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viernes, 25 de noviembre de 2016

El violinista del puente Sarmiento



Ese domingo había amanecido espléndido. Casi de verano. Por la mañana habíamos salimos con Jorge para la feria del Parque Rodó. En esa feria se vende mucha ropa y él quería comprarse un jean bueno, lindo, barato y que le quedara como de medida.


Fuimos caminando por Bulevar Artigas. A las 11 de la mañana el sol caía impiadoso. Al pasar bajo el puente de la calle Sarmiento, sentado en la verja de ladrillos, encontramos a un hombre viejo tocando el violín. Vestía pobremente, pero prolijo: llevaba puesta una camisa blanca con rayas grises remangada hasta el codo que dejaba ver, en el brazo que sostenía el instrumento, una Z y una serie de números tatuados. En el suelo junto a él había una caja de lata, colocada allí, supuse, para recibir alguna moneda.


Al acercarnos oí ejecutar de su violín, con claro virtuosismo, las Zardas de Monti. Detuve mis pasos y le pregunté al violinista si era judío. Me miró con sus ojos menguados y me dijo que no. Soy gitano, agregó, nacido en Granada. Le pedí permiso y me senté a su lado, quise saber qué hacía en Uruguay un violinista gitano nacido en Granada —mi marido se molestó y me hacía señas como diciendo: y a vos qué te importa. Disimulé y miré para otro lado.


El violinista me miró entre sorprendido y desconfiado, después quedó con la mirada fija en la calle como buscando la punta de un recuerdo escondido, para tironear de él. Quedé un momento a la espera. Entonces comenzó a hablar con una voz cascada en un español extraño.


Mi marido también se sentó.


—Llegué a este mundo en Granada, provincia de Andalucía, una tarde de invierno en que lloraba el cielo, del año 1925 de Nuestro Señor, en el barrio gitano de las cuevas del Sacromonte. Allí pasé mi vida toda. Porque después ya no viví.


—Del Sacromonte —pregunté.


—El Sacromonte es el barrio más gitano de Granada —me contestó—, en sus cuevas habita la esencia del flamenco que algunos calé llaman el Duende, porque erotiza el baile y el cante hondo. Se encuentra en lo alto de un monte y hay que subir a él por veredas pedregosas. Tiene calles estrechas y casas cavadas en la roca.


Quedó un momento en silencio que yo aproveché.


—Por qué se llama Sacromonte —quise saber.


—Porque que en tiempos de los musulmanes había sido un cementerio —continuó diciendo—, las cuevas fueron construidas por los judíos y musulmanes que fueron expulsados en el siglo XVI, hacia los barrios marginales, a los que más tarde se les unieron los gitanos.


El sacromontecino hablaba con los ojos entrecerrados, como visualizando cada cosa que iba diciendo. Por momentos callaba y quedaba como extraviado, como si su espíritu lo hubiese abandonado para volver a su España, a Granada, a las cuevas de aquel barrio cavado en la roca.


De pronto volvía y con un dejo melancólico me hablaba de la Alhambra, construida en lo alto de una colina —decía.


Yo lo escuchaba encantada y trataba de no interrumpirlo porque me fascinaba su voz, su modo de hablar como un maestro, como un sabio que me enseñaba rasgos de la historia que yo desconocía. Él, por momentos, se entusiasmaba al recordar cada detalle de aquellas historias de su tierra lejana que, con su voz y su memoria, parecía revivir.


—Desde el Sacromonte se puede ver la Alhambra —decía como si la estuviera visualizando—, uno de los palacios más hermosos construido por los musulmanes hace más de quinientos años a orillas del río Darro, frente a los barrios del Albaicín y de la Alcazaba. Tiene en el centro del palacio, el Patio de los Leones, con una fuente central de mármol blanco que sostienen doce leones que manan agua por la boca y que, según dicen algunos nazaríes, representan los doce toros de la fuente que Salomón mandó hacer en su palacio, y otros opinan que pueden también representar las doce tribus de Israel sosteniendo el Mar de Judea.


El violinista del puente de la calle Sarmiento, me contó que los gitanos habían sido discriminados en España a partir de 1499 por los Reyes Católicos Fernando e Isabel y por la Inquisición española, en nombre de la Iglesia, que buscaba entre los gitanos no conversos, a brujas hechiceras que realizaban maleficios en reuniones nocturnas con el diablo, para quemarlas en la hoguera. Nunca fue cierto —me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes sobrenaturales de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por el Dios de todos los hombres. De todos modos, aún hoy —afirmó—, seguimos siendo discriminados en todo el mundo.


Después de un silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con voz profunda y emocionada. —En mi barrio del Sacromonte me casé a los dieciocho años con una gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos dos hijos pequeños, una niña y un varón, cuando un día los nazis irrumpieron en una fiesta gitana, quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en camiones a las mujeres y a los niños por un lado y a los hombres por otro, dejando un tendal de muertos.


