Powered By Blogger

jueves, 17 de noviembre de 2016

GRACIAS


¡Amigos, el Blog GARÚA, pasó las 600.000 visitas de 92 países! ¡Gracias a todos quienes lo visitaron y quienes dejaros sus comentarios!! Ada

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Para Bellum



                 La Luger, apostada sobre el anaquel de la armería, observaba al hombre que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los pies, lo observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas. Pidió ver rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. Bien dispuesto el vendedor se dirigió hacia una vitrina reservada, de donde retiró dos rifles excepcionales. Tomó uno de ellos con mira telescópica y culata estilo Europeo, lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos le fue explicando. 
—Este es un rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida, montería, espera y hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic, con culata de cerrojo  en madera de nogal seleccionada.
           Lo dejó en las manos del hombre para que le tomara el peso y lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle bajo su brazo derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo mayor  apoyado apenas en la cola del disparador, mientras su mano izquierda recorría lentamente el caño desde la recámara hasta la boca de fuego. Lo tomó luego con sus dos manos, lo observó de ambos lados, apoyó la culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo del arma hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador. Luego, casi morosamente, lo devolvió.
      La Luger, desde el anaquel, continuaba observando al hombre, las manos, le observaba y se estremecía. Percibía sobre su propio cuerpo  las caricias que el  hombre le prodigaba al rifle y una ola de fuego  comenzó a devorarla. Las pasiones más ocultas afloraron y los ardores despertaron sus ansias. Y deseó a aquel hombre con desespero. 
Anhelaba el calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en  la ternura de una caricia.  Pero estaba allí, en aquel estante alejado del mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su mente, el alma acaso. El espíritu de la Luger con su poder diabólico. Si él se fijara en ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese hombre sería suyo, y ella de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los días.
         El vendedor dejó a un lado el rifle y tomó el segundo mientras le explicaba: —Este es también un excelente rifle para caza mayor especialmente para caza de jabalí.  Es un Rémington semiautomático modelo 750 de cerrojo, con mira telescópica  y  calibre 35 whelen.  
         Fíjese —continuó diciendo—, que tiene la culata moldeada con una carrillera elevada para un rápido alineamiento del ojo con el visor. Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.
          Igual que con el rifle anterior, el cazador examinó minuciosamente el Rémington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó luego la culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira telescópica  lo distrajo, por un segundo, un brillo intenso y fugaz surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del mostrador. Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció ver una chispa  de luz. Victoriosa, desde el anaquel, la Luger lo seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro  había logrado entrar en  la mente del cazador.
El segundo rifle, el Rémington semiautomático fue el preferido. El precio le pareció aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un cheque. Antes de retirarse, intrigado, intentó descubrir qué exhibía  el estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al vendedor  quien lo acompañó solícito.
 —Son armas  cortas —le indicó mientras las recorría con la vista— revólveres, pistolas antiguas. Algunas originales. 
—Esa es un Luger alemana  —se interesó el comprador, al reconocer el arma. 
—Sí, está aquí hace unos días —afirmó el vendedor—, perteneció a una familia alemana. El dueño murió y los deudos  quieren deshacerse de ella. Es una Luger Parabellium 9mm, original —y agregó—, la pistola semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren promoción  —continuó diciendo—,  desean que se venda sin dar demasiada información sobre ella.  Si fuese posible a algún comprador que no le interese su pasado bélico.
Tomó entonces el arma en sus  manos y se la pasó al cazador mientras le explicaba su estructura y funcionamiento. Le comentó que el  9mm  Luger, o la Parabellum  9mm,  era un cartucho para pistolas  de uso militar creado en 1902 por el ingeniero austríaco Georg Luger. 
—Actualmente —agregó—,  es el calibre adoptado por la OTAN, y por varios ejércitos del mundo. Y, además, usada también  como  arma  deportiva, se la considera muy adecuada para cierta cacería menor y en algunos casos especiales,  para caza mayor de montaña.
