fastidiosa como una novia, te sigue, te vigila, te espera. Tropezás con ella a cada rato. Hasta que al final te acostumbrás, y ya no te importa.
La muerte convive con nosotros. Pasa rasando por las veredas de tierra, se mete en las casas de bloques desparejos y ventanas ciegas, vichando, buscando siempre donde arañar y llevarse a viejos resignados al despojo o a gurises pasados de hambre. Rueda por las calles y se para en las esquinas con los guachos que fuman pasta o inhalan disolventes de las bolsitas de plástico. Recorre y aguarda las madrugadas, cuando se reúnen las pesadas para salir de choreo. Y espera la vuelta, la llegada de las bandas, las broncas, los repartos, y algún ajuste de cuentas.
La muerte anda siempre jodiendo por mi barrio. Cuando mataron al Rubito, el segundo de los hijos del flaco Arnoldo él no hizo nada. No podía tampoco. No cabía. Lo mataron los de la banda del Toño. Dicen que fue el Carlitos. El Rubito tenía aguante y era duro, cargaba el fierro a la izquierda. De compadre no más, ¡si no era zurdo! El corte lo llevaba a la derecha. Pero al corte ni llegó. Yo creo que se demoró, la zurda es más lenta. Si hubiese tenido el fierro a la derecha no lo hubiesen madrugado. ¡Estoy casi seguro!
Con el Arnaldo conversamos la otra tarde, yo creo que tiene razón. Estaba fumando recostado en la puerta de su casa, yo pasé y me quedé un rato con él. Mirá —me dijo— el Rubito estaba jugado. Ya había tenido varios encontronazos con el Carlitos, se llevaban mal desde que eran gurises chicos. En la escuela tuvieron que separarlos en clase más de una vez, porque se agarraban a trompadas a cada rato. Yo pensé que con el tiempo cambiarían, que aunque nunca llegasen a ser amigos, al menos se ignoraran; muchachos criados juntos en el mismo barrio, conociéndose las familias como nos conocemos, ¡qué sé yo! Nunca creí que la bronca que se tenían llegara tan lejos. Los dos andaban acelerados. Entre ellos siempre había algo que aclarar, siempre había algún desbarajuste.
No sé esta vez por qué habrá sido. No quise preguntar. Tampoco le dije nada a la policía. Yo sé bien que fue el Carlitos, pero si nadie vio nada, nadie vio y yo tampoco vi. Los asuntos de acá tenemos que arreglarlos acá, en el barrio. Entre nosotros sabés. Los de afuera son de afuera y no entienden que nosotros nos manejamos con otros códigos. Los milicos sí lo saben, por eso con ellos hay que cuidarse más, si es posible. Voy a esperar un poco, con el tiempo tal vez hable con el Carlitos. Por saber no más. ¡Una lástima! Un muchacho tan joven, veinte años había cumplido no hacía ni un mes, fijate vos. Pero era muy violento, tenía un carácter del demonio, la merca los termina enloqueciendo, pero andá a decírselo, una vez que se meten con esa mierda no salen más. El comisario me lo dijo, la última vez que estuvo preso: primero sáquelo de la droga don, si puede, si no, en poco tiempo lo tenemos acá de vuelta y no va a ser tan fácil que se lo lleve. El Rubito estaba jugado.
Todo eso me dijo la otra tarde. Pobre Arnoldo, tan buen tipo y todo lo que le ha pasado. Ahora sí se metió a hablar, por el Juan, el hijo mayor. Lo mató un milico. El Juan no tenía banda. Andaba solo. Había caído varias veces por rapiña y lo habían soltado. Dicen que una noche, el milico que vive frente al baldío, se encontró con él y le pasó un dato para un afane. A medias era. El Juan tenía que entrar a una casa y él quedaba afuera de campana. Parece que el botón no era trigo limpio, y les había hecho no sé que mejicaneada a los milicos de la otra seccional, que lo tenían en la mira.
Justo esa noche, o a propósito vaya a saber, uno de esos milicos los ve a los dos frente a la casa en actitud sospechosa, les da el alto, les pide identificación, reconoce al milico socio del Juan y le pega un tiro. De paso y para no dejar testigos, también mata al muchacho. Él dijo que fue en defensa propia, pero el Juan estaba desarmado. Nunca usó armas. No tenía. El Arnoldo anduvo averiguando, pero todo quedó quieto. Los milicos taparon todo y ni en los diarios salió. En la comisaría le dijeron que se dejara de preguntar cómo y quién fue que le mató al hijo, porque él sabía muy bien que el Juan andaba en el choreo. Que un día iba a caer mal y cayó, que qué iba a hacer. Que mejor se fuera para su casa a cuidar a los otros botijas chicos que le quedaban, y se dejara de andar molestando, o lo pasaban al calabozo por desacato a la autoridad. Así no más le dijeron. No le dieron mucho para elegir, por lo que no tuvo más remedio que meter violín en bolsa y venirse para el barrio con los hijos chicos.
El Arnaldo hace años que está solo. La mujer se le fue cansada de pasar hambre. Era una linda mujer. Ahora anda yirando.
Un día se puso el único vestido que tenía, se soltó el pelo, se pintó los labios de rojo y se fue del barrio con sus zapatos chuecos y una cartera vieja. Se fue con la idea de volver y comprar comida. Dicen que esa madrugada contó la plata que había hecho, desayunó como nunca en un boliche y se fue a dormir a una pensión. En la tarde se compró una tanga y un corpiño colorado, medias negras y un perfume. Esa noche redobló la guita. Después de desayunar recorrió vidrieras, se compró zapatos y un vestido nuevo, tiró la cartera vieja y se colgó al hombro una flamante cartera de charol. Y no volvió más. ¡Qué querés! Desde entonces el hombre está solo con los hijos, a veces hace alguna changa con la pandilla, pero como hay poco laburo les compró a los morenos del pasaje un carro con un matungo que todavía tira,  de madrugada sale y más o menos se revuelve. Y bueno, como estaba contando, esa tarde cuando volvió de la comisaría, empezó a dar las vueltas para enterrar al Juan. La mujer que ayuda al cura en la iglesia donde dan de comer, le dio una mano bárbara. Consiguió que la Intendencia se hiciera cargo de los dos entierros. Lo acompañaron al cementerio y cuando se despidieron el cura le dejó dobladito en la mano un billete de quinientos pesos. Para el hombre era una fortuna.  Alguno le reprochó al cura la donación. Que mire, darle plata para que se la gaste en vino. Nunca falta un real pa´ yerba, ya se sabe. Pero cuando llegó del cementerio, el Arnaldo fue a la carnicería y compró un asado con chorizos, del almacén llevó leche, azúcar, fideos, arroz, querosén, un pedazo grande de dulce de membrillo y pan. Una fiesta se hicieron los botijas. Hasta caramelos les llevó. Y él se compró un litro de vino, sí. ¿Y qué? ¿Usted el asado no lo acompaña con vino?  Eso le contestó el cura al que le reprochó su buena acción. Un pingazo el cura. Al final el entierro terminó en una fiesta porque en mi barrio, cuando hay una oportunidad de festejo, no se puede dejar pasar, y tener comida en la mesa es más que motivo. Cuando se festeja comiendo la alegría llena la casa y echa a la muerte a la calle. Y la muerte se va sin resentimiento en busca de otra vereda, de otra esquina donde quedar a la espera. Ella no tiene apuro, no tiene otra cosa que hacer, te puede esperar una vida. Pero eso sí, mientras tanto, por si las moscas:
¡la muerte anda siempre jodiendo por mi barrio!