Al oír este relato tan atroz le pedí que no siguiera contando, que le hacía daño, le dije. Él me miró y me contestó: —los muertos, no sufren. Hace años que no vivo. Y continuó. —A los músicos de la fiesta nos llevaron aparte, juntos con los instrumentos. La última vez que vi a mi mujer y a mis hijos fue cuando, a empujones y a golpes, los subieron a un camión. Tal vez tocaba el violín, mientras cenaban los generales de la S.S., cuando eran conducidos a la cámara de gas. Cuando terminó la guerra y los aliados nos liberaron volví a España y a Granada, pero no encontré a mi familia ni a mis amigos.


Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que un día decidí venir a América con una familia que conocí en Rumania. En América recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de allí me volví. Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he recorrido todo el interior. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora pienso quedarme.


Le pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y Portugal no lo hablan bien. Tal vez mezcle un poco los dos idiomas —me dijo.


Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo hablaban de la guerra y los Campos de Concentración de manera que le pregunté qué significaba la Z junto a los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes. Me contestó que la Z significa Zíngaro, gitano en alemán. Estuvimos hablando mucho rato, él se encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le pregunté entonces si el próximo domingo volvería, me aseguró que si. Quedaron a la espera muchas incógnitas.


Durante esa semana fui anotando en mi agenda cada pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al domingo siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba. Lo busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de encontrarlo. Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo donde vivía. Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé. Que sólo fue una ilusión. Un sortilegio.


De todos modos, lo sigo buscando. Algún día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su violín y aquellas Zardas de Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé que volveré a encontrarlo por alguna callecita romántica, escondida, perfumada de jazmines, de este nuestro entrañable Montevideo.






Ada Vega, 2004 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

lunes, 21 de noviembre de 2016

Mis derechos humanos


---Terminala, Daniel. ¡Terminala con los Derechos Humanos, las  clases sociales, los derechos de los trabajadores!

