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martes, 8 de noviembre de 2016

La cruz de la Serrana


    En pagos de Maldonado, como quien va para la Sierra de las Ánimas, junto a un arroyo que baja de los cerros, rodeada de cardos y siemprevivas, vigila la Cruz de la Serrana. Medio escondida junto a unos talas se yergue una cruz añosa, hecha de retorcidos troncos de coronilla y atada con tientos no más, pues ni clavos tiene. Vieja cruz que desde los años en que se hizo la patria, hundida en la tierra campea los vientos y los aguaceros que no han logrado dominar su decidida entereza de permanecer. Como un mojón rebelde que en nuestra historia quisiera vencer los años y el olvido. Y aunque jamás un cristiano se ha acercado a visitarla y ponerle una flor, los pájaros del monte siempre la acompañan. Las torcacitas y las cachirlas, los benteveos y los churrinches revolotean y cantan junto a su tristeza tan quieta y callada.
La gente del pago es mañera de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes narran, que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios charrúas, una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en descampado.
Arriba, la noche se había cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al calor del fuego. Cuando el indio empezó a contar la luna, sabedora de la historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros. Las almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio. El viento en las cuchillas se fue aquietando, y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano. Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el valle junto a la Sierra de las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me paré junto a ella con intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala hierba; sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos. Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi padre se puso a contar.
Me dijo que siendo muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el centro y sur del país.
En una ocasión haciendo noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana. Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.
La casa de los vascos era una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyo de agua clara que bajaba de los cerros bordeado de juncos, pajas bravas y espinillos. Con playas de arena blanca y cuajado de cantos rodados, donde la familia en las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse permaneciendo allí hasta el atardecer.
Por aquellos días, entre las cuchillas verdes y azules, vivía a monte una tribu de indios charrúas, ocultos como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyo, se acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyo con la secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playa y se sentaba a esperar.
Una tarde decidió salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se enamoraron. Con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies, sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y allí, donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.
Contó Goyo que al encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para

siempre.
El cigarro se había apagado entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por las noches han visto a la Serrana vestida de blanco como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la Sierra de las Animas en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz de la Serrana.
Y de noche por la Sierra de las Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
 

Ada Vega, 2004 - http://adavega1936.blogspot.com/

domingo, 6 de noviembre de 2016

Satchmo



Una vez finalizada su visita a Buenos Aires, Louis Armstrong llegó a Montevideo en noviembre de 1957 con sus All – Stars. Ese año, después de recorrer Europa, el músico había iniciado una gira por América del Sur que incluyó Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela.


Su estadía en Uruguay fue muy breve, pero no tan breve como muchos creen. Dos días después de la última actuación de la banda en Montevideo, tuve la fortuna de conocer a Satchmo, en persona, en el Hotel San Rafael de Punta del Este. Nuestro encuentro fue imprevisto.


Mi padre fue durante muchos años gerente del San Rafael, debido a lo cual yo pasaba allí largas temporadas, por lo general en vacaciones. Durante el año iba dejando trabajos suyos, referentes al Hotel, para que los pasara a máquina. Con esa premisa, al terminar las clases en la universidad, ese noviembre viajé hacia Maldonado.


La primera noche de mi estadía, ya próximo al amanecer, llegué hasta el comedor principal que tenía un bar adosado a la pared del fondo. El salón se encontraba a oscuras. Sólo en el bar, una luz agónica se desparramaba sobre el mostrador. El encargado concentrado en su trabajo, reponía botellas en la estantería. Sentado a un costado de la barra, Satchmo fumaba y bebía un whisky, mientras secaba su rostro con un pañuelo blanco.


Me sorprendió ver a Louis Armstrong allí. Yo había llegado esa tarde y no estaba al tanto de su alojamiento en el Hotel. Le pedí un café al encargado y le pregunté al músico si podía sentarme a su lado. Él sonrió con su boca repleta de dientes y me hizo señas con la mano para que me sentara.


Pese a que mi inglés no era óptimo entendí perfectamente su acento sureño. Sin embargo, pienso que él debió haber hecho un gran esfuerzo para entenderme a mí. De todos modos, sólo le hice un par de preguntas. En un momento dado tomó la palabra y comenzó a contarme parte de su vida. Los sueños perdidos y los que le quedaban por realizar. La esperanza de un mundo mejor, la paz que encontró en Uruguay y la belleza de Punta del Este donde quisiera —opinó—, comprar un rancho y quedarse para siempre. Fue un comentario simpático que yo acepté, pues él sabía que lo dicho era sólo una quimera.


A modo de pequeña biografía me contó que había nacido en Nueva Orleáns el 4 de julio de 1900. Su familia era muy pobre —dijo— y su padre lo había abandonado cuando era un niño muy pequeño. Fue entonces a vivir con su abuela materna, de quien llevaba el apellido. Desde los cinco años vivió con su madre y su hermana en la más absoluta pobreza. A los siete años con tres amigos formaron un conjunto vocal para cantar en las esquinas por monedas. A los ocho años compró su primer corneta con el dinero que le pagaba un matrimonio ruso-judío con quien trabajaba vendiendo baratijas. Tenía cumplidos los once años cuando, en vísperas de año nuevo, disparó una pistola al aire, fue arrestado y recluido hasta los catorce años en un reformatorio para chicos negros abandonados.


