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miércoles, 15 de abril de 2015

Garúa

                       
            
    La noche había llegado con esa calma cómplice que antecede a la lluvia  y un viento suave, arrastraba las primeras hojas secas de otoño. Mientras el barrio dormía el pesado sueño de los obreros y la inquieta vigilia de los amantes, dos ladrones pasaron sigilosos por la puerta del bar y se perdieron más allá de la oscuridad.
 En “El Orejano”, frente a una copa semivacía, los últimos trasnochados, desparramados en cuatro mesas, fumaban su soledad y su “spleen”. Mientras en la penumbra, desde la vieja  Marconi el    gordo Troilo y su bandoneón, como un responso: “Que noche llena de hastío y de frío, el viento trae un extraño lamento. Parece un pozo de sombras la noche...”                                                                               
    El patrón lavaba copas mientras escuchaba, sin oír, a un parroquiano que  por milésima vez  le contaba su vida, toda la historia de dramas y fracasos que sufrió y vivió a lo largo de los años. 
 —Vos sabés Walter, que yo siempre la quise a la Etelvina. Desde que éramos chicos, y después, cuando trabajamos juntos en Campomar.  Campomar y Soulas era ¿te acordás? ¡qué fábrica bárbara! ¡cómo se laburaba!  Después no me acuerdo muy bien lo que pasó, si se fundieron o si las firmas se separaron no más, el asunto fue que un montón de gente se quedó sin laburo. A nosotros nos tomaron en “La Aurora” de Martínez Reina, y casi enseguida nos casamos. ¡No sabés que mujer maniática resultó ser la Etelvina!  maniática y revirada. ¡Me hacía pasar cada verano!  Servime otro, querés. A las diez de la noche  iba a esperarme a la puerta de la fábrica, iba  a buscarme al boliche ¡me dejaba repegado! Más hielo, hacé el favor. ¡Un infierno de celosa la mujer! me hacía una marcación de media cancha. Después, cuando vinieron los hijos se le fue pasando, se le pasó tanto que un día no me dio más bola. ¿Tenés soda? Un vasito, gracias. Mientras fueron chicos vivió pendiente de ellos porque eran chicos, después,  preocupada por los novios y las novias de los muchachos como si la que se fuese a casar, fuera ella. Hasta hace poco anduvo rodeada de los  nietos, malenseñándolos. Y el otro día me dijo que estaba cansada, que nos había dedicado la vida, que ya es hora de pensar en ella, que quería ser libre y vivir la vida a su manera, metió su ropa en un bolso me dijo: ¡chau viejo! y se fue a vivir a Rivera con un veterano que conoció en la feria. ¡Me dejó mal parado, vo’sabés! ¡En la yaga! ¡Envenenado me dejó! ¿Tenés algo pa’ picar?  No sé si te conté lo que me pasó con...
El viento se había dormido en la copa de los árboles, y  una lluvia mansa canturreaba en gotas sobre la vereda. Desde la radio, el flaco  Goyeneche  cantahablaba: “Solo y triste por la acera va este corazón transido con tristeza de tapera, sintiendo su hielo, porque aquella con su olvido hoy me ha abierto una gotera...” Los gatos del boliche se echaron a dormir, dos sobre el mostrador y el otro junto a la puerta de entrada. Era la hora en que “pasa una bala”.  La hora del exorcismo. Esa hora incierta cuando el duende de la nochería  montevideana despierta, y  sale por los barrios a recorrer los boliches que van quedando, para acompañar en silencio a los valientes habitués que aún resisten. A  esa hora justamente, llegó el poeta. Se acodó en el mostrador, se persignó,  pidió una cerveza y empezó su confesión.
—Ando mal, che. No sé qué me está pasando con las minas. ¡Se me van! Yo las traigo pa’ la pieza, les dedico mis mejores versos, las mimo, les recito a Machado: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud veinte años en tierra de Castilla; mi historia algunos casos que recordar no quiero.” Les recito a Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca.” Y no hay caso, che,  no aguantan ni  quince días ¡y se van! Me dejan  en banda como si nada. ¿Quién las entiende a las mujeres? Yo no sé  qué pretenden. Están rechifladas, están. A mí me desconciertan, te juro que me desconciertan. Y la verdad es que yo en mi pieza necesito una mina, una amiga, una compañera. ¡¡Una mujer!!  Llegar a la madrugada y saber que hay alguien que te espera. No tener que dormir solo. ¡No sabés como me revienta dormir solo! Con esta última piba que vino iba todo de novela, te juro, hasta de escribir había dejado, y vos sabés bien que la poesía para mí es lo primero. Porque yo no me hice, como muchos, en esos talleres de literatura que andan por ahí. No señor. Yo nací poeta. Respiro la poesía. Si me falta el verso, me muero. ¡Y había dejado de escribir, por una mina! Si seré gil. ¡Y se me fue igual! ¿vos podés entender?  Esto para mí ya tiene visos de trágico. Y no le veo vuelta, eh. No sé qué hacer, te juro que no sé que hacer. ¿Estaré engualichado, che?
 Y  el polaco acompañaba  con su voz de bodegón... “Sobre la calle la hilera de focos lustra el asfalto con luz mortecina y yo voy como un descarte, siempre solo siempre aparte, esperándote...”
Estaba amaneciendo, la lluvia golpeaba en los vidrios como pidiendo permiso para entrar, el patrón empezó a cerrar las ventanas. Mientras los últimos trasnochados iniciaban la retirada, las luces del primer 126  de CUTCSA, que venía de la Aduana  atravesaron la bruma de la mañana yugadora. Por la vereda, con las manos en los bolsillos, pasaron los dos ladrones de vuelta. Mala noche para ellos. Terrible la “mishiadura”. Los gatos se desperezaron. En el mostrador el bardo apuraba la cerveza.  
—¡No sé qué hacer, Walter, te juro que no sé qué hacer!
El patrón estaba cansado, quería cerrar de una buena vez, para irse a dormir. Miró al poeta y le dijo: 
—¿Y si probaras a darles de comer...? 
Y empezó a bajar la metálica.
“... las gotas caen en el charco de mi alma, hasta los huesos calados y   
     helados y   humillando este tormento, todavía pasa el viento,