---¿Que decís? ¿Estás loca?
---No, no estoy loca, estoy cansada. Cansada de oírte siempre la misma cantinela. Hace cuarenta años que repetís las mismas letanías.
---Pero y ahora ¿qué? ¿Estás en contra de los trabajadores? ¿De los que  luchan por una vida digna?
---¡No! ¿Cómo voy a estar en contra? Sólo que en casa también hay otros temas. Yo, por ejemplo, en este momento estoy luchando por una vida digna: mi vida.
---Marta, vos hace mucho que no vas al médico. Tendrías que ver como andás del coleste...
---Daniel, no estoy enferma. ¿Vos te pusiste a pensar alguna vez en lo que  se ha convertido mi vida?
---No, yo te digo, porque la mujer del gallego Martínez, con la menopausia anduvo mal de la cabeza y vos sabés que hasta se quiso matar, porque resulta...
---Daniel, a mí la menopausia no me ha afectado. Estoy bien, me siento bien, no tengo por qué ir al médico. Sólo quiero que me escuches. Nunca hablo de mí ¿te habías dado cuenta?
---Pero ¿y que tenés que decirme? Yo sé todo de vos, te conozco como la palma de mi mano.
---¡Qué me vas a conocer! Nunca te preocupaste por conocerme.  Me querés, sí, yo sé que me querés. Como algo tuyo, de tu propiedad. Como tu máquina de afeitar, tu reloj o tus zapatos.
---No digas eso, ¡sos la madre de mis hijos!
---Sí, también soy la madre de tus hijos
---Y ¿qué es lo que no sé de vos? ¿Te anda gustando otro? ¿Algún pinta te arrastra el ala? ¿Es ése el problema? Decí, decí.
---No, Daniel, no entendés nada. Hay otras cosas...
---No, no, no hay otras cosas. No digas pavadas.
---¿Me dejás hablar?
---Sí, sí, dale. Hablá nomás.
---Yo me levanto a las seis de la mañana medio dormida, pechándome con los muebles llego a la cocina, pongo la leche a calentar y llamo a Nico, mientras él se viste voy a buscar el pan para que lo coma calentito con manteca, cuando se va para el liceo llamo a Naty, la ayudo a vestirse, toma la leche y la llevo a la escuela. Cuando vuelvo me preparo el mate, son las nueve. Mientras  hierve el agua ordeno el cuarto de Nico, tiendo la cama, recojo la ropa y paso el escobillón, pongo el agua  en  el termo y ordeno el cuarto de Naty, son las diez, tengo que hacer los mandados, dejo el mate para después.  Mientras voy a la carnicería y al almacén pienso qué puedo cocinar para el almuerzo que me quede para la cena. Cuando termino con los mandados te llevo el diario a la cama con el jugo de naranjas.  Vos estás escuchando la radio y mirando la tele. Yo me pongo a cocinar.  A   las doce está pronta la comida. Llega Nico: 
---Mami, me muero de hambre, ¿qué  hiciste? hm... ¡que rico! Salgo corriendo a buscar a Naty. Se  sientan a comer, yo también me siento con ellos y me traigo el mate, pero vos me gritás del baño:
 ---¡Marta, no hay champú! Dejo el mate, voy al saloncito de al lado, traigo el champú. Vos avisás: 
---¡Mirá que ya salgo! Te sirvo la comida, yo almuerzo caminando entre la cocina y el comedor. Y te vas. Es la una y media. Entro al dormitorio, junto la ropa: la camisa sobre la cómoda, un buzo de lana al revés sobre el televisor, un pantalón tirado sobre la cama, los zapatos con las medias adentro y la toalla mojada encima de las sábanas.   Junto, guardo y llevo la ropa para lavar,  tiendo la cama, llevo los vasos, paso un paño en el piso, son las cuatro. Vengo al comedor, levanto la mesa, llevo todo para la cocina, paso la aspiradora. Me voy a lavar los platos, son las cinco:  
-–Naty, vamos a hacer los deberes. ¡Nico, dejá la música, ponete a estudiar!  
---Mami, esta cuenta no me sale. ¿Iba, va con hache?  
---Ahora tomá la leche, Naty. Después te miro los deberes. ¡Vení a comer algo, Nico! Son las seis y media. Lavo la cocina. No sé si tengo hambre o sueño, el mate se enfrió y no tomé ninguno. Mientras terminan los deberes plancho unas camisas así adelanto para mañana que me toca encerar. Llegás a las once. 
---Viejo ¿querés cenar ya, o tomás unos mates?  
---No, dame la cena.  Los chicos ya cenaron y se acostaron. Te sirvo la cena, me siento contigo, quiero hablar  de nosotros, de mí. Vos te ponés a hablar del Fondo Monetario Internacional, de que la culpa de todo la tienen los del Norte, que nos oprimen que... Yo sé que todo eso es cierto Daniel, pero...vos seguís hablando, y a mí me da sueño. 
---Che, Marta, te estás durmiendo. Vos te pasás durmiendo. ¡que te tiró!  
---Estoy cansada
---¿Y de qué estás cansada, si el que labura soy yo?
--- Si, pero vos trabajás ocho horas.
---¿Y? 
---Y yo ya llevo diecisiete.
---Pero vos estás en casa.
---Si, Daniel, yo estoy en casa pero estoy trabajando. Y a vos por esas ocho horas te pagan un sueldo.
---Y ¿ qué querés, que yo te pague un sueldo ahora?
--- No, es un comentario nada más. Yo trabajo diecisiete horas gratis.
---Gratis no, tenés la casa y la comida.
---Si, pero ni una doméstica trabaja por la casa y la comida.
---Marta, vos haceme caso, andá al médico. ¿No tenés sociedad médica? Bueno, usala, vos no estás bien, ¡te está fallando algo!
---Daniel, ¿sabés que quiero? Quiero comprarme una máquina de escribir y arreglar el cuartito del fondo. Poner la mesita esa que usamos en verano para tomar mate  y hacerme un cuartito para escribir. Quiero escribir, sabés.
---¿Escribir? ¿A quién le querés escribir? 
---A nadie, quiero contar cosas. ¡tengo tantas cosas que decir!
---La guita no nos alcanza para nada y vos querés comprar una máquina de escribir para no escribirle a nadie?
--- Pero mirá  que la podemos comprar a crédito.
--- Marta, vos me asustás.  ¿ De veras te sentís bien? ¡Prometeme que mañana sin falta vas a ir a médico! 
---Yo...
---¡Prometeme!
---Sí, Daniel, ...mañana...  mañana voy a ir al médico. 

Ada Vega, 1998 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

viernes, 18 de noviembre de 2016

De rodillas

    