Le pregunté si en su familia existían antecedentes musicales, me contestó que no. Él comenzó a expresarse por medio de la música a través de la corneta, en la banda del reformatorio.


A su salida trabajó como vendedor de carbón, repartidor de leche, estibador de barcos bananeros y también en los cabarets de Storyville donde se concentraban los locales nocturnos de la ciudad. En uno de esos locales conoció a Charlie Beeker, un viejo trompetista que lo maravilló. De continuo, en sus correrías nocturnas, iba a escucharlo.


El jazz surgió en 1900, pero el viejo músico tocaba Blues, una música melancólica, “música negra” que nace a mediados del siglo XIX.


Satchmo —según me contó—, pasaba horas observando al músico y con su corneta trataba de imitarlo. Un día Beeker le aconsejó que comenzara a usar la trompeta en lugar de la corneta, pues le aseguró que para el jazz —la música que comenzaba a imponerse—, el sonido de la trompeta era más adecuado.


Mientras tanto el trompetista Joe Oliver, considerado uno de los más finos trompetistas de Nueva Orleáns, vislumbró en Satchmo a un gran trasformador y pasó a ser su mentor y su profesor. Y ambos comenzaron a tocar juntos en bares de baja categoría acompañando grupos vocales. Tenía diecisiete años cuando Joe Oliver, su mentor y profesor se mudó para Chicago.


Armtrong llegó a tocar en varias orquestas de Nueva Orleans y también en las que viajaban a lo largo del Mississippi A principios de los años 20 viajó a Chicago contratado por Joe Oliver, como segundo cornetista de su banda.


—La noche previa al viaje a Chicago —continuó recordando—, el viejo trompetista de Storyville, Charlie Beeker, vino a verme y me trajo su trompeta de regalo. Volvió a recomendarme que cambiara la corneta por la trompeta. Que la trompeta me llevaría a sitiales inimaginables donde él no pudo llegar —me confesó—, porque en sus comienzos no era momento de cambios. Pero que, en cambio, en esos días se estaban dando las condiciones como para intentar una revolución en la música del jazz y que esa revolución tenía que realizarla yo. No quería aceptar la trompeta de Charlie —continuó diciéndome Satchmo, con sus manos abiertas extendidas en un además de afirmación—, es muy difícil para un músico desprenderse de un instrumento que lo ha acompañado durante toda su vida. Charlie me aseguró que estaba cansado que no quería tocar más, pero no podía permitir que ella callara para siempre. Por ella, por amor a su compañera de toda la vida, me pedía que la aceptara.


Satchmo encendió un cigarrillo y tras un breve silencio continuó.


—Desde ese día la trompeta de Charlie me acompaña. Hemos viajado juntos por el mundo. Es una compañera fiel. Sabe guardar secretos. Jamás la he dejado sola. No podría tampoco. He descubierto que es mi talismán.


En 1924 Fletcher Henderson, el más importante director negro de Nueva York, lo invitó a unirse a su banda. Recién, después de aceptar y antes del debut, dejó la corneta y se cambió a la trompeta —según explicó— para armonizar mejor con la Fletcher Henderson Orchestra, principal banda afroamericana de la época, con quienes debuta como solista.


En 1925 formó su propia banda y comienzó a gestar su fama de innovador en el plano musical. De ahí en más, durante cuarenta años recorrió subyugando a los habitantes de los cinco continentes con su voz y su trompeta en re bemol.


Aunque fue poco comentado, Satchmo era un hombre involucrado en la política de su país ante la discriminación de los afro descendientes. No era amigo de departir a cielo abierto pero todos quienes lo frecuentaban conocían sus ideas.


La noche se había ido y el sol venía despuntando. Yo no quería abandonar la charla con el rey de la improvisación, de modo que le hice otra pregunta que me contestó con toda sinceridad.


—¿Qué es lo que más le ha llamado la atención al conocer tantos países,tanta gente diferente?


—La gente no es diferente, porque viva en China, en Alaska o en Perú —me dijo—, difieren las costumbres, las culturas de cada país. Por lo demás todos aman, sufren, ríen, lloran. Lo que en cambio he encontrado en todos los países que he visitado, es una gran discriminación de unos pueblos a otros. Segregan por razas, por color, por religión, por ideas. Excluyen, apartan, torturan. Asesinan a seres humanos porque no piensan igual, tienen otro color, rezan a otro dios.


