Powered By Blogger

martes, 16 de agosto de 2016

Los pumas del Arequita


       Hace muchos años en la sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones.  Y un día,  ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas.
 Por aquel entonces en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un ranchito de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía,  un caballo pampa y un  montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero.
 Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Sólo a primera luz o a la caída de la tarde armaba tabaco y mateaba bajo el ombú, ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de donde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito.
Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yara que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo  lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer.
Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros,  mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer- puma por las costas del Penitente. El  indio mientras  daba vuelta  el  amargo le dijo:
 —Una  hembra de puma, será.      La yara se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose le contestó, mientras se retiraba ofendida:
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho  quedó pensando  que la yara era muy ignorante.
Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo.
De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían  entre las piedras, aunque al acercarse sólo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba   algún puma por el lugar.
Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yara lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado.
 —Vi un puma —le dijo.
 —Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yara.
 —Vi un puma  —le repitió él.  
  —Es una mujer —le insistió ella.
 —¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo.
  La yara, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre:
 —En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del  amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar.
        
    —¿Y qué mal les hace un puma?
    —Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar  de cachorros.
   —¡Ojalá!
   —Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros!
   Una noche, mientras  meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera  —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo,  ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes.
 El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros,  yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder.
  Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la  muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yara que le dijo: 
   —La mujer-puma es la que duerme en tu catre.
  —¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está.
  —Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa.
 El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance  del indio con la extraña muchacha. Una mañana al despertarse se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yara que dormitaba junto a una cachimba.
  —No la busques más  —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer cuando el sol declinaba y volvía del valle, de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro.
No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó  el calor de  la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su  compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre  y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales.
         El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera  sólo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma.

         Desde entonces por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan  de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Sólo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay.