Ada Vega - 1998 -  Garúa, Clic aquí: http://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 15 de julio de 2013

Jugar con la muerte

                             
              
Aquella tarde  de domingo el bar se encontraba  desierto. Jugaban los dos grandes en el estadio y desde temprano, los fanáticos aguardaban en las tribunas.
 Yo caí  como a las tres de la tarde. Arnoldo, sentado en la caja, estaba pendiente de una película sueca de  los años sesenta llamada Adorado John,  una película que dio que hablar en aquellos años.  En el otro extremo del mostrador, Dante leía el diario. Me servía un café cuando entró la muerte restregándose las manos.
 Dos por tres venía la fulana a jugar  a las cartas con Guillermo,   un muchacho motoquero que le gustaba jugar con ella. A mí nunca me gustó jugar con la muerte. No porque le tenga miedo, le tengo respeto por vieja, y desconfianza por tramposa.
 Se sentó en una mesa junto a una de las ventanas que da sobre Luis Alberto de Herrera,  pidió un mazo de cartas y me hizo señas invitándome a jugar.
—No quiero jugar —le dije.
—¿Me tenés miedo? —me contestó.
—Sabés que no me gusta jugar con tramposos.
—A veces hay que transar para conseguir una tregua.
Tenía razón. Guillermo demoraba, estaría en el estadio. Me senté a jugar.
—¿Por qué tan temprano por el boliche?
—Yo no tengo horario.
—Por lo general venís de noche.
—Porque es cuando hay más trabajo, hoy terminé temprano.
—Trabajo ingrato el tuyo.
—Cortá. Trabajar es ingrato, no se debería.
— Pero tu trabajo es inhumano.
—Jajaja, ¡tal vez!
Jugamos dos partidos y ganamos uno cada uno. No quise jugar el bueno por no darle chance.
En el estadio había terminado en empate. El bar comenzó a llenarse de parroquianos.
Dejé a la muerte y me acerqué al grupo a escuchar los comentarios del partido. En medio del revuelo, las opiniones a los gritos y las risas, llegó un vecino  a contar que Guillermo había muerto en un accidente. Me di vuelta hacia la mesa donde minutos antes había estado jugando a las cartas.  La muerte se había ido.
—¿Cuándo pasó? ¿A qué hora fue?
—Chocó con la moto  cuando iba para el estadio a ver el partido.
Me quedé pensando en la muerte.
—Hoy terminé temprano —había dicho.