Aquella noche en el bar del Hotel San Rafael de Punta del Este, descubrí en Satchmo una personalidad que nadie imaginaría. Aquel hombre siempre sonriente, aquel músico reconocido en el mundo como carismático e innovador, el solista más importante y creativo de aquellos años, era también hombre duende, mentor de sortilegios y dueño de una trompeta mágica con la que hipnotizó a multitudes, un hombre interesado en trabajar contra las injusticias sociales. Para combatir esas injusticias, había comenzado una campaña en contra de la discriminación por color de piel, discriminación que soportaban sus hermanos afroamericanos.


—Yo sé que los honores, abrazos y manifestaciones de cariño de la gente hacia mí —me aseguró—, es debido al magnetismo de mi trompeta y su seducción. Si no fuera por ella yo sería un negro más, despreciado por ser negro, por ser pobre.


Llegaba la mañana en el San Rafael, y entendí que Satchmo ya no hablaba conmigo, había dejado de fumar, el whisky se veía aguado tras el cristal del vaso. Y en la semi penumbra Satchmo le hablaba a las sombras que lo asaltaban, como en una confesión.


—Hace muchos años falleció Charlie Beeker, aquel negro trompetista que tocaba blues en un cabaret de Nueva Orleáns. Siempre he pensado que con su trompeta me legó el magnetismo de su de estilo blusero, que yo agregué al Dixieland primero y al Swing después. El blues es una música triste, de una tristeza espiritual. Casi religiosa. Va a estar siempre presente en los distintos estilos que surjan en la música del jazz.


Se volvió a mí para decirme. —¿Te aburrí, muchacho?


—Qué va —le respondí—, me pasaría el día escuchándolo.


No lo vi cuando se fue. Nadie me vio conversar con él aquella noche en el bar. Cuando se lo conté a mi padre me dijo que lo había soñado.


Me prometió que un verano iba a venir al hotel, con su esposa, a pasar quince días. A partir de ese noviembre lo esperé varios veranos. Falleció en su casa de Corona (Nueva York) el 6 de julio de 1971.


Cuando se lo conté a mi padre, me dijo que lo había soñado.


No lo soñé. Satchmo, en persona, estuvo conversando conmigo aquella noche de verano de 1957. Aún conservo el pañuelo, con sus iniciales bordadas, que dejó olvidado sobre la barra del bar.

Ada Vega, 2010 –

jueves, 3 de noviembre de 2016

La intrusa

              

Nos conocimos un verano de sol y arena. Éramos muy jóvenes y jugamos a amarnos. En el juego el Amor nos desbordó. Fue tan grande y tan pleno que no supimos qué hacer con él y se quedó confundiéndonos. Entendimos entonces que ya nunca otro, que eran sin final su rostro y mis manos. Su piel y mi piel.

Nos casamos casi niños en un juzgado de barrio. El juez, con la bandera de la patria atravesada en el pecho y los lentes apenas apoyados en su nariz, nos miraba muy serio sin entender nuestra risa, nuestra radiante felicidad, nuestro irresponsable amor. Rodeados de familiares y amigos juramos que sí. Recibimos besos, estrechamos manos, lanzamos al aire el blanco ramo de flores y huimos juntos bajo la nube de arroz que nos auguraba felicidad. En los primeros años de casados vivíamos en un hotelito céntrico cerca de nuestros empleos. Yo trabajaba en una tienda en la Avenida 18 de Julio. Y él en una sastrería de la calle San José. Nos íbamos juntos por la mañana, casi corriendo. Él tironeándome de la mano, yo medio dormida siempre más atrás. Volaba la mañana y apenas sonaba el timbre que anunciaba el final de la media jornada, salíamos apresurados para encontrarnos en un barcito de la calle Convención. Almorzábamos mirándonos a los ojos, tocándonos a cada instante para comprobar que estábamos. Que éramos de verdad el uno del otro. Era una fiesta esperarlo a las siete de la tarde, cuando pasaba a buscarme. Nos íbamos abrazados por aquellas veredas angostas, llenas a esa hora de empleados de todos los comercios del Centro, de aquel perdido, inocente Montevideo. Llegábamos a nuestra pequeña pieza del hotel donde hacíamos el amor descubriéndonos cada día. Afirmando aquel amor con la absoluta seguridad de que jamás, nada ni nadie lograría separarnos. Soñando después con la casa que algún día tendríamos y con los hijos que vendrían. Dos años nos llevó la espera. Un día alquilamos un departamento en Andes y Colonia. Fuimos construyendo nuestro hogar paso a paso.
Despreocupados y felices.

No sé bien qué pasó entonces. Tal vez lo nuestro era demasiado hermoso, demasiado perfecto. Los dioses nos envidiaron y apareció la intrusa. Surgió de la nada. De las sombras. Calladamente. Fijó en mi hombre sus ojos seductores y abriendo una brecha entre los dos trató en vano de minar mi amor. Lo conquistó con astucia y comenzó a llevárselo lentamente.