   No sé si ya conté  cómo conocí a Gerardo, revivo tantas veces  la historia que tuvimos, que nunca  sé cuándo la cuento, la recuerdo o la sueño. Fue un invierno. Eran las nueve de la mañana y yo acababa de entrar al edificio donde trabajaba hacía más de diez años. Él  salía. Nos cruzamos en el hall. Lo vi venir hacia mí y su figura aún la llevo grabada. Vestía de sport con una cuidada desprolijidad. El cabello oscuro, un poco largo, le caía desmayado a un costado sobre la frente. Caminaba mirándome y no dejó de hacerlo cuando nos cruzamos.
 Adiós bombón, me dieron ganas de decirle, pero no quise de entrada jugar el dos de la muestra. Giré mi cabeza para volver a mirarlo y tuve que correr porque se me iba el ascensor. Subí y él subió detrás. Íbamos un poco apretados, a esa hora comienza la actividad en todas las oficinas. Puso la mano sobre la botonera y me miró. Octavo, dije. Bajamos los dos en el octavo, me tomó de un brazo, ¿a qué hora salís? me preguntó.
No era un bombón: era una caja de bombones de licor que, embriagada, me llevaron del cielo al fondo mismo de los círculos concéntricos. Tenía la sensualidad de sus veinte años y  la experiencia de los hombres al llegar a los cuarenta. Era hermoso como un ángel. Taimado como el demonio. Podía ser mi hijo: mi madre me tuvo a los quince. No trabajaba. Estaba cursando una carrera universitaria.
En aquel entonces yo vivía con mi madre en la calle Osorio, a dos cuadras del Zoológico. No podía llevarlo a mi casa. Mi madre, mis vecinos, mis amigos, pensarían que  estaba desquiciada… ¡y estaba desquiciada! Estaba loca, atormentada. Enloquecida por él. Alquilé un departamento escondido en la Ciudad Vieja, en una calle por donde sólo pasaba el viento. Y nos fuimos a vivir juntos. Contaba con un buen sueldo, podíamos vivir bien los dos. Él estudiaba. Estudiaba. No perdía un examen. Tenía apuro por recibirse. Tenía proyectos. Teníamos proyectos.
El trabajo de la oficina era agobiante, al finalizar la jornada en lo único que pensaba era en estar con él. Me moría por estar  con él. Por estar en sus brazos. Besar su rostro, su pecho púber, su vientre plano, su sexo arrogante. Por respirarlo, sentirlo dentro de mí hasta ese grito ahogado del paroxismo final donde no importa morir o seguir viviendo… pero él estaba siempre con la cabeza metida en los libros. Así que al llegar al apartamento me besaba, me acariciaba apenas y seguía enfrascado en sus litigios. De modo que, vencida, me ponía a preparar la cena. Cenábamos y me acostaba a esperarlo. Y me dormía esperándolo. A las mil y quinientas llegaba al fin y se tendía a mi lado reclamándome imperioso. Sentía sus manos recorrerme abusivas, la respiración agitada sobre mi nuca, la boca húmeda mordiendo  mi espalda. Y era el sueño y la noche. Y era el amor. Para ese sólo momento vivíamos los dos. Para ese sólo momento vivía yo. Pasé en aquel apartamento de la Ciudad Vieja los cinco años más plenos de mi vida. Estaba apasionada con Gerardo que nunca dejó de demostrarme su amor.
Pero un día se recibió. Los padres le hicieron una fiesta, y  a mí no me invitaron. Yo no existía para ellos. Nunca me quisieron conocer. No quisieron conocer a  quien  durante cinco años les mantuvo al hijo para que estudiara. Que hacía  cinco años era su mujer. Gerardo me dio una explicación ya conocida: yo era una mujer mayor que me había aprovechado de su juventud y su inexperiencia. No quise llorar frente a él.
Se fue a las nueve de la noche estrenando traje, camisa y corbata. Nunca lo había visto tan seductor, tan sexi. Tan hombre. Sin duda había crecido a mi lado. —En tres horas estoy de vuelta —dijo—,  y  soy todo para vos. Te amo, esperame despierta. A las doce  de la noche dejé un sahumerio en el living, encendí velas en el piso, en las mesas de luz, sobre la cómoda, arriba del ropero y en el baño. Me duché, me perfumé y  estrené el portaligas y el body negro más fascinante que encontré recorriendo galerías. Gerardo volvió —como me lo había dicho—  en cuanto terminó la reunión: a las ocho de la mañana.  Yo me había dormido sentada en el sofá del living. Me despertaron las bocinas y los cánticos de los amigos que lo trajeron. Tuve que ayudarlo a subir. Lo llevé al dormitorio y se tiró en la cama vestido. Antes de cerrar los ojos y quedar completamente dormido me dijo: —mami, se está prendiendo fuego el apartamento.
            Tiré las cenizas del sahumerio, terminé de apagar las velas y las tiré a la basura  y antes de acostarme me paré frente al espejo y a la mujer que me miraba luciendo  un precioso body negro le dije: ¡estúpida! y me acosté.
             Era domingo, me levanté antes del mediodía junté un poco de ropa la metí en un bolso y me fui a llorar a la calle Osorio. Él dormía plácido y feliz. Cuando llegué a mi casa y, entre lágrimas, le conté a mi madre mis vicisitudes, me dijo: —¡Pero m´hija, usted no cambia más! ¿hasta cuándo va a andar corriendo atrás de los muchachos jóvenes?  Usted está grande, m´hija, búsquese un hombre de su edad con un buen pasar, ¡déjese de andar criando entenados! ¿Qué puede tener un muchacho joven que no tenga un hombre mayor, de respeto? ¡Dígame! Dejé de llorar para mirar a mi madre…cómo podría explicarle —pensé.  Subí a mi viejo dormitorio y pasé allí el resto del día. Al llegar la noche estaba cansada, con sueño. Me dormí temprano.  A las tres de la mañana me despertaron el timbre de la casa y los gritos de Gerardo llamándome desde  la vereda. Bajé a pedirle que no hiciera escándalo,    ¡vamos para casa! —dijo. Estaba con la misma ropa con la que fue a la fiesta, con la misma ropa que se acostó a dormir. Entré a buscar un tapado y me fui con él.  Esa noche me juró por la madre, por el padre, las cenizas de los abuelos y los santos sacramentos que jamás me dejaría. De rodillas me juró. Que antes de fin de año estaríamos casados. De rodillas me juró.
      Comencé a guardar la ropa que iba dejando tirada. Recogí el pantalón del piso, lo sacudí, lo alisé y lo coloqué doblado en una percha. Tomé de las solapas el saco tirado a los pies de la cama y mientras lo sacudía,  de uno de los bolsillos internos, un sobre blanco y alargado voló al piso. Lo dejé donde cayó mientras colocaba el saco encima del pantalón  y lo guardaba en el placard. Volví, y mientras me agachaba a tomarlo del suelo miré a Gerardo, desnudo, tirado sobre la cama: la imagen viva de un ángel perverso.  Me puse de pie y, frente a él,  abrí el sobre. Era un pasaje de avión para un viaje de tres meses a Europa, con un grupo de estudiantes de derecho.
 Lo que más bronca me da, es que… ¡de rodillas me juró!           