“…esa puta vieja y fría, nos tumba sin avisar.”

sábado, 6 de julio de 2013

Algún día si acaso

             

                 Reconozco que la doble vida que llevé, durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un hecho legítimo y natural.
Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis años y ella veinticuatro. Trabajábamos juntos en una empresa naviera  de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea  en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche nos fuimos juntos. Andrea resultó ser una compañera increíble. Teníamos la misma edad y aunque no poseía una gran belleza física sus ojos grises y enormes, atraían la atención sobre su persona. Era, de todos modos, una joven atractiva, muy centrada e inteligente. Sabía lo que quería de la vida y luchaba para conseguirlo. Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa antigua del barrio Sur y era jefa de administrativa, en una reconocida firma  de plaza.
Nuestra relación fue franca y abierta desde el principio. Siempre supo ella de mi estado civil sin llegar a darle demasiada importancia pues pensó, como también pensé yo, que lo nuestro sería un amor de verano.
Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos cada quince días para ir a ver una película, o una obra de teatro y dormir juntos en algún motel de paso. De  manera que, sin darnos cuenta, nos fuimos involucrando cada día más al punto de que la relación, que había comenzado como algo pasajero y sin culpa,  fue convirtiéndose en una historia que nos exigía y nos comprometía a ambos.
 Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones en su trabajo. Decidió entonces vivir sola y alquiló un departamento  frente al  lago del Parque Rodó. En esa época comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa fue la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba en casa de Andrea.
 De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo, muchas veces he pensado que Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de la existencia de otra mujer en mi vida. Y que por temor a perderme, obligándome a decidir por ella o la otra, jamás dijo una palabra. Aunque tal vez, haya sido solamente una impresión mía.
 Mi situación ante la sociedad no era inédita. He sabido de otras historias de hombres con doble vida parecidas a la mía. Sólo quiero decir que no es fácil mantener en secreto una relación clandestina y que, inexorablemente, llega el día en que debemos decidir.
 Daniela dejó de trabajar a los pocos años de casados. Para ese entonces yo contaba con un buen sueldo  de modo que decidimos, de común acuerdo, que se quedara en casa a fin de llevar a cabo un tratamiento médico, que hacía un tiempo deseaba realizar, pues no lograba embarazarse y sufría por esa causa. Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo, nunca logró quedar embarazada. A mí me dolía verla sufrir y siempre le dije que yo la amaba y no me importaba no tener hijos.
Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy frágil. Necesitó siempre de mi amor para vivir. Su vida se resumió siempre en mi persona. El sentimiento que me unía a mis dos mujeres tenía facetas distintas. El amor que sentía por mi esposa incluía la ternura. La necesidad de protegerla. En cambio, el amor que me inspiraba Andrea llevaba impreso la admiración que sentía  por esa mujer que se abrió paso en la vida, sin depender de nadie. Que me dio quince años de su vida sin pedirme jamás que me separara de mi esposa. Que renunció a su maternidad para que no me sintiera atado a ella, ante la obligación  que representa un hijo.
 los años fueron  pasando inflexibles. No obstante,  pese a vivir  rodeado de amor, comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos casas, dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien festejar la Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que ya era tiempo de dejar de mentir.  Comprendí, entonces, que  el final de mi doble vida estaba llegando y sólo me restaba  decidir si seguiría viviendo en mi casa,  con Daniela,  o con Andrea en su departamento. De modo que pasé varios meses buscando la mejor manera de enfrentar la situación, que ya no admitía más dilaciones. Decidí entonces hablar con Andrea, pues era la única persona con  quien  podía comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su  opinión.
 No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía más de lo que yo creía. Ahora me doy cuenta que supo de mi  lucha interior y no quiso ser partícipe.  Fue generosa conmigo hasta el final. Y decidió por mí.
 Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta de su apartamento lo encontré vacío. Me asusté y  bajé para hablar con el portero. Me dijo que Andrea se había ido la noche anterior. Me dejó una carta. Sólo dos frases para despedirse de mí:
 Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea
Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Creo que Andrea conoció, antes el final de nuestra historia y  se anticipó a mi decisión  final.
No se equivocó.  ¿No se  equivocó...? 