domingo, 14 de agosto de 2016

Como las Sirenas



      La ventana del primer piso de la casa de enfrente tenía,  en invierno, los postigos siempre abiertos. Detrás de los cristales, entre las cortinas de hilo, una niña rubia nos miraba jugar. A veces, en verano, la abrían totalmente. Entonces la niña apoyaba sus brazos cruzados sobre el marco de la ventana y sus ojos claros recorrían la calle angosta. Sirena se llamaba. Como las sirenas de los cuentos marineros. La casa de Sirena tenía dos pisos, un jardín muy grande, un muro de ladrillos y un portón de hierro con candado.
Los niños del barrio nos reuníamos por las tardes a jugar. Los varones en la calle, las niñas en la vereda. Era aquel un barrio muy tranquilo por donde rara vez pasaba un auto. En aquel tiempo vivía con mi madre y mi hermano Carlos, en una casa de tres piezas y un fondo con parral.
De tanto ver a la niña que nos miraba desde su ventana, una tarde le pregunté a mi madre por qué Sirena no bajaba a jugar en la vereda. Mi madre me explicó que ella no jugaba con los niños del barrio. No entendí porqué no quería jugar con nosotras si éramos todos vecinos y vivíamos en la misma calle y se lo comenté a mi madre, que agregó:
 —Tal vez los padres no le permitan bajar a jugar porque son una familia bien, y no se dan con los vecinos del barrio.
—¿Qué es una familia bien, mamá?
—Una familia que tiene mucho dinero.
—¿Nosotros tenemos mucho dinero?
—No, mi amor, nosotros no tenemos dinero.
—¿No somos una familia bien ?—mi madre sonrió:
—Somos una familia bien, sin dinero.
 Recuerdo que quedé pensando que sería muy triste tener mucho dinero. Y aquellos niños fuimos creciendo. Los años se precipitaron. De los cinco años de pronto llegué a los ocho; tenía diez años cumplidos cuando una tarde observé a mi hermano que miraba fijo la ventana de la casa de enfrente y a Sirena que le sonreía. A partir de ahí, muchas veces los vi intercambiar miradas y sonrisas. Un día mi hermano, que ya había cumplido los catorce años y estaba en el liceo, decidió cruzar a la casa de la familia bien a conocer a la joven Sirena y se lo dijo a mi madre.
— ¡Hijo, cómo vas a ir a esa casa si no tenemos relación! Si apenas nos saludamos.
 —No importa —le contestó decidido—, yo quiero conocer a Sirena.
—Querido,  no te van a recibir —insistió.
De todos modos ese fin de semana mi hermano se acicaló un poco más que de costumbre, le dio un beso a mamá —que quedó angustiada—, cruzó la calle y por primera vez golpeó las manos frente al portón de la casa de enfrente. Una morena gritó desde una ventana.
—Qué desea.
—Hablar con la señora de la casa.
—Para qué —quiso saber la morena.
—Quiero conocer a Sirena.
La morena no contestó. Lo miró de arriba a abajo y entrecerró la ventana. Mi hermano permaneció incólume. Al poco rato volvió la morena, abrió el portón y lo condujo a una salita donde se encontraba la mamá de la joven. La señora le tendió la mano. Quiso saber como se llamaba.
—Carlos —le dijo.
 —Donde vivís, Carlos —le preguntó.
—Vivo enfrente, soy el hijo de la modista.
—Y por qué querés conocer a Sirena.
—Porque la veo siempre asomada a la ventana y quiero hablar con ella.
La señora, después de un momento, le pidió que la acompañara. Subieron una escalera, llamaron a una puerta y entraron. En una habitación llena de libros, muñecas, y osos de peluche, se encontraba Sirena. Se conocieron al fin.
—¡Es linda mamá! Linda, linda. ¡No sabés cuánto! Tiene el pelo rubio y largo, muy largo, y los ojos claros como tus ojos, mamá. Y una risa grande y unas manos blancas y suavecitas. La mamá me dijo que los sábados de tarde puedo ir a verla. ¡Cuando termine de estudiar y me reciba, voy a casarme con ella…! Mi madre lloró esa tarde abrazada a mi hermano, que a los catorce años había decidido que hacer con su futuro.
—No llores, mamá. Está todo bien. Yo la quiero y ella también me quiere, ¿entendés, mamá?
—Hijo, pero ella…
—No importa mamá, no importa.
Mamá entendía, cómo no iba a entender. Los años al pasar, la vida que se empeña siempre en mostrarnos todo lo bueno, todo lo malo, tendrían la última palabra. Mientras tanto mi hermano estaba de novio  con la hija de la familia bien, aquella niña rubia que asomada a la ventana nos miraba jugar.
 Pasaron seis años y una tarde de abril, se casaron en la parroquia del barrio. Todos los vecinos estaban allí.
Cuando sonaron los primeros acordes de la Marcha Nupcial y se  abrieron las puertas de la iglesia, entró Carlos con Sirena vestida de novia en los brazos. Atravesó la nave principal y la bajó frente al altar mayor. La sostuvo todo el tiempo, mientras el sacerdote los unía en matrimonio. Después, volvió a salir con ella en los brazos.
Las amigas, en una ronda, habían rodeado el auto que los esperaba.
 Antes de partir, Sirena arrojó al aire su ramo de novia.