El cazador escuchaba las referencias del vendedor sin apartar la vista de la Luger que tenía en sus manos. Nunca le habían interesado las armas cortas, no entendía entonces por qué sentía una especie de atracción por esa pistola de tan mala fama. Sin aclarar demasiado sus ideas decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a fin de que volviera a colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento de entregarla, cambió de parecer  y resolvió llevársela consigo.  Firmó un nuevo  cheque y  pidió que no se la enviaran a su casa con el rifle pues  —según explicó—,  él mismo la llevaría. 
Un empleado colocó la Luger en su canana y luego en un estuche de cuero. Después de envolverlo con mucho cuidado, como si fuese una joya de gran valor, se lo entregó al cazador. 
Si bien, esa tarde, la venta se había realizado sin tropiezos para la armería que se deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus anteriores dueños;  no sucedió lo mismo con el cazador que subió al auto y en una  acción  imprevista abrió el estuche, retiró la pistola,  la colocó  junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta  y resuelto, hundió a fondo el acelerador. Después de hacer 200 Km sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa de campo, Adriano Sabatini llegó a punto para la cena donde lo esperaban su esposa y sus hijos. 
La familia Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de Edmundo Sabatini, padre de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a mediados del siglo XX con la idea de comprar tierras para sembradío; una vez establecido decidió consultar con sus vecinos linderos, quienes le informaron que era éste un país netamente ganadero, debido a la buena pastura y al agua abundante de sus ríos y arroyos. Por lo tanto, el recién llegado, decidió cambiar su visión y dedicarse a la empresa ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona que luego,  ante los avances científicos y tecnológicos, se convirtió en una moderna estancia ganadera. 
La propiedad constaba de extensas zonas de pastoreo como también de espesos montes cerriles, cruzados de arroyos, donde se albergaban  feroces familias de jabalíes que diezman constantemente las majadas.
 Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún puma que dos por tres se avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se había formado cazador.
Esa noche, después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su familia, Adriano dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola Luger  que comprara en la armería. No habló de ella. No la mencionó. Sí, comentó del rifle y avisó  que lo enviarían en breve.
 De todos modos, esa misma noche antes de retirarse a su dormitorio entró  a su oficina y se detuvo un momento con la Luger en sus manos, acariciándola, mimándola como si hubiese nacido entre ambos el hechizo de un amor prohibido.
Los días y los meses se fueron sucediendo y Adriano  fue poco a poco apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a entender el real motivo de su actitud. En los últimos tiempos solía permanecer largas horas  encerrado solo en su oficina.
 Nina, la esposa de Adriano, percibió el alejamiento de su marido mucho antes de que él mismo se percatara. Trató en varias oportunidades de hablar con él, pero  Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema con su mujer. Nina entendió  que la causa del alejamiento de Adriano debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día, pasaba más tiempo. De modo que, en  la primera oportunidad que se le presentó, se dirigió a la oficina de su esposo. Lo primero que hizo, una vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del escritorio. Y encontró la pistola.  No dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una pistola tan antigua —pensó—Tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a un costado casi con desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina buscaba algo distinto, fino, delicado, perfumado tal vez. Algo que le hablara de otra mujer. Sólo por ese motivo —creía—, su marido dejaría de amarla. Ella  le había dado tres hijos, lo había amado y lo amaba todavía. Si había llegado el fin de aquel amor necesitaba  conocer a su rival. Saber quién era la otra, como era, por quién la estaba dejando. Saber  si era más joven, más inteligente,  más hermosa. 
      —Y esta pistola ordinaria molestando —se dijo—, y  desdeñosa la tiró al fondo del cajón.
La Luger, cegada por el odio, leía los pensamientos de la mujer. Maldita, maldita —pensaba—, y la envidia la corroía. Sabía que con una mujer no podría nunca. Jamás lograría invadir la mente de una mujer. Son fuertes —se decía— ven mucho más allá de lo que ven los hombres. Saben conquistarlos, seducirlos, enamorarlos, poseerlos. Maldita —y dejó de mirarla—: Nina había cerrado el cajón. 
