Creo que a estas alturas los Reyes Magos están un poco desprestigiados. Por
equivocarse tanto, digo, por no poner más atención en donde dejan los juguetes.
Ellos saben bien que todos los niños esperan regalos, sin embargo parece que
eligieran los barrios y las casas por donde pasar. Y así van dejando en su
trayecto tantos y tantos hogares sin visitar. Barrios enteros donde miles de
niños se durmieron de madrugada, esperando a los camellos que no llegaron, y
despertaron por la mañana, acongojados, sin comprender por qué otra vez los
Reyes se olvidaron de ellos. Esos mismos Reyes que lograron la inmortalidad por
llevarle ofrendas a un niño que nació pobre, tan pobre que vino al mundo en un
establo.
Cuentan que, guiados por
una estrella, llegaron desde sus lejanos reinos hasta Belén, la noche del 5 de
enero de hace más de 2000 años, y ese niño que dormía en un pesebre los
convirtió en Reyes Magos para toda la eternidad. Por ese motivo cada 5 de enero
visitan las casas de todos los niños, para dejarle un regalo a cada uno
Esa es su misión.
Aunque a veces creo que
han empezado a cansarse de tanto viajar, porque si bien es cierto que trabajan
sólo una vez al año, eso de andar hace más de 2000 años cargando bolsas de
juguetes para todos los niños del mundo, debe ser un trabajo agobiante. Se han
aburguesado. Marcaron una ruta determinada y no se apartan de ella. Y es sabido
que en la ruta de los reyes, los pobres quedan al margen. Siempre quedan al
margen. Si hace más de 2000 años bajó Dios a la
Tierra para
ver si podía arreglar el entuerto, y no pudo, ¿qué se van a hacer problema los
Reyes? Dígame. Parece que allá arriba no tienen la solución. Tal vez tengamos
nosotros que resolver este perjuicio, exigiéndoles a los Señores Reyes igualdad
para todos los niños.
En fin, esto no es nuevo,
cuando yo era niña sucedía lo mismo. Por mi casa pasaban, pero según decía mi
madre “ya venían de vuelta”. La nuestra, decía, era una de las últimas casas
que debían visitar, por eso nos dejaban lo último que les quedaba. Yo le
preguntaba entonces a mi madre por qué un año no hacían el recorrido al revés.
Ella me contestaba que esas, eran cosas de Dios. Y ya sabemos que a Dios uno no
le puede andar pidiendo explicaciones. Por lo tanto nos conformábamos con lo
que nos habían dejado. Porque eso sí, a conformarnos, los pobres, aprendemos de
chiquitos.
Me acuerdo que un año yo
quería una muñeca con la cabeza de loza. Y mi hermano la pelota de cuero. Como
hacía años que se la pedía a los Reyes sin resultado, decidió hacer una carta.
Hojas de cuaderno no le habían sobrado. En el papel del almacén no se podía
escribir, porque era de estraza y el lápiz no se veía bien, así que fuimos al
cuarto donde mamá cosía y buscamos, entre las telas que traían las clientas
para hacerse los vestidos, alguna envuelta en papel blanco. Encontramos una que
decía “CASA SOLER” estaba un poco arrugada, pero del revés estaba bastante
bien. Mi madre al vernos revolver entre sus cosas nos preguntó en qué andábamos,
mi hermano le dijo que precisaba un papel para hacer una carta para los Reyes.
Mamá nos miró, dejó de coser en la máquina, recortó con la tijera, un pedazo de
papel con forma de hoja, la planchó con la plancha que siempre tenía a su lado
y se la dio a mi hermano.
La carta le quedó
preciosa. Con la letra bien parejita. Decía: “Señores Reyes Magos, yo quiero
una pelota de cuero. Vivo en Pedro Giralt 4016” .
La dirección se la puso con lápiz de tinta que mojaba en la lengua, para
que se viera más y no se fueran a equivocar y la dejaran en la casa de al lado.
La lengua le quedó violeta, pero la carta quedó hermosa. Yo le dije que de paso
pidiera la muñeca para mí, pero él dijo que la carta ya estaba terminada,
y que él era un varón y no iba a andar pidiendo una muñeca aunque
fuera para una hermana. De modo que la firmó, le hizo una rúbrica de poeta y
yo mi muñeca, se las pedí de boca no más.
Esa Noche de Reyes mi
hermano dobló la carta en cuatro y la puso bajo la almohada, porque las cartas
para los Reyes en esa época se ponían bajo la almohada. Cuando a la mañana
siguiente se despertó, en lugar de la pelota, los Reyes le habían dejado un
guardapolvo y la moña para la escuela, la cartera, que los varones colgaban al
hombro, un Diccionario de Idioma Español y El Mundo Tal Cual Es. El pobre
rezongó un poco y le dijo a mi madre:— ¡Yo no sé porqué me dejaron todo esto
para la escuela, si total usted cuando empezaran las clases me lo iba a comprar!
Ese día mi hermano rompió
relaciones con los Reyes Magos y decidió no volver a pedirles nunca más la
pelota de cuero. Se la empezó a pedir a mamá que, asumiendo el compromiso, vaya
a saber que dejó de pagar o de comprar para que mi hermano se despertara un mes
antes de empezar las clases, con la flamante pelota durmiendo sobre su almohada.
Y a mí me dejaron la
muñeca. Una muñeca linda, linda, vestida de Dama Antigua con capelina y todo,
que yo amé como se puede amar, cuando se tienen cinco años y una muñeca de
loza. Que me duró quince días. Una amiga jugando, la rompió sin querer.
Nunca pude olvidarme del dolor que sentí al ver mi muñeca rota. No me animaba a
levantarla del suelo. Al fin la tomé en mis brazos y fui corriendo a llevársela
a mi madre. Lloré tanto que me dolía el pecho, mi madre me sentó en la falda y
trató de consolarme diciendo que le iba a hacer una cabeza de trapo bien linda.
Yo no quería que se la hiciera, ¿cómo iba a tener un vestido tan lindo y una
capelina, una muñeca con cabeza de trapo?
Pero mi mamá se la hizo y
le quedó bastante bien. Le puso unos ojos grandotes con dos botones negros, le
bordó una boca roja como un pimpollo y con lana negra le hizo dos trenzas.
Parecía una gaucha vestida de Dama Antigua. Mi mamá la bautizó con sal y agua
de la canilla y yo la llamé Nené, y para festejar el bautismo invitamos a mis
amigas y mamá nos sirvió chocolate con galletitas María. Y desde ese día Nené y
yo fuimos inseparables. Con el tiempo perdió la capelina y se le estropeó el
vestido, pero mamá le hizo varios conjuntos, que yo le cambiaba según la ocasión.
Un par de años después le
pedí a los Reyes un Malcriado, un bebe de celuloide vestido de marinero que
había visto en un bazar. Los Reyes ese año me dejaron ropa y zapatos. Debe
haber sido porque la carta no me quedó muy bien. La hice apurada en una hoja de
doble raya que arranqué del cuaderno de caligrafía. De todos modos el caso fue
que nunca, mi hermano y yo, logramos entendernos con los benditos Reyes Magos.
Tuvieron que pasar veinte años para que al fin Dios me mandara una muñeca, y
otros años más para la llegada del Malcriado, prodigios de amor, con quienes
estrené mis dotes de mamá de verdad en este difícil juego de vivir.