Siempre supe que él no quería irse y dejarme sola. Que intentó resistirse. Pero ella es muy hábil. Desplegó ante él todo el poderío de su atracción. Lo envolvió quebrando su resistencia. Doblegándolo. Adueñándose de su vida que era mía. Cuando reconocí su existencia ya estaba instalada entre los dos. Intenté sacarla de mi terreno enfrentándola en una lucha desigual. Ella se ocultaba, no se dejaba ver. Siempre supo que triunfaría, que podía más. Yo no lo sabía y en una jugada desesperada puse sobre la mesa todo lo que tenía para alejarla. Para que lo olvidara. Le ofrecí mi vida a cambio. Mi presente, mi futuro. Pero no alcanzó. Más de una vez me dio esperanzas y me engañó. No me dio chance. Me cerró los caminos. Lo fui perdiendo sin saber, casi sin darme cuenta. Tampoco él se dio cuenta de que estaba dejándome hasta el día que se fue para no volver. Me miró desde lo más profundo de sus ojos cansados y tristes. Intentó hablarme, despedirse, y no pudo. Ella ya estaba allí. Esperando.

Impotente lo vi partir. Me quedé con los brazos extendidos queriendo retenerlo. Se quebró en mi garganta su nombre mil veces repetido. Quise partir también mas, no era mi momento. Desafiante la intrusa me hizo a un lado, condenándome a vivir sin él. Perdimos el futuro y nuestros hijos dibujados en el viento.

Caía la tarde cuando lo acompañé por el camino de los altos pinos. Junto a su nombre, dejé una flor.

AdaVega, 2004 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

martes, 1 de noviembre de 2016

En punto cruz


  Había empezado a bordar el mantel a los quince años. Un mantel enorme, rectangular, con una guarda de rosas sobre el dobladillo y otra a la altura del borde de la mesa. Bellísimo. Todo en punto cruz.  Ramilletes de rosas y pimpollos matizados en rojo, sobre un fondo de hojas en tres tonos de verde. Por temporadas lo abandonaba. Luego volvía a él con entusiasmo. A Cecilia le encantaba bordar y consideraba que cuando estuviese terminado, sería una obra de arte.

    Cuando conoció a Fernando pensó que dicho mantel formaría parte de su ajuar. Pero no fue así. No tuvo tiempo de terminarlo. De modo que lo guardó cuidadosamente para seguir trabajando en él después de casada.

      El noviazgo de Cecilia fue muy conflictivo. Ella era una jovencita callada y muy formal, en cambio Fernando era un muchacho introvertido, lleno de complejos que nunca quiso reconocer. Del tipo de gente que no termina de ubicarse en la vida y trata siempre de culpar, a quienes lo rodean, de sus propias frustraciones. De todos modos, se dice que el amor es ciego, por lo que Cecilia no quiso nunca  ver, ni oír, ni hablar de su enamorado.

    Antes del matrimonio no llegaron a conocerse lo suficiente. Se pelearon mil veces y mil se reconciliaron. Ella pensó que al casarse, la convivencia y el gran amor que sentía por él, serían suficientes motivos para que él cambiara de actitud y mejorara su carácter. Tampoco fue así. Al principio por cualquier motivo se enojaba y la insultaba. Después, empezó a pegarle.

      Se remangaba la camisa como si fuese a pelear con un hombre. Y como a un hombre, le pegaba con el puño cerrado. Llovían los golpes sobre el cuerpo indefenso de la muchacha que sólo atinaba a cruzar los brazos protegiendo su cabeza. Al  fin,  cuando se cansaba, se iba dando un portazo. Regresaba a la noche o al otro día, como si nada hubiese ocurrido. Ella quedaba en el suelo, dolorida y llena de hematomas. Por varios días permanecía encerrada sin atreverse a salir a la calle. Entonces volvía al mantel en punto cruz.

        En una oportunidad Fernando comentó que pensaba comprar un revólver. Algo chico, un veintidós de diez tiros. Para seguridad, dijo. Cecilia opinó que no quería armas en la casa. Se lo repitió varias veces. Le pidió por favor. Él se apareció un día con el arma, contento como si se hubiese comprado un juguete. Ufano con la adquisición, lo guardó en su mesa de luz.

—Tené cuidado porque está cargado  —le dijo.  Cecilia no contestó.

    Los días y los meses se sucedieron.  A Fernando se  le había hecho costumbre golpear a su mujer.  Y Cecilia cambió el amor por rencor. Decidió separarse, volver a su casa. El no se lo permitió. La amenazó. Pero la muchacha estaba decidida y no daría marcha atrás. Ideó mil trucos. Enfermarse, denunciarlo, prenderle fuego a la casa. Estaba segura de que algo se le ocurriría. Que algo  tendría que suceder para que ella pudiera volver con sus padres, y abandonar el infierno en el que estaba viviendo.

       Una mañana cuando salía para el supermercado se enteró que habían matado a Lorenzo. Un muchacho del barrio, bandido, amigo de correrías de Fernando. Recordó que hacía días los veía discutir. La noche anterior, no más, Fernando al reclamarle algo le gritó que lo iba a matar. ¿Sería posible?  Sin perder tiempo corrió a su casa, entró al dormitorio y abrió el cajón de la mesa de luz donde Fernando guardaba el revólver. El arma no estaba. No cabía duda:  Fernando  había matado a su amigo.