En los días que siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de vida, la situación ya establecida con su pareja se tornaba cada momento más tensa y él no intentaba una solución. Permanente, en su conciencia, la imagen de la Luger le hablaba sin voz y sin palabras. Ordenaba,  decidía por él, su vida y su futuro.
Poco a poco abandonó el trabajo en el campo y últimamente  había delegado en el administrador de la hacienda todo lo concerniente a su heredad, a su patrimonio. Se había despojado de sus bienes y pertenencias que no eran sólo suyos, sino de su esposa y de sus hijos, para que el administrador se encargara de manejarlos. Fue así perdiendo interés en todo lo que lo rodeaba.  Enfocadas las cosas de esa manera Nina pensó intervenir por última vez. Una tarde en que Adriano se encontraba encerrado en su oficina, Nina entró decidida a poner punto final a la historia. 
Adriano se encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja pistola que encontrara ella una tarde en un  cajón de su escritorio.
La sostenía no como se toma un arma para limpiarla o  cometer suicidio. La sostenía como…con afecto.  Casi… ¿con amor...? Adriano le hablaba muy despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a aquel pedazo de fierro viejo?  Intuía que, el hombre, se estaba volviendo loco. No sabía que ya había enloquecido del todo. Decidida se acercó al escritorio.
—Adriano, qué haces con esa arma en la mano. Te haz vuelto loco —le gritó enojada. Y trató de quitársela de entre las manos. Pero él no se lo permitió. — No la toques  —le gritó. Y la apretó junto a su pecho.
—Adriano, haz perdido la razón, te haz enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.
—No es una pistola vieja ni arruinada. Es una  Luger, legítima. De colección. Y es mía y me necesita.
—Ella te necesita. Hazme caso: si no quieres perder  tu casa y tu familia apártate de esa pistola diabólica que te está volviendo loco. Reacciona, por favor.  Desde cuándo las armas tienen sentimientos. No te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento de Satanás, vaya a saber cuándo y por qué.  Tienes que tirarla al mar para que se entierre en la arena y nadie la vuelva a encontrar.
—Nina, tú no entiendes,  no puedo separarme de ella porque  la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.
La esposa de Adriano no quiso esperar más y esa misma tarde se fue con los niños para la capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el divorcio. Volvió a los pocos días a buscar sus  pertenencias y la de los chicos y cargó todo en la camioneta. Antes de partir  se dirigió a la oficina de Adriano. No había nadie. Abrió el cajón y tomó el arma: —No te vas a salir con la tuya pedazo de fierro viejo —le dijo a la Luger—  voy a llevarte conmigo y  voy a tirarte al fondo del mar.
 La Luger la observaba con odio: no podía influirla, ni manipularla no podía entrar en la mente de la mujer. Sintió que el odio la consumía, hubiese querido huir, esconderse, escapar de las manos de la mujer. Llamó al hombre con gritos mudos y desesperados para que la librara de las garras de la mujer. Entonces entró Adriano que al ver a Nina trató de quitarle el arma. La voy a tirar al mar —dijo ella— y se trabaron para ver quién se la quitaba a quién. Se enfrentaron, cara a cara, Adriano y Nina con la Luger en  medio de los dos. Y en el forcejeo sonó un disparo que atravesó el aire y el corazón de Nina.
         La noche vistió de luto la arena y el agua del río. Sólo el rumor de las olas al morir una tras otra,  junto a la orilla. Sobre la rambla los automóviles, con sus luces encendidas, se cruzaban, en un ir y venir de vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad.  Inmutables anónimos de los  dramas que, por las noches, acechan en cada esquina,  en cada rincón. 
        El hombre abandonó su escondrijo. Caminó a tumbos sobre la arena húmeda.  Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que, como luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos alucinados. Qué buscaba el hombre. Hacia donde iba. Intentó cruzar  la calzada y un auto lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó tirado sobre la banquina. Los coches que pasaban  no se detuvieron. El hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del auto y fue hacia el que estaba caído para comprobar que ya no necesitaba auxilio.
 Observó que sobre el pecho del hombre la chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo de un arma de fuego. Se detuvo un momento a observarla. Parece una Luger —se dijo. La  tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin pestañar. —Es una Luger Parabellum, de colección. Qué  hacía este vagabundo con una Luger de colección —se preguntó extrañado. Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta deportiva,  volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.
 Mientras la Luger, arrebujada junto al pecho del hombre, se encaminaba, maligna y victoriosa, hacia un nuevo destino. 