sábado, 13 de agosto de 2016

Solo un juego de niños






      Simón y yo crecimos en un pueblo de veinte casas con chacras y montes de eucaliptos, junto a una estación de ferrocarril abandonada. Éramos primos dos veces, su padre era hermano de mi madre y su madre hermana de mi padre.
      Casi todos los habitantes del pueblo éramos parientes,  y vivíamos de lo que el pueblo producía. En cada casa se criaban gallinas, pavos y patos.  Algunos vecinos tenían ovejas y otros cebaban cerdos, y para fin de año se mataban corderos, cerdos  y pollos y  se repartían entre todos.
      Sólo un vecino tenía dos vacas, de modo que la leche  para el día la mandaba el dueño de una estancia que quedaba del otro lado de la vía.
     Al principio íbamos a la escuela montados los dos en un petizo que se llamaba Majo. Simón adelante porque era el hombre y yo atrás tomada de su cintura. Al comienzo del tercer año el padre  le regaló un zaino oscuro patas blancas y en él íbamos los dos, siempre él adelante con las riendas y yo atrás, siempre abrazada a su cintura.
       Nunca entre nosotros se pronunció la palabra “novios”, pero Simón grabó su nombre y el mío  en el tronco de una higuera del fondo de mi casa, con un cuchillo de filetear que su padre, que era guasquero, le regaló en un cumpleaños.  
       Cuando cumplí los quince me trajo una pulsera de plata con una medalla en forma de corazón que  decía Tú y Yo  de un lado y Para toda la vida, del otro. A la semana siguiente mi madre le compró una pieza de crea al turco que todos los meses pasaba por el  pueblo,  y comencé a bordar mi ajuar. Para sus dieciocho le regalé la camisa y la corbata para la boda y él comenzó a trabajar en la ciudad del departamento.  Dejamos de vernos todos los días,  y Simón  comenzó a cambiar.
        Un día decidió quedarse a vivir en el pueblo porque  se cansaba de tanto viajar en moto cuatro veces por día. Fue espaciando las visitas a mi casa y yo comencé a extrañarlo y a llorar por él. Dejamos de  hablar de casamiento y al final me confesó que ya no me amaba.
       Que lo nuestro —dijo—, había sido sólo un juego de niños, que habíamos crecido y el verdadero amor era otra cosa.
     Seguí bordando mi ajuar porque creí que un día volvería a mí, pero no volvió. Tuvo otra novia en otro pueblo, y otra y luego otra.
     También los años pasaron para mí. Y una primavera me pidió en matrimonio  otro primo que tenía unas cuadras  de campo junto al río.
      Esa misma primavera volvió Simón al pueblo a pedirme que me casara con él. Cuando lo vi. entrar al patio de mi casa el corazón se me escapó del pecho. Estaba cambiado, tan buen mozo, tan bien vestido.
      Nos abrazamos en la mitad del patio y fuimos por un momento aquellos niños que jugaban al amor: la niña que nunca terminó de bordar el ajuar, el niño que a punta de cuchillo dejó su nombre y el mío grabados en la higuera del fondo de mi casa.
     Me pidió perdón, dijo que me amaba y había vuelto para casarse conmigo. Que  había alquilado una casa en  el pueblo.  Dijo todo lo que por mucho tiempo esperé que me dijera varios años atrás. Pero habíamos crecido y el amor no es un juego. No podía engañarlo, le contesté que ya no lo amaba y que para el próximo otoño me casaría con Andrés.
    Creo que le costó entender. Nunca se imaginó que no aceptaría su propuesta de matrimonio y  menos aún que estuviese de novia con otro hombre. Ante su desconcierto hubiese querido explicarle que ya no éramos los mismos, contarle de mi dolor cuando me dejó, el tiempo que me llevó tratar de olvidarlo, pero no encontré las palabras. Lo acompañé hasta la puerta cuando se fue, al llegar a la esquina se volvió para mirarme.
      Ese otoño me casé con Andrés, luego de unos años vendimos el campo y nos fuimos a vivir a Montevideo.
      El pueblo de las veinte casas ya no existe. Ni existen las chacras, ni los montes, ni la estación del ferrocarril.  Todo lo borró la producción de soja. Sólo la pulsera de plata había quedado como recuerdo, pero una de mis hijas la encontró una tarde en uno de los cajones de mi mesa de luz,  le puso un dije que representa un delfín,  y se la llevó.
      Quedó sobre la mesa de luz la medalla en forma de corazón con el Tú y Yo  y el Para toda la vida,  como único testigo de  aquel primer amor que no pasó de ser, más que un juego de niños.