     Todo sucedió en minutos. Aún se encontraba en el dormitorio cuando llamaron  a la puerta. Al abrir se encontró con un policía que preguntaba por su marido.

—Fue él —pensó—. Sí, él lo mató, se llevó el arma.

      Cuando llegó Fernando ella casi le gritaba al policía:

     —¡Fue mi marido, hace unos días  le dijo que lo iba a matar! ¡Se llevó el arma! Fernando furioso la tomó de un brazo.

     —¿Qué estás diciendo, estúpida? El revólver está sobre el armario de la cocina. A Lorenzo lo mataron de una puñalada.

        El policía miraba a uno y a otro sin entender de qué hablaban.  Cuando terminaron de gritarse dijo, dirigiéndose a Fernando:

 —Yo vine a comunicarle  que una hermana suya tuvo un accidente en la Ruta 5, y está internada en el Hospital Maciel. Está fuera de peligro y pregunta por usted.

       Antes de irse el policía, Cecilia empezó a caminar hacia la cocina. Fernando acompañó al agente hasta la vereda. Entró puteándola y remangándose. Ella lo estaba esperando. No le tembló el pulso. La bala le entró justito, justito en la mitad de la frente. Le había repetido mil veces que no quería armas en la casa. Por favor, le había pedido. Como siempre, él  no le había hecho caso.

        Dejó el veintidós con nueve tiros sobre la mesa y pensó que al fin iba a poder terminar el mantel en punto cruz. Tiempo iba a tener... le dieron cinco años. Salió a los tres por buena conducta. El mantel le quedó precioso. Lo estrenó un domingo, antes de salir, en una mateada compartida. Se lo dejó a las compañeras, de recuerdo. 

Ada Vega, 2001 -  http://adavega1936.blogspot.com.uy/         

lunes, 31 de octubre de 2016

La casa encantada de Punta Brava



Mucha gente no la conoce, ni siquiera algunos vecinos que la ven como una de las tantas casas deshabitadas que existen en el barrio. Pero está ahí. Misteriosa. Encantada. Habrá quien sonreirá y opinará escéptico que en pleno siglo 21 y ante el disparado avance de la Genética, del ADN y del Genoma Humano, que nos replantea la vida misma, no se puede andar hablando de casas misteriosas o encantadas. Y tiene razón, no se debería. Por eso en el barrio nadie toca el tema. De todos modos, la insólita historia que me contó mi amigo Renzo, me resultó sumamente interesante.


Hacía mucho tiempo que tenía indicios, no corroborados, sobre hechos sorprendentes ocurridos alguna vez en una casa de Punta Carretas y una tarde, sin pensar, me encontré con el tema sobre la mesa.


Renzo, que nació y se crió cerca del Faro, me contó que por aquellos años cuando la segunda Guerra Mundial estalló en el Río de la Plata, solía acompañar a su abuelo Vitorio cuando llevaba a pastar a los caballos a un potrero ubicado en Solano García y Bulevar Artigas, donde ahora están levantando un edificio. Ya en aquel entonces el abuelo le hablaba de la extraña casa, por cuya puerta pasaban de ida y de vuelta, y de las lenguas de fuego que corrían a quien intentara poner un solo pie dentro del predio


Renzo observaba aquella casa, con reminiscencias de castillo medieval, y la encontraba hermosa rodeada de plantas y pájaros y aunque le llamaba la atención que nadie viviera en ella no creyó demasiado en su encantamiento hasta la tarde en qué, por su cuenta, decidió investigar qué había de cierto en la historia que le repetía su abuelo.


Esa tarde esperó a que el anciano estuviese ocupado y salió sigilosamente hacia la casa misteriosa. Al llegar, no bien abrió el portón, una enorme lengua de fuego salió chisporroteando de la casa y lo empujó hacia fuera. Volvió con el pelo y la ropa chamuscada y un julepe que le duró toda su vida. De todos modos no le contó a nadie lo sucedido, por temor a que no le creyeran o lo tomaran por tonto. Tampoco se lo contó a su abuelo, que al verlo con el jopo quemado y sin pestañas, no necesitó de palabras para comprender lo sucedido.


Sin embargo no fue sólo la aventura de Renzo, la ocurrida en aquellos tiempos. Según se supo y se comentó, aquellas fatídicas lenguas de fuego corrieron a más de un despistado y curioso visitante.


Pasado el tiempo sin contar los numerosos gatos de todo tipo y color y algún par de perros sin domicilio conocido, que se habían hecho dueños de la mansión, ningún ser humano osó violar el portón de la casa de los Henry.


Más de medio siglo después, ya sin temor al escarnio, de sobremesa un mediodía en Noa – Noa y observando el mar tras los ventanales, Renzo se animó a contarme aquella historia que llevaba atragantada.