empujándome....”


Ada Vega, 1997 – Blog: http://adavega1936.blogspot.com/

martes, 14 de abril de 2015

Milico


Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que andar cuidándolo para que no se fuese a caer y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras. El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien.
Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito.
Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.
No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formársele una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo sólo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa les dijo que allí adentro hacía mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar mate con pancongrasa.
El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.
¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres, de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea.
Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más.
Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que sólo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo.
Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba por casualidad por la esquina, cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.
Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara, aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley y el Orden...”

Ada Vega, 1996 -BLOG: http://adavega1936.blogspot.com.uy/

viernes, 10 de abril de 2015

Una mujer para recordar


El hombre había tenido una mujer. Una mujer a la que había amado — eso decía. Cuándo, cuántos años hacía — preguntaban los habitué.
       No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba que, una vez, había tenido una mujer. De ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se aquerenció en aquel boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros, o tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata  que le daban cierto aire de  distinción.
        Todas las noches venía al café. Tarde, todas las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas, sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de ginebra. 
          De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido. Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
        En la noche furtiva, cuando los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
          Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que lo enloquecían.
           ¿Quién era ella? Qué pasó con ella —los otros querían saber.
  Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
          Volvía entonces a su obstinado silencio, con la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando  el alcohol lo obnubilaba le habían oído contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y entrecierra los ojos  —tenía esposa y tres hijos.
 —Todo lo dejé por ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia?  —todos preguntaban.
 —No sé —decía el hombre—,  nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve  es aquella,  la que maté con mis propias manos. La que sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de amar.
         Había llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.

Ada Vga, 2013 http://adavega1936.blogspot.com/

lunes, 6 de abril de 2015

Como debe ser.

