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lunes, 25 de enero de 2016

Volver a Salto



         Tenía veinte años cuando por primera vez llegué a Montevideo desde la ciudad  de Salto. Entonces vivía con mis padres y mis hermanos en una casa junto al río Uruguay,  cerca del puerto desde donde salen y llegan, durante todo el día, las lanchas que cruzan el río hasta y desde Concordia, la hermana ciudad entrerriana. Aún guardo en mi memoria la visión de los últimos rayos del sol, al caer detrás de los árboles en la costa argentina; las vacaciones de verano a caballo con mi padre de recorrida por los campos salteños; las mañanitas en el río de pesca con mis hermanos, con el agua hasta las rodillas que corría mansa sobre las piedras. El perfume de los naranjales en flor.
         Pero la infancia es breve como el viento de verano. A los dieciséis años empecé a trabajar, en las Termas del Daymán,  en una casa de comidas ligeras que dos muchachos montevideanos habían  instalado allí, un par de años antes. Era un trabajo agradable, dinámico. Atendíamos a turistas que llegaban desde  los distintos departamentos de Uruguay y también de Argentina y Brasil. Como la distancia de las termas hasta mi casa  era de unos cuantos kilómetros, el recorrido diario  lo hacía  en un ómnibus de línea. Un verano, ya había cumplido los dieciocho años, conocí a  Diana. Una chica argentina que vivía en Concordia con sus padres y un hermano menor que,  según supe después, hacía varios años  pasaba, con su familia, las vacaciones en Daymán.  En realidad,  no  recordaba haberla visto antes y puedo decir que recién ese verano puse atención en ella. Me sentí atraído en cuanto la vi y comenzamos a vernos. Como  estaba limitado al área donde funcionaba mi trabajo era ella quien se acercaba  a comprar algo y se quedaba a conversar conmigo. Una tarde vino y me dejó un papelito doblado en cuatro, con un número de teléfono. Me dijo que se iban al día siguiente, que  podía llamarla  pero que lo hiciera solamente de mañana que era cuando ella estaba.
En aquel tiempo trabajaba cinco días y descansaba el sexto. Esa misma semana, el primer día de descanso, la llamé por teléfono de mañana, como me advirtió y de tarde fui a verla. A las tres de la tarde bajé de la lancha en el puerto de  Concordia. Subí  corriendo las escaleras con temor de no encontrarla. Pero estaba allí, junto al barandal de hierro. Llevaba puesta una falda gitana y una blusa con puntillas. El viento jugaba con su pelo y la despeinaba. Al verme sonrió y comenzó  a caminar hacia mí. Creo que esa tarde comencé a amarla. Nos  fuimos juntos a caminar por la costanera. A partir de ese encuentro nos vimos cada cinco días durante un año. Estábamos juntos un par de horas. Algunas veces íbamos al cine. Si hacía frío o  llovía entrábamos en algún bar a tomar algo. No sé donde vivía. Nunca conocí su casa. Nunca me invitó.
Yo tenía las mejores intenciones y deseaba, de una vez por todas, hablar  con los padres  para formalizar nuestra relación y no tener que  seguir viéndonos  por la calle como si  tuviésemos que escondernos de alguien. Sin embargo, ella siempre me decía que esperara un poco que en la casa, por el momento, no le permitían tener novio.  No obstante me prometió hablar con sus padres para que me recibieran. Encuentro que no llegó a cristalizar. Si bien es cierto que yo estaba muy enamorado, y ella decía sentir lo mismo por mí, tuvo la habilidad de mantenerme  alejado de los suyos.
La familia de Diana tenía por costumbre llegar a las termas en el mes de febrero. A mediados de enero le pregunté en qué fecha tenían pensado cruzar para hacer las reservaciones. Me contestó que todavía no lo habían decidido. A la semana siguiente,  cuando fui a verla, no la encontré. La esperé más de una hora y no vino. Me volví extrañado. Durante el año que estuvimos viéndonos nunca había faltado. Cuando yo llegaba al puertito de Concordia, ella siempre estaba esperándome. Cuatro días después, en las termas,  vi llegar a sus padres con el hermano. Diana no venía con ellos. Me llamó la atención, de manera que en cuanto pude me acerqué al hermano y le pregunté por ella.  No vino —me dijo—, Diana no vino porque se casó. Creí que había oído mal. Por qué no vino —insistí. Porque se casó —me repitió—,  y  se fueron por quince días a Buenos Aires. El muchacho no me dio más corte y se tiró en la piscina. Lo que sentí en ese momento no es fácil de explicarlo. No podía ser cierto. Tenía que ser un error. Tal vez una broma del hermano. Pero, por qué. No había motivo para una broma así. Pensé que debía aclarar cuanto antes la situación por lo tanto busqué a los padres, que se encontraban junto a una de las piscinas. Me acerqué, los saludé y les pregunté por los hijos. Nito anda por ahí —me dijo la mamá—, y Diana se casó el sábado. No creo que venga más con nosotros. Al escuchar a la madre me invadió un tremendo desconcierto. Hubiese querido desaparecer. Me sentí estafado. Burlado. No podía reaccionar y por un momento no supe qué hacer. Mi cabeza era una olla donde hervían mil preguntas. Preguntas  que no tenía a quién hacérselas. Preguntas sin respuestas. Respuestas que nadie me dio.
Por un tiempo seguí yendo a Concordia los días de mi descanso con la esperanza de volver a verla. Recorría la peatonal, entraba en los comercios y bares, buscándola. Nunca la encontré. Concordia es mucho más grande que Salto donde nos conocemos todos. Comenzó a cegarme una mezcla de dolor y de rabia. Se había burlado de mí. Quería matarla. Asesinarla. Durante varios días planee varias muertes distintas: estrangularla con mis propias manos; clavarle un puñal en la espalda; ahogarla en la piscina. Sin embargo tuve que abandonar mis ideas criminales porque yo, debo reconocerlo, nunca pude matar un pollo del gallinero de mi madre, para comerlo al mediodía. Ni jamás acompañé a mi padre, cuando salía al campo, dispuesto a carnear una oveja. Las yerras y las carneadas, nunca fueron mi fuerte. Por lo tanto la venganza por muerte, poco a poco, fui dejándola de lado. No así, mi rabia y mi resentimiento.