jueves, 17 de noviembre de 2016

GRACIAS


¡Amigos, el Blog GARÚA, pasó las 600.000 visitas de 92 países! ¡Gracias a todos quienes lo visitaron y quienes dejaros sus comentarios!! Ada

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Para Bellum



                 La Luger, apostada sobre el anaquel de la armería, observaba al hombre que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los pies, lo observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas. Pidió ver rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. Bien dispuesto el vendedor se dirigió hacia una vitrina reservada, de donde retiró dos rifles excepcionales. Tomó uno de ellos con mira telescópica y culata estilo Europeo, lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos le fue explicando. 
—Este es un rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida, montería, espera y hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic, con culata de cerrojo  en madera de nogal seleccionada.
           Lo dejó en las manos del hombre para que le tomara el peso y lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle bajo su brazo derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo mayor  apoyado apenas en la cola del disparador, mientras su mano izquierda recorría lentamente el caño desde la recámara hasta la boca de fuego. Lo tomó luego con sus dos manos, lo observó de ambos lados, apoyó la culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo del arma hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador. Luego, casi morosamente, lo devolvió.
      La Luger, desde el anaquel, continuaba observando al hombre, las manos, le observaba y se estremecía. Percibía sobre su propio cuerpo  las caricias que el  hombre le prodigaba al rifle y una ola de fuego  comenzó a devorarla. Las pasiones más ocultas afloraron y los ardores despertaron sus ansias. Y deseó a aquel hombre con desespero. 
Anhelaba el calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en  la ternura de una caricia.  Pero estaba allí, en aquel estante alejado del mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su mente, el alma acaso. El espíritu de la Luger con su poder diabólico. Si él se fijara en ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese hombre sería suyo, y ella de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los días.
         El vendedor dejó a un lado el rifle y tomó el segundo mientras le explicaba: —Este es también un excelente rifle para caza mayor especialmente para caza de jabalí.  Es un Rémington semiautomático modelo 750 de cerrojo, con mira telescópica  y  calibre 35 whelen.  
         Fíjese —continuó diciendo—, que tiene la culata moldeada con una carrillera elevada para un rápido alineamiento del ojo con el visor. Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.
          Igual que con el rifle anterior, el cazador examinó minuciosamente el Rémington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó luego la culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira telescópica  lo distrajo, por un segundo, un brillo intenso y fugaz surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del mostrador. Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció ver una chispa  de luz. Victoriosa, desde el anaquel, la Luger lo seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro  había logrado entrar en  la mente del cazador.
El segundo rifle, el Rémington semiautomático fue el preferido. El precio le pareció aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un cheque. Antes de retirarse, intrigado, intentó descubrir qué exhibía  el estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al vendedor  quien lo acompañó solícito.
 —Son armas  cortas —le indicó mientras las recorría con la vista— revólveres, pistolas antiguas. Algunas originales. 
—Esa es un Luger alemana  —se interesó el comprador, al reconocer el arma. 
—Sí, está aquí hace unos días —afirmó el vendedor—, perteneció a una familia alemana. El dueño murió y los deudos  quieren deshacerse de ella. Es una Luger Parabellium 9mm, original —y agregó—, la pistola semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren promoción  —continuó diciendo—,  desean que se venda sin dar demasiada información sobre ella.  Si fuese posible a algún comprador que no le interese su pasado bélico.
Tomó entonces el arma en sus  manos y se la pasó al cazador mientras le explicaba su estructura y funcionamiento. Le comentó que el  9mm  Luger, o la Parabellum  9mm,  era un cartucho para pistolas  de uso militar creado en 1902 por el ingeniero austríaco Georg Luger. 
—Actualmente —agregó—,  es el calibre adoptado por la OTAN, y por varios ejércitos del mundo. Y, además, usada también  como  arma  deportiva, se la considera muy adecuada para cierta cacería menor y en algunos casos especiales,  para caza mayor de montaña.