       
                
 Dicen los que estaban que a Rudesindo Ordóñez lo mataron mal. A traición, dicen. Por la espalda. Que esa es mala manera de matar y de morir. No se debe.  No señor. Es por eso que en las noches sin luna, cuando al campo lo abruma la oscuridad y sólo se escuchan las lechuzas chistando al pasar, más de uno comenta que ha visto al Rudesindo montando un tubiano con ojos de fuego, cruzar al galope y perderse en la nada. Justo por donde uno menos quisiera encontrarlo. También dicen, los que saben de muertos y aparecidos, que mientras vivan los hermanos  Gomensoro su pobre alma en pena andará en la huella como  una luz mala. Rondando.
Rudesindo era un mozo indómito. Negado para el trabajo. Vivía en el trillo carneando ajeno. Libre y solo sin marca ni lazo que lo sometiera. Hábil para el juego y buen jinete; bailarín, payador y mujeriego hasta el tuétano. Su fama de orejano, viviendo al filo de la ley, era reconocida por aquellos hombres trabajadores del campo, con poco tiempo para la diversión y menos para los sueños. Nunca ocultaron que sentían por Rudesindo cierta mezcla de envidia y desprecio. Fama exaltada, sin embargo, por las mujeres que veían en él  al trovador de buena estampa a quien todas querrían amar. Y en esa mixtura de odios y amores encubiertos, de amores robados y amores ofrecidos, transcurría la vida de aquel mozo guitarrero y cantor. De todos modos, acostumbrados en el pago a la presencia del muchacho que había quedado huérfano desde muy chico, los vecinos toleraban su vagancia y era, junto a su guitarra, el convidado de piedra en cuanta reunión hubiese por los alrededores.
Es sabido que en casi todos los enfrentamientos entre hombres, las mujeres han tenido algo que ver. Y en esta ocasión parece que también por faldas fue el asunto. Así cuentan los que cuentan  en pagos de Treinta y Tres.
Al norte de Valentines, tirando para Cerro Chato,  tenían los Gomensoro una hacienda bastante próspera dedicada a la cría de merinos. El matrimonio tenía cuatro hijos, tres varones y Adelina, la menor. Una muchacha muy bonita y avispada. Ese año, para la zafra de primavera,  el patrón había contratado  una comparsa de gente del lugar muy baqueana para el trabajo de yerra y esquila. Junto a esa gente se encontraba Rudesindo Ordóñez que, al final de la jornada, entre mate y caña, cantaba valsecitos  y vidalas con voz ronca y bien entonada. Adelina, la hija de los Gomensoro,  ya había oído ciertos comentarios sobre la vida disipada que llevaba el  muchacho, y  no pudo resistir la curiosidad de  conocerlo.  Una mañana, con el pretexto de cebarle unos mates al padre, se acercó a la gente que estaba en plena faena y allí lo vio. Según dicen los que estaban  Rudesindo ni se fijó en ella. Tal vez la vio como la gurisa que era no más y ni corte que le dio. Sin embargo ella, por el contrario, quedó con la cabeza llena de pájaros y prendada del  mozo y, mujer al fin, comenzó a maquinar el modo de atraer al muchacho para que se fijara en ella.  El asunto fue que una vez terminada la zafra, después de una fiesta de asado con cuero, vino y empanadas, los contratados se fueron cada cual por su lado. También se fue el cantor, que con unos pesos en el cinto y su guitarra requintada,  salió en su flete a recorrer el pago, visitar boliches y refistolear mujeres. Entre guitarreada y copas fueron transcurriendo las horas. Era ya pasada la media noche cuando llegó a su rancho. Recostada en los eucaliptos una luna amarilla lo  observaba distraída. No había abierto la tranquera cuando el galope de un caballo, que se acercaba, lo puso en guardia. Quedó a la  espera junto al alambrado, hasta que un tordillo oscuro se detuvo y de un salto desmontó Adelina con un lío de ropas colgando del brazo. Rudesindo no la dejó llegar a la portera, la paró ahí no más, y le preguntó asombrado:
—¿Y vos qué andás haciendo a estas horas?
—Me vine, le contestó ella.
 —¿Cómo que me vine? ¿A qué te viniste?
—A quedarme con vos, afirmó la muchacha.
 —¿A quedarte conmigo? ¿Estás loca vos?
—Vine pa´ser tu mujer. Pa´quedarme en tu rancho.
Si la situación no hubiese sido  tan seria, Rudesindo habría pensado que aquello era una broma. De todos modos, no quiso seguir escuchando y le gritó enojado:
—¡Caminá gurisa, andá a terminar de criarte que, en su momento, algún mozo te va a pedir pa´casarse contigo como se debe. ¡En menudo lío me metés si tu padre y tus hermanos te encuentran aquí! Y no te aflijas porque vivo solo. El día que quiera mujer en mi rancho, yo mismo la voy a traer. Ahora subí a tu caballo que te voy a llevar de vuelta, no está la noche como pa´que andés sola por ahí... ¿Y ahora qué te pasa? ¿Por qué te ponés a llorar?...¡Muchacha del diablo!...¡Mocosa mal criada!
Llegaron a la hacienda de los Gomensoro entrada la madrugada. El sol empujaba un montón de nubes, que se iban deshilachando, para darle lugar. De lejos se veía en la estancia mucho movimiento. Rudesindo dejó a Adelina junto a la portera grande y se fue en un trote lento. El padre y los hermanos fueron a alcanzarla. Ella seguía llorando, a moco tendido, como si la hubiesen violado. Los cuatro muchachos se quedaron mirando al jinete que se alejaba...
Esa noche, en el boliche, el Rudesindo acodado en el mostrador tomaba su caña.  Conversando con el turco le había dicho que andaba con ganas de levantar vuelo, dejar Valentines por un tiempo, subir hasta el norte, cruzar el Olimar, llegarse hasta Tupambaé y quién sabe tal vez, largarse hasta Cerro Largo. Y no estaba lejos, no más, de que lo hiciera en los próximos días.
Los hermanos de Adelina llegaron antes de la medianoche, se detuvieron en la puerta, vieron al Rudesindo fueron hacia él y lo cosieron a puñaladas. Por la espalda fue. A traición. Sin que el hombre se pudiera defender. Lo mataron para vengar la honra de una mujer a la que él, ni llegó a conocer.
Muchos en el pago piensan que Adelina fue la excusa, no la causa, de la muerte de Rudesindo Ordóñez. Que aquellos hombres atados al trabajo de la tierra y a sus costumbres, mataron en Rudesindo lo distinto. La libertad de pájaro, su estampa y su fama. Ahora podían dormir tranquilos. Ya no había guitarrero enamorando mujeres, ni ganador en el juego, ni orejano viviendo al costado de la ley. Estaba cada cosa en su debido lugar. Como siempre había sido. Como debe ser.

