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sábado, 7 de mayo de 2016

Hombres!!




        Conocí a Jorge en la boda de una compañera de trabajo. La invitación fue para toda la oficina, de manera que estuvimos todo un  mes preparándonos para el acontecimiento. Por lo que contaba la novia la fiesta prometía ser maravillosa. Y  realmente lo fue. Se realizó en  un salón espléndido con buena música, linda gente  y mucha  alegría.
 En esa época yo estaba viviendo una juventud frenética. Tenía veintitrés años, era hermosa, tenía un buen empleo y muchos amigos.  Recuerdo que la fiesta de esa noche había despertado en mí una gran expectativa.  Para la ocasión me había hecho un vestido largo  de raso negro con un escote más que generoso y un tajo en la falda, sobre la pierna izquierda, más arriba del medio muslo.

Los compañeros de la oficina nos habíamos reunido alrededor de cuatro mesas. Los novios bailaron toda la noche y recorrieron, compartiendo, las mesas de todos los invitados. La noche se estaba yendo y yo lo estaba pasando fantástico. Me sentía admirada y feliz.

Jorge llegó casi al final de la fiesta. Lo vi entrar al salón tan serio y distante que casi desentonaba ante tanta algarabía. Me impactó su presencia. Y quise conocerlo. Entró sin mirar a nadie  y  se sentó con unos conocidos, de espaldas a nuestra mesa. Tenía que obrar con rapidez, si  pretendía que se fijara en mí, pues la noche tenía prisa. Dejé el grupo de  amigos y me acerqué a la puerta por donde acababa de entrar.  Allí me detuve, a  un par de metros de su mesa. Comencé a mirarlo fijamente como si quisiera hipnotizarlo. Y debo de haberlo hecho pues  de pronto dio vuelta la cabeza, me miró un instante y volvió a su conversación. Yo seguí porfiada con mis ojos fijos en su perfil. Él volvió a mirarme, se puso de pie, y me invitó a bailar.

Esa noche hablamos de la fiesta, la noche hermosa. Me preguntó como me llamaba si era amiga de la novia y por dónde vivía. Se quedó conmigo hasta el final de la fiesta.  Me acompañó hasta mi casa, me dio un beso en la mejilla —aunque yo esperaba otro tipo de beso,— y se fue. Al día siguiente, cuando salí de mi empleo, estaba esperándome.

Cruzamos a un barcito a media luz que había frente a la agencia. Mientras tomábamos un café  me dijo que tenía veintiocho años, una inmobiliaria con un socio, y vivía con los padres y un hermano menor. Hablaba pausado, sin dejar de mirarme a los ojos. Aunque parezca extraño su serenidad y su aplomo lograron ponerme nerviosa. Yo le dije que vivía con mis padres, mis abuelos y una hermana mayor. En las semanas  siguientes fue a esperarme varias veces a mi trabajo. Me acompañaba hasta mi casa y se despedía con un beso en la mejilla.

 Empezamos una relación seria. Una noche, en el barcito, me dijo que quería ir a mi casa y conocer a mi familia. También me dijo que quería saber más de mí. Que quisiera conocer a mis padres me dio  cierta tranquilidad sobre lo que él pensaba acerca de nuestra relación. Sin embargo, no dejó de inquietarme  su interés en saber más de mí. ¿Qué querría saber de mí? Tendría acaso que  rendir  un examen aprobatorio. Le interesaría saber que a los cinco años tuve sarampión y varicela. Qué nunca aprendí a andar en bicicleta. Que en la escuela no fui buena alumna y en el liceo tampoco. Qué  prefiero los tallarines a la carne asada,  y  el mate lo tomo dulce.

           Siempre me pareció una lata el hecho de que los hombres en aquellos años, al relacionarse  con una mujer con intenciones de continuidad, comenzaran a indagar sobre su vida pasada. No le preguntaban si habían asesinado a alguien. Si tenía la graciosa  costumbre de robar en los comercios.  O, simplemente, si practicaba  el hobby  de asaltar  a los viejitos cuando iban a cobrar la jubilación.  Esos detalles no llegaban a molestarlos.  Lo que  necesitaban saber, antes de hablar de matrimonio, era si en algún descuido habías perdido la virginidad. Saber con seguridad si con la llegada de ellos a tu vida, por lo menos, ibas a parar de fichar. Debemos reconocer que los hombres de entonces, aunque se enamoraran de mujeres hechas, para presentarla a la madre o llevar al altar   preferían vírgenes. Éstas no necesariamente debían ser santas, conque fuesen vírgenes alcanzaba.

 Y si fuese posible pisando una víbora.

Hoy ya no es así. Hoy el varón entiende que la vida pasada de la mujer que acaba de conocer, le pertenece solamente a ella. En este punto por lo menos, respecto a la mujer, debemos aceptar que el hombre ha evolucionado.

  De todos modos a esas alturas me encontraba profundamente enamorada de Jorge y  no estaba dispuesta a perderlo, nada más ni nada menos, que por una simple declaración de honor. De manera que me jugué y,  a partir del segundo parto de mi madre, le conté mi vida hasta donde le podía contar. Y él me creyó hasta donde prejuzgó que debía creerme. Y punto.

 Desde ese día, dos por tres,  me pregunta si alguna vez lo engañé.  No sé si tiene dudas o si necesita que le reafirme mi lealtad. La verdad es que nunca lo engañé. No porque no haya tenido oportunidad. Si no porque nunca quise arriesgar, por temor a perderlo. Esta aclaración se la debo. Como compensación  siempre le juro que nunca le mentí. Y es cierto, nunca le mentí.

 También es cierto que nunca le cuento todo. Esto, sí,  lo sabe y no le importa. Siempre me ha subestimado. Está convencido de que por el sólo hecho de ser mujer, soy algo tonta. Sé que me ama, pero no me conoce como tendría. No sabe, morirá sin saber, que soy mucho más inteligente que él. Más perspicaz, más intuitiva. Muchos dolores de cabeza se hubiese ahorrado, si más de una vez me hubiera hecho caso.  Pero yo, según él: no sé nada, no entiendo nada.

De todos modos, al cabo de tantos años de convivencia, suele descubrir rasgos de mi personalidad que lo descolocan. Sé que nunca, aunque vivamos mil años juntos, terminará de conocerme. Pero mientras le sea fiel, lo que le pueda ocultar, no le interesa. Debe  pensar que lo que no le cuento no tiene importancia. ¿Qué puede haber de importancia en la vida de “su”  mujer?  Es parte de su machismo. Y es más fuerte que él.

 Me casé a los veinticinco años, muy enamorada, en la iglesia de los Carmelitas en el barrio del Prado. Vestida de novia, para no levantar sospechas, con traje blanco de cola y una mantilla de Valencia que mis abuelos me trajeron de regalo en uno de sus viajes a España. Hicimos una reunión para amigos y familiares en el Club Español y nos fuimos de luna de miel a San Pablo, pero no  me pregunten como es porque nunca volví.