El cazador escuchaba las referencias del vendedor sin apartar la vista de la Luger que tenía en sus manos. Nunca le habían interesado las armas cortas, no entendía entonces por qué sentía una especie de atracción por esa pistola de tan mala fama. Sin aclarar demasiado sus ideas decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a fin de que volviera a colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento de entregarla, cambió de parecer  y resolvió llevársela consigo.  Firmó un nuevo  cheque y  pidió que no se la enviaran a su casa con el rifle pues  —según explicó—,  él mismo la llevaría. 
Un empleado colocó la Luger en su canana y luego en un estuche de cuero. Después de envolverlo con mucho cuidado, como si fuese una joya de gran valor, se lo entregó al cazador. 
Si bien, esa tarde, la venta se había realizado sin tropiezos para la armería que se deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus anteriores dueños;  no sucedió lo mismo con el cazador que subió al auto y en una  acción  imprevista abrió el estuche, retiró la pistola,  la colocó  junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta  y resuelto, hundió a fondo el acelerador. Después de hacer 200 Km sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa de campo, Adriano Sabatini llegó a punto para la cena donde lo esperaban su esposa y sus hijos. 
La familia Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de Edmundo Sabatini, padre de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a mediados del siglo XX con la idea de comprar tierras para sembradío; una vez establecido decidió consultar con sus vecinos linderos, quienes le informaron que era éste un país netamente ganadero, debido a la buena pastura y al agua abundante de sus ríos y arroyos. Por lo tanto, el recién llegado, decidió cambiar su visión y dedicarse a la empresa ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona que luego,  ante los avances científicos y tecnológicos, se convirtió en una moderna estancia ganadera. 
La propiedad constaba de extensas zonas de pastoreo como también de espesos montes cerriles, cruzados de arroyos, donde se albergaban  feroces familias de jabalíes que diezman constantemente las majadas.
 Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún puma que dos por tres se avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se había formado cazador.
Esa noche, después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su familia, Adriano dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola Luger  que comprara en la armería. No habló de ella. No la mencionó. Sí, comentó del rifle y avisó  que lo enviarían en breve.
 De todos modos, esa misma noche antes de retirarse a su dormitorio entró  a su oficina y se detuvo un momento con la Luger en sus manos, acariciándola, mimándola como si hubiese nacido entre ambos el hechizo de un amor prohibido.
Los días y los meses se fueron sucediendo y Adriano  fue poco a poco apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a entender el real motivo de su actitud. En los últimos tiempos solía permanecer largas horas  encerrado solo en su oficina.
 Nina, la esposa de Adriano, percibió el alejamiento de su marido mucho antes de que él mismo se percatara. Trató en varias oportunidades de hablar con él, pero  Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema con su mujer. Nina entendió  que la causa del alejamiento de Adriano debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día, pasaba más tiempo. De modo que, en  la primera oportunidad que se le presentó, se dirigió a la oficina de su esposo. Lo primero que hizo, una vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del escritorio. Y encontró la pistola.  No dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una pistola tan antigua —pensó—Tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a un costado casi con desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina buscaba algo distinto, fino, delicado, perfumado tal vez. Algo que le hablara de otra mujer. Sólo por ese motivo —creía—, su marido dejaría de amarla. Ella  le había dado tres hijos, lo había amado y lo amaba todavía. Si había llegado el fin de aquel amor necesitaba  conocer a su rival. Saber quién era la otra, como era, por quién la estaba dejando. Saber  si era más joven, más inteligente,  más hermosa. 
      —Y esta pistola ordinaria molestando —se dijo—, y  desdeñosa la tiró al fondo del cajón.
La Luger, cegada por el odio, leía los pensamientos de la mujer. Maldita, maldita —pensaba—, y la envidia la corroía. Sabía que con una mujer no podría nunca. Jamás lograría invadir la mente de una mujer. Son fuertes —se decía— ven mucho más allá de lo que ven los hombres. Saben conquistarlos, seducirlos, enamorarlos, poseerlos. Maldita —y dejó de mirarla—: Nina había cerrado el cajón. 