 Ada Vega, 2005 - Garúa:http://adavega1936.blogspot.com/

sábado, 28 de marzo de 2015

No vayas al cielo


Iban por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras pateaban una maltrecha botella de plástico, fumaban un porro a medias y cantaban: “...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza y café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca ni hojillas...” Ajeno, el sol continuaba su lento vagar hacia el oeste y las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los vaqueros desflecados tajeados en las rodillas y sendos bucitos negros que lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.
El Pelado y el Chifle eran dos hermanos nacidos en un barrio de “zona roja”. Chorritos sin prestigio, oportunistas natos, se encontraban sin embargo limpios ante la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecedentes que los involucraran en delitos primarios y sus drásticas consecuencias. Inconcientes por herencia directa, vivían la vida al mango.
Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida lo que la vida les ofrecía a su paso, y lo que no. Acérrimos desconocedores de todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de unos terminan donde empiezan los derechos de los otros, y que existen leyes que se hicieron para cumplirlas. Repobres de la más lunga estirpe orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre y los calma el mendigar primero y el robar después.
Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en brazos, a extender las manitas sucias —los pelos revueltos y las caritas moquientas—, a cuanto transeúnte pasara a su lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si alcanzaba, la leche.
Desayunaban una fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al atardecer muertos de sueño y cansancio.
Y de un saque, un día, se les fue la infancia. Sin reyes magos, sin escuela ni educación. Y la pujante adolescencia, al abrirse paso, los dio de narices con la globalización, el neoliberalismo y el “sálvese quien pueda”. Se enteraron que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante “curriculum vitae” que te permita, por lo menos, competir. Que si no sabés inglés no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los “canillas” y los lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la construcción es una utopía. ¿Y entonces...?