Ada Vega, 2010 - http://adavega1936.blogspot.com/   

jueves, 5 de mayo de 2016

Las gemelas



La tía Pilar vivía a unas cuadras de mi casa. En una casa oscura, antigua y romántica; con paredes muy altas y techos de bovedilla. Tenía diez habitaciones, varias salitas diseminadas entre ellas, un comedor enorme con balcones cargados de plantas con flores que daban al jardín y un sótano de gran tamaño, donde habitaban los espíritus de los familiares muertos, que olía a un sahumerio dulce y picante que revolvía el estómago, alteraba la cabeza y hacía correr por las venas voraces sensaciones prohibidas. El sótano tenía una puerta de doble hoja que permanecía arrimada y sin llave donde sólo, cada tanto, entraba la abuela. Era ella la encargada de dejar en ese territorio místico algún mueble fuera de uso, juguetes de alguien que creció, cartas viejas, documentos vencidos. Espejos.
A pesar de que los niños teníamos la entrada prohibida, mi hermana Ester vivía fascinada por aquella puerta entreabierta la cual intentó, mil veces, cruzar arrastrándome a mí y por la cual estoy segura, logró, en aquellos días, pasar más de una vez.
Como dije, era una casa antigua y romántica. Con aquel romanticismo escondido en los patios con glicinas, hacia donde abrían sus ventanas la mayoría de las habitaciones. Patios con aljibes, azulejos asturianos y bebederos con cabezas de león. Rodeaban la casona viejos jardines franceses, con canteros delineados, donde florecía la más variada selección de rosas, aterciopeladas dalias y las pequeñas violetas escondidas siempre bajo el verde intenso de sus hojas.
En esa casa de fines del siglo XIX, habían vivido mis abuelos y criado a sus hijos. Pilar era una de las hijas menores. Nunca se casó. Cuando murieron mis abuelos a pesar de que mamá le pidió que viniese a vivir con nosotros, ella prefirió quedarse sola en aquel caserón.
También dije que la casa de los abuelos era oscura. Varias de sus habitaciones tenían ventanas hacia los patios interiores dónde no llegaba el sol. Además, los árboles del jardín eran muy frondosos y sus ramas le robaban la luz del día.
Esto no alcanzó a preocupar a la tía Pilar que nunca hizo buenas migas con la solana, ella prefería la penumbra, por eso entornaba los postigos de las ventanas como temiendo que entrara la luz y la cegara.
Mi hermana Ester y yo íbamos casi a diario a ver a la tía. Mamá nos mandaba con un pan casero, un bollón de dulce de frutas o una bandeja de pasteles con crema. Cada vez que cocinaba algo especial le llevábamos a la tía. Al llegar nos quedábamos junto al portón de la vereda y la llamábamos a gritos: ¡tíaaa...! El portón tenía un candado y cuando nos oía desde la casa, venía sonriendo a recibirnos. Era bonita la tía Pilar. Tenía breve la cintura, las piernas largas y los pies pequeños. La piel de nácar, los ojos como la miel y peinaba su cabello oscuro en un moño trenzado sobre la nuca. Con su vestido de pana azul, de manga larga y cuellito de encaje blanco, sentada en su salita junto al ventanal, semejaba una pintura barroca de siglos pasados.
Cuando entrábamos a la casa nos sentábamos en la sala donde ella bordaba. Usaba sobre su falda un redondo bastidor de pie y sobre él sus delicadas manos entretejían los hilos formando preciosos dibujos.
En una de las paredes de la sala había un espejo muy grande con el marco dorado, formado de flores y hojas en relieve —que según mi madre nunca había visto antes, ni sabía cuándo ni quién lo había puesto allí—, en el que veíamos a la tía reflejada sobre su bastidor. Nosotras, sentadas frente a ella, tomábamos guindado casero en unas copitas de cristal tallado y comíamos unas galletitas que la tía sacaba de una caja cuadrada que estaba sobre el piano. Un piano recto, color borra de vino, que nunca supimos si tenía teclas o no, pues jamás lo vimos abierto.
Mi madre nos contó una vez que Pilar había tenido una hermana gemela llamada Analí que había muerto a los diecisiete años, y que la tía nunca logró reponerse de esa pérdida. Contaba mi madre, que las gemelas se adoraban, que tocaban el piano a cuatro manos y que Analí escribía versos.
En aquellos años las jóvenes comenzaban a preparar su ajuar, aún antes de tener novio. Según decía, a Pilar le encantaba bordar, de manera que para que su hermana gemela escribiera sus poemas, ella bordaba los ajuares de las dos.
La muerte inesperada de Analí enlutó y llenó de congoja a toda la familia. Principalmente a Pilar que sintió que la hermana gemela se llevaba con ella la mitad de su ser. Sin embargo, a pesar de que desde entonces vivió recluida, sin salir más allá de los límites del jardín, conservó siempre el carácter afable y nunca descuidó su persona.
Una tarde, con mi hermana Ester, fuimos a llevarle un bollón de dulce de ciruelas. Mamá había estado un rato antes y al irse, el candado del portón no quedó bien cerrado, por lo que, al encontrarlo abierto, entramos sin llamar. Atravesamos el jardín y, al acercarnos a la puerta de entrada, oímos voces. Extrañadas miramos por el ventanal entreabierto: la tía Pilar, sentada ante su bastidor bordaba como siempre. El espejo reflejaba su imagen. ¡No! No era su imagen. Aquella Pilar no bordaba. Leía poemas de un libro que sostenía entre sus manos. Pilar, mientras bordaba, la escuchaba sonriendo...
Nos volvimos con el bollón de dulce. Desconcertadas. Mamá no nos quiso creer cuando se lo contamos con lujo de detalles. Asumió que éramos unas aparateras que nos imaginábamos cosas. Que vivíamos en la luna, nos dijo medio enojada, que no servíamos ni para hacer un mandado. Que, aunque hubiésemos encontrado el portón abierto deberíamos haber llamado igual. Y que, en resumidas cuentas, no habíamos visto lo que creímos ver. Tanto énfasis puso mi madre en convencernos de que estábamos equivocadas, que al pasar el tiempo llegamos a creer que en realidad, como ella decía, no vimos lo que vimos. Pasaron los años, nosotras crecimos y, un día, la tía Pilar murió. Nosotras la acompañamos hasta el final.
Después del entierro, pasados unos días, volvimos a la casa de los abuelos con mamá. No me gustó ir. Al abrir el portón sentí como si un gran desamparo saliera a nuestro encuentro. Tanta soledad y silencio. No sé por qué, sentí que entrar en aquella casa era como una profanación. Mamá entró con gran serenidad, Ester y yo la seguimos. En la pared de la salita donde antes había un espejo, se encontraba un cuadro con el marco dorado formado de flores y hojas en relieve. En él, semejando una antigua postal, las dos gemelas con sus vestidos de pana azul y cuellitos de encaje blanco. Una bordando, la otra leyendo. Las dos sonriendo.
Mi madre no conocía la existencia de ese cuadro, jamás lo había visto. No encontró una explicación razonable, y si la encontró evitó comentarla. Ordenó algunas cosas, trancó puertas y ventanas y, sin mencionar el cuadro de las gemelas, nos fuimos.
La casona permaneció cerrada mucho tiempo, de todos modos, los vecinos comenzaron a murmurar. Decían que se oían ruidos en la vieja casa, risas, voces y el sonido de un piano. En mi casa no le ponían atención a esas murmuraciones, sin embargo mi hermana Ester decidió, un buen día, ponerse a investigar —creo que ella sabía de qué se trataba—. Mamá guardaba los dos rosarios de cuando las gemelas hicieron su primera comunión. Dos rosarios de cuentas blancas que mi hermana encontró revolviendo entre antiguos recuerdos.
Todas las acciones que emprendía mi hermana Ester, las hacía conmigo. Hacíamos los mandados, estudiábamos, íbamos a pasear y al cine, siempre las dos juntas. A pesar de que éramos muy distintas. Ester era muy movediza, muy curiosa, muy lanzada. Por el contrario yo, soy sumamente tranquila, no soy curiosa, no pregunto. No me gusta arriesgar. De todos modos, en todo lo que ella hacía me involucraba. Yo la seguía por costumbre o porque ya estaba establecido, quizá desde antes de nacer, que fuese así. Una tarde, con el sol todavía alto, me puso un rosario de collar, se colocó ella el otro y me dijo muy seria: vení. Y salimos las dos, rumbo a la casa de la tía Pilar. Mi hermana caminaba muy decidida, yo la seguía sin muchas ganas dos o tres pasos más atrás. Llegamos a la casa, abrimos el portón —que chirrió como quejándose—, y atravesamos el jardín. Ester abrió la puerta y entramos. Se acercó al ventanal y, casi con violencia, abrió de un golpe los postigos. Un rayo de sol, como un puñal, rasgó la oscuridad de la habitación clavándose, con atrevida arrogancia, en el cuadro de las gemelas. La luz inundó el recinto. Mi hermana frente a las gemelas, con una firmeza que no le conocía, más que hablar les ordenaba: ¡Bueno, Pilar, Analí, es suficiente! Ha llegado la hora. Deben irse, esta casa ya no les pertenece. Abandonen el mundo terreno. Asustan a los vecinos. ¡Les ordeno en el nombre de Dios que se vayan!
Dejó los dos rosarios sobre el piano, cerró el ventanal y nos fuimos. Yo no sé si las gemelas la escucharon, lo que sí sé es que cuando al mes volvimos, los ruidos y los murmullos habían cesado. Todo estaba en calma, los rosarios habían desaparecido de encima del piano y en la pared, impasible, brillaba el antiguo espejo.
Esto que cuento sucedió hace ya muchos años. Mis padres fallecieron y también mi hermana Ester. Me he quedado sola. Por eso vine a vivir a la casa de los abuelos. Hice limpiar el jardín y dejé en el sótano, muebles que ya no volverán a usarse, juguetes de niños que crecieron, cartas viejas, documentos vencidos...
Todo está como antes. He retomado en el bastidor los bordados que al morir dejó sin terminar la tía Pilar. Estoy bien, soy feliz, no estoy sola.
Ester, mi hermana gemela, me acompaña desde el espejo.
Ada Vega,2005 - Blog: http://adavega1936.blogspot.com.uy/