  En mi casa sabían que yo tenía una novia en Concordia. Mis amigos también. Cómo decirles a mis padres y a mis amigos que mi novia se había casado con otro. No podía disimular mi bronca y mi humillación. Así que, sin pensarlo dos veces, decidí irme de Salto. Les conté a mis patrones lo que pasaba y les dije que  me iba para Montevideo a buscar trabajo. Ellos me entendieron y me dieron una mano.  Hablaron por teléfono con unos amigos y me consiguieron trabajo en  la plaza de comidas del Shopping Center  Montevideo y la dirección de un hotel familiar de unos parientes de ellos,  en la calle San José, en el Centro de la capital.
Hablé con mis padres y les conté mi decisión de irme a Montevideo.
Mi madre lloró. Mi padre me habló como les hablan los padres a los hijos cuando éstos pierden el primer amor. Que son cosas  que pasan. Que pronto me olvidaría. Que en cuanto menos lo esperara me volvería a enamorar. Que no era necesario que saliera huyendo para Montevideo, como si me hubiesen echado los perros. Mi madre seguía llorando.  Mi  padre dijo entonces que si estaba decidido a bajar a  la capital a probar fortuna, que no era él quien se opondría. Pero que tuviese  presente, que si no me adaptaba a la vida en la capital recordara, que mi casa en Salto siempre estaría esperándome. Mi madre lloró mientras me hizo la valija, mientras  me acompañaron a la terminal y cuando la abracé y la besé antes de subir al ómnibus. Mi padre no me hizo recomendaciones. Me abrazó emocionado y me dejó ir. Llegué de noche a la capital del país, después de viajar seis horas en un ómnibus interdepartamental. Me bajé en la terminal de Tres Cruces, atravesé el salón de pasajeros, salí afuera y en la puerta tomé un taxi. Le di la dirección al taxista y le dije que tomara por 18 de julio.  Así me advirtieron mis amigos que le dijera al hombre del volante. El taxista me preguntó si yo era del interior, le contesté que sí y que era la primera vez que venía a la ciudad. Él tomó Bulevar Artigas, a las dos o tres cuadras se detuvo un momento y  me dijo: ese es el Obelisco, y entró en la Avenida 18 de Julio.
La avenida fue, para mí, un espectáculo grandioso. Me pareció tan amplia, tan iluminada, con tanto tránsito. Llena de comercios, vidrieras y  gente que iba y venía por las veredas. La recorrimos toda. Casi al final, el taxi dio una vuelta y me dejó en la puerta del hotel. Subí con mi mochila al hombro, me dieron la llave de una habitación, dejé la mochila y salí a la calle a presentar mis respetos a la gran Montevideo. Subí hasta 18 de Julio  caminé  un par de cuadras y llegué a la Plaza Independencia. No podía creer lo que tenía ante mí. El Palacio Salvo conocido sólo en postales y alguna vez en televisión se elevaba iluminado hacia mi izquierda. Crucé la calle y me encontré frente al Monumento del General Artigas, detrás el Mausoleo, y al fondo la puerta de la Ciudadela. Estaba cansado del viaje y quería comer algo, sin embargo me senté en un banco de la plaza a observar la gente que pasaba. Y me sentí feliz al entender que yo, era uno de ellos. Que también  pertenecía a la ciudad. Que  desde ese momento era un ciudadano más de la capital. Al volver entré en un bar, pedí pizza y  una cerveza. Después regresé al  hotel. Me tiré en la cama vestido y me dormí  pensando en mi madre y en mi padre. Ellos tenían razón. Yo volvería a ser feliz. Por lo pronto, lo iba a intentar.
Mi  empleo en la pizzería fue bueno. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo y no tuve ningún inconveniente. Enseguida me hice amigo de Santiago, un muchacho que era también del interior, que vivía en una pensión a cinco cuadras del Shopping Center Montevideo,  para donde  me mudé a los seis meses de haber llegado a  la capital. Vivía más cerca y me ahorraba el boleto del ómnibus. Por desgracia, para mí, en esos días Santiago resolvió irse para Nueva York, donde tenía un hermano que lo mandaba llamar. Lo extrañé cuando se fue, aunque ya estaba más baqueano y tenía también otros amigos. De todos modos Santiago me escribía seguido y me mandaba fotos. Había conseguido un buen trabajo y al mes de llegar ya estaba de novio con una muchacha peruana. En las cartas me decía que sacara el pasaporte y fuese arreglando los papeles para viajar que,  en cuanto pudiera, me iba a mandar el pasaje para que me fuera a vivir con ellos.  En mis cartas yo no le decía ni que si ni que no, en realidad,  me sentía  muy bien en Montevideo y no tenía la más mínima intención de viajar a EE.UU. De todos modos, nunca dejamos de escribirnos y contarnos nuestras historias. Y para mí, su ofrecimiento, no dejaba de ser una puerta de entrada al país del norte, por si un día decidía aceptar  la invitación. Así pasó un año largo.