Subieron el repecho hasta el almacén de don Flores y al iniciar la bajadita lo vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la bicicleta, orgullosos por “la hazaña” que acababan de realizar.
Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a saber si fueron cinco , o diez, o tan sólo tres, los minutos que corrieron, antes de que al primer automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. Lo que siguió después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis años por rapiña, fue solamente el principio.

La luna asomada entre los barrotes, iluminaba la soga, a cuyo extremo se balanceaba inerte el cuerpo del muchacho. El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche testigo, bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos, victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda contigua, el hermano cantaba: “... porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza ni café... Porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca, ni hojillas...”

Ada Vega, 1998

martes, 24 de marzo de 2015

Por mano propia


                                    
Hacia la orilla de la ciudad los barrios obreros se multiplican. La ciudad se estira displicente marcando barrios enhacinados proyectados por obra y gracia de la necesidad. La noche insomne se extiende sobre el caserío. Un cuarto de luna  alumbra apenas. Los vecinos duermen. Un perro sin patria ladra de puro aburrido mientras revuelve tachos de basura. Por la calle asfaltada los gatos cruzan saltando charcos y desaparecen en oscuros recovecos, envueltos en el misterio. En una de las casas del barrio comienza a germinar un drama.
Clara no logra atrapar el sueño. Se estira en la cama y se acerca a su marido que también está despierto. Intenta una caricia y él detiene su mano. Ella siente el rechazo. Él gira sobre un costado y le da la espalda. Ya han hablado, discutido, explicado. Clara comprende que el diálogo se ha roto, ya no le quedan palabras. Ha quedado sola en la escena. Le corresponde sólo a ella ponerle fin a la historia.
 Los primeros rayos de  un sol que se esfuerza entre nubes, comienza  a filtrarse hacia el nuevo día. Pasan los primeros ómnibus, las sirenas de las fábricas atolondran, aúlla la sierra del carnicero entre los gritos de los primeros feriantes. Marchan los hombres al trabajo, los niños a la escuela y las vecinas al almacén.
Hoy, como lo hace siempre, se levantó temprano. Preparó el desayuno que el marido bebió a grandes sorbos y sin cambiar con ella más de un par de palabras, rozó apenas su mejilla con un beso y salió apresurado a tomar el ómnibus de las siete que lo arrima hasta su trabajo.  Clara quedó frustrada,  anhelando el abrazo del hombre que en los últimos tiempos le retaceaba.
 La pareja tan sólida de ambos había comenzado a resquebrajarse. No existía una causa tangible, un hecho real, a quién ella pudiera enfrentar y vencer. Era más bien algo sórdido, mezquino, que la maldad y la envidia de algunos consigue infiltrar, con astucia, en el alma de otros. Algo tan grave y sutil como la duda.
 Clara sabe que ya hace un tiempo, no recuerda cuánto, en la relación de ambos había surgido una fisura causada por rumores maliciosos que fueron llegando a sus oídos. Primero algunas frases entrecortadas oídas al pasar en coloquios de vecinas madrugadoras que, entre comentar los altos precios de los alimentos, intercambiaban los últimos chimentos del barrio. Claro que más de una vez se dio cuenta que hablaban de ella, pero nunca les prestó  demasiada atención.
Dejó la cocina y se dirigió a despertar a sus hijos para ir a la escuela. Los ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Después, aunque no tenía por costumbre, decidió acompañarlos .Volvió sin prisa.
El barrio comenzaba su diario ajetreo.
Otro día fue Carolina, una amiga de muchos años, quien le contó que Soledad, su vecina de enfrente, cada vez que tenía oportunidad hablaba mal de ella. Que Clara engañaba al marido con un antiguo novio con quien se encontraba cada pocos días, comentaba la vecina a quien quería escucharla.
 Comenzó por ordenar su dormitorio. Tendió la cama como si la acariciara. Corrió las cortinas y abrió la ventana para que entrara el aire mañanero. Después, el dormitorio de los dos varones. Recogió la ropa para lavar y  encendió la lavadora. Puso a hervir una olla con la carne para el puchero y se sentó a pelar las verduras mientras, desde la ventana, el gato barcino le maullaba mimoso exigiéndole su atención.