sábado, 30 de abril de 2016

Hasta las seis y cuarto

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   Esa mañana me desperté ansiosa, con el pulso acelerado. Sin piedad, la campanilla del despertador dejó trunco un sueño donde yo y un desconocido éramos los únicos protagonistas. Me sentí decepcionada, hubiese querido conocer el epílogo del sueño. Intenté dormirme otra vez y reengancharme, pero no fue posible: el hechizo se había roto. Quedé sin saber qué sucedió, sentí pena y angustia y en ese no querer volver, volví a la realidad. Total, había sido solamente un sueño.
Sin muchos deseos de levantarme extendí un brazo sobre la almohada de mi esposo que aún conservaba el hueco que dejara su cabeza, y acaricié el costado de la cama donde duerme junto a mi. Lo encontré frío y sentí tristeza. El reloj marcaba las siete de la mañana y hacía más de una hora que se había ido para el trabajo. Traté de recordar mi sueño mientras me calzaba las pantuflas, anudaba la bata y, de paso para la cocina, llamaba a los chicos para ir al liceo.
Preparaba el desayuno cuando, con nitidez, volví a vivir la insólita aventura y oí el ruido del avión. Un avión inconcebible. Raro. Tal vez un aeroplano o un helicóptero o una nave del futuro. Lo recuerdo plateado y muy brillante. Me encontraba en el patio de una casa extraña. Un patio abierto de baldosas blancas y negras, rodeado de cuatro paredes. El sol brillaba en lo alto, y yo permanecía sola.
En el sueño era muy joven, tenía puesto un vestido rosa y el cabello largo caía sobre mi espalda. De pronto oí el avión-helicóptero, miré hacia arriba y observé que desde el cielo se venía en picada y se iba a estrellar allí mismo donde me encontraba. Intenté correr, apartarme, pero no podía moverme. Entonces el aparato, a un par de metros sobre mi cabeza, se detuvo en el aire.
Un hombre joven con campera de cuero, que fumaba un cigarrillo transparente, como de cristal, arrojó una carpeta negra y dijo que antes de las seis y cuarto debía entregársela a alguien, no sé dónde. Que debía ir de inmediato y no comentarlo con nadie. Miré al hombre que me observaba con los ojos entornados y el cigarrillo en los labios. No dijo nada más, el avión-helicóptero desapareció y yo me quedé pensando en aquel hombre que nunca había visto antes y que lograra impactarme.
Entonces recogí la carpeta y, como él me ordenara, comencé a correr para llevársela no sé a quién, en no sé dónde. Corrí por calles sin esquinas, llenas de gente sin rostro que me obstruía el paso impidiéndome llegar a no sé qué lugar. Subí retorcidas escaleras que no iban a ninguna parte y en el último piso de un edificio sin puertas ni ventanas, frente a un mostrador interminable, le entregué la carpeta a un hombre joven de campera de cuero que fumaba un cigarrillo de cristal y me miraba con sus ojos entornados. Un reloj enorme, encima del mostrador, marcaba las seis y cuarto.
En el sueño me sentí feliz de volver a ver al hombre del avión-helicóptero. Al entregarle la carpeta tomó mis manos entre las suyas y me miró sin hablar. Yo creí leer en sus ojos una propuesta, o una promesa, o…¡y me desperté! Estuve todo el día imaginándome un buen final para mi sueño. No intenté analizar su significado. Siempre he creído que los sueños son fantasías de nuestra mente viajera. Además, suelo tener sueños extravagantes en los que viajo a ciudades increíbles, con edificios inclinados, calles empinadas que solamente van, iluminadas con faroles colgados del aire. Sueños donde nunca camino, jamás piso el suelo, sólo me deslizo. Sueños en los que vuelo por lugares desconocidos, sobre desiertos de arena que se incendian bajo un sol calcinante, o sobre embravecidos mares cuyas olas se agigantan tratando de atraparme.
De todos modos ese día estuve como ausente. La aventura que había vivido con la carpeta negra ocupó mi pensamiento. Serían las cinco de la tarde cuando volvió mi esposo. No lo oí llegar. Los chicos habían salido después de almorzar y yo estaba sola en la cocina preparando la merienda. Me sobresalté al verlo recostado en el marco de la puerta.
—Qué te pasa mamá, ¿no me oíste llegar?
—¡Papi! No, no te oí. 
Me alegró verlo de vuelta en casa. En ese momento el sueño se desvaneció. Él me extendió los brazos y me refugié junto a su pecho.
—Qué te pasa, mamá. Qué te preocupa.
—Estoy enamorada, papi.
—Huy, eso grave. Me miró con sus ojos entornados, esos ojos que yo he amado desde que, hace muchos años, se posaron en mí por primera vez. Apagó el cigarrillo y recosté mi mejilla en su campera de cuero. Siempre he necesitado su apoyo. Él no es un sueño, es mi realidad, sólo entre sus brazos me siento segura y feliz.
—Estamos solos —le dije muy bajo.
—¿Es una proposición? —me contestó al oído.
—Sí.
—¿Tenemos tiempo?
—Hasta las seis y cuarto