  Ada Vega, 2010 -http://adavega1936.blogspot.com.uy/    

domingo, 13 de noviembre de 2016

Mujer con pasado



Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese modo de mirar. Y sabía que sólo una mujer con pasado mira a un hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí, apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella, en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un segundo. La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un momento dado, casi al final de la fiesta, observé que se retiraba. 
Su mesa, que compartía con otros invitados, se encontraba cerca de la puerta de entrada la que tenía yo con unos compañeros de oficina, hacia el centro del salón. Se despidió y, sin más, se dirigió a la salida. Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y, entre un mar de personas que nos separaban, volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella esperaba: dejé a mis compañeros,  atravesé el salón esquivando las mesas de los comensales,  los mozos haciendo equilibrio con sus bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. Cuando al fin logré llegar a la puerta de calle sólo alcancé a ver el taxi que la llevaba, perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los primeros pasos para dar con ella.
Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de conocidos, con quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo y dijeron no conocerla o no darse cuenta de quien  era la persona sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las conoce debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser éste el caso. La mujer de mi empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su boda. No era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear, nadie la conocía.
En la reunión que menciono me encontraba junto a un grupo de compañeros de trabajo de Matilde: la chica que se casaba. De modo que al no conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme el piso, sólo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer, desde la mismísima  fiesta del casamiento.
Mientras tanto me imaginé a Anabel, —que así se llamaba— de mil maneras. La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé divorciada. Liberal. La imaginé soltera. Exigente. Por eso soltera. Autoritaria. Con mucha personalidad. Y en todos los casos: buena amante.
A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo quería encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién era. La hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o extraterrestre.
Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era la hija de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su teléfono. Creo que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la conocía desde  niña y que le tenía gran estima.
Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había demorado en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal, de 18 y Yi. No tuve que esperarla. Llegó en punto a la hora prevista. En esa primera cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida. Directa en sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de la tormenta, me habló de su vida. Y me contó su pasado. Vivía con su madre en un apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. Yo estaba preparado para escuchar cualquier cosa  sobre el pasado reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que había estado presa por matar a una persona. 
Me quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro al escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado, había estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal, y sentirme impresionado por ello,  sino por la casi decepción que sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que la vi por primera vez. 
Tomábamos un café en una de las mesas junto a uno de los ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces. Música disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para desnudar el alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel  estaba complacida, le gustaba el lugar, se sentía bien. Pasó un muchacho vendiendo pimpollos de rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista y le compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada. Luego sonrió y terminó de beber su café. Afuera llovía intensamente. Entonces ella, otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó su  historia. 
Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco mayor que ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella, confiesa, estaba muy enamorada.  Un día se enteró de que el muchacho se casaba con una joven con la que, según le habían dicho, llevaba amores hacía ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con firmeza. Lo acusó de haberla engañado. Él  negó la acusación con énfasis y juró por lo más sagrado que lo que le habían contado era una vil  calumnia de gente envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara un poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. Anabel aceptó las explicaciones de su enamorado pero el bichito de la duda comenzó a molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día señalado  para la boda esperó paciente en la puerta de la iglesia. Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron al atrio ella los enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y disparó. Se fue sin mirarlo. Nunca más supo de él. A ella la condenaron a nueve años de prisión. Salió antes de terminar la condena. 
Una sola cosa le pregunté. Por qué  la mataste a ella y no a él, que fue quien te engañó. Por venganza, dijo. Para vengarme de su falsedad. Quise que sufriera por  culpa mía, como sufrí yo por su culpa. 
No supe en ese momento, si agradecerle o no su sinceridad. Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos hubiésemos conocido un poco más. De todos modos,  fue su decisión. Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa. 
Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no pude, por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero. Eso lo solucioné con el tiempo. Ella, en aquel momento, no preguntó nada sobre mi persona  y yo no intenté hablar de mi vida pasada ni de mi vida presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que debiese aclarar. Nunca pensé tampoco que aquella relación, que recién comenzaba, se fuera a convertir un día en algo más que una aventura casual de corta duración. 
En aquel momento yo llevaba casi diez años de casado. No teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No habíamos pensado jamás en separarnos. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando unos meses después de comenzar a salir con  Anabel, cruzó por mi mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que estaba casado. Me dijo que siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo que tuviese que durar. Ni un día  más. Ni un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando. Que al destino no se lo podía forzar, dijo.
Aquel día de nuestra primera cita Anabel  dejó clara su situación. Era en realidad una mujer con pasado,  pero no con el pasado que  yo  imaginé. Sino un pasado oscuro de odio y venganza. Frente a mí no estaba la mujer liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio creí y que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una  exconvicta, que había matado a una mujer para vengarse de un hombre. Una mujer con un pasado truculento. Apasionada y vengativa. Una mujer de armas tomar y  gatillar.


Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la avenida. Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi brazo sobre sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que miran  los niños.
Ada Vega, 2007 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

jueves, 10 de noviembre de 2016

Para que un hombre me regale rosas



Mientras atravesaba los pasillos del hospital, el deseo de llegar cuanto antes a la sala de maternidad le trajo vívido el recuerdo de su amiga Isabel. Sus vidas tan opuestas se habían cruzado un día y sólo la sensibilidad de ambas pudo trenzar un camino de amistad y cariño, que las uniría mientras anduviesen por la vida.

Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.

Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol.

A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía.

Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.

Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre.

A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.
II
Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.

Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.

No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.

Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.
IIl
Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa.
lV
Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.
De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.
Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura.
V
Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.

El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.
Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.
Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe.
Vl
El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.

Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.
Vll
Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:

¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!
¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!
VIII
A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.
Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosas . Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:

— ¿Te das cuenta Mariana?,
¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regalara rosas...!