jueves, 11 de agosto de 2016

La farolera


  Había pasado su infancia en una casa de bajos de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De  trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos al norte de la capital.
Un barrio alejado de las playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:
         “La farolera tropezó y en la calle se cayó
         y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”
Saltaban a la cuerda :
        “Al pasar la barca me dijo el barquero:
        las niñas bonitas no pagan dinero.
        Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
         porque las niñas bonitas se echan  a perder...”
 Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
        “Andelito andelito de oro, un sencillo y un  marqués,
        Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”
y  también decía:
        “Téngala usted bien guardada. -Bien guardada la tendré
        sentadita en silla de oro en los palacios del rey.”
Recordaba los años de  escuela de túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y, orientales la patria o la tumba. El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel primer poema del charrúa de los ojos azules:
El Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera... y entre El gato con botas y Bernardette: La cabaña del tío Tom.
Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de la selva,  Tacuruces, Los albañiles de los tapes y  Química y Física.  En tercero Inglés,  open the door y: El cántaro fresco, Los cálices vacíos y La isla de los cánticos. En cuarto mucha literatura (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los primeros televisores, todo el mundo leía): Onetti, Espínola, Morosoli, Quiroga, E.Acevedo, Arregui, Hernández y más, muchos más, Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las oficinas de  un Comercio Mayorista. Para Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por qué dejo de leer.
 En su empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl.  Un muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se hicieron novios. Vivía,  le dijo él,  cerca de la costanera a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.
Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rió ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con sueldo mejorado.
 Ana Clara seguía soñando con el  departamento en la rambla.
Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al mar. “Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” .
 Ella juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el  empleo del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa  se separó de su familia y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.
Ana Clara consiguió más, mucho más  de lo  que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las playas del  este.
Ahora se encuentra en la terraza  de su departamento que da sobre  la rambla. Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado pensativa.
 Es una apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa  y seductora descansa junto al Río de la Plata: su cómplice y amante.
Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. “Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se hechan a perder”. Las amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La   escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El  liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la empresa  mayorista.
   Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con él  no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían,  él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.
  “las niñas bonitas no pagan dinero...”
Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al  balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad.  Entonces saltó.    
“La farolera tropezó y en la calle se cayó 
Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”.    

martes, 9 de agosto de 2016

Amor es un algo sin nombre




       Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos.
Don Pedro, el albañil que vivía en  la otra cuadra, traía  una victrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta,  que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos  tras cada  canción.
En aquellos años la música que  escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot,  y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.
Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes,  chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras  eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el  cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Po acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a  fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Su presencia me impactó. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé  al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.
 Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo  y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
 Entonces lo vi venir se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mi, para mí”.
 Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba  para mí. Me enamoré del forastero con  un amor de película. En el salón sólo estábamos él,  yo y Chavela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.
 Nos quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.
 Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.
 Durante muchos sábados de baile  esperé  verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello  fue sólo un recuerdo de mi primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
 Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta sólo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mi, para mí” y volví a revivir la tarde aquella  en que un  forastero, bailando me besó en la frente.
 La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí  la  cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:
—Adolfo, empieza la típica…¡vamos a bailar!!