jueves, 28 de abril de 2016

Madame Colette







 Fue en los años de macetas con malvones, de madreselvas y campanillas azules enredadas en los tejidos de alambre. De casillas de lata, veredas angostas y calles cortadas. Cuando Montevideo paría barrios orilleros que levantaban chimeneas. Y en los frigoríficos y lavaderos, barracas y fábricas, los obreros se turnaban de 6 a 2, de 2 a 10, de 10 a 6. En aquel entonces, al oeste de la ciudad y junto a la desembocadura del Miguelete, crecía el Pueblo Victoria. Barrio fundado por el ingles Samuel Lafone en 1842, y que lleva su nombre en honor a la Reina Victoria de Inglaterra. Enquistado en él, habitando unas pocas cuadras, reinaba lo más selecto del hampa montevideana. Tahúres y cafishios, paicas y grelas del más rancio sabalaje, se habían aquerenciado en el barrio. Fueron famosas las casas con luces rojas regentadas por mujeres que hacían la vida más llevadera, prodigándose junto a sus pupilas para servir a su numerosa clientela. Aún hoy, los más veteranos del barrio, recuerdan nombres, rostros y virtudes de aquellas matronas que los iniciaron en el arte del amor. 
       Una de esas casas era gobernada por Colette, una francesa muy bonita de comentada fama, que con poco más de veinte años se vino un día del parisino barrio de Montparnasse.  Desembarcó en nuestro puerto con un  par de baúles, vestida como un figurín, y con el pelo cortado a la garzón. Ya experta en su oficio llegó a  Montevideo atraída por los comentarios en el viejo mundo, de que el oro en la joven América se encontraba tirado en la calle. Pronto se dio cuenta la francesita de que, o bien se había equivocado de puerto, o alguien exageró sobre nuestras uruguayísimas riquezas. De todos modos ya estaba aquí, por lo que sin amedrentarse se dedicó a dictar cátedra de amor incorporando a nuestros conocimientos en la materia, los últimos adelantos en técnicas y afines, directamente importados desde su país de origen.  Recién llegada se instaló en un hotelito de la Ciudad Vieja. Observó el ambiente, recorrió los bares de la Aduana, el bajo del Tajo y la Puñalada y puso sus bellos ojos en el Pueblo Victoria. No obstante, comenzó su actividad en un bar de coperas  por la zona portuaria. Enredada en un castellano afrancesado y  decidida a  conocer mejor nuestra idiosincrasia  pasó allí un período de adaptación. Pero su destino en estas tierras era otro. No había venido desde la lejana Europa para, con su desgaste, enriquecer a un macró latino.  Dueña de un pequeño capital, pretendía abrir su propio negocio. Por la Aduana consideró que no era factible. Demasiada competencia. Así que un día cargó con sus baúles, y se despidió de  la Ciudad Vieja. Alquiló una casa de inquilinato en el Pueblo Victoria y se instaló con una bahiana que conoció en el bajo del puerto y dos sirvientitas con cama cansadas de trabajar gratis para los hombres de la casa. Y al poco tiempo multiplicó su personal y su fama.
        El día que Colette llegó al barrio encandiló a los vecinos con su belleza y conquistó al malevaje que quedó rendido a sus pies pa’ lo que guste mandar. Y aunque algún tahura lo negó, era bien sabido que más de cuatro se hubiesen enfrentado a cuchillo, por ser el primero en la lista de sus hombres. Muchos se equivocaron al conocer a Colette y verla tan frágil y delicada. Sin embargo, no tuvieron que esperar mucho tiempo para descubrir que tras su carita de niña buena, la francesita escondía un temperamento firme y aguerrido. Nunca dudó, para mantener su establecimiento en orden, en sacar a un matón a empellones a la calle o partirle una botella en la cabeza, si se cuadraba, a quien se pasara de listo por más guapo que fuera. Usaba el puñal sin asco y con destreza si era necesario, y tenía por las dudas siempre a mano, una pistola con cachas de nácar que un turista árabe – libanés le obsequiara en sus tiempos por la Ciudad Vieja. Árabe que  zarpó un invierno de Beirut y que al llegar a Uruguay, no bien tocó puerto conoció a la francesa que lo cautivó. Durante años el asiático fue y vino por el mundo tan sólo para estar con ella. A Colette no le era indiferente su amante árabe, bello ejemplar de varón de cabello enrulado y ojos negros y fríos como dagas, a quien ella llamaba: el Jeque. Y fue tal vez el Jeque uno de los hombres que más amó. Pero no el único. En sus años del Pueblo Victoria despertó tremendas pasiones. En ambientes de avería y también entre santos varones no confesos. Rondando el convento y esclavo de la madame, campaneaba el Porteño. Un busca pintún, rubio de ojos claros, que se vino un día disparando de Buenos Aires tras dejar en Almagro terrible prontuario por fullero y batidor. Como tenía la vuelta prohibida entre el bramaje de su ciudad se afincó en Montevideo donde vivió a salto de mata, rebuscándose entre timba y fiolería. Hasta el aciago día en que conoció a la francesita. La muchacha le dio vuelta la cabeza, el corazón y el alma. Y hubiese sido capaz, si ella se lo hubiera pedido, de apartarse del malandrinaje y, haciendo un supremo esfuerzo, hasta de ponerse a trabajar. Claro que para tranquilidad de su conciencia ella nunca le pidió tamaño sacrificio. Pese a que hay que reconocer que Colette miraba con muy buenos ojos al argentino, con quien compartía un pedacito de su apasionado corazón.
        Pero fue un muchacho del Pueblo Victoria, hijo de emigrantes italianos, quien conquistó por entero el corazón de la francesita. Un joven seminarista, que fue su asiduo cliente durante casi todo un año y con el cual  vivió un tórrido romance. Colette hubiese dejado todo por él;  la mitad de su vida habría dado por borrar su pasado y su presente y ser  solamente una simple muchachita para merecerlo. Pero el joven no le pidió ni le ofreció nada. Y un día vino por última vez se despidió de ella y se fue para seguir su carrera sacerdotal.  Ese fue un año fatal para la francesa pues también perdió al árabe, al que en el Líbano sentenciaron: se quedaba allí y mantenía a sus esposas, como  mandaba la ley, o corría el riesgo de perder su cabeza. A pesar de amarla desesperadamente, el  Jeque no tuvo opción. Decidió pues conservar su hermosa cabeza sobre sus hombros, y no volvió a aparecer por  la casa de inquilinato.
       De sus amores más arraigados sólo quedaba el Porteño que una noche, por sacar la cara por ella, quedó tendido en la calle en un duelo a cuchillo con un taita matón. La pérdida cruel e injusta de su rubio amor argentino le puso un lacre a su corazón. Durante mucho tiempo otros varones trataron inútilmente de conquistar a Colette, pero la francesita se había cansado de amar. Y fue en esos meses que para asombro del vecindario,  vieron que la madame estaba esperando un hijo.       Pasó el tiempo y nunca dijo quien era el padre del varón que nació un diciembre. Tendría el niño unos cuatro años cuando traspasó su negocio y se fue del barrio con su hijo y una valija con dinero suficiente como para iniciar una nueva vida. Atrás quedarían para siempre sus años de madame, dueña de un prostíbulo cuya fama comentaría el hampa por mucho tiempo. Atrás quedaría aquel Pueblo Victoria que la amó y a quién ella amara. Atrás sus trágicos amores, los sueños que trajo un día de allende el mar. Y también Colette, atrás y perdida para siempre.
       Cuando se fue del Pueblo Victoria se instaló en un apartamento en el último piso de un edificio en Reconquista y la Rambla con un enorme ventanal que daba al río. Abrió allí una casa de Alta Costura para las damas de la sociedad, que llegaron a adorarla por su sobriedad y buen gusto. Entonces se llamaba “Marie Stephanie Fournier de Binoche. Viuda de Jules Binoche, que había muerto en París  dejándola sola con un niño de pocos años con quien había venido a Montevideo en busca de olvido y consuelo”.
       Puso a su hijo en el mejor colegio que encontró y vivió con gran decoro. Fue aceptada de inmediato por las damas de la sociedad montevideana y respetada por los hombres. No hacía vida social, concurriendo muy esporádicamente a las galas del Solís o alguna velada en el club Uruguay. Fue allí precisamente que una noche volvió a encontrar al seminarista.
       El club Uruguay lucía espléndido. Las arañas de cristal brillaban como joyas. Las damas ataviadas con finísimos vestidos de fiesta eran escoltadas por caballeros de riguroso smoking. Esa noche Marie Stephanie, que con los años había acentuado su belleza, llegó al Club del brazo de su hijo Guy Binoche Fournier, que acababa de recibir su título de Ingeniero Civil, acompañados ambos de un alto jerarca gubernamental y su señora esposa.
  Junto a los balcones sobre la calle Sarandí, Monseñor Mazzetti conversaba con un diplomático. Al pasar junto a ellos, la señora que la acompañaba se detuvo para saludar al Prelado y a su vez presentarle a Marie Stephanie.
  Los dos se reconocieron. La señora, ajena a la situación, los presentó:
 - Monseñor Mazzetti, la señora Marie Stephanie Fournier de Binoche.
 - Señora.
 - Un placer Monseñor.
 - Y su hijo, Guy Binoche Fournier.
 - Joven...
 - Mucho gusto.
       Monseñor sintió que el corazón se le desbocaba. Había reconocido a Colette. Pero ¿quién era ese joven tan parecido a él? La misma cara, los mismos ojos, el mismo porte.
Así era él años atrás, cuando tuvo que elegir entre la dulce Colette y su apostolado. Las fechas coincidían. ¿Podría ser su hijo? Necesitaba hablar con Colette. Preguntarle. Pero ella lo saludó inclinando la cabeza y se fue del brazo de su hijo.
También para Marie Stephanie el encuentro fue inesperado. Era el pasado que volvía inquisitivo. Los ojos de Monseñor le gritaban una pregunta que ella no quería responder. Era indudable que se había reconocido en el hijo. Se retiró temprano de la recepción y no se volvieron a ver. Dicen que un tiempo después Marie Stephanie cerró la casa de modas y argumentando su deseo de volver a Francia se fue con su hijo. Y nunca volvió.
 Supo sin embargo, antes de irse, que Monseñor trataba de contactarla. De modo que el día que se fue dejó en el Correo una carta para él. Cuando Monseñor la recibió, ella y su hijo ya estaban en París. Monseñor Mazzetti llevaría desde entonces en su pecho, la dulce herida que le dejara la francesita.
Tembló la hoja en las manos de aquel seminarista, cuando leyó en grandes caracteres una sola palabra que resumía una lejana historia de amor:  SÍ.