El sol había triunfado al fin y brillaba sobre un  cielo despejado. Las horas se arrastraban lentas hacia el mediodía. Colocó las verduras en la olla del puchero y lo dejó hervir, a fuego lento, sobre la hornalla de la cocina. Tendió en las cuerdas la ropa que retiró de la lavadora.
Cuando estuvo segura y al tanto de los comentarios que la involucraban, increpó duramente a la vecina quién dijo no haber hablado ni a favor ni en contra de su persona, sin dejar de advertirle, de paso, que cuidara su reputación si le molestaba que en el barrio se hablara de ella. Clara quedó indignada. Aunque el vaso se colmó cuando, unos días después, su marido regresó enojado del trabajo pues un compañero lo alertó sobre ciertos comentarios tejidos sobre su mujer. Clara le contó entonces lo que su amiga le dijo y su conversación con la vecina. Le aseguró que todo  era una patraña,  una calumnia creada por una mujer envidiosa y manipuladora.
—Por qué —preguntó el hombre. —No sé —contestó ella. Entonces la duda. Y la explicación de ella. Su amor y su dedicación hacia él y  hacia los hijos. Le juró que no existía, ni había existido jamás, otro hombre.  —Por qué motivo esta mujer habla de vos. Por qué te odia —quiso saber. —No sé. No sé. Y la duda otra vez.         Quizás hubiese podido soportar el enojo de su marido. No tenía culpa de nada. Algún día todo sería aclarado, quedaría en el olvido, o preso del pasado. Pensaba que su matrimonio no  iba a destruirse por habladurías, sin imaginar siquiera que faltaba un tramo más.
Cuando se hecha a correr una calumnia nunca se sabe hasta donde puede llegar. El marido no está enterado,  pero ayer se acabó su tolerancia. Su corazón se llenó de odio. Cuando volvieron los hijos de la escuela le contaron que un compañero, en el recreo, les dijo que la madre de ellos tenía un novio.
Fue el punto final.  No más.
Entró en el baño a ducharse y se demoró complacida bajo la lluvia caliente. Se vistió con un vaquero, un buzo de abrigo y calzado deportivo. Tendió la mesa para el almuerzo con tres cubiertos. Dio una mirada en derredor. Comprobó que estaba todo en orden. Salió a la vereda y se quedó a esperar junto a en la verja de su casa. Pasaron algunos vecinos que la saludaron: el diariero,  el muchacho de la otra cuadra que vende pescado, el afilador de cuchillos, la vecina que quedó viuda y vende empanadas a diez. Es lindo el barrio. Y tranquilo, nunca pasa nada. Todo el mundo se conoce. En la esquina, sobre la vereda de enfrente, hay un almacén. Los clientes entran y salen durante todo el día.  En ese momento una mujer joven abandona  el negocio y se dirige a su domicilio situado  frente a la casa de Clara.
La joven la ve venir y cruza la calle. Se detiene ante la mujer que al principio la mira irónica, aunque  pronto comprende que el asunto es más serio de lo que imagina. Evalúa con rapidez una salida. Pero ya no hay tiempo. El arma apareció de la nada y el disparo sonó en la calle tranquila como un trueno. La mujer cayó sin salir de su asombro en la puerta de su casa.
Volvió a cruzar con la misma calma. Entró en su casa, dejó el arma sobre la mesa del televisor,  tapó la olla del puchero, apagó la cocina, se puso una campera y guardó la Cédula de Identidad en el bolsillo. Cuando oyó la sirena de la patrulla salió.
La vecina de enfrente permanecía caída en la puerta de su casa rodeada de curiosos. En la vereda de la casa de Clara, el barrio se había reunido en silencio. Alguna vecina lloraba. Una amiga vino corriendo y la abrazó. Un viejo vecino le dijo tocándole el hombro: no valía la pena m´hija. Ella le sonrió, siguió caminando entre los curiosos y entró sola al patrullero. El policía que venía a esposarla desistió.
Siete años después volvió al barrio. El esposo fue a buscarla. En su casa la esperaban los dos hijos, uno casado. La casa había crecido hacia el fondo estirándose en  otro dormitorio. Junto a la cama matrimonial del  hijo,  había una cuna  con un bebé. Otro puchero hervía sobre la cocina. La mesa estaba puesta con cinco cubiertos. Desde la ventana, el gato barcino le maulló un saludo largo de bienvenida 



