Agustina era hija de un
político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta
de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre
agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la
enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela
materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo
y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y
la ayuda del Altísimo cuando, recién cumplidos los doce años, pudo escaparse un
domingo a la misa de once mientras su progenitor andaba, en sus giras
políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando,
paso a paso, cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo, de barro, hizo a Adán a
su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego
a la
Mujer. Le habló
del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo
por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que
mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más,
condenándolos a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de
penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original; injusta
herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia
del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y
la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y
puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino
la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la
Historia Sagrada, como de la existencia
contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue
sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones,
rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya
a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para
demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las
alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies
sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de
ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo
y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al
hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos
medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia
no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el
Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida
como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar
nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos
justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano, porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a
un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico,
cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de
sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio
y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los
santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña
escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que
perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba
ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho
conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de
monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin
saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más
florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante
que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara
de actitud, con el alma compungida, no tuvo más remedio que trasmitirle la
buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado
la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de
la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de
religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien
la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos,
reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio
importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al
enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que
ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de
por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y
contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar
del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos
los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió
un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró
presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin
rodeos, antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de
claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía
mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el
marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se
animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no
suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la
mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de
que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas
averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala
que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de
religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de
averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan
cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en
esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente
a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y
encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según
decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes
de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la
Caridad, las Monjas Salesas de clausura.
Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La
Visitación, en el departamento de Canelones,
viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al
Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros proyectos.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años.
Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos
del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios
del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la
humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a
las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del
planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio
aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama
rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de
la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el
reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes una ventanita con reja y vidrio
fijo, con postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un
puntero, y que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen
votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los
veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicha
rotura. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose
a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un
pedacito de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y
por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa
cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de
su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba
resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados
abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le
negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto
cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que
nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura,
le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos
perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos
habitamos. Conociendo, de cerca, las dificultades de los más pobres por
subsistir. Sufriendo sus carencias. Creciendo. Las monjas renuncian al mundo y
se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes
tú, dime, que sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el
nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el
nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su
ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones los
padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía
arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y
silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también Volar a su casa, a los suyos. Y sintió un enorme deseo de verlos a todos.
Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días.
Esa
primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño Agustina
dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su
casa. Toda la familia la esperaba.
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa
de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos
habían cambiado mucho. Sólo a la abuela encontró igual, conversar con ella fue
como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al
convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho
circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia
había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su
trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición
económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín
hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera,
necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus
hijos.
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí
comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el
regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona
ideal a quien confiarle a sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la
joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso
cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se
encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le
inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba
seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de
decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio
y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el
pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el
viejo mundo, se instaló en la casa.
La joven bien llegó se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros
demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que
durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa
en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando.
Leandro también encontró distinta a Agustina. No parecía la monja retraída que
había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven
activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese
propósito. Leonardo pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos
modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que,
realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le
confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara
y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina
estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre
de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de
sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que
fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de
Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano Atlántico.
Agustina se quedó más de veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos
y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando
amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con
ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus
vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había
impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de
clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja
claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de
edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos
perpetuos.
Ada Vega -2012 –