domingo, 24 de abril de 2016

El canto de la sirena




    Las muchachas que toman sol en La Estacada, se burlan de mí. Piensan que soy un viejo loco. Ellas no saben. Se ríen porque vengo a la playa de noche después que todos se han ido y me quedo hasta la madrugada antes de que ilumine el sol. Por eso creen que estoy loco.
No saben que hace muchos años en esta playa dejé mi mejor sueño. No saben que en estas aguas dejé una noche mi máxima creación.
Porque no saben que por las noches, ella viene a buscarme.
Tenía veinte años y en mis manos todo el misterio y la magia. Y la pasión y la creatividad de los grandes. De aquellos que fueron. De los escultores que a martillo y cincel, lograron liberar las formas más bellas apresadas en lo más profundo de la roca.
Entonces era un estudiante de Bellas Artes seducido por la ciencia de esculpir la piedra. Fueron felices aquellos años. Había llegado desde un pueblo del interior lleno de sueños y de proyectos.
Recién llegado a Montevideo fui a vivir en un altillo, en la calle Guipúzcoa, con una ventana que daba al mar. Era mi bastión, mi taller, mi mundo. Trabajaba con ahínco empeñado en aprender, en superarme.
Por las noches, en la penumbra de aquella habitación, exaltado por lo desconocido, comulgaba en una suerte de brujería con los antiguos maestros del cincel. En extraño éxtasis, impulsado por no sé qué fuerza, les pedía ayuda, sensibilidad, luz. Y ellos venían a mí. Soplaban mis manos y mi corazón y era yo, por el resto de la noche, un maestro más.
Nunca hablé de mis tratos ocultos con el más allá, sólo hoy lo confieso porque quiero contarles la historia de la sirena.
Una de esas noches agoreras, tocado por la luz de la hechicería, comencé mi obra máxima. Golpe a golpe, trozo a trozo hacia el corazón de la piedra, fui abriéndole paso a mi sirena. Una bellísima sirena de cabellos largos, de senos perfectos y hermosas manos, que me miraba con sus ojos sin luz.
Cautivado por su belleza trabajé varios meses sin descanso cincelando su cuerpo en soledad. Nunca la mostré. Nadie la vio jamás. Y me enamoré. Había nacido de mis manos, me pertenecía. En mi entusiasmo juvenil llegué a soñar en que un día sus ojos se llenarían de luz y se mirarían en los míos, devolviéndome el amor que yo le entregaba. Pero era sólo un sueño ajeno a la realidad, que nunca dejé de soñar.
Pasaron los años y me convertí en un escultor de renombre. Viajé por el mundo, pero siempre conservé mi taller de los días de estudiante. Allí volvía al regresar de cada viaje. Allí me esperaba mi amor eterno y fiel. 
Un atardecer, en busca de tranquilidad y silencio, fui a refugiarme en el viejo altillo. La sirena frente a la ventana presentía el mar. Me acerqué a ella y acaricié su rostro. Una lágrima corrió por su mejilla. Recién comprendí que estaba muy sola. Que ansiaba el mar. Su espacio. No pude ignorar la tristeza de sus ojos ciegos. Esa noche la tomé en mis brazos y renunciando a mi amor, la traje hasta la playa. Caminé internándome cada vez más en nuestro río como mar, mientras oía el susurro de las olas que me alertaban sobre no sé qué extrañas historias de amor. Me negué a escuchar y seguí, mar adentro, con mi amorosa carga. De pronto, casi al perder pie, la sirena fijó un instante en mí sus almendrados ojos y escapando de mis brazos se sumergió feliz, invitándome a seguirla con el magnetismo de su canto. Dudé, y ante la magia y el misterio prevaleció en mí la cordura. Volví a la playa y me senté en las rocas mientras la observaba nadar dichosa y alejarse. Hasta que al rayar el alba, desapareció.
Desde aquellos tiempos han pasado muchos años. Nunca la olvidé ni dejé de amarla. Ahora vivo en un edificio muy alto frente al río. Tengo la cabeza blanca y las manos cansadas y torpes. El taller de la calle Guipúzcoa ya no existe. Aquellos años de estudiante quedaron en el recuerdo.
Pero a veces por las noches, cuando me encuentro solo, siento renacer en mí el fervor de mis años jóvenes. Vuelvo a vivir aquel amor que no quiso llevarme a la locura, entonces cruzo la rambla y vengo a La Estacada.
M
e siento en las rocas a mirar el mar. Sé que mi sirena viene por mí.
La oigo cantar, llamándome.