Mister Henry era un inglés nacido en Londres, que había venido al Uruguay por negocios a principios del siglo XX. Después de cruzar el Atlántico más de una vez, entre el nuevo y el viejo mundo, el inglés decidió un día establecerse definitivamente en nuestro país. Fue así que contrajo matrimonio con una joven uruguaya con quien tuvo cuatro hijos, compró campos en Soriano sobre el “Río de los pájaros pintados” y para allá se fueron a vivir. De todos modos no se quedaron en el campo mucho tiempo pues, cuando los niños en edad escolar requirieron ampliar sus estudios, la familia decidió mudarse a Montevideo, eligiendo para ello el paisaje de Punta Carretas donde mandó edificar una casa frente a “el campo de los ingleses”, hoy: Campo de Golf.


Se puso de acuerdo con los arquitectos señalando gustos personales, acentuando la realización de un gran hogar a leña en el comedor de la planta baja. Su esposa y sus cuatro hijos rechazaron la idea de plano Preferían estufas eléctricas en cada habitación. Les molestaba el humo, el olor a leña quemada, no lo veían práctico y opinaron que para alimentar esa enorme boca tendrían que vivir acarreando troncos. Por lo que le pidieron al inglés que desechara la idea de la estrafalaria estufa con la cual ellos no estaban para nada de acuerdo.


Mister Henry, pese a sentirse decepcionado, aceptó por el momento la petición de los suyos. Luego, pasado un tiempo y sin volver a consultar ordenó hacer la estufa a leña en el amplio comedor. Pesó, acaso, que una vez que la vieran encendida, prodigando desde su rincón calor a toda la casa, la aceptarían de buena gana.


Cuando la mansión estuvo terminada, con sus muebles nuevos, alfombras y cortinados, fue a Soriano en busca de su familia. Llegaron una tarde cuando el sol caía detrás del Parque Hotel y desde el mar un viento fuerte soplaba encrespando las olas.


A pesar del mal tiempo la vista de la hermosa casa llenó a todos de alegría. Entraron al gran comedor y subieron las escaleras hacia sus dormitorios, observando complacidos hasta los mínimos detalles.


El padre, en la planta baja, aprovechó el momento para encender la estufa. Llamó entonces a toda la familia y los reunió ante la cálida lumbre.


La esposa y los niños cambiaron de humor. Mientras las brasas se encendían y la llamas comenzaban a elevarse, ellos vociferaban enojados menospreciando aquel hogar donde las lenguas de fuego lamían calidamente los troncos.


Mister Henry, los escuchaba herido, lamentando la actitud de su familia que rechazaba tan cruelmente aquel deseo suyo hecho realidad.


Las llamas no soportaron más el mal trato. Ofendidas y humilladas crecieron como enormes lenguas de fuego. Se estiraron, salieron de entre los troncos encendidos y fueron uno a uno envolviendo y llevándose hacia el centro del hogar a los niños y a la madre, que desaparecieron ante los ojos aterrados del padre. Luego la estufa comenzó a apagarse quedando apenas unas pocas brasas encendidas.


Al ver la malvada reacción del fuego el padre comenzó a gritarle encolerizado, exigiéndole la devolución de su familia. Maldiciendo a las llamas que se habían llevado a sus hijos y a su mujer. Tanto maldijo e insultó ante la desdentada boca de la estufa que en el instante de apagarse totalmente, brotó una llama rebelde y roja que estirándose fue hacia él y envolviéndolo se lo llevó con ella para desaparecer entre las cenizas, mientra se apagaba la última brasa.


El verano comenzaba a insinuarse. Mientras Renzo le daba término a la vieja historia de la casa encantada, me quedé pensativo observando el sol que declinaba en el horizonte, camino al faro de Punta Brava.

Ada Vega, 2001 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

jueves, 27 de octubre de 2016

Andando




Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco.
Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó.
—Buen día doña.
—Buen día.

—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco.
¿Pa’qué corre tanto?
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle un disparate y me encontré con sus ojos sinceros, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté:
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
—¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.
Desde ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un cafecito y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando pausadamente y me contaba historias.
Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada
Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodadaLa Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera.
Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos.
Una primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio.
Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías.
Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio.
La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarrito, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido.
Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo.
Murió como vivió: andando.