Ada Vega, 2001





miércoles, 9 de noviembre de 2016

Patín






No había cumplido los 18 años, cuando la Rocío saltó de La Teja al bajo. Nacida en cuna de avería empezó a caminar de chica y, caminando, llegó a Juan Carlos Gómez y Piedras. Y se quedó.

Era hija de Floreal Antúnez, apodado el Manso, un cafiolo fracasado, chorro de poca monta que una noche, en una batida, terminó en gayola y con un balazo en la canilla debido a que el botón que lo corría tropezó con una baldosa floja y se le escapó un tiro. Quedó rengo de por vida y sin posibilidad de escalar muros, ni de salir rajando ante el grito de: ¡araca, la cana! Sin laburo y maltrecho recién logró subir un escalón entre el malandrinaje que empezó a tenerle un poco de respeto, cuando se casó con la lunga Aurora Cortés. Una mechera de abolengo. ¡Ligera como ninguna! Se daba el lujo de entrar a las tiendas del Centro vestida de sierva y salir como la esposa de un doctor. Nunca la pescaron in fraganti, ni visitaba dos veces el mismo comercio. ¡Sabía su oficio la flaca Aurora!
Enemistada con las fábricas donde laburaban sus hermanas, odiaba los telares y las ollas populares. Siempre creyó que su intelecto estaba para algo más redituable que las ocho horas, hacia donde nunca se dejó arrastrar. Rechazó de plano el yiro, que no iba con su decencia, despreciando a los macrós verseros que viven del cuerpo de una mujer. No tuvo sin embargo la suerte de encontrar en su camino a un guapo yugador que le arrastrara el ala, con quien vivir sin sobresaltos. De modo que, sin mucho espamento, se dedicó a perfeccionar el arte del afano hasta llegar a dominarlo. Y hubiese podido llegar lejos y hacer mucho vento si hubiera seguido sola. Pero un día conoció al Manso que le chamuyó de ternura —único hombre de su vida a quien amó de verdad—, y se perdió.
Juntaron sus desventuras, se casaron, y se dedicaron a criar hijos con la esperanza de verse reflejados en ellos. Y así les nacieron cinco, cuatro varones y la Rocío. Para entonces el Manso no pasaba de robar morrones en la feria y a la Aurora las alarmas de los supermercados, le truncaron la carrera. Fue así que, sin abandonar por completo el choreo, pasó el resto de su vida al servicio de su marido y de los varones que trajo al mundo, muchachos pintunes, bien empilchados: asiduos visitantes a la seccional del barrio.
Tres de ellos eran carteristas cualunques. Lanzas. Rateros. Hacían la diaria. Pero el más chico, gran visionario, se interesó por la importación y la exportación. Su familia afanaba para no trabajar. Él trabajaba para afanar. Consiguió entrar a la estiva del Puerto y en poco tiempo se hizo tan hábil, que en el barrio llegamos a pensar que se estaba trayendo el Puerto de a poco y que un día veríamos un par de buques anclados en el frente de su casa.
Y en ese ambiente nació la Rocío, que para sacar a flote su existencia hizo lo que mejor sabía hacer. Gurisa muy bonita, supo desde muy chica que la plata está en la calle y que sólo hay que salir a buscarla. Y ella salió. Y la encontró. Paraba los relojes cuando llegaba al barrio vestida de vampiresa, con zapatos altos de pulserita, cartera plateada colgada al hombro a lo guarda y la boca pintada en forma de corazón. Se bajaba de un Citroen negro en la puerta de su casa, revoleando la cartera y acompañada de un facha encadenado, que lucía semejante sarzo en el anular derecho y reloj con cadena, del cinto al bolsillo del pantalón. Rufián de medio pelo, pulido y aceitado gracias a la Rocío.
El fiolo arrugaba trajes de alpaca y camisas de seda, desprendidas hasta la mitad del pecho, para poder lucir su terrible cadenaje de oro, que en el barrio dejaron boquiabiertos a más de un pinta. Usaba botas de punta fina y taquito, patillas, y en el índice de la zurda tintineaba un llavero con tres llaves: la del Citroen, la del bulín y la de una celda del primer piso de la cana de Miguelete, donde alternaba sus estadías por hurto y rapiña con la de trata de blancas y afines.
El camba, que tenía cierto cartel entre el ambiente del escolazo, copó la banca el día que empezó a administrarle los bienes a la Rocío. Pasó del conventillo a vivir en telo de superlujo por 18 y Cuareim. A fumar extra largos L. y M. y a desayunar Ballantines on the rocks. Un día la Rocío se dio cuenta que su administrador la estaba timando. Que la que yugaba era ella y que el fiolo vivía encurdelado y encima la engañaba con otras minas. Ni corta ni perezosa le tocó la polca del espiante y se quedó solari. Dueña y administradora de su propio negocio. Y pelechó. Cambió el Citroen por un Cadillac descapotable y ante la envidia de todos nosotros, llegaba al barrio manejando y acompañada de un perro peludo de Afganistán. Llena de brillos y pedrerías.
Las vecinas que criaban a sus niñas en el más puro recato, la ponían como ejemplo del mal. A la espera de que una vuelta de tuerca la volviese a dejar en la vía. Para que las niñas aprendieran que: en la vida lo que vale es la decencia; que quien mal anda mal acaba; que quien vive en pecado termina mal. O sea: que el crimen no paga.
Los hombres no opinaban. Se babeaban disimulando y la miraban con ojos lascivos, sin poder ocultar que la deseaban, conscientes, sin embargo, de que sus haberes no les permitían ni acercarse a la naifa. No pasaba lo mismo con los muchachos de su edad, de quienes fue compañera de escuela. Ellos la aceptaban como era y la trataban como a una más.
Por años la Rocío bancó a sus padres a quienes jamás dejó a la deriva. Que yo recuerde nunca perdió su belleza ni su posición. Cuando los viejos murieron dejó de venir al barrio y no la volvimos a ver. Se empezaron entonces a correr mil rumores que se daban por ciertos y que todos creímos: que una noche en el bajo un chino la asesinó; que en un accidente quedó con la cara desfigurada; que vivía en Italia, vieja y en la ruina; que la habían visto pidiendo limosna en la Catedral; que...
Por eso me alegré y me reí a carcajadas cuando anoche vi en la tele recibir con todos los honores, a un ministro que llegaba al país acompañado de su esposa: la Señora Rocío Antúnez Cortés.