lunes, 18 de abril de 2016

Algún día, si acaso




 Reconozco que la doble vida que llevé, durante varios años, la viví sin culpa ni remordimiento. Feliz. Como un hecho legítimo y natural.
Cuando me casé con Daniela había cumplido veintiséis años y ella veinticuatro. Nos conocimos  en las oficinas de una casa importadora, donde trabajábamos, en el Centro de Montevideo.
Un diciembre, poco antes de cumplir los dos años de matrimonio, conocí a Andrea  en casa de unos amigos. Había ido solo y esa misma noche, nos fuimos juntos. Andrea resultó ser una compañera increíble. Teníamos la misma edad y aunque no poseía una gran belleza física sus ojos, grises y enormes, atraían la atención sobre su persona. Era, de todos modos, una joven atractiva, muy centrada e inteligente. Sabía lo que quería de la vida y luchaba para conseguirlo.
 Cuando la conocí vivía con sus padres en una casa antigua, en una calle corta del barrio Sur. Tenía, ya entonces, un cargo importante en una reconocida firma comercial de plaza.
Nuestra relación fue franca y abierta desde el principio. Siempre supo ella de mi estado civil sin llegar a darle demasiada importancia pues pensó, como también pensé yo, que lo nuestro sería sólo un amor de verano.
Al principio nuestro trato consistía en encontrarnos cada quince días para ir a ver una película, o una obra de teatro y dormir juntos en algún motel de paso. De  manera que, sin darnos cuenta, nos fuimos involucrando cada día más al punto de que la relación, que había comenzado como algo pasajero y sin culpa,  fue convirtiéndose en una historia que nos exigía y nos comprometía a ambos.
 Pasó el tiempo y ella fue escalando posiciones en su trabajo. Decidió entonces vivir sola y alquiló un departamento  frente al  lago del Parque Rodó. En esa época comencé a viajar al exterior, enviado por la empresa donde trabajaba. Esa fue la coartada que comencé a esgrimir ante mi esposa, cada vez que me quedaba en casa de Andrea.
 De todos modos, a pesar de que nunca lo dijo, muchas veces he pensado que Daniela estaba al tanto de mi secreto. Que sabía de la existencia de otra mujer en mi vida. Y que por temor a perderme, obligándome a decidir por ella o la otra, jamás dijo una palabra. Aunque tal vez, haya sido solamente una impresión mía.
 Mi situación ante la sociedad no era inédita. He sabido de otras historias de hombres con doble vida parecidas a la mía. Sólo quiero decir que no es fácil mantener en secreto una relación clandestina y que, inexorablemente, llega el día en que debemos decidir.
 Daniela dejó de trabajar a los pocos años de casados. Para ese entonces yo contaba con un buen sueldo  de modo que decidimos, de común acuerdo, que se quedara en casa a fin de llevar a cabo un tratamiento médico, que hacía un tiempo deseaba realizar, pues no lograba embarazarse y sufría por esa causa. Infortunadamente, pese a todo su esfuerzo, nunca logró quedar embarazada. A mí me dolía verla sufrir y siempre le dije que yo la amaba y no me importaba no tener hijos.
Daniela es muy distinta a Andrea. Daniela es muy frágil. Necesitó siempre de mi amor para vivir. Su vida se resumió siempre en mi persona. El sentimiento que me unía a mis dos mujeres tenía facetas distintas. El amor que sentía por mi esposa incluía la ternura. La necesidad de protegerla. En cambio, el amor que me inspiraba Andrea llevaba impreso la admiración que sentía  por esa mujer que se abrió paso en la vida, sin depender de nadie. Que me dio quince años de su vida sin pedirme jamás que me separara de mi esposa. Que renunció a su maternidad para que no me sintiera atado a ella, ante la obligación  que representa un hijo.
Y  los años fueron  pasando inflexibles. No obstante,  pese a vivir  rodeado de amor, comencé a sentir cansancio. Cansancio de inventar viajes, de tener dos casas, dos mujeres y una sola vida. De no saber, cada año, junto a quien festejarla Navidad, mi cumpleaños. Con quien pasar las vacaciones. Pensé que ya era tiempo de dejar de mentir.  Comprendí, entonces, que  el final de mi doble vida estaba llegando y sólo me restaba  decidir si seguiría viviendo en mi casa,  con Daniela,  o con Andrea en su departamento. De modo que pasé varios meses buscando la mejor manera de enfrentar la situación, que ya no admitía más dilaciones. Decidí entonces hablar con Andrea, pues era la única persona con  quien  podía comentar lo que me sucedía y pedirle, acaso, su  opinión.
 No llegué a hablar con ella. Andrea me conocía más de lo que yo creía. Ahora me doy cuenta que supo de mi  lucha interior y no quiso ser partícipe.  Fue generosa conmigo hasta el final. Y decidió por mí.
 Un fin de semana fui a verla. Al abrir la puerta de su apartamento lo encontré vacío. Me asusté y  bajé para hablar con el portero. Me dijo que Andrea se había ido la noche anterior. Me dejó una carta. Sólo dos frases para despedirse de mí:  Amor, quédate con ella. No me olvides. Andrea.
Hoy, después de tantos años, la sigo recordando. Creo que Andrea conoció antes que yo el final de nuestra historia y  se anticipó a mi decisión.
No se equivocó.  ¿No se  equivocó...? 
                                         II