Ada Vega, 2014 - Blog: http://adavega1936.blogspot.com.uy/

lunes, 8 de agosto de 2016

Los hermanos Belafonte




      Nadie, de quienes conocieron a los hermanos Aldo y Giuliano Belafonte,  podía creer que aquellos dos eran mellizos. No se parecían en su complexión ni en su temperamento. Mientras crecían fueron, entre los vecinos, un tema  casi obligado. Después, al correr el tiempo, fueron historia.  
     Cuando eran niños había en el barrio un cuadro de fútbol, los domingos armaban partido con los botijas del Barrio Jardín. De puntero derecho jugaba Giuliano, el más chico de los mellizos. Al Aldo nunca le gustó el fútbol, jugaba al básquet en la cancha de los curas.
    De entreala derecho jugaba Joselo Torreira, el hijo del gallego que tenía una carnicería en la curva  y que, cuando jugaban a los policías y ladrones siempre quería ser el comisario. Con los años Joselo se vio realizado y llegó a ser un inspector de policía muy respetado; trabajaba en la Jefatura de Policía de  Montevideo donde tenía una oficina algo venida a menos, pero privada. Cuando sucedieron los crímenes, más que nada por intuición,  fue él quien develó el misterio. Vaya a saber cual fue el móvil que lo indujo a traer de los pelos, el recuerdo de los hermanos Belafonte.      
      Aldo era el mayor de los mellizos, aventajaba a Giuliano en escasos veintisiete minutos. Se comentaba que cuando nació, como Giuliano  demoraba en hacer su aparición, se puso a llorar a gritos hasta que el mellizo asomó la cabeza. Por lo tanto, desde el momento de su llegada al mundo, quedó clarísimo que  estarían íntimamente unidos como si fuesen  la cara y la cruz de una misma moneda.
    A medida que fueron creciendo, la diferencia física entre los dos se hizo cada vez más evidente. También se hizo evidente la arraigada hermandad que los unía y quién, entre los dos, llevaría la voz cantante.  Próximo a cumplir los seis años los padres  de los mellizos decidieron, de común acuerdo, enviarlos a escuelas distintas a fin de que, separados, pudiesen desarrollar mejor sus propias personalidades.
    Giuliano fue buen estudiante en primaria y secundaria y ya ingresado a la universidad optó por la abogacía. Aldo pasó la escuela sin pena ni gloria, cursó el liceo entre rabonas y pillerías y le dedicó más años de los normales a las Ciencias Económicas.
    Pese a las diferencias de los dos hermanos con la mayoría de los mellizos gemelos solían usar como aquellos la vieja travesura de hacerse pasar el uno por el otro. Con la particularidad de que  los  mellizos Belafonte se hacían pasar por ellos mismos, creando un doble de cada uno. Patraña que había inventado Aldo y que usaron los muchachos, más de una vez, en los primeros años de estudiantes como una aventura sin consecuencias, pero que perduró en Aldo como un resabio de su juventud irreflexiva.
     Los años y  sus propias actividades fueron separando las vidas de los mellizos.  Giuliano que siempre exteriorizó una personalidad diferente a la de su hermano, trató de poner distancia entre los dos. Un día decidió irse del país a recorrer el mundo. Vivió unos años en Europa para afincarse  luego en el Cairo.
      Mientras tanto Aldo, empleado en una financiera como contador, seguía perfeccionando su otro yo que aparecía cada tanto entre sus conocidos como el hermano mellizo. Solía, por lo tanto, vestirse, peinarse, caminar y hablar de manera distinta a su modo habitual, llegando a crear un personaje que llegó a recorrer las calles y comercios de Montevideo, como si fuese realmente su hermano gemelo.
    Esa creatividad, que comenzó como una simple diversión, pasó a ser primordial  el día que Aldo comenzó a planear el primer crimen. Que, aunque lo fue preparando minuciosamente hasta en  los más pequeños detalles dejó, tal vez, el más importante por el camino.