Un día en la pizzería se presentó Diana. Se dirigió directamente a mí.  Me dijo que quería volver conmigo, que la perdonara, que se había equivocado. Que su matrimonio no había resultado. Y varios detalles más. Le dije que no podía hablar, que estaba trabajando. También le dije que no volviera porque  yo no quería saber nada más con ella. Que por favor se fuera y me dejara en paz. Insistió un poco, pero al final se fue. Me quedé pensando en mi propia reacción al verla: yo había amado,  odiado y  olvidado a esa muchacha con la misma intensidad. Recordé que quise morirme cuando me dejó, que pensé en matarla. Sin embargo, lo que murió fue  solamente el amor. Creí que no volvería a verla nunca más. Un par de semanas después, cuando salí  de la pizzería a las dos de la mañana,  me estaba esperando. Había traído un bolso con su ropa y me dijo que venía para quedarse conmigo. Le repetí que no quería seguir con ella, que lo nuestro  pertenecía al pasado: ella estaba casada y  yo la había olvidado. Se abrazó a mí y me besó como solía hacerlo cuando yo  creía que éramos novios y nos amábamos.  Sentí su cuerpo junto al mío y por un momento reviví  la  pasión que un día sentí por ella. Mis brazos rodearon su cintura y la atraje hacia mí. Nos besamos y cuando nos separamos, y la aparté de mí, su marido estaba frente a ella. Supuse que era su marido, pues solo el marido podía haberla seguido y estar, en ese momento, apuntándole con un revólver. El muchacho la miraba fijo. Se notaba sereno. No pronunció una palabra. Ella tampoco habló, creo que ni se asustó. En ese momento pensé que nos mataba a los dos. Pero a mí  ni siquiera me miró. Yo no podía apartar mis ojos de los ojos del hombre cuando sonó  el primer disparo y vi a Diana caer a mis pies. Me incliné para tratar de levantarla, cuando oí el segundo disparo y el cuerpo del muchacho cayó a lo largo junto a ella. Todo pasó en segundos. De todos modos, lo sucedido aquella noche dejó en mí una impresión tan amarga y tan cruda, que mil veces mi mente la siguió reproduciendo  y otras tantas, en sueños, la vuelvo a revivir. La locura, la insania, la tragedia, había estallado a mi lado, involucrándome, pero  sin llegar a rozarme. Por varios días estuve en vueltas con la policía, los testigos, el juzgado y el juez. Otra vez mi vida se complicaba. El dueño de la pizzería me pidió que tomara unas vacaciones para evitar las murmuraciones de la gente y a la policía que entraba y salía del local. Pensé que era tiempo de volver a mudarme. Y le escribí a mi amigo de Nueva York.
Volví a Salto a despedirme de mis padres, de mis hermanos y de algunos familiares y amigos, a quienes les aseguré que no me iba para siempre. Mamá, como cada vez que me veía, lloró cuando llegué y lloró cuando me fui. Mi padre me abrazó al despedirse y me pidió que no dejara nunca de escribirle a mi madre. Me fui  para E.E.U.U. un domingo, a fines de noviembre de 1997,  en un avión de American Airlines con destino:  Montevideo – San Pablo – Nueva York,  en un vuelo que llevó doce horas. En el Aeropuerto Internacional Kennedy me esperaba  Santiago. A los pocos días de llegar al gran país del norte me encontraba de paseo con mi amigo, por el corazón de Nueva York en la isla de Manhattan. Por la Quinta Avenida. Por Brodway. Visitando el Empire State. Ya era parte de aquel mundo extraño, desconocido y sofisticado al cual, con el tiempo, también me adapté.
Comencé a trabajar  con Santiago, en una empresa  de mantenimiento de interiores: mampostería, sanitaria, pinturas, etcétera. Visitaba clientes haciendo  trámites administrativos,  cobros, entregando facturas y demás. El 11 de septiembre de 2001, poco antes de las 9 de la mañana, dejé unos presupuestos en una oficina del  piso 70  de World Trade Center. Una de las Twins Towers (Torres Gemelas) de Nueva York, bajé por uno de los ascensores  y salí por la puerta central. En ese momento, a mis espaldas, un avión chocaba con la torre de la que acababa de salir. Al momento, otro avión impactó en la segunda torre. A un par de cuadras presencié  el derrumbe de ambas. El horror, las nubes de polvo, los gritos de la gente,  los tendré grabados en mi cabeza hasta el día de mi muerte.
Viví  nueve años en EE.UU. con la idea, siempre, de volver un día a mi país. Desde hace unos años  estoy en pareja con Mirna, una joven chilena, en quien volví a encontrar el Amor. Con ella habíamos acordado que nuestros hijos nacerían en Uruguay. Por lo tanto, estos años trabajamos mucho los dos, juntamos un dinero y a mediados de 2006 decidimos el regreso.
Soñaba con  volver a mi país. Volver a Salto. A encontrarme con mis padres, mis hermanos. Volver a mi río y a mis amigos.  Establecerme, criar allí a mis hijos y quedarme para siempre. En un país como el nuestro donde hay paz, donde la gente es amable y solidaria. Donde no nos separan las ideas políticas, raciales ni religiosas. Nos despedimos de los amigos y preparamos las valijas. Nos embarcamos la mañana del 4 de noviembre de 2006 en un vuelo de American  Airlines:  Nueva York – San Pablo – Montevideo. Sabía que al llegar a Uruguay nos encontraríamos, en Montevideo,  con la XVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. No obstante, pese a que  la capital había recibido en esos días, algo más de cinco mil visitantes, la ciudad se encontraba en calma. Al llegar fuimos a la Terminal de Tres Cruces a sacar pasajes para Salto. Siempre estuvimos al tanto de los problemas que existían con los habitantes de Gualeguaychú, por la instalación de las papeleras en Río Negro, pero allí en la terminal nos enteramos que los entrerrianos habían levantado un muro a la entrada del  puente internacional sobre el río Uruguay. Mientras el ómnibus avanzaba hacia el litoral, la noche de principios de noviembre se cerraba sobre la campiña dormida. Recordé que dos veces la tragedia  me había  rozado sin herirme. ¿Sería  que la tercera  estaba esperándome? Decidí no pensar en ello. Me sentía demasiado feliz.  Por lo tanto  me dije: aquí vamos. Aquí nacerán mis hijos, en el Salto oriental, junto al río de los pájaros pintados. Llegamos  para los festejos, del  8 de noviembre de 2006, por los 250 años del Proceso Fundacional de la ciudad de Salto. Era un buen  augurio. Nos bajamos en la terminal. Toda mi familia estaba alli. Mi padre me abrazó muy fuerte. Mi madre, como siempre, me besó llorando.