lunes, 16 de marzo de 2015

Como campanilla de recreo




             Manuel Arvizu ingresó al  elegante salón de fiestas del Hotel Conrad Punta del Este, donde esa noche se ofrecía una recepción a un grupo de científicos llegados del Instituto Pasteur de París, en visita a su homólogo de Montevideo.
 El grupo lo conformaban tres doctores y un técnico, dedicados al estudio de la Biología Molecular. Uno de los doctores era una bióloga nacida en Uruguay  y radicada en Francia, hacía  muchos años.
Manuel Arvizu paseó su mirada sobre toda aquella concurrencia y se encaminó hacia donde se encontraban los homenajeados. Se detuvo ante la mujer que componía el grupo, causante de su presencia en dicho agasajo. Desde que viera la foto en los diarios y el  anuncio de su  arribo al país, sólo estuvo  pendiente del día de su llegada.
Esa doctora en biología, que anunciaba su visita al Uruguay, había sido una estudiante alumna suya de los años en que fue profesor de  un liceo capitalino. Vivió con ella una breve historia de amor. Tan breve que el hombre piensa que  nunca  comenzó y por ende: nunca acabó. Pero que, sin embargo, como una imagen recurrente, aún permanece en su memoria. Perturbándolo, a veces, como una obsesión. Que no comenzó con un principio, como comienzan las historias de amor. Más aún, una historia que le pertenecía solamente a él pues se había enamorado de una mujer que había hecho suya una tarde, de hacía muchos años, y que nunca más  volvió a ver.
Una mujer de la que se enamoró después: al recordarla. Cuando, sin saberlo entonces, ya la había perdido. Ahora el destino volvía a cruzarlos y él necesitaba ir a su encuentro. Enfrentar ese recuerdo acuciante que no logró nunca sepultar en el olvido. Hablar con ella aunque fuesen dos palabras para poder, al fin, olvidar aquella vieja historia. De modo que  allí estaban los dos, otra vez,  frente a  frente.
La mujer lucía espléndida. Elegante, pero sobria. Llevaba un vestido negro de corte clásico y un collar de perlas y, en sus manos, sólo la  alianza de matrimonio. Delgada, no muy alta, con el cabello corto y  poco maquillaje exhibía su rostro una belleza interior que relucía en sus ojos claros y en su boca que se abrió en una sonrisa cuando vio al hombre que se acercaba y lo reconoció. Tenía diecisiete años aquel invierno cuando  lo vio  por primera vez, y cursaba quinto año de bachillerato.
Por un momento volvió a ser aquella adolescente desprejuiciada, apurada por vivir. Enamorada perdidamente del joven profesor sustituto, que había aparecido un día en el salón de clases, sólo para trastornarla. Manuel, —recuerda—, ya casi lo había olvidado, volver a verlo le provoca  ternura. Como encontrarse de pronto con un compañero de juegos de su niñez. ¡Qué casualidad encontrarlo allí!
                                                 II
Él ya había pasado los treinta,  cuando llegó una tarde  a suplir al profesor de física que se encontraba con licencia médica. Se quedó con el cargo de profesor  el trimestre  final  de quinto y el período de sexto del año  siguiente.