    Una noche,  jugando el juego del otro yo, se vistió y se peinó como su hermano  mellizo y concurrió a una cena donde había sido invitado. A nadie le llamó la atención la presencia de Giuliano pues varias personas ya lo habían visto antes y sabían además que Aldo tenía un hermano mellizo.
     Fue en esa cena que el  seudo  Giuliano conoció a Clara Gabaran una mujer muy interesante casada con un francés llamado Bastian Hardoy, un hombre de mucho dinero con quien comenzó, al poco tiempo,  una relación amorosa.  Relación que fue cobrando fuerza principalmente del lado de “Giuliano” quien terminó enamorándose perdidamente al punto  de no lograr controlar los celos que comenzaron a atormentarlo. De modo que en  cada encuentro de la pareja se fue haciendo más obsesivo el pedido del hombre hacia la mujer, para  que dejara a su marido y  se fuera a vivir con él. Algo que nunca prosperó, debido a  que  el amor de ella no era tan contundente como el joven suponía ni él podía darle la vida que ella llevaba  junto a su marido.
      Aldo cayó entonces en la cuenta de que sólo si Bastian no existiera, aquella mujer podría seguir siendo suya. Fue en  esos días que comenzó a maquinar la muerte del esposo de su amante, involucrando para ello a su doble con el fin de cubrirse por si alguna persona lo veía merodeando por el barrio. Durante días y días estudió las entradas y salidas del Sr. Hardoy desde su  casa hacia la empresa, así como la hora en que retornaba  al hogar. Elaboró un  esquema con mucha precisión y una noche, cuando estuvo seguro y decidido, se vistió como  Giuliano, su hermano mellizo, y fue a esperar a su víctima a la entrada del garaje de su casa donde Bastian Hardoy acostumbraba a dejar el auto.
     Desde la violenta muerte del empresario en la puerta de su casa por un desconocido, que tras apuñalarlo huyó sin dejar rastro, Clara tuvo la percepción de que el autor del homicidio había sido Giuliano. No lo dijo a la policía. Antes quería verlo. Estar segura. Mientras tanto comenzaron las indagaciones. Era aquel un crimen extraño. No hubo intento de robo. Nadie vio ni oyó nada.  El hombre no tenía enemigos. Aparentemente a nadie le beneficiaba su muerte.
     En los días que siguieron muchas personas, por distintos motivos, visitaron la casa de la señora Clara Gabaran de Hardoy: abogados, gente de la empresa, de seguros, conocidos que se enteraron tarde,  algún pariente en visita de duelo. Entre esa gente Clara citó a Giuliano. Cuando estuvieron solos lo acusó de la muerte de su  marido y le dijo que lo iba a denunciar. Él lo negó, con una seguridad determinante. Dijo que esa noche había estado en el estadio y que tenía testigos. Ella no quedó muy segura. Esa misma semana se quedaron de ver en un hotel céntrico donde se encontraban cada semana desde hacía mucho tiempo.
      Para Aldo,  fue una sorpresa que Clara desconfiara de Giuliano. No se le había ocurrido que tal cosa pudiera suceder. De modo que concurrió al hotel con una idea  formalizada. Clara volvió a increparle la muerte de su marido. Y Giuliano  entendió que si Clara lo mencionaba, la policía se daría cuenta de que el único que se beneficiaba con la muerte del empresario era él. No tuvo alternativa. Se vio obligado a tirarla por la ventana del décimo sexto piso.
    A la mañana siguiente, enterados en Jefatura del discutible suicidio de  la viuda de Hardoy, y ante la notoria comprobación de que quedaban muchos cabos sin atar decidieron, de una vez por todas, llamar al brillante inspector Joselo Torreira para que se hiciera cargo del caso, antes de que siguieran  apareciendo muertos.

