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domingo, 11 de diciembre de 2016

No, no y no!




—No, no y no.
—Pero escuchame, mi amor.
—No, Jorge, no insistas.
—Pero es que no es asunto mío, me mandan del trabajo, no puedo decir que no voy.
—Mirá, Jorge, si vos este fin de semana te vas a Punta del Este yo me voy a Salto, con los chiquilines, a la casa de mi madre ¡y no vengo por un mes!
—No seas caprichosa, soy el encargado de la sección, tengo que ver como marcha el trabajo allá. Me manda el gerente de la compañía ¡tengo que ir!
—¿Y por qué el fin de semana?
—Ya te expliqué, el trabajo hay que terminarlo, se va a trabajar todo el fin de semana.
—¿Y por qué no mandan al jefe se sección?
—Porque el jefe de eso no sabe nada, estoy yo a cargo del trabajo.
—Pero vos no vas.
—Decime, ¿a santo de qué tengo que darte tantas explicaciones, si vos no entendés nada? ¿De qué tenés miedo? ¿De que me quede a vivir en Punta del Este?
—No, tengo miedo que, con el cuento del trabajo que te mandan hacer, te vayas a pasar el fin de semana con alguna ficha amiga tuya.
—¿Qué decís, mujer? ¿Qué amiga tengo yo?
—No sé, pero a mí no me vas a agarrar de estúpida como el Víctor a su esposa, con esa mona que tiene de amante.
—¿Y yo qué tengo que ver con Víctor? Él es él y yo soy yo.
—¡Mirá qué letrado estás para defender a tu amigo!
—Yo no defiendo a nadie, cada cual hace su vida. Si Víctor tiene otra mujer por algo será. Buscará por ahí lo que no tiene en su casa.
—¿Cómo es eso? A ver, a ver, explicámelo mejor.
—Que si en la casa no es feliz con su mujer, busca otra y chau.
—¿ Por qué no es feliz con su mujer?
—¡Yo qué sé!
—¿Y qué quiere Víctor? Tiene cinco hijos, la mujer trabaja como una mula.
—Sí, pero ellos está bien ¡tienen flor de casa!
—Sí, flor de casa que hay que limpiar y que estén bien no quiere decir que no haya seis camas que tender, cocinar para siete personas, lavar los platos, los pisos, la ropa; cuidar dos perrazos, vigilar los deberes, los dientes, los piojos, las juntas. Esa mujer de noche termina muerta. No le deben quedar muchas ganas de perfumarse, vestirse con un body transparente y bailarle una rumba a su marido, arriesgando que encima le haga otro hijo.
—¡Qué manera de hablar! Sos tajante cuando hablás de ciertos temas.
—Mirá, Jorge, cuando yo hablo quiero que el que me escucha me entienda. y yo también quiero entender cuando me hablan, pero este viaje tuyo a Punta del Este me rechina. ¿Qué querés que te diga?
—Escuchame, Valeria…
—No me llames Valeria.
—¿No te llamás Valeria?
—Sí, pero vos sabés que no me gusta que me digas Valeria, decime Val.
—Está bien. Decime,Val, ¿a vos te parece que yo puedo tener otra mujer? ¡Si yo no le puedo pagar ni el boleto a una mina! ¿Te pensás que las minas se regalan, que se canjean por seis tapitas?
—Bueno, algunas se regalan.
—No te creas, para tener una mujer fuera del matrimonio hay que tener mucha guita. Tenés que pagar alguna cena, regalar algo de vez en cuando, el hotel dos veces por semana…
—¿Dos veces? ¡Más que encasa!
—Dejate de suspicacias.
—¿Y, decías?
—Y decía, que vos sabés bien, que yo no puedo ni ir al Estadio a ver a mi cuadro, ¡cómo se te ocurre que pueda tener otra mujer! A una mujer tenés que llevarla al cine, al teatro, a bailar, a comer. ¿Y la ropa? Tenés idea del tiempo que hace que no me compro un traje, un saco sport, ¡una campera! No se habían inventado los botones la última vez que me compré un saco. ¿Y los zapatos? ¡Los mocasines que tengo los hicieron a mano los últimos indios! Y tenés que sacarte la ropa ¿a vos te parece que con los calzoncillos que yo uso quedo sexi, que puedo enloquecer a alguna mina?
—Bueno, pará un poco. Porque al final me estás convenciendo de que soy una tarada, que me conformo con cualquier cosa. Porque visto como me lo contás ¡sos un desastre! Sin embargo no sé, fijate vos, a mí me seguís gustando. Para mí sos lo máximo. Y no te creas, en calzoncillos no estás nada mal. Después de todo creo que tenés razón, es bravo tener otra mujer, !por lo menos con lo que vos ganás!
—¿Viste? Lo que pasa es que vos ves fantasmas, Mirás mucha televisión, las novelas les lavan el cerebro a las mujeres. Convencete, no tengo otra mujer. No tengo, no quiero, no puedo.
—Está bien, mi amor. Me convenciste, pero me hubiese gustado más: no tengo, no puedo ni quiero. Vos sabés que sos mi vida, te quiero, te adoro, Hmm…pero a Punta ¡no vas!