En los días que siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de vida, la situación ya establecida con su pareja se tornaba cada momento más tensa y él no intentaba una solución. Permanente, en su conciencia, la imagen de la Luger le hablaba sin voz y sin palabras. Ordenaba,  decidía por él, su vida y su futuro.
Poco a poco abandonó el trabajo en el campo y últimamente  había delegado en el administrador de la hacienda todo lo concerniente a su heredad, a su patrimonio. Se había despojado de sus bienes y pertenencias que no eran sólo suyos, sino de su esposa y de sus hijos, para que el administrador se encargara de manejarlos. Fue así perdiendo interés en todo lo que lo rodeaba.  Enfocadas las cosas de esa manera Nina pensó intervenir por última vez. Una tarde en que Adriano se encontraba encerrado en su oficina, Nina entró decidida a poner punto final a la historia. 
Adriano se encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja pistola que encontrara ella una tarde en un  cajón de su escritorio.
La sostenía no como se toma un arma para limpiarla o  cometer suicidio. La sostenía como…con afecto.  Casi… ¿con amor...? Adriano le hablaba muy despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a aquel pedazo de fierro viejo?  Intuía que, el hombre, se estaba volviendo loco. No sabía que ya había enloquecido del todo. Decidida se acercó al escritorio.
—Adriano, qué haces con esa arma en la mano. Te haz vuelto loco —le gritó enojada. Y trató de quitársela de entre las manos. Pero él no se lo permitió. — No la toques  —le gritó. Y la apretó junto a su pecho.
—Adriano, haz perdido la razón, te haz enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.
—No es una pistola vieja ni arruinada. Es una  Luger, legítima. De colección. Y es mía y me necesita.
—Ella te necesita. Hazme caso: si no quieres perder  tu casa y tu familia apártate de esa pistola diabólica que te está volviendo loco. Reacciona, por favor.  Desde cuándo las armas tienen sentimientos. No te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento de Satanás, vaya a saber cuándo y por qué.  Tienes que tirarla al mar para que se entierre en la arena y nadie la vuelva a encontrar.
—Nina, tú no entiendes,  no puedo separarme de ella porque  la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.
La esposa de Adriano no quiso esperar más y esa misma tarde se fue con los niños para la capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el divorcio. Volvió a los pocos días a buscar sus  pertenencias y la de los chicos y cargó todo en la camioneta. Antes de partir  se dirigió a la oficina de Adriano. No había nadie. Abrió el cajón y tomó el arma: —No te vas a salir con la tuya pedazo de fierro viejo —le dijo a la Luger—  voy a llevarte conmigo y  voy a tirarte al fondo del mar.
 La Luger la observaba con odio: no podía influirla, ni manipularla no podía entrar en la mente de la mujer. Sintió que el odio la consumía, hubiese querido huir, esconderse, escapar de las manos de la mujer. Llamó al hombre con gritos mudos y desesperados para que la librara de las garras de la mujer. Entonces entró Adriano que al ver a Nina trató de quitarle el arma. La voy a tirar al mar —dijo ella— y se trabaron para ver quién se la quitaba a quién. Se enfrentaron, cara a cara, Adriano y Nina con la Luger en  medio de los dos. Y en el forcejeo sonó un disparo que atravesó el aire y el corazón de Nina.
         La noche vistió de luto la arena y el agua del río. Sólo el rumor de las olas al morir una tras otra,  junto a la orilla. Sobre la rambla los automóviles, con sus luces encendidas, se cruzaban, en un ir y venir de vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad.  Inmutables anónimos de los  dramas que, por las noches, acechan en cada esquina,  en cada rincón. 
        El hombre abandonó su escondrijo. Caminó a tumbos sobre la arena húmeda.  Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que, como luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos alucinados. Qué buscaba el hombre. Hacia donde iba. Intentó cruzar  la calzada y un auto lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó tirado sobre la banquina. Los coches que pasaban  no se detuvieron. El hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del auto y fue hacia el que estaba caído para comprobar que ya no necesitaba auxilio.
 Observó que sobre el pecho del hombre la chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo de un arma de fuego. Se detuvo un momento a observarla. Parece una Luger —se dijo. La  tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin pestañar. —Es una Luger Parabellum, de colección. Qué  hacía este vagabundo con una Luger de colección —se preguntó extrañado. Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta deportiva,  volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.
 Mientras la Luger, arrebujada junto al pecho del hombre, se encaminaba, maligna y victoriosa, hacia un nuevo destino. 