    El inspector Torreira se llevó el sumario y pidió que por unos días detuvieran las indagaciones. Necesitaba esos día para mover algunas piezas  que la intervención policial podía llegar a entorpecer. Ya concentrado  en la causa intentó averiguar quien visitaba a la señora de la casa. Nadie, ningún hombre visitaba a la señora. ¿Llamadas telefónicas? Sí, una vez la empleada de limpieza la oyó hablar por teléfono con alguien  a quien llamó: Giuliano. No, no sabían quién era. Visitó el  hotel donde la joven mujer cometió  posible suicidio. Allí le informaron que la señora solía encontrarse  con un hombre. Llegaba sola y se iba sola. ¿Qué fisonomía tenía el hombre? El hombre  tendría, tal vez, cuarenta años, alto, de cabello y ojos oscuros. No supieron dar más datos. Una amiga dijo que una vez Clara le comentó que había conocido a un hombre que tenía un hermano mellizo. ¿Cómo se llamaba? No recordaba si Clara se lo había mencionado.
         Giuliano  — quedó pensando el entreala derecho. Y su sagacidad le trajo a la memoria a los mellizos Belafonte. Giuliano era bajo, rubio y de ojos claros. Aldo. Aldo, el hermano mellizo tenía el pelo y los ojos oscuros. Aldo Belafonte, el basquetbolista del cuadro de los curas. ¿Qué fue de Giuliano? Tengo que encontrar a Giuliano Belafonte —se dijo.
     El inspector Torreira volvió al barrio de su niñez a recabar datos. Aldo era contador, trabajaba en una empresa. No sabían en qué empresa. No, no se habían casado. Ninguno de los dos hermanos se había casado. Giuliano se había ido del país hacía más de veinte años. Tenían entendido que vivía en El Cairo. Alguna vez le escribió a una  novia que tuvo cuando estaba en la universidad. Sí, la joven vivía acá. No, ya no vive más, se casó hace mucho tiempo y se fue del barrio. Creen que vive por Malvín. ¿Más datos? Dos cuadras más abajo,  frente a la escuela,  viven unos parientes de ella.
      El inspector Torreira consiguió la dirección de Giuliano Belafonte en el Cairo. Conseguir la dirección de la empresa y el domicilio particular del contador Aldo Belafonte, en Montevideo, fue sencillo. De modo que organizó de inmediato su viaje al Cairo. Si su razonamiento no le fallaba Aldo estaría viajando a Egipto en los próximos días. Debía encontrar a Giuliano antes que lo encontrara su hermano.
      El mutismo de la investigación policial  comenzó a preocupar a Aldo. Las autoridades no podían haber abandonado las pesquisas tan pronto y sin motivo aparente. Algo estaba sucediendo. Por terceros se enteró de que el caso Hardoy había sido entregado al  inspector Joselo Torreira. Tenía pues que obrar con suma rapidez. Joselo no podía encontrar al verdadero Giuliano. Encontrarlo significaba tener casi resuelto el doble crimen. Su hermano tenía que desaparecer. Con  el fin de eliminarlo, apenas tuviera la documentación en regla, viajaría  a Egipto.
Al Salam, es un suburbio de El Cairo rodeado de marginalidad.   Állí, hace más de quince años, vive Giuliano Belafonte. Mimetizado con el lugar, las costumbres y los valores del Islam, se dedica a enseñar artesanías a los niños de la calle.
    La mezquita había llamado a oración cuando aquella tarde Giuliano vio subir, por la callecita quebrada que llega hasta su casa, la figura de aquel extranjero.
    Antes de llegar, el extraño preguntó: ¿Giuliano Belafonte?  Así me llamo, le contestaron desde la casa, ¿quién pregunta? Joselo, Joselo Torreira, le contestó el inspector de policía.
     Torreira se quedó un día con Giuliano. Antes de volver envió la orden de captura de Aldo Belafonte, acusado de doble crimen. El contador, tenía varios detalles que aclarar ante la Justicia. Aldo fue detenido por la Policía del Aeropuerto de Montevideo, cuando intentaba  abordar el avión que lo llevaría a la República Árabe de Egipto.