Ella lo volvió loco todo el tiempo que quedaba de quinto y todo sexto. Se había enamorado del profesor. Muchas alumnas se enamoran de sus profesores, pero sólo son  amores platónicos. Sin embargo lo de Eliana nada tenía que ver con Platón y su elevada filosofía. Ella  acosaba al profesor. Lo seguía, lo esperaba, lo llamaba por teléfono. Lo invitaba a ir al cine, a la biblioteca, a tomar un café. Con él a cualquier parte. El muchacho en ningún momento demostró interés en la joven. Estaba casado y  ella era un compromiso para él  y se lo decía:
 —Dejame en paz, Eliana,   vas a lograr  que pierda  el trabajo.
 Todo fue en vano. En los últimos días de noviembre, antes de terminar el sexto año de bachillerato, Eliana necesitaba urgente una paliza: Manuel prefirió llevársela a un motel. En el trayecto no hablaron una palabra.
Al llegar a la habitación  ella se quitó la ropa y se tendió en la cama. Manuel pensó que era sabia en amores. La cubrió con su cuerpo y ella permaneció estática. Estiró las piernas juntas sobre las sábanas y se quedó a la espera. Manuel la miró y le preguntó:
—Decime,  Eliana ¿vos nunca hiciste el amor?
 Ella le dijo que no con la cabeza, y la boca cerrada.
 —Eliana, ¿vos sos virgen?  —volvió a preguntar.
 Ella le dijo que sí con la cabeza, y  la boca cerrada.
 Manuel trató de incorporarse y  Eliana se abrazó a su cuello para que no la abandonara. Lo mantuvo, aferrado sobre su pecho desnudo. No supo. No encontró las palabras con las cuales decirle que ella quería que fuese él, y no otro, su primer hombre. Lo miró angustiada. Manuel se zafó del abrazo y se  tendió a lo largo, junto al cuerpo de la muchacha, a esperar que se le pasara el desconcierto. Ella se acurrucó en el cuerpo del hombre buscando refugio.  Entonces la tomó en sus brazos, la besó largamente y ella, entregada al fin, se abrió al amor.
 El profesor no tuvo oportunidad, en los días que siguieron, de instruir a su alumna sobre las distintas fases del arte de amar, hecho que desde entonces arrastra como una carga, como una culpa. Como un deber inacabado. Unos meses después Eliana, mediante el usufructo de una beca, dejó el país y se fue a estudiar a Francia.  De modo que Manuel  no volvió a saber de ella.
Desde aquella tarde en el motel  habían transcurrido treinta años.
Manuel Arvizu observa a la famosa  bióloga que está a su lado, sonriente, desinhibida. Hizo bien en venir a verla. Ahora sabe que ella nunca lo olvidó. Que jamás lo olvidará. Ya puede ponerle fin a aquella historia de amor tan breve, que por distintas razones dejó entre la alumna y el profesor, un recuerdo imborrable.
 Eliana le tendió una mano para saludarlo, hubiese querido preguntarle qué había sido de su vida, contarle tal vez algo de la suya, pero del otro extremo del salón sus compañeros la llamaban. Se disculpó al instante. Al estrechar su mano, Manuel alcanzó a ver la alianza de matrimonio. Sólo una palabra pronunció él en voz muy baja, casi al oído:
— ¿Aprendiste? Ella rió al contestarle. Y él la reconoció más hermosa que nunca y más lejana que nunca.
      — ¡Con un master!! —le contestó mientras iba apresurada  a reunirse con su grupo.

Manuel quedó mirando la figura de la mujer que se alejaba de su vida para siempre, mientras oía su risa,  retumbando  en el salón, como campanilla de recreo.

Ada Vega - 2010 - Garúa:http://adavega1936.blogspot.com/