Ada Vega, 1996

martes, 8 de noviembre de 2016

La cruz de la Serrana


    En pagos de Maldonado, como quien va para la Sierra de las Ánimas, junto a un arroyo que baja de los cerros, rodeada de cardos y siemprevivas, vigila la Cruz de la Serrana. Medio escondida junto a unos talas se yergue una cruz añosa, hecha de retorcidos troncos de coronilla y atada con tientos no más, pues ni clavos tiene. Vieja cruz que desde los años en que se hizo la patria, hundida en la tierra campea los vientos y los aguaceros que no han logrado dominar su decidida entereza de permanecer. Como un mojón rebelde que en nuestra historia quisiera vencer los años y el olvido. Y aunque jamás un cristiano se ha acercado a visitarla y ponerle una flor, los pájaros del monte siempre la acompañan. Las torcacitas y las cachirlas, los benteveos y los churrinches revolotean y cantan junto a su tristeza tan quieta y callada.
La gente del pago es mañera de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes narran, que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios charrúas, una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en descampado.
Arriba, la noche se había cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al calor del fuego. Cuando el indio empezó a contar la luna, sabedora de la historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros. Las almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio. El viento en las cuchillas se fue aquietando, y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano. Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el valle junto a la Sierra de las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me paré junto a ella con intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala hierba; sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos. Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi padre se puso a contar.
Me dijo que siendo muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el centro y sur del país.
En una ocasión haciendo noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana. Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.
La casa de los vascos era una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyo de agua clara que bajaba de los cerros bordeado de juncos, pajas bravas y espinillos. Con playas de arena blanca y cuajado de cantos rodados, donde la familia en las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse permaneciendo allí hasta el atardecer.
Por aquellos días, entre las cuchillas verdes y azules, vivía a monte una tribu de indios charrúas, ocultos como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyo, se acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyo con la secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playa y se sentaba a esperar.
Una tarde decidió salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se enamoraron. Con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies, sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y allí, donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.
Contó Goyo que al encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para

siempre.
El cigarro se había apagado entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por las noches han visto a la Serrana vestida de blanco como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la Sierra de las Animas en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz de la Serrana.
Y de noche por la Sierra de las Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
 

Ada Vega, 2004 - http://adavega1936.blogspot.com/

domingo, 6 de noviembre de 2016

Satchmo



Una vez finalizada su visita a Buenos Aires, Louis Armstrong llegó a Montevideo en noviembre de 1957 con sus All – Stars. Ese año, después de recorrer Europa, el músico había iniciado una gira por América del Sur que incluyó Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela.


Su estadía en Uruguay fue muy breve, pero no tan breve como muchos creen. Dos días después de la última actuación de la banda en Montevideo, tuve la fortuna de conocer a Satchmo, en persona, en el Hotel San Rafael de Punta del Este. Nuestro encuentro fue imprevisto.