  Ada Vega, 2010 -http://adavega1936.blogspot.com.uy/    

domingo, 13 de noviembre de 2016

Mujer con pasado



Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese modo de mirar. Y sabía que sólo una mujer con pasado mira a un hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí, apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella, en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un segundo. La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un momento dado, casi al final de la fiesta, observé que se retiraba. 
Su mesa, que compartía con otros invitados, se encontraba cerca de la puerta de entrada la que tenía yo con unos compañeros de oficina, hacia el centro del salón. Se despidió y, sin más, se dirigió a la salida. Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y, entre un mar de personas que nos separaban, volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella esperaba: dejé a mis compañeros,  atravesé el salón esquivando las mesas de los comensales,  los mozos haciendo equilibrio con sus bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. Cuando al fin logré llegar a la puerta de calle sólo alcancé a ver el taxi que la llevaba, perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los primeros pasos para dar con ella.
Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de conocidos, con quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo y dijeron no conocerla o no darse cuenta de quien  era la persona sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las conoce debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser éste el caso. La mujer de mi empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su boda. No era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear, nadie la conocía.
En la reunión que menciono me encontraba junto a un grupo de compañeros de trabajo de Matilde: la chica que se casaba. De modo que al no conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme el piso, sólo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer, desde la mismísima  fiesta del casamiento.
Mientras tanto me imaginé a Anabel, —que así se llamaba— de mil maneras. La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé divorciada. Liberal. La imaginé soltera. Exigente. Por eso soltera. Autoritaria. Con mucha personalidad. Y en todos los casos: buena amante.
A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo quería encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién era. La hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o extraterrestre.
Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era la hija de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su teléfono. Creo que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la conocía desde  niña y que le tenía gran estima.
Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había demorado en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal, de 18 y Yi. No tuve que esperarla. Llegó en punto a la hora prevista. En esa primera cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida. Directa en sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de la tormenta, me habló de su vida. Y me contó su pasado. Vivía con su madre en un apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. Yo estaba preparado para escuchar cualquier cosa  sobre el pasado reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que había estado presa por matar a una persona. 
Me quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro al escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado, había estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal, y sentirme impresionado por ello,  sino por la casi decepción que sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que la vi por primera vez. 
Tomábamos un café en una de las mesas junto a uno de los ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces. Música disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para desnudar el alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel  estaba complacida, le gustaba el lugar, se sentía bien. Pasó un muchacho vendiendo pimpollos de rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista y le compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada. Luego sonrió y terminó de beber su café. Afuera llovía intensamente. Entonces ella, otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó su  historia. 
Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco mayor que ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella, confiesa, estaba muy enamorada.  Un día se enteró de que el muchacho se casaba con una joven con la que, según le habían dicho, llevaba amores hacía ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con firmeza. Lo acusó de haberla engañado. Él  negó la acusación con énfasis y juró por lo más sagrado que lo que le habían contado era una vil  calumnia de gente envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara un poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. Anabel aceptó las explicaciones de su enamorado pero el bichito de la duda comenzó a molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día señalado  para la boda esperó paciente en la puerta de la iglesia. Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron al atrio ella los enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y disparó. Se fue sin mirarlo. Nunca más supo de él. A ella la condenaron a nueve años de prisión. Salió antes de terminar la condena. 
Una sola cosa le pregunté. Por qué  la mataste a ella y no a él, que fue quien te engañó. Por venganza, dijo. Para vengarme de su falsedad. Quise que sufriera por  culpa mía, como sufrí yo por su culpa. 
No supe en ese momento, si agradecerle o no su sinceridad. Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos hubiésemos conocido un poco más. De todos modos,  fue su decisión. Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa. 
Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no pude, por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero. Eso lo solucioné con el tiempo. Ella, en aquel momento, no preguntó nada sobre mi persona  y yo no intenté hablar de mi vida pasada ni de mi vida presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que debiese aclarar. Nunca pensé tampoco que aquella relación, que recién comenzaba, se fuera a convertir un día en algo más que una aventura casual de corta duración. 
En aquel momento yo llevaba casi diez años de casado. No teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No habíamos pensado jamás en separarnos. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando unos meses después de comenzar a salir con  Anabel, cruzó por mi mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que estaba casado. Me dijo que siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo que tuviese que durar. Ni un día  más. Ni un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando. Que al destino no se lo podía forzar, dijo.
Aquel día de nuestra primera cita Anabel  dejó clara su situación. Era en realidad una mujer con pasado,  pero no con el pasado que  yo  imaginé. Sino un pasado oscuro de odio y venganza. Frente a mí no estaba la mujer liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio creí y que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una  exconvicta, que había matado a una mujer para vengarse de un hombre. Una mujer con un pasado truculento. Apasionada y vengativa. Una mujer de armas tomar y  gatillar.


Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la avenida. Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi brazo sobre sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que miran  los niños.
Ada Vega, 2007 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

jueves, 10 de noviembre de 2016

Para que un hombre me regale rosas



Mientras atravesaba los pasillos del hospital, el deseo de llegar cuanto antes a la sala de maternidad le trajo vívido el recuerdo de su amiga Isabel. Sus vidas tan opuestas se habían cruzado un día y sólo la sensibilidad de ambas pudo trenzar un camino de amistad y cariño, que las uniría mientras anduviesen por la vida.

Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros.

Allí, donde se hacinan las casillas de lata como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol.

A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle. Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía.

Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas.

Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable.

Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre.

A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma.
II
Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada pues no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él.

Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos.

No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola.

Después, de cada amor que conoció tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.
IIl
Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cual era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente éste era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa.
lV
Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno.
De todos modos la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis.
Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura.
V
Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo.

El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y hasta fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué emplear su tiempo.
Una tarde en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio, cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban.
Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe.
Vl
El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos.

Cuando Mariana conoció a Isabel ésta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a mediatarde, finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas.
Vll
Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo:

¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel... —Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás pensando. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé creer que le gustaba mirarme no más. Pero la otra noche cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa...! Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad... y bueno… ¡vos sabés cómo son estas cosas! ... bah, vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta...!
¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Sólo pudo recomendarle: Cuidate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: ¿Qué hijos? ¿estás loca ? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa...!
VIII
A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Munich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casita de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después.
Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola sentada en la cama, abrazaba junto a su pecho, un ramo de rosas . Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría:

— ¿Te das cuenta Mariana?,
¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regalara rosas...!

Ada Vega, 2001