Ada Vega, 2000

lunes, 24 de octubre de 2016

Julia no ha vuelto


     
    Ese día un grupo de dieciocho jóvenes había llegado  al departamento de Treinta y Tres con la intención de conocer la Quebrada de los cuervos que,  ubicada en la zona del arroyo Yerbal Chico, abarca unas 3.000 hectáreas con paredes de hasta 150 metros de altura en las que se ha generado una vegetación muy particular propia de los climas subtropicales.
 A pesar de que existe señalización es conveniente llevar un guía, pues el descenso es muy dificultoso y enmarañado.
Los jóvenes capitalinos decidieron el paseo para el lunes de esa semana de primavera. Habían alquilado un ómnibus que salió de Montevideo en la madrugada, para comenzar el descenso alrededor de las diez de la mañana. El día estaba claro y la temperatura agradable por lo  que prometía un lindo día de vacaciones.
 El paraje es visitado por habitantes del país y también por extranjeros. Ese día, precisamente, habían llegado dos ómnibus desde Montevideo con turistas europeos procedentes de un crucero cuya guía turística incluía una visita a la Quebrada de los Cuervos.
Con uno de los jóvenes conocedor del lugar haciendo de guía, el grupo de estudiantes comenzó el descenso. Recorrieron un trecho junto al  arroyo que corre en el fondo, filmaron, sacaron fotos y almorzaron sentados bajo las palmeras. A media tarde comenzaron el ascenso. Guillermo, el esposo de Julia,  subía conversando con un compañero adelantado un par de pasos de su esposa que quedó a la zaga con una amiga. Cuando casi todo el grupo había salido a la superficie sucedió el terrible accidente. Julia, no se sabe bien si pisó mal,  si tropezó o sufrió un vahído, lo cierto fue que cayó de casi 80 metros rodó entre la vegetación y las piedras que recién lograron detener su cuerpo  a unos 10 metros del fondo de la Quebrada. La retiraron desfallecida  hacia el hospital de Treinta y Tres y de allí  con urgencia a Montevideo. De todos modos, pese a los esfuerzos de los médicos, falleció en el viaje sin recobrar el conocimiento.
Ese lamentable accidente opacó  la alegría de todos los turistas que se fueron muy impresionados. Principalmente los jóvenes estudiantes  de la capital.
Desde ese día Guillermo se apartó del grupo. Por ese año no volvió a la facultad dedicándose solo a su trabajo. Laisa, la joven que estaba con Julia cuando el accidente, solía ir a verlo. Lo acompañaba en esas horas interminables y tristes cuando volvía  del trabajo. Permanecía callada a su lado respetando su tristeza y su dolor. Le ordenaba la casa, le acercaba un café. Lo escuchaba cuando él hablaba de Julia culpándose de haberla dejado sola, de no haber estado junto a ella para ayudarla cuando subían. De haberse distraído un momento —decía—, cuando se adelantó para hablar con el amigo. Lo escuchó, paciente, contar una y mil veces cómo la conoció, cuánto la amó.  Que sin ella, —repetía—,  no encontraba motivo de  vivir.
Laisa lo acompañó como una verdadera amiga en sus momentos más difíciles. y él encontró en ella comprensión y paciencia.  De manera que,  aunque no el olvido, el duelo fue pasando. Comenzaron a salir juntos y él volvió a la facultad. Ya había pasado casi un año del accidente. Para entonces los dos se habían convertido en grandes amigos. Guillermo estaba agradecido.  Laisa estaba enamorada.
Y volvió la primavera. El día que hizo fecha del accidente le pidió a Laisa que no viniera a la casa. Quería estar solo  —le dijo.
Esa mañana se levantó al alba y vagó por la casa con su pensamiento puesto en Julia. Sintiendo que  cada día la extrañaba más. Entró al escritorio y se sentó en el sofá junto a la estufa donde solía sentarse Julia a leer, haciéndole compañía, mientras él trabajaba en la computadora. De pronto sintió algo extraño. Como una presencia viva. Se puso de pie, miró la ventana que estaba cerrada, abrió la puerta. No había nadie. No había nada. De todos modos él sentía que no estaba solo en la habitación. Caminó unos pasos y un libro cayó de la biblioteca a sus pies. Era un Atlas antiguo que al caer quedó abierto  en el mapa de Suecia.  Lo recogió del suelo, lo cerró y lo colocó en su estante.  Se sentó en el escritorio frente a la computadora que se encendió al instante mientras en la pantalla aparecía la ciudad de Estocolmo. La presencia se hizo más fuerte. Entonces la llamó: 
—Julia sé que estás aquí! ¡No entiendo, mi amor! ¿Qué quieres decirme? En ese momento dejó de sentir la presencia  y la computadora se apagó. Guillermo pasó el día  en el escritorio a la espera de una nueva comunicación, pero no sucedió nada más.
Era tan  ilógico lo sucedido que llegó a pensar que todo había sido producto de su mente. De manera que no comentó con Laisa la extraña experiencia ocurrida en el escritorio, ella podía pensar que estaba enloqueciendo y no quiso preocuparla.
En los días sucesivos la joven dejó entrever su amor, y pese a que él  seguía enamorado de Julia, aceptó de buen grado su compañía. De modo que al cabo del tiempo se fue entregando al arrebato de la joven.
 Y de estar juntos viene el roce. Del roce viene el fuego. Y el fuego los alcanzó. Una noche Laisa  logró lo que tanto ansiaba: se quedó a dormir con Guillermo que la amó tiernamente pero sin pasión.  De todos modos, aunque  notó la apatía del muchacho sabía que pronto cambiaría de actitud. Que ella lo haría cambiar. Por lo pronto comenzó por quedarse primero unos días,  para  luego instalarse.  Como una esposa se encargó de la casa con excepción del escritorio. No entendía por qué, con sólo abrir la puerta percibía una extraña sensación de rechazo. Trató varias veces de superar esa sensación, para acompañar  a Guillermo que pasaba largas horas trabajando allí. Pero le fue imposible, no entendía por qué nunca pudo pasar de la puerta.
Mientras tanto Guillermo seguía comunicándose con su esposa y registrando  indicios  que él no lograba descifrar. Lo único  que tras mucho pensar creyó sacar en conclusión, era que Julia  intentaba comunicarle que en Suecia, más precisamente en Estocolmo,  se encontraba  algo que ella había perdido y que le urgía recobrar.  Pero ¿qué? Ni él ni ella conocían a nadie en Estocolmo. ¿Qué deseaba rescatar de tanta importancia, que no la dejaba descansar en paz...?
Una noche apareció en la pantalla de la computadora, un barco enorme, un crucero navegando que, por supuesto, no le agregó mucho a su percepción. Entonces, seguidamente, la pantalla mostró una vista de La Quebrada de los Cuervos. Entendió que Julia trataba de comunicarle algo que incluía la ciudad de Suecia, un crucero y La Quebrada de los Cuervos. Dedujo que ella había perdido algo en la Quebrada y quería que él  lo  encontrara. Recordó entonces que cuando la retiraron, después del accidente, y la llevaron al hospital de Treinta y Tres él vio que le faltaba una cadena de oro con una cruz que ella siempre llevaba al cuello. En ese momento pensó que en la caída se habría enganchado en algún arbusto,  se había roto y perdido y no le dio importancia. Si era esa cadena lo que deseaba recuperar iría a tratar de encontrarla, pero ¿qué tenían  que ver, Suecia y el crucero?
Habían pasado ya casi tres años del accidente. Guillermo y Laisa tenían decidido casarse para la próxima primavera cuando, una tarde, llegó un sobre de la ciudad de Estocolmo, para Guillermo. Dentro del sobre había una carta y otro sobre cerrado con un CD en cuya portada se leía: Quebrada de los Cuervos. La enviaba un señor que él no conocía.  En un español limitado el hombre trataba de contarle una historia. Sentado en su escritorio con la presencia del alma de Julia a su lado, Guillermo comenzó a leer la carta que decía más o menos lo siguiente:
Sr. Guillermo Cárdenas Barreiro
De mi mayor consideración:

                                       Sr. Guillermo, usted no me conoce ni yo tengo el gusto de conocerlo. De todos modos he conseguido su nombre y dirección  por intermedio del  Consulado de Suecia en Uruguay. Usted se preguntará a qué se debe mi irrupción en su vida.  Trataré de ser lo más breve posible. Verá, Usted y yo coincidimos hace casi tres años en una visita, en su país, a la Quebrada de los Cuervos. Sé que a usted esto le trae muy tristes recuerdos, le ruego por ello me perdone. Habrá visto que le adjunto un CD. Bien, termine de leer  la carta y luego véalo. Es una filmación que hice yo ese día. Ustedes eran un grupo de jóvenes felices, hermosos. Yo formaba parte de un grupo de turistas europeos que habíamos llegado a Montevideo en un crucero y la Quebrada de los Cuervos estaba en el itinerario. Éramos todas personas mayores. Ese crucero lo hice con una mujer que no era mi esposa. Ese fue el motivo de no enviarle la filmación inmediatamente. Mi esposa estaba enferma en aquel momento y ello me hubiese traído impredecibles consecuencias. Reconozco que, ante usted, esto no me justifica. Mi esposa ha fallecido. Ya nada me impide afrontar las consecuencias que me generen  haber retenido dicha filmación. Tal vez no pueda perdonar mi actitud. Si es así, créame que lo comprendo. Quiero agregar que yo estaba filmando cuando ustedes comenzaron a subir, y los filmé porque me tentó ese grupo de jóvenes que subía, alegremente, con aquel fondo exuberante de vegetación. Filmé por lo tanto la caída de su esposa y el inmediato rescate de ustedes. Le envío todos mis datos personales. Quedo a su disposición para lo que usted necesite al respecto. Quiero que sepa que lamento muchísimo su pérdida y también mi proceder que, no lo dude, durante todo este tiempo ha carcomido mi conciencia. Lo saluda atentamente...
Guillermo colocó el CD y comenzó a mirar la filmación que un desconocido le enviara tres años después, de aquella tarde trágica. Los dieciocho compañeros de la facultad subían, detrás del guía, por una escarpada ladera de la Quebrada de los Cuervos, aquella tarde de primavera. Él, Julia y Laisa eran los últimos de la fila. Julia subía detrás de él, que se había adelantado un par de pasos conversando con Juan, detrás de Julia y última del grupo, subía Laisa.
De pronto Laisa abandona el último lugar en la fila,  se coloca delante de Julia y la empuja de frente con fuerza,  con sus dos manos, mientras grita como asustada, aparentando que Julia hubiese caído sola.
Julia no ha vuelto. Descansa en paz.

Ada Vega, 2009.     http://adavega1936.blogspot.com.uy/