viernes, 22 de enero de 2016

La cita



 La tarde de marzo comenzaba  a disiparse  tras los edificios de la rambla. En la arena de la playa jugaban algunos niños. Varios veleros a lo lejos y en el horizonte, cargueros en el antepuerto.  En la acera opuesta, junto a los edificios,  Julio Miraflores  se dirigía inseguro hacia la cita.
  —Estaré sentada en la rambla frente a la plaza  —había dicho Luisa—, llevaré  un vestido azul.
 Al principio Julio se había alegrado, hacía ya tiempo que sentía curiosidad por conocer a la mujer. Sin embargo, llegado el momento de la verdad, no estaba tan seguro. Pensó en su vida pasada, los años de matrimonio con Laura.
 Se habían conocido muy jóvenes y se casaron enamorados. Trabajaban juntos en las oficinas de una empresa exportadora. Julio en poco tiempo obtuvo varios ascensos  que lo llevaron a un puesto importante, con muy buen sueldo. De modo que Laura en su primer embarazo dejó de trabajar. Julio piensa que en esa época comenzó el deterioro de su matrimonio. Ambos se habían acostumbrado a gastar sin control. Un día se dio cuenta de que estaban sobregirados. Las cuentas no daban. Su sueldo ya no alcanzaba. Comenzó a invertir en negocios no muy claros que lo  fueron llevando a la ruina. Nunca le confesó a Laura que estaban pasando dificultades. Nunca lo conversó con su mujer a fin de bajar los gastos y llevar una vida acorde a su salario. Cuando comenzaron a rebotar los cheques, cuando no tuvo más remedio que vender el auto, recién entonces Laura quiso saber qué sucedía, y Julio se animó a confesar que estaban en quiebra, que se habían excedido en los gastos. Ella no entendió, no quiso saber, no le perdonó su mala administración y volvió  con los niños  a la casa de sus padres. Julio vendió la casa, pagó sus deudas y comenzó de nuevo. Ya habían pasado 10 años. Laura nunca quiso volver.
Atardecía. Un viento suave soplaba desde el mar. Luisa estaría esperando. No quería ilusionarse, pero sería bueno volver a creer en el amor.
 Poca gente paseando por la rambla.

—Llevaré un traje gris y un diario bajo el brazo, —le había dicho él.
 Luisa esperaba ansiosa esa cita. Tal vez no era demasiado tarde. Quizá habría valido la pena esperar tantos años para que al fin el Amor le hiciera un guiño. Luisa fue única hija de un matrimonio mayor.  Criada con mucho amor, llevó una niñez y una juventud feliz  rodeada de amigas y compañeros de estudios.  Hasta que sus amigas comenzaron a casarse y ella  a quedar relegada. Nunca un hombre la pidió en matrimonio, nunca un hombre le dijo que la amaba y quería vivir para siempre a su lado. Al cabo,  sus padres se fueron de este mundo y  quedó sola.
Dijo llamarse Julio, se conocieron en la Web, estaban en un grupo de Amantes del Cine. Comenzaron coincidiendo en las películas que habían visto, en la música que preferían.  Después comenzaron a comunicarse directamente y conversar de ellos, contarse sus vidas. Se conocían, sin conocerse. De  modo que un día él le pidió una cita y ella  se sintió feliz. Durante toda una semana sólo pensó en ese encuentro. Tímidamente  comenzó a forjar una esperanza
Se vistió con esmero, se maquilló y  se miró al espejo. La imagen que le devolvió le agradó. Miró el reloj, la tarde estaba cálida, el sol comenzaba a ocultarse detrás de lo edificios. Se dirigió a la cita.

Desde lejos la vio sentada con su vestido azul. Miró el reloj, era ya la hora concertada y no quería a ser impuntual. Bajó el cordón de la vereda y comenzó a cruzar la calle. El automóvil venía a gran velocidad. Él no lo vio. Y el conductor no tuvo tiempo de maniobrar. 
 ¡Qué linda mujer es Luisa!. Es como la imaginaba, fina, delicada.  El viento juega con su pelo y la despeina. Ya no  se siente  inseguro ni confundido, apura el paso. Las primeras estrellas comienzan a parpadear. Ha llegado a la cita.
—¡Luisa!, perdón se me hizo un poco tarde…Luisa…al fin nos conocemos…soy Julio… Julio, Luisa…Luisa…

La noche bajó de golpe. Los focos de la rambla se encendieron. El viento se hizo más frío. Julio vacila. ¿Qué sucede? Comprende que llegó un poco tarde y se disculpa. Ni él mismo entiende porqué se atrasó. De todos modos, nada importa, solo quiere estar con ella, ya se conocen y no quiere perderla.
 —¡Luisa!...Luisa...