Ada Vega, 1999 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

viernes, 9 de diciembre de 2016

La casa




—Me voy  —dijo—, y se fue.
 Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós.
Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de  pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos,  dijeron. Llegó en dos.
 Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor, de cuando éramos jóvenes, estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el  amor era Dios,  una panacea y el único motivo de vivir.
 Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos poco me importan los problemas, mi amor, porque tú  me amas”.
El conductor me observaba por el  espejo retrovisor.
—Qué pasa, le pregunté.
—¿Está sola?
—¿No me ve?
—Creí que había que levantar a alguien.
—Hace tiempo que no levanto a nadie.
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea  que es la primera mujer que dejan abandonada por estas latitudes.
—No me diga.
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola.
—¿Y?
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo  que está a la entrada, vio, junto a la lámpara, le dejó el dinero para el taxi.
—¡Qué delicadeza!
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria.
—¿Cómo sabe usted que era el dinero para la feria?
—Porque era de mañana,  día de feria,  y ella andaba con un bolso de hacer mandados.
—Usted tiene mucha imaginación.
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi.
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta que no me preguntó a dónde iba, ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa.  
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi  nerviosa me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella.
—¿Y usted?
—Y yo acá, sentado manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara,  puesto que en mi vida  lo   menos que necesitaba  en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando.
—¿Y cómo lo mató?
—Eso le pregunté yo, ¿cómo lo mató? Le dije.
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando.
—¡Pobre chica, lloraba  arrepentida!
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida?
—No, se apresuró a decirme.
—¿Y por qué llora entonces?
—Porque en el apuro por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia!
—¿Y el revólver? le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma.
—Lo  tengo acá, dijo y me apuntó.
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité.
—No tiene más balas, contestó,  mientras lo guardaba.
Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién  era el hombre,  qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto.
Y el taxista seguía contando: el hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una  relación, lo mató porque se enteró que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera  que pasara libre. Nunca más la vio ni  supo de ella.
—Llegamos, me dijo.
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras  más adelante.
—Su compañero  dijo que la dejara acá.
—¿Cómo?
—Cuando pagó la casa  dejó la dirección y el dinero para el viaje.
—¡Qué delicadeza!
—Sí, parece  un buen tipo.
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmarte parisino de cuando “Paris era una fiesta”.
 ¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años  y creyó que era para siempre. Sin embargo el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí,  recuerdan aquel amor apasionado  de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a  morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben  qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas  del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud…¡la bohemia! "La juventus es una flor, y al fin murió"
—Me voy —dijo—, y se fue.
Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós. 

Ada Vega,  2014 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

martes, 6 de diciembre de 2016

Blanquita por siempre




     Blanquita era una morena de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el dulce de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba los inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a un arroyo Miguelete todavía no contaminado y la calle Islas Canarias se llamaba Ganaderos.
Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana. Blanquita era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre. Blanquita con olor a canela. Blanquita nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo. 
Blanquita era mamama. Así le decía Andrés, el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama lo que