            Y bien, Daniela. Te has quedado con él. No ha tenido que elegir entre las dos  como pretendías tú, la última vez que viniste a verme. Sabes bien, porque te lo dije, que no hubiese permitido que se enfrentara a esa situación tan cruel y humillante. Por ese motivo, conciente de quedar sola con mis recuerdos, el punto final decidí ponerlo  yo.
La primera vez que viniste a verme, traías una piedra en cada mano. El odio que sentías hacia mí, te salía por los ojos. Cuando abrí la puerta de mi casa, no tenía ni idea de quién eras. Entraste  como un turbión, insultándome. Tendría que haberte sacado de un brazo sin embargo  cerré la puerta y  permanecí de pie, mirándote. Escuchándote. Conociéndote. Conociéndonos. Ahí estábamos las dos. Las rivales. Tú, en tu papel de esposa, dirigiéndote a mí con palabras que no correspondían a una chica tan bonita. A una chica que, según su marido,  era tímida y frágil. Frágil, dijo más de una vez. Tímida. No sé qué esperabas de mí. Qué tipo de mujer pensabas encontrar cuando decidiste  venir a mi casa, enarbolando la bandera del matrimonio. Qué idea se formó en tu cabeza cuando supiste que tu marido tenía otra mujer. Tuviste valor, no cabe duda, de salir a la calle y meterte en casa ajena a defender lo que, creías,  era sólo tuyo. Ignorante, por supuesto, de mi reacción. Pocas mujeres, en tu misma situación, se atreverían. De pronto quedaste en silencio. Comenzaste a observarme con curiosidad. Me viste como era entonces: una muchacha, más o menos, de tu misma edad. De zapatillas y vaqueros desteñidos, en plena faena de lustrar los pisos. Te diste cuenta que tu perorata no llegó, siquiera, ha molestarme Hasta ese momento yo no había pronunciado ni una sola palabra. Seguía de pie junto a la puerta, observándote y pensando en Alfredo. Me sentí desconcertada escuchando a una muchacha desconocida hablarme de decencia. Tratando de enseñarme a vivir. ¡Ella!  Entendí que, Daniela, la  esposa  tímida y  frágil que  Alfredo decía tener en su casa no era la misma Daniela que estaba frente a mí  amenazándome a gritos si no dejaba a su marido en paz. ¿Dejarlo? Nunca lo tuve atado, te dije. Siempre supe que era casado. La alianza que lleva en su mano derecha no impidió que me enamorara de él. Si estás ofendida no es a mí a quien tienes  que enfrentar y pedir explicaciones. Yo no te conozco, cómo te voy a faltar. En todo caso quien te está ofendiendo, engañándote,  es tu marido. El que firmó ante el juez y juró ante el cura que te respetaría y estaría contigo en las buenas y en las malas,  hasta que la muerte los separara. A él debes reclamar, no a mí. 
Hacía un par de meses que nos habíamos conocido con Alfredo, cuando fuiste a mi casa por primera vez. Nunca hubiese pensado que aquella relación fuese a durar quince años y la finalizara yo.
Alfredo me cayó bien la misma noche que lo conocí. Pero el amor se fue construyendo a partir del  conocimiento que, entre los dos, fuimos elaborando. Aquel día no querías irte sin oírme jurar por todos los santos, que no lo volvería a ver. No te prometí nada. Te dije que yo no lo fui a buscar. Que él no tenía, conmigo, ninguna obligación. De todos modos que lo cuidaras, porque si volvía por las suyas y llamaba a mi puerta, que no tuvieras dudas de que yo lo iba a dejar entrar. Porque el caso era de que yo, también lo amaba.
Me pediste que no le contara de tu visita. Y no lo hice. Nunca.
Durante casi quince años fuiste y viniste, de tu casa a la mía, implorándome. En repetidas oportunidades te dije que lo enfrentaras y hablaras con él sobre el tema. Pero él no podía saber, que tú estabas al tanto de mi existencia. En lugar de perderlo con dignidad y mandarlo al diablo cuando comprobaste que te engañaba, preferiste jugar por lo bajo y esperar a que él se cansara un día de la situación y decidiera abandonarme. No sé en qué momento te diste cuenta de que  nunca lo dejaría.  Que lo amaba de verdad. Creo que recién ahí comprendiste que la lucha iba a ser larga.  
Reconozco que no debí involucrarme con un hombre casado. Es cierto. Aunque no me arrepiento. Tengo sin embargo, algo a mi favor. Y es que, nunca, jamás le insinué que te dejara y viniese a vivir conmigo. Tal vez porque él nunca habló de separación o divorcio, o tal vez porque yo nunca quise ataduras. Fue cuando comenzaste a llorar porque querías un hijo y no quedabas embarazada. ¡Buena jugada! pensé yo.  No sé si en realidad no te embarazabas. Lo que nunca entendí, si es que era cierto,  por qué no le mencionaste a tu marido que se hiciese él un examen.  Yo en cambio, si hubiese querido, podría haberle dado muchos hijos a Alfredo. Pero él no estaba conmigo para tener hijos. Le di quince años de mi vida fértil, me negué a ser madre a sabiendas. No quise tener hijos con un hombre casado con otra. Los hijos no son juguetes, no son premios. Ni rehenes. Son seres que se traen  al mundo para criarlos con amor y responsabilidad. Además, siempre supe que un día Alfredo volvería contigo. Porque tú, no me queda otra que reconocerlo, supiste jugar tu juego. Difícil, si los hay. Con una sola carta ganaste: la santa paciencia. ¡Quince años esperaste! Y luchaste. Me consta. ¿Fue por amor? ¿O por capricho? No, por capricho no, un capricho no dura tanto.
El amor herido, ¿si...?
Te diré  que hace un par de años  comencé a ver el cansancio en los ojos de Alfredo. Cuando estaba conmigo quería quedarse y no volver a tu casa.  Sé, también, que estando en tu casa muchas veces pensó en quedarse contigo.  Lo entiendo. Alfredo necesita un hogar donde pueda vivir tranquilo, de domingo a domingo. Estoy convencida de que nos ama a las dos. De distinta forma. A mí porque sabe que estoy con él solamente por amor. Que por la misma  puerta que entró un día a mi casa, puede irse cuando quiera. Y porque yo también, como tú, viví estos años, solamente para él.  Contigo, porque dice que tú lo necesitas para vivir. Y creo que sí. Que debe ser así. Quédate con él. Cuídalo. Y si alguna vez, sin querer, me nombra, cállate, olvídalo.
 Se le pasará. Los hombres olvidan muy pronto.
 Sabes Daniela, a veces, de tanto pensar en lo que hemos vivido estos años, he llegado a la conclusión de que tú lo debes amar más que yo. Si hubiese sido yo la esposa no hubiera soportado lo que tú soportaste. Me hubiese separado. O lo hubiese asesinado...no se. ¡Y tú lo compartiste durante quince años! ¿Quién tiene razón?  ¡Sabe Dios! Creo que esta vez hice lo correcto. A Alfredo le hubiese costado mucho dejarme. Y a ti no te hubiera dejado nunca.
Adiós, Daniela, que seas feliz. Espero no saber de ustedes, nunca más.