                                         II

            Y bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las dos  como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes bien, porque te lo dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa situación tan cruel y humillante. Por ese motivo, conciente de quedar sola con mis recuerdos, el punto final decidí ponerlo  yo.
La primera vez que viniste a verme, traías una piedra en cada mano. El odio que sentías hacia mí, te salía por los ojos. Cuando abrí la puerta de mi casa, no tenía ni idea de quién eras. Entraste  como un turbión, insultándome. Tendría que haberte sacado de un brazo sin embargo  cerré la puerta y  permanecí de pie, mirándote. Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos. Las rivales. Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no correspondían a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido,  era tímida y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida. No sé qué esperabas de mí. Qué tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste  venir a mi casa, enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías,  era sólo tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres, en tu misma situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha, más o menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos, en plena faena de lustrar los pisos. Te diste cuenta que tu perorata no llegó, siquiera, ha molestarme Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra. Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia. Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella!  Entendí que, Daniela, la  esposa  tímida y  frágil que  Alfredo decía tener en su casa no era la misma Daniela que estaba frente a mí  amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en paz. ¿Dejarlo? Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La alianza que lleva en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si estás ofendida no es a mí a quien tienes  que enfrentar y pedir explicaciones. Yo no te conozco, cómo te voy a faltar. En todo caso quien te está ofendiendo, engañándote,  es tu marido. El que firmó ante el juez y juró ante el cura que te respetaría y estaría contigo en las buenas y en las malas,  hasta que la muerte los separara. A él debes reclamar, no a mí. 
Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con Alfredo, cuando fuiste a mi casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que aquella relación fuese a durar quince años y la finalizara yo.
Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí. Pero el amor se fue construyendo a partir del  conocimiento que, entre los dos, fuimos elaborando. Aquel día no querías irte sin oírme jurar por todos los santos, que no lo volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo no lo fui a buscar. Que él no tenía, conmigo, ninguna obligación. De todos modos que lo cuidaras, porque si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta, que no tuvieras dudas de que yo lo iba a dejar entrar. Porque el caso era de que yo, también lo amaba.
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo hice. Nunca.
Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa a la mía, implorándome. En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y hablaras con él sobre el tema. Pero él no podía saber, que tú estabas al tanto de mi existencia. En lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando comprobaste que te engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se cansara un día de la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te diste cuenta de que  nunca lo dejaría.  Que lo amaba de verdad. Creo que recién ahí comprendiste que la lucha iba a ser larga.  
Reconozco que no debí involucrarme con un hombre casado. Es cierto. Aunque no me arrepiento. Tengo sin embargo, algo a mi favor. Y es que, nunca, jamás le insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal vez porque él nunca habló de separación o divorcio, o tal vez porque yo nunca quise ataduras. Fue cuando comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas embarazada. ¡Buena jugada! pensé yo.  No sé si en realidad no te embarazabas. Lo que nunca entendí, si es que era cierto,  por qué no le mencionaste a tu marido que se hiciese él un examen.  Yo en cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos hijos a Alfredo. Pero él no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años de mi vida fértil, me negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con un hombre casado con otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni rehenes. Son seres que se traen  al mundo para criarlos con amor y responsabilidad. Además, siempre supe que un día Alfredo volvería contigo. Porque tú, no me queda otra que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil, si los hay. Con una sola carta ganaste: la santa paciencia. ¡Quince años esperaste! Y luchaste. Me consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho no, un capricho no dura tanto.
El amor herido, ¿si...?
Te diré  que hace un par de años  comencé a ver el cansancio en los ojos de Alfredo. Cuando estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa.  Sé, también, que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo.  Lo entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la misma  puerta que entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y porque yo también, como tú, viví estos años, solamente para él.  Contigo, porque dice que tú lo necesitas para vivir. Y creo que sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si alguna vez, sin querer, me nombra, cállate, olvídalo.
 Se le pasará. Los hombres olvidan muy pronto.
 Sabes Daniela, a veces, de tanto pensar en lo que hemos vivido estos años, he llegado a la conclusión de que tú lo debes amar más que yo. Si hubiese sido yo la esposa no hubiera soportado lo que tú soportaste. Me hubiese separado. O lo hubiese asesinado...no se. ¡Y tú lo compartiste durante quince años! ¿Quién tiene razón?  ¡Sabe Dios! Creo que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le hubiese costado mucho dejarme. Y a ti no te hubiera dejado nunca.
Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.