Luisa decidió no esperar más. Dedujo que el destino nuevamente se había burlado. Por última vez  giró su cabeza  hacia un lado de la rambla, hacia el otro lado.   Nada, nadie. Los últimos paseantes se iban retirando. Suspiró, se puso  de pie,  y comenzó  a alejarse cabizbaja. Resignada. 

lunes, 18 de enero de 2016

Fue un carnaval




    Yo siempre quise ser cantor.  En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró.
    De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos tablados: el “Se hizo” y el “Aurora”, muy cerca uno de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas. La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre presentación y retirada, “dragoneábamos” a las chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi vida.
     Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con  María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era. Me enamoré de ella aquel carnaval.
    Ese febrero fuimos novios “de ojito”. Por ella me gasté el sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla sólo a ella, una noche casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro. Yo observaba con mucha atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado, cantaba poniendo el alma:
“Barrios uruguayos, barrios de mi vida
hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción.
Barrios uruguayos lindos barrios nuestros
siempre van prendidos a mi corazón.”
    Como ya les dije, yo quería ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía, por lo tanto ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al maestro:.. “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...”  Sólo me faltaba la oportunidad, que se podía dar en cualquier momento; ¿o no?. Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro. Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París.
    Aquel Carnaval pasó. María Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo  esquives con los horarios de mi trabajo.
   Una tarde muy fría, a mediados del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo cuando entraba a la “Poupée”.
-¿Puedo hablar con  usted?
-No, no. Ahora no puedo.
-¿Y cuando?
-El domingo, cuando salga de Misa.
   Creí que al domingo lo habían borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin  llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar.
    Todavía no me había recuperado del efecto causado por  su contestación, cuando volví a oír que me decía:
-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée.
Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:
-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine!
Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:
-Tenés que hablar con mi papá.
-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)
   Les diré que María Inés era hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con zaguán  y cancel. Y auto. Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de “mi novia” a pedirle su mano al padre.
   Cuando estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.
-18 años.
-¿Trabaja?
-En la Ferrosmalt.
Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con futuro, y le dije:
-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento...
 No me dejó terminar mi exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:
-¿Cantor?  Y ¿qué canta?
-Tangos.
   El señor se puso rojo. Se desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.
-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crié a mi hija para que se me case con un cantorcito de tangos!
   Como era joven pero no necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval.
    Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacía atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me vuelve a la realidad:
-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita?
   (No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!
“Barrios uruguayos, barrios de mi vida
Hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción
Barrios uruguayos, lindos barrios nuestros
siempre van prendidos a mi corazón”.


Ada Vega 1999

lunes, 11 de enero de 2016

Algún día, si acaso



 Reconozco que la doble vida que llevé, durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un hecho legítimo y natural.
Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis años y ella veinticuatro. Nos conocimos  en las oficinas de una casa importadora, donde trabajábamos, en el Centro de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea  en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche, nos fuimos juntos. Andrea resultó ser una compañera increíble. Teníamos la misma edad y aunque no poseía una gran belleza física sus ojos, grises y enormes, atraían la atención sobre su persona. Era, de todos modos, una joven atractiva, muy centrada e inteligente. Sabía lo que quería de la vida y luchaba para conseguirlo.
 Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa antigua, en una calle corta del barrio Sur. Tenía, ya entonces, un cargo importante en una reconocida firma comercial de plaza.
Nuestra relación fue franca y abierta desde el principio. Siempre supo ella de mi estado civil sin llegar a darle demasiada importancia pues pensó, como también pensé yo, que lo nuestro sería sólo un amor de verano.
Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos cada quince días para ir a ver una película, o una obra de teatro y dormir juntos en algún motel de paso. De  manera que, sin darnos cuenta, nos fuimos involucrando cada día más al punto de que la relación, que había comenzado como algo pasajero y sin culpa,  fue convirtiéndose en una historia que nos exigía y nos comprometía a ambos.
 Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones en su trabajo. Decidió entonces vivir sola y alquiló un departamento  frente al  lago del Parque Rodó. En esa época comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa fue la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba en casa de Andrea.
 De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo, muchas veces he pensado que Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de la existencia de otra mujer en mi vida. Y que por temor a perderme, obligándome a decidir por ella o la otra, jamás dijo una palabra. Aunque tal vez, haya sido solamente una impresión mía.
 Mi situación ante la sociedad no era inédita. He sabido de otras historias de hombres con doble vida parecidas a la mía. Sólo quiero decir que no es fácil mantener en secreto una relación clandestina y que, inexorablemente, llega el día en que debemos decidir.
 Daniela dejó de trabajar a los pocos años de casados. Para ese entonces yo contaba con un buen sueldo  de modo que decidimos, de común acuerdo, que se quedara en casa a fin de llevar a cabo un tratamiento médico, que hacía un tiempo deseaba realizar, pues no lograba embarazarse y sufría por esa causa. Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo, nunca logró quedar embarazada. A mí me dolía verla sufrir y siempre le dije que yo la amaba y no me importaba no tener hijos.
Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy frágil. Necesitó siempre de mi amor para vivir. Su vida se resumió siempre en mi persona. El sentimiento que me unía a mis dos mujeres tenía facetas distintas. El amor que sentía por mi esposa incluía la ternura. La necesidad de protegerla. En cambio, el amor que me inspiraba Andrea llevaba impreso la admiración que sentía  por esa mujer que se abrió paso en la vida, sin depender de nadie. Que me dio quince años de su vida sin pedirme jamás que me separara de mi esposa. Que renunció a su maternidad para que no me sintiera atado a ella, ante la obligación  que representa un hijo.
Y  los años fueron  pasando inflexibles. No obstante,  pese a vivir  rodeado de amor, comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos casas, dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien festejar la Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que ya era tiempo de dejar de mentir.  Comprendí, entonces, que  el final de mi doble vida estaba llegando y sólo me restaba  decidir si seguiría viviendo en mi casa,  con Daniela,  o con Andrea en su departamento. De modo que pasé varios meses buscando la mejor manera de enfrentar la situación, que ya no admitía más dilaciones. Decidí entonces hablar con Andrea, pues era la única persona con  quien  podía comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su  opinión.
 No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía más de lo que yo creía. Ahora me doy cuenta que supo de mi  lucha interior y no quiso ser partícipe.  Fue generosa conmigo hasta el final. Y decidió por mí.
 Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta de su apartamento lo encontré vacío. Me asusté y  bajé para hablar con el portero. Me dijo que Andrea se había ido la noche anterior. Me dejó una carta. Sólo dos frases para despedirse de mí:  Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea.
Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Creo que Andrea conoció antes que yo el final de nuestra historia y  se anticipó a mi decisión.
No se equivocó.  ¿No se  equivocó...? 
                                         II