                                           III

Siempre pensé que el día que Andrea desapareciera de nuestras vidas, encontraría al fin la paz, la felicidad plena que durante años busqué  sin descanso. Hoy, creo que la tal felicidad no existe. No como yo la imaginé. Lo que a mí me sucedió con Andrea es, desde donde se mire, increíble. La odié tanto, cuando supe de su existencia, que durante meses sólo quise que desapareciera, se extinguiera, se esfumara. Para siempre. No exagero. Andrea, les aclaro, era la amante de mi marido. Una amante de fierro. Mi cruz. 
La intuición de las mujeres es reconocida por la sociedad en pleno. Desde la manzana, que por suerte, comió Eva y convidó a Adán, vemos lo que nadie ve. Vemos a través de. Pero, la intuición de una esposa va más allá de lo imposible. Excepto si dicha esposa está muy enamorada, porque una esposa muy enamorada, está ciega, no ve nada más que el motivo de su amor. Vive en el limbo. Cela a su marido con todas las mujeres, por eso es más fácil engañarla con una. Pasa más inadvertido. Creo que fue eso lo que me sucedió a mí. Me casé muy enamorada y dejé que el amor me cegara. Cuando entré a trabajar en  la empresa y lo vi, me enamoré  sin saber quién era. Claro que él no se dio cuenta y pasé más de un año trabajando en la misma oficina, sin que advirtiera mi presencia. El día que se dignó mirarme, mis ojos le dijeron todo lo que sentía por él. Nos casamos al año siguiente. Yo lo celaba con las compañeras de oficina, con mis amigas, con  Jennifer López, la vecina de enfrente y... Si alguna vez me engañó en esa época, no lo supe. Nunca percibí nada. De todos modos, la noche que fue solo a una reunión en casa de unos amigos y volvió a la madrugada, yo supe que se había acostado con otra mujer. Lo supe con seguridad. Y no dije nada. Esperé. A los pocos días volvió a salir de noche y volvió a la madrugada. Comenzaba mi tortura. Sólo quien haya pasado por lo mismo, puede imaginar lo que sufre una mujer engañada por el hombre que ama. Al pasar los días me di cuenta que la extraña salida, según él, con amigos, se repetía cada quince días. Casualmente, en esos meses, comenzó a viajar por trabajo de la empresa. Esto me confundía un poco.  Una tarde tomé un taxi y fui a esperarlo a la salida de la oficina. Cuando lo vi salir lo seguí. Dejó el auto frente al lago del Parque Rodó y entró en un edificio. Me quedé en el taxi, hasta  ver salir  a mi marido del brazo de una mujer. Los volví a seguir. Fueron al cine Plaza. Regresé a mi casa, eran las ocho de la noche, una película puede durar una hora y media, dos, tres horas. A las doce de la noche tendría que estar en casa. Llegó a las cuatro de la mañana. Al otro día fui a verla.
Hablé con el portero y le di las señas de la mujer que había visto con Alfredo la noche anterior. Me dio el número del  apartamento. La llamé desde el portero eléctrico y le dije que venía de la oficina de parte de Alfredo Mendizábal. Me dijo que subiera. Cuando abrió la puerta entré sin que me invitara. Estaba encerando los pisos. Entré como una fiera y le dije tanta cosa, tanta bajeza que aún  hoy, al recordarlo, me avergüenzo.
Cerró la puerta y se quedó mirándome.
Me dejó hablar. Insultarla. Y luego habló con mucha calma. Me dijo lo que para ella era lógico. Que no me conocía, que no lo tenía atado, que le reclamara a él que era quien me engañaba, no a ella. Le dije que si tenía un poco de vergüenza y consideración, no le contara  a Alfredo de mi visita. Creo que nunca le contó. Si lo hubiese hecho, me habría dado cuenta.
Pese a la relación que, durante tanto tiempo, Alfredo mantuvo fuera del matrimonio, nunca cambió su trato conmigo. Siempre estuvo a mi lado, siempre respondió a mi amor. Por lo tanto nunca hablé del tema con él,  pues pensé que era sólo una aventura sin consecuencias.
No se debe predecir, ni jugar con el destino.
Lo que yo sufrí estos años no tiene nombre. Me humillé una y mil veces yendo a la casa de la amante de mi marido a pedirle, de favor, que lo dejara. Fui tantas veces que al final hasta creo que nos hicimos amigas. Otra mujer me hubiese sacado a empujones de su casa. Andrea nunca me levantó la voz, nunca me destrató como yo a ella. No obstante, siempre dejó claro que amaba a mi marido y no lo iba a dejar si él no la dejaba a ella. No sé cómo, ni de qué manera, pasaron quince años. Nunca dejé de amarlo. Sé, estoy segura, de que el proceder de otras mujeres  hubiese sido distinto. Y está bien. Pero a mí no me importó perder la dignidad, como dicen. ¿De qué me valdría la dignidad, si me quedaba sola? ¿Si lo perdía a él? Es cierto, durante quince años fui y vine de mi casa a la casa de Andrea. Fue una relación extraña la nuestra. Al final era ella quien me contenía. Me decía que si fuese ella la esposa no podría compartirlo. Yo le preguntaba entonces por qué lo compartía conmigo. La que compartes eres tú, me decía, yo soy la otra, la que roba, la que no tiene más remedio que conformarse con lo que le dan.
 Una tarde de invierno fui a verla, hacía mucho frío. Estaba en el living leyendo un libro, entré y me dijo: vamos a la cocina y tomemos un café. Hizo café para las dos. Yo no tenía más palabras. Se me habían agotado los ruegos. Me puse a llorar. No llores Daniela, me dijo, tú eres mi castigo. No me pidas que renuncie a lo poco que tengo. Habla con Alfredo, aclara  la situación, dile  que siempre estuviste al tanto de todo. Si él no viene más, si se queda contigo, te juro que me voy, desaparezco de la vida de los dos. Pero no me pidas que renuncie a él. No puedo. No quiero.
Nos seguimos viendo de vez en cuando. Cuando iba a verla ya no hablábamos de Alfredo. Ya no le pedía nada. Iba por ir.
Por costumbre, creo.
Hace unos meses Alfredo me dijo que no viajaría más. Que habían designado a otro compañero en su lugar. Que él estaba cansado y había pedido un relevo. Se terminaron los “viajes al exterior”, comenzó a quedarse en casa. Fui a ver a  Andrea.
El portero me dijo que Andrea había entregado el apartamento hacía ya dos meses. Que no había dejado dirección. Me dejó una carta. Hizo al final lo que le supliqué durante quince años.
Yo no sé, Andrea, si hice bien, si hice mal, o si hice lo correcto. Sólo sé que hice lo que me mandó el corazón, no la razón. No sé lo que hacen otras mujeres en mi lugar. Tampoco me importa. Y soy feliz con mi marido. Yo sé también que sigue pensando en ti, pero creo que como tú dices, se le pasará. Los hombres olvidan más rápido.
Tal vez, algún día, le cuente a Alfredo la increíble historia que vivimos los tres. Pero eso ha de ser, algún día....si acaso.
Ada Vega, blog: http://adavega1936.blogspot.com.uy/

sábado, 16 de abril de 2016

Sergei Radov, primer violín.


En los 100 años del Centro Atlético Fenix. Julio de 1916 - 2016

   Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa Capurro. Pude ver, con amargura, como cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que, poco a poco, la fue sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas, debido, en parte, a los buques que llegaban a nuestro puerto principal y vertían los desperdicios en sus aguas. Se sumaron las vertientes contaminadas de los arroyos Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puerto de Ancap, junto a los deshechos que la propia refinería volcaba en la bahía.
    Yo, como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la playa quedó sola y olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba recorrerla. Con mis zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando había bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al viejo lavadero, y allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del mar, a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez. Una tarde, en medio de mi contemplación, me sorprendió un viento repentino y traté de salir lo más rápido posible, pisando las rocas que desaparecían bajo las olas que avanzaban agitadas. Cerca de la orilla, vi a un botija de más o menos mi edad que, con mucha dificultad, trataba de salir de entre las grandes piedras. Al pasar junto a él le ofrecí mi mano y salimos juntos. No lo conocía. Nos pusimos la zapatillas y cruzamos al parque. Sentados en la verja de ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el barrio. Hacía unos días se había mudado con sus padres a una casa en Húsares a la altura de Flangini.        
En ese entonces yo vivía en Coraceros, así que éramos vecinos. Como  lo habían apuntado en la Escuela Capurro, seríamos también compañeros. Esa tarde, sin más datos, sellamos una amistad para toda la vida.
   Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov, pero para mí y los botijas del barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del Cine Capurro. También lo hicimos hincha del glorioso Fénix, por aquel año con: Pessina, González Plada, Saccone, Montuori y Herol, aunque abajo llevó siempre la camiseta de Nacional. Como a todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con él era difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos en la calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero. De todos modos, él insistía. Lo que pasaba era que el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó en su niñez lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy evidente, pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo llenaban de goles. Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. Algunas veces lo oíamos tocar desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando. Por eso los botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá la globa Rusito, chapá el violín. Con el violín disimulás la pata corta! Cuando terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el Rusito tenía una novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella también. Marianela era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por Francisco Gómez y la vía. Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los deberes.
 En el primer año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al regreso. Fue en las vacaciones de julio, cuando estábamos en segundo, que Marianela se enfermó. Cuando veníamos del liceo él entraba en su casa y se quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos. Leyéndole a Machado, una tarde, ni se dio cuenta que Marianela, ya no lo oía.
Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo yo sabía de su sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese querido decirle algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin embargo, en esa época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo hacía aislarse de todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín toda la pena que le dejara la pérdida de su amor adolescente. Salimos del Bauzá y fuimos al I.A.V.A. Entramos juntos a la Facultad de Medicina. El Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba hacer Pediatría y dedicarse a los niños con Poliomelitis. Entonces los problemas políticos del país se fueron agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron las grandes huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le pidió un día que fuese a sacar el pasaporte y consiguió unas direcciones en Europa,  por las dudas.
    No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. No sabía nada de política pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo llevaron dos o tres veces. Un día vino muy lastimado. Don Igor no esperó más, le sacó los pasajes, le dio las direcciones, todos sus ahorros y el violín.
 Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue.
—Adiós, Rusito. —Voy a volver. Y el avión se perdió en el cielo. Adiós.
No volvió. Vivió en Austria con unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el oficio de sus tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín.
     Ayer don Igor me llamó para mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el Viejo Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el gobierno de su país, el laureado Primer Violín de la Filarmónica de Viena, Sergei Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde ofrecerá varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.” Hoy, desde el costado de la Ruta 1, he vuelto a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la moderna vía de hierro y hormigón que atraviesa el viejo parque, amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo, descansa para siempre mi vieja Playa Capurro.
Gritan las gaviotas molestas con mi presencia. El Rusito vuelve. El mar susurra. Hay bajante.

Ada Vega - Blog Garúa: http://adavega1936.blogspot.com.uy/