Mi padre fue durante muchos años gerente del San Rafael, debido a lo cual yo pasaba allí largas temporadas, por lo general en vacaciones. Durante el año iba dejando trabajos suyos, referentes al Hotel, para que los pasara a máquina. Con esa premisa, al terminar las clases en la universidad, ese noviembre viajé hacia Maldonado.


La primera noche de mi estadía, ya próximo al amanecer, llegué hasta el comedor principal que tenía un bar adosado a la pared del fondo. El salón se encontraba a oscuras. Sólo en el bar, una luz agónica se desparramaba sobre el mostrador. El encargado concentrado en su trabajo, reponía botellas en la estantería. Sentado a un costado de la barra, Satchmo fumaba y bebía un whisky, mientras secaba su rostro con un pañuelo blanco.


Me sorprendió ver a Louis Armstrong allí. Yo había llegado esa tarde y no estaba al tanto de su alojamiento en el Hotel. Le pedí un café al encargado y le pregunté al músico si podía sentarme a su lado. Él sonrió con su boca repleta de dientes y me hizo señas con la mano para que me sentara.


Pese a que mi inglés no era óptimo entendí perfectamente su acento sureño. Sin embargo, pienso que él debió haber hecho un gran esfuerzo para entenderme a mí. De todos modos, sólo le hice un par de preguntas. En un momento dado tomó la palabra y comenzó a contarme parte de su vida. Los sueños perdidos y los que le quedaban por realizar. La esperanza de un mundo mejor, la paz que encontró en Uruguay y la belleza de Punta del Este donde quisiera —opinó—, comprar un rancho y quedarse para siempre. Fue un comentario simpático que yo acepté, pues él sabía que lo dicho era sólo una quimera.


A modo de pequeña biografía me contó que había nacido en Nueva Orleáns el 4 de julio de 1900. Su familia era muy pobre —dijo— y su padre lo había abandonado cuando era un niño muy pequeño. Fue entonces a vivir con su abuela materna, de quien llevaba el apellido. Desde los cinco años vivió con su madre y su hermana en la más absoluta pobreza. A los siete años con tres amigos formaron un conjunto vocal para cantar en las esquinas por monedas. A los ocho años compró su primer corneta con el dinero que le pagaba un matrimonio ruso-judío con quien trabajaba vendiendo baratijas. Tenía cumplidos los once años cuando, en vísperas de año nuevo, disparó una pistola al aire, fue arrestado y recluido hasta los catorce años en un reformatorio para chicos negros abandonados.


Le pregunté si en su familia existían antecedentes musicales, me contestó que no. Él comenzó a expresarse por medio de la música a través de la corneta, en la banda del reformatorio.


A su salida trabajó como vendedor de carbón, repartidor de leche, estibador de barcos bananeros y también en los cabarets de Storyville donde se concentraban los locales nocturnos de la ciudad. En uno de esos locales conoció a Charlie Beeker, un viejo trompetista que lo maravilló. De continuo, en sus correrías nocturnas, iba a escucharlo.


El jazz surgió en 1900, pero el viejo músico tocaba Blues, una música melancólica, “música negra” que nace a mediados del siglo XIX.


Satchmo —según me contó—, pasaba horas observando al músico y con su corneta trataba de imitarlo. Un día Beeker le aconsejó que comenzara a usar la trompeta en lugar de la corneta, pues le aseguró que para el jazz —la música que comenzaba a imponerse—, el sonido de la trompeta era más adecuado.


Mientras tanto el trompetista Joe Oliver, considerado uno de los más finos trompetistas de Nueva Orleáns, vislumbró en Satchmo a un gran trasformador y pasó a ser su mentor y su profesor. Y ambos comenzaron a tocar juntos en bares de baja categoría acompañando grupos vocales. Tenía diecisiete años cuando Joe Oliver, su mentor y profesor se mudó para Chicago.


Armtrong llegó a tocar en varias orquestas de Nueva Orleans y también en las que viajaban a lo largo del Mississippi A principios de los años 20 viajó a Chicago contratado por Joe Oliver, como segundo cornetista de su banda.


—La noche previa al viaje a Chicago —continuó recordando—, el viejo trompetista de Storyville, Charlie Beeker, vino a verme y me trajo su trompeta de regalo. Volvió a recomendarme que cambiara la corneta por la trompeta. Que la trompeta me llevaría a sitiales inimaginables donde él no pudo llegar —me confesó—, porque en sus comienzos no era momento de cambios. Pero que, en cambio, en esos días se estaban dando las condiciones como para intentar una revolución en la música del jazz y que esa revolución tenía que realizarla yo. No quería aceptar la trompeta de Charlie —continuó diciéndome Satchmo, con sus manos abiertas extendidas en un además de afirmación—, es muy difícil para un músico desprenderse de un instrumento que lo ha acompañado durante toda su vida. Charlie me aseguró que estaba cansado que no quería tocar más, pero no podía permitir que ella callara para siempre. Por ella, por amor a su compañera de toda la vida, me pedía que la aceptara.