            Y bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las dos  como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes bien, porque te lo dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa situación tan cruel y humillante. Por ese motivo, conciente de quedar sola con mis recuerdos, el punto final decidí ponerlo  yo.
La primera vez que viniste a verme, traías una piedra en cada mano. El odio que sentías hacia mí, te salía por los ojos. Cuando abrí la puerta de mi casa, no tenía ni idea de quién eras. Entraste  como un turbión, insultándome. Tendría que haberte sacado de un brazo sin embargo  cerré la puerta y  permanecí de pie, mirándote. Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos. Las rivales. Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no correspondían a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido,  era tímida y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida. No sé qué esperabas de mí. Qué tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste  venir a mi casa, enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías,  era sólo tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres, en tu misma situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha, más o menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos, en plena faena de lustrar los pisos. Te diste cuenta que tu perorata no llegó, siquiera, ha molestarme Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra. Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia. Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella!  Entendí que, Daniela, la  esposa  tímida y  frágil que  Alfredo decía tener en su casa no era la misma Daniela que estaba frente a mí  amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en paz. ¿Dejarlo? Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La alianza que lleva en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si estás ofendida no es a mí a quien tienes  que enfrentar y pedir explicaciones. Yo no te conozco, cómo te voy a faltar. En todo caso quien te está ofendiendo, engañándote,  es tu marido. El que firmó ante el juez y juró ante el cura que te respetaría y estaría contigo en las buenas y en las malas,  hasta que la muerte los separara. A él debes reclamar, no a mí. 
Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con Alfredo, cuando fuiste a mi casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que aquella relación fuese a durar quince años y la finalizara yo.
Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí. Pero el amor se fue construyendo a partir del  conocimiento que, entre los dos, fuimos elaborando. Aquel día no querías irte sin oírme jurar por todos los santos, que no lo volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo no lo fui a buscar. Que él no tenía, conmigo, ninguna obligación. De todos modos que lo cuidaras, porque si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta, que no tuvieras dudas de que yo lo iba a dejar entrar. Porque el caso era de que yo, también lo amaba.
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo hice. Nunca.
Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa a la mía, implorándome. En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y hablaras con él sobre el tema. Pero él no podía saber, que tú estabas al tanto de mi existencia. En lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando comprobaste que te engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se cansara un día de la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te diste cuenta de que  nunca lo dejaría.  Que lo amaba de verdad. Creo que recién ahí comprendiste que la lucha iba a ser larga.  
Reconozco que no debí involucrarme con un hombre casado. Es cierto. Aunque no me arrepiento. Tengo sin embargo, algo a mi favor. Y es que, nunca, jamás le insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal vez porque él nunca habló de separación o divorcio, o tal vez porque yo nunca quise ataduras. Fue cuando comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas embarazada. ¡Buena jugada! pensé yo.  No sé si en realidad no te embarazabas. Lo que nunca entendí, si es que era cierto,  por qué no le mencionaste a tu marido que se hiciese él un examen.  Yo en cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos hijos a Alfredo. Pero él no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años de mi vida fértil, me negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con un hombre casado con otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni rehenes. Son seres que se traen  al mundo para criarlos con amor y responsabilidad. Además, siempre supe que un día Alfredo volvería contigo. Porque tú, no me queda otra que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil, si los hay. Con una sola carta ganaste: la santa paciencia. ¡Quince años esperaste! Y luchaste. Me consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho no, un capricho no dura tanto.
El amor herido, ¿si...?
Te diré  que hace un par de años  comencé a ver el cansancio en los ojos de Alfredo. Cuando estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa.  Sé, también, que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo.  Lo entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la misma  puerta que entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y porque yo también, como tú, viví estos años, solamente para él.  Contigo, porque dice que tú lo necesitas para vivir. Y creo que sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si alguna vez, sin querer, me nombra, cállate, olvídalo.
 Se le pasará. Los hombres olvidan muy pronto.
 Sabes Daniela, a veces, de tanto pensar en lo que hemos vivido estos años, he llegado a la conclusión de que tú lo debes amar más que yo. Si hubiese sido yo la esposa no hubiera soportado lo que tú soportaste. Me hubiese separado. O lo hubiese asesinado...no se. ¡Y tú lo compartiste durante quince años! ¿Quién tiene razón?  ¡Sabe Dios! Creo que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le hubiese costado mucho dejarme. Y a ti no te hubiera dejado nunca.
Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.