                                           III

Siempre pensé que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas, encontraría al fin la paz, la felicidad plena que durante años busqué  sin descanso. Hoy, creo que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo que a mí me sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié tanto, cuando supe de su existencia, que durante meses sólo quise que desapareciera, se extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea, les aclaro, era la amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz. 
La intuición de las mujeres es reconocida por la sociedad en pleno. Desde la manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a Adán, vemos lo que nadie ve. Vemos a través de. Pero, la intuición de una esposa va más allá de lo imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada, porque una esposa muy enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su amor. Vive en el limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más fácil engañarla con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me sucedió a mí. Me casé muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré a trabajar en  la empresa y lo vi, me enamoré  sin saber quién era. Claro que él no se dio cuenta y pasé más de un año trabajando en la misma oficina, sin que advirtiera mi presencia. El día que se dignó mirarme, mis ojos le dijeron todo lo que sentía por él. Nos casamos al año siguiente. Yo lo celaba con las compañeras de oficina, con mis amigas, con  Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si alguna vez me engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos modos, la noche que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la madrugada, yo supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y no dije nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la madrugada. Comenzaba mi tortura. Sólo quien haya pasado por lo mismo, puede imaginar lo que sufre una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los días me di cuenta que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada quince días. Casualmente, en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la empresa. Esto me confundía un poco.  Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo a la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi, hasta  ver salir  a mi marido del brazo de una mujer. Los volví a seguir. Fueron al cine Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la noche, una película puede durar una hora y media, dos, tres horas. A las doce de la noche tendría que estar en casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro día fui a verla.
Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que había visto con Alfredo la noche anterior. Me dio el número del  apartamento. La llamé desde el portero eléctrico y le dije que venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me dijo que subiera. Cuando abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba encerando los pisos. Entré como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza que aún  hoy, al recordarlo, me avergüenzo.
Cerró la puerta y se quedó mirándome.
Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha calma. Me dijo lo que para ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía atado, que le reclamara a él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que si tenía un poco de vergüenza y consideración, no le contara  a Alfredo de mi visita. Creo que nunca le contó. Si lo hubiese hecho, me habría dado cuenta.
Pese a la relación que, durante tanto tiempo, Alfredo mantuvo fuera del matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a mi lado, siempre respondió a mi amor. Por lo tanto nunca hablé del tema con él,  pues pensé que era sólo una aventura sin consecuencias.
No se debe predecir, ni jugar con el destino.
Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé una y mil veces yendo a la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor, que lo dejara. Fui tantas veces que al final hasta creo que nos hicimos amigas. Otra mujer me hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la voz, nunca me destrató como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que amaba a mi marido y no lo iba a dejar si él no la dejaba a ella. No sé cómo, ni de qué manera, pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de que el proceder de otras mujeres  hubiese sido distinto. Y está bien. Pero a mí no me importó perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la dignidad, si me quedaba sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince años fui y vine de mi casa a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la nuestra. Al final era ella quien me contenía. Me decía que si fuese ella la esposa no podría compartirlo. Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía conmigo. La que compartes eres tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la que no tiene más remedio que conformarse con lo que le dan.
 Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho frío. Estaba en el living leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina y tomemos un café. Hizo café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me habían agotado los ruegos. Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú eres mi castigo. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo. Habla con Alfredo, aclara  la situación, dile  que siempre estuviste al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda contigo, te juro que me voy, desaparezco de la vida de los dos. Pero no me pidas que renuncie a él. No puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a verla ya no hablábamos de Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir.
Por costumbre, creo.
Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más. Que habían designado a otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y había pedido un relevo. Se terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a quedarse en casa. Fui a ver a  Andrea.
El portero me dijo que Andrea había entregado el apartamento hacía ya dos meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una carta. Hizo al final lo que le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice lo correcto. Sólo sé que hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé lo que hacen otras mujeres en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi marido.  Sé también que sigue pensando en ti, pero creo que como tú dices, se le pasará. Los hombres olvidan más rápido.
Algún día, tal vez, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser, algún día....si acaso.