sábado, 6 de agosto de 2016

Edelmira Dos Santos



     Aún parece andar su figura espigada por las quietas calles del viejo barrio. Tan pulcra, oliendo a jabón de coco. Tan digna y alegre, tan pícara y sagaz. Edelmira dos Santos era una morena nacida por la frontera, criada en Melo y venida  a trabajar a Montevideo siendo una niña. Vivía sola, en un ranchito a dos aguas forrado de madera junto a unos álamos, al final de una calle cortada.
    Tenía una gata amarilla y un perro zanguango medio blancuzco, que pasaba durmiendo al sol y que nunca pegó un ladrido. Edelmira hacía limpiezas por hora. Y sabía limpiar. Era seria y responsable. De confianza. Por eso nunca le faltó trabajo. Y aunque hablaba un perfecto español, cuando se enojaba, maldecía en portugués.
    Un día don Gabino Gonzaga, que había quedado viudo hacía un par de años, la llamó para que hiciera en la casa una limpieza general. El hombre desde su viudez andaba perdido, mantener la casa limpia y ordenada era demasiado para él. Ya no cuidaba su jardín, ni limpiaba las jaulas de los pájaros por la mañana, como lo hacía en vida de su mujer. Según él mismo decía: no tenía un por qué.
    Edelmira llegó de mañana temprano, entró por la cocina y se puso a ordenar. Lavó cortinas, pisos, ollas, puertas y a las cinco de la tarde terminó. Dejó la casa como un sol y le dijo a don Gabino:
—Esta casa está precisando una mujer.
—Y quedate, le dijo don Gabino.
—¿Cómo es eso? le contestó ella.
—Y, podés elegir — le dijo él—, te quedás con cama en la pieza del fondo y te doy cien pesos por mes y la comida, o te quedás en mi cama y te doy mi jubilación.
    La morena puso los brazos en jarra, tiró la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que retumbó en el barrio entero. Y riéndose salió de la casa de don Gabino, sin contestar. Aún reía cuando llegó a su ranchito puso una sábana limpia sobre la cama, juntó su ropa, ató la sábana con dos nudos cruzados y se la enganchó en el brazo izquierdo. Levantó a la gata con el derecho, despertó de una palmada al perro, cerró el ranchito, y entró en la casa de don Gabino por la puerta principal.
   Don Gabino tomaba mate en la cocina la vio entrar, ir a su dormitorio y sobre la cama matrimonial dejar su atadito de ropa. Cuando volvió a la cocina él le ofreció un mate, ella lo aceptó y él le dijo:
—Cebalo vos.
—No señor —dijo ella—, siga cebando usted, que yo voy a empezar a preparar la cena.
    Al principio los vecinos no entendían muy bien cómo era la cosa entre don Gabino y  Edelmira. Ellos no soltaban prenda. Así que sólo se hacían conjeturas.
—¿La habrá agarrado de mujer? —decían algunos.
—No le veo uña pa’ guitarrero —decían otros.
—Debe estar con cama. Y por esas quedó.
   Don Gabino, que ese invierno tuvo quien le calentara la cama, le entregaba la jubilación a Edelmira como se había acordado. Salvo algunos pesos, pocos, como para los cigarros y para tener en el bolsillo por cualquier eventualidad, porque hombre sin cigarros y sin un peso en el bolsillo, ¡es inaudito! peor que andar desnudo. ¡Peor!
   Edelmira manejaba la plata de don Gabino mejor que si fuera de ella. Primero separaba los gastos fijos: la luz, el agua y El Día, que el diariero lo dejaba por mes. Elegía en la carnicería el mejor cuadril para los churrascos del hombre, la verdura de hoja más fresca, la mejor fruta. Se hacía un lugarcito en la tarde, y se escapaba hasta el Paso del Molino y le compraba medias, calzoncillos, algún buzo de lana, pañuelos.
    Y don Gabino empezó a andar con las camisas almidonadas y los pantalones planchados. A cuidar el jardincito y limpiar las jaulas de los pájaros. Una tarde Edelmira le compró en la tiendita del barrio, una camiseta y unos calzoncillos largos de abrigo de los que hacían en Martínez Reina, gruesos y afelpados. Don Gabino le dijo que ni soñara ella que él se iba a poner esa ropa de viejo. Que iba a parecer un loco y que qué se pensaba ella, o acaso no sabía muy bien que él estaba en muy buena forma y tenía cuerda para rato. 
   Edelmira le contestó que la única que lo iba a ver era ella y que lo prefería abrigado y sano y no de slip como un muchacho, pero enfermo y muerto de frío. Don Gabino se puso los calzoncillos largos.
 Una tarde, ya hacía tiempo que vivían juntos, don Gabino le dijo:
—El lunes es día de pago en la Caja, quiero que vengas conmigo así te comprás ropa y zapatos.
—¿Y para qué quiero yo ropa y zapatos nuevos?
—Porque quiero que vayamos una noche al cine o a dar una vuelta por el Centro.
   Cuando al lunes siguiente salieron para la Caja de Jubilaciones, iban los dos del brazo. Don Gabino saludó a los vecinos:
—Buenos días.
Ella iba muerta de risa. Y los vecinos entendieron: ¡tenía uña, sí!
   Esa noche Edelmira estrenando vestido, medias de seda y zapatos con tacón, se fue al cine con don Gabino muy elegante en su traje gris. Para el segundo invierno que pasaron juntos don Gabino se enfermó de una gripe muy fuerte, que lo mantuvo en cama como un mes. Ella lo cuidó más que una enfermera.
    Mientras se recuperaba el hombre pensó que si él se moría ella quedaría en la calle. Conocedor de los quilates que calzaban sus sobrinos daba por seguro que no tardarían ni veinticuatro horas en decirle que se fuera, para luego pelearse entre todos por los cuatro ladrillos de la casa. Así que en cuanto  estuvo en pie, la primera salida que hizo fue para apuntarse en el Registro Civil a fin de contraer matrimonio con Edelmira.
   Nadie en el barrio supo del casamiento. Sólo al final, y por casualidad, se enteraron que Edelmira era la esposa legítima de don Gabino. No alcanzaron a vivir diez años juntos. Faltando unos meses don Gabino se enfermó. Después de una intervención quirúrgica muy importante, vivió sólo un par de meses. Murió tranquilo en su cama, acompañado por Edelmira que comenzó a llorarlo mucho antes de su partida.
Don Gabino conocía bien el paño.
    La misma noche del entierro llegaron los sobrinos con un camión. A cargar todo lo que les podía servir y a echarla a ella a la calle. Que no fuera a pensar que  iba a quedase  dueña de casa, que ella era sólo una sirvienta, así que, que juntara su ropa y… Edelmira no abrió la boca, fue hasta el dormitorio y volvió con un sobre grande. Sacó la Libreta de Casamiento y unos documentos con los títulos de la casa a su nombre, con su firma, la de su marido, autenticado por escribano público, más timbres y sellos.
   Se fueron dando un portazo. El perro zanguango, blancuzco y viejo, les ladró hasta que arrancaron. Primera vez.

Visítame: 
http://adavega1936.blogspot.com/