                                           III

Siempre pensé que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas, encontraría al fin la paz, la felicidad plena que durante años busqué  sin descanso. Hoy, creo que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo que a mí me sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié tanto, cuando supe de su existencia, que durante meses sólo quise que desapareciera, se extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea, les aclaro, era la amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz. 
La intuición de las mujeres es reconocida por la sociedad en pleno. Desde la manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a Adán, vemos lo que nadie ve. Vemos a través de. Pero, la intuición de una esposa va más allá de lo imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada, porque una esposa muy enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su amor. Vive en el limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más fácil engañarla con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me sucedió a mí. Me casé muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré a trabajar en  la empresa y lo vi, me enamoré  sin saber quién era. Claro que él no se dio cuenta y pasé más de un año trabajando en la misma oficina, sin que advirtiera mi presencia. El día que se dignó mirarme, mis ojos le dijeron todo lo que sentía por él. Nos casamos al año siguiente. Yo lo celaba con las compañeras de oficina, con mis amigas, con  Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si alguna vez me engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos modos, la noche que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la madrugada, yo supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y no dije nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la madrugada. Comenzaba mi tortura. Sólo quien haya pasado por lo mismo, puede imaginar lo que sufre una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los días me di cuenta que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada quince días. Casualmente, en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la empresa. Esto me confundía un poco.  Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo a la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi, hasta  ver salir  a mi marido del brazo de una mujer. Los volví a seguir. Fueron al cine Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la noche, una película puede durar una hora y media, dos, tres horas. A las doce de la noche tendría que estar en casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro día fui a verla.
Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que había visto con Alfredo la noche anterior. Me dio el número del  apartamento. La llamé desde el portero eléctrico y le dije que venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me dijo que subiera. Cuando abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba encerando los pisos. Entré como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza que aún  hoy, al recordarlo, me avergüenzo.
Cerró la puerta y se quedó mirándome.
Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha calma. Me dijo lo que para ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía atado, que le reclamara a él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que si tenía un poco de vergüenza y consideración, no le contara  a Alfredo de mi visita. Creo que nunca le contó. Si lo hubiese hecho, me habría dado cuenta.
Pese a la relación que, durante tanto tiempo, Alfredo mantuvo fuera del matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a mi lado, siempre respondió a mi amor. Por lo tanto nunca hablé del tema con él,  pues pensé que era sólo una aventura sin consecuencias.
No se debe predecir, ni jugar con el destino.
Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé una y mil veces yendo a la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor, que lo dejara. Fui tantas veces que al final hasta creo que nos hicimos amigas. Otra mujer me hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la voz, nunca me destrató como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que amaba a mi marido y no lo iba a dejar si él no la dejaba a ella. No sé cómo, ni de qué manera, pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de que el proceder de otras mujeres  hubiese sido distinto. Y está bien. Pero a mí no me importó perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la dignidad, si me quedaba sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince años fui y vine de mi casa a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la nuestra. Al final era ella quien me contenía. Me decía que si fuese ella la esposa no podría compartirlo. Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía conmigo. La que compartes eres tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la que no tiene más remedio que conformarse con lo que le dan.
 Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho frío. Estaba en el living leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina y tomemos un café. Hizo café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me habían agotado los ruegos. Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú eres mi castigo. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo. Habla con Alfredo, aclara  la situación, dile  que siempre estuviste al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda contigo, te juro que me voy, desaparezco de la vida de los dos. Pero no me pidas que renuncie a él. No puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a verla ya no hablábamos de Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir.
Por costumbre, creo.
Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más. Que habían designado a otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y había pedido un relevo. Se terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a quedarse en casa. Fui a ver a  Andrea.
El portero me dijo que Andrea había entregado el apartamento hacía ya dos meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una carta. Hizo al final lo que le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice lo correcto. Sólo sé que hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé lo que hacen otras mujeres en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi marido. Yo sé también que sigue pensando en ti, pero creo que como tú dices, se le pasará. Los hombres olvidan más rápido.
Tal vez, algún día, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser, algún día....si acaso.

viernes, 8 de enero de 2016

Si vuelvo alguna vez

   
       Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que sólo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por  familiares muy queridos. Creía que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me atacaba por primera vez.
      Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una súper mamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni  reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Sólo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena.
     Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse  dijo. —Véame en cuanto los estudios estén prontos.
     La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro.
    Desde pequeña Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes.
No podía fracasar.
      Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas  la escuela y al liceo.  Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina. Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de  mamá  que  ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro.   
      Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo,  para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio.
    Después se fue Analía. Era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas.
     Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres el cuidado del jardín, que mantenía todo el año con flores, y el de un jaulón lleno de pájaros que atesoraba mi padre y que ella sufría. No toleraba ver pájaros enjaulados.
      El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con alguien de mi familia. Yo me opuse. Le dije que  por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad.
      Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje  se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio  se llevó a cabo de mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel.
      Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aún con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron y no los volvimos a ver. Pero otros, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar.  Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron. Querida mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros.
      Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles antes de ir a la intervención quirúrgica, en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con  mi familia.
      Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causa no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos.
     De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su  profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días.
       Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda  la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tenés que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tenés mala cara mami, te vemos bien.
      —El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes
     —arriesgué durante la conversación.
     —Voy yo —se apresuró a decir mi esposo.
     —Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá.
     —Sí, claro  —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance.
    Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad, dio un respiro a su inquietud.
    Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal. No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra.