Satchmo encendió un cigarrillo y tras un breve silencio continuó.


—Desde ese día la trompeta de Charlie me acompaña. Hemos viajado juntos por el mundo. Es una compañera fiel. Sabe guardar secretos. Jamás la he dejado sola. No podría tampoco. He descubierto que es mi talismán.


En 1924 Fletcher Henderson, el más importante director negro de Nueva York, lo invitó a unirse a su banda. Recién, después de aceptar y antes del debut, dejó la corneta y se cambió a la trompeta —según explicó— para armonizar mejor con la Fletcher Henderson Orchestra, principal banda afroamericana de la época, con quienes debuta como solista.


En 1925 formó su propia banda y comienzó a gestar su fama de innovador en el plano musical. De ahí en más, durante cuarenta años recorrió subyugando a los habitantes de los cinco continentes con su voz y su trompeta en re bemol.


Aunque fue poco comentado, Satchmo era un hombre involucrado en la política de su país ante la discriminación de los afro descendientes. No era amigo de departir a cielo abierto pero todos quienes lo frecuentaban conocían sus ideas.


La noche se había ido y el sol venía despuntando. Yo no quería abandonar la charla con el rey de la improvisación, de modo que le hice otra pregunta que me contestó con toda sinceridad.


—¿Qué es lo que más le ha llamado la atención al conocer tantos países,tanta gente diferente?


—La gente no es diferente, porque viva en China, en Alaska o en Perú —me dijo—, difieren las costumbres, las culturas de cada país. Por lo demás todos aman, sufren, ríen, lloran. Lo que en cambio he encontrado en todos los países que he visitado, es una gran discriminación de unos pueblos a otros. Segregan por razas, por color, por religión, por ideas. Excluyen, apartan, torturan. Asesinan a seres humanos porque no piensan igual, tienen otro color, rezan a otro dios.


Aquella noche en el bar del Hotel San Rafael de Punta del Este, descubrí en Satchmo una personalidad que nadie imaginaría. Aquel hombre siempre sonriente, aquel músico reconocido en el mundo como carismático e innovador, el solista más importante y creativo de aquellos años, era también hombre duende, mentor de sortilegios y dueño de una trompeta mágica con la que hipnotizó a multitudes, un hombre interesado en trabajar contra las injusticias sociales. Para combatir esas injusticias, había comenzado una campaña en contra de la discriminación por color de piel, discriminación que soportaban sus hermanos afroamericanos.


—Yo sé que los honores, abrazos y manifestaciones de cariño de la gente hacia mí —me aseguró—, es debido al magnetismo de mi trompeta y su seducción. Si no fuera por ella yo sería un negro más, despreciado por ser negro, por ser pobre.


Llegaba la mañana en el San Rafael, y entendí que Satchmo ya no hablaba conmigo, había dejado de fumar, el whisky se veía aguado tras el cristal del vaso. Y en la semi penumbra Satchmo le hablaba a las sombras que lo asaltaban, como en una confesión.


—Hace muchos años falleció Charlie Beeker, aquel negro trompetista que tocaba blues en un cabaret de Nueva Orleáns. Siempre he pensado que con su trompeta me legó el magnetismo de su de estilo blusero, que yo agregué al Dixieland primero y al Swing después. El blues es una música triste, de una tristeza espiritual. Casi religiosa. Va a estar siempre presente en los distintos estilos que surjan en la música del jazz.


Se volvió a mí para decirme. —¿Te aburrí, muchacho?


—Qué va —le respondí—, me pasaría el día escuchándolo.


No lo vi cuando se fue. Nadie me vio conversar con él aquella noche en el bar. Cuando se lo conté a mi padre me dijo que lo había soñado.


Me prometió que un verano iba a venir al hotel, con su esposa, a pasar quince días. A partir de ese noviembre lo esperé varios veranos. Falleció en su casa de Corona (Nueva York) el 6 de julio de 1971.


Cuando se lo conté a mi padre, me dijo que lo había soñado.


No lo soñé. Satchmo, en persona, estuvo conversando conmigo aquella noche de verano de 1957. Aún conservo el pañuelo, con sus iniciales bordadas, que dejó olvidado sobre la barra del bar.

Ada Vega, 2010 –