Ada Vega

miércoles, 6 de enero de 2016

El Oriental




      Hace algunos años, cuando aún conservaba la espalda fuerte y las manos firmes, recorrí el litoral trabajando de siete oficios. Entonces los años eran pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa días y días durmiendo en grupa sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía fronteras y yo era dueño del viento.
     Tiempos aquellos en que fui amo de mis horas en los calientes veranos en que el sol reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos inviernos se quebraba en los esteros  bajo los cascos de mi zaino malacara. Otros tiempos.
     En una oportunidad en que andaba desnortado, sin rumbo fijo, después de vadear el Río Negro entré en campos de la heroica, cerca de Piedras Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se extienden a lo largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de llegar conocí a un cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer, de su propiedad. Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de Paysandú, orillando el Queguay Grande.
      El cabañero y su familia se dedicaban a la cría de caballos de carrera y al perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la adquisición de Lucky Boy, un semental inglés gran campeón incorporado al Haras hacía un año, se esperaban con gran expectativa las pariciones de primavera. Aquella mañana de octubrese presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos casi en la madrugada intentaban los primeros pasos junto a sus respectivas madres.
      En uno de los box asistida por el veterinario, el propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera, una yegua que había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos records, aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario auscultaba a la yegua con el ceño fruncido que dejaba entrever una velada preocupación. De todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al mundo un potrillo perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
       Quienes presenciaron el nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría opacada por la seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le encontraba un  problemita en el corazón que lo imposibilitaría de todo esfuerzo y sería por ese motivo exonerado de pisar las pistas de carreras. Fue bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de doce y catorce años que, al igual que su padre, tenían gran apego por los caballos. Desde muy temprano andaban esa mañana visitando a los recién nacidos  que eran, sin lugar a dudas, hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se encontraran presentes cuando el nacimiento de El  Oriental y la comunicación de su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que se sintieran apenados y decidiera que tal vez si ellos le proporcionaran un cuidado especial el problema no sería tan grave.
 Así se lo comunicaron al padre que a su vez les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente buena salud.
 Cumplido los seis meses El Oriental fue destetado y con otros potrillos sacado al campo donde vivió con naturalidad corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
     Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para la venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles  gusto a sus hijos, dejó el cabañero que El Oriental integrara el lote que entregó al cuidador, convencido de antemano, de que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras para lucirse en el Deporte de los Reyes.
     Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los Pura Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios hermanos por su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable inteligencia y docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las dificultades del aprendizaje y correr con gran elegancia y elasticidad.
       Para la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros: Tejano y Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado, volvieron al ataque con el argumento de que durante sus dos años el potrillo  demostró perfecta salud, su entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía por lo tanto que se lo dejara de lado.
       —Muchachos —les dijo el padre, El Oriental no puede correr, el corazón no le va a dar. No tiene corazón para una carrera donde corren los mejores pingos. Pero ellos insistieron:
       —Tiene corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene alma, papá! Y el hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y el potro fue anotado para la reunión tan esperada.
        A pesar de que aquella temporada El Oriental aparentaba ser el mejor producto entre los dosañeros del  Amanecer, la gente del haras no le tenía confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos una buena performance del potrillo y quienes opinaban que para la carrera en ciernes al potrillo le faltaba corazón.
      Sin embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó desde el vamos. A penas nació le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho hablar, apoyé en todo a los hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo apadrinaron y depositaron en él toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo siempre, observando sus vareos cronómetro en mano. Cuidándolo como a un príncipe. Ellos eran los verdaderos dueños de El Oriental y pretendían esa sola carrera de debutantes. Después, le habían prometido al padre que lo retirarían de las pistas. Pero en esa carrera iban a demostrar que el puro tenía corazón y alma como para compartir la gloria de los grandes ganadores clásicos.
        Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos aprontes y que figuraba entre los entendidos como decidido líder. La tarde de la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en el aire cientos de boletos rotos.
     Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de admiración. Principalmente aquel  Otelo, rey de reyes, llamado El Oriental que paseó su estampa despertando comentarios.
     Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los potrillos en sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos salieron agrupados como un malón.
      El Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por El Oriental, a 300 metros el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras El Oriental corría achicando ventaja. Faltando 500 metros El Oriental se abre solo a tres cuerpos de Tejano peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del Disco se le aparea y pasan juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final de bandera verde.
       El Oriental se estira, no toca el suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro de alas invisibles cruza como un viento ante la multitud que grita su nombre:¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en el supremo esfuerzo de dar el resto al noble bruto lo sorprende la huesa y rueda con el corazón partido, sin saber.
        Maroñas enmudece. Miles de ojos atónitos observan. Un silencio de plomo cae sobre la multitud que por un instante detiene la respiración. Y en ese milésimo de segundo y ante la vista azorada de los aficionados que no pueden  creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo pura garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en carrera con la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente poniendo clase y guapeza.
        Y mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta en un solo grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco ovacionada y se esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.

Ada Vega , 2000 -  http://adavega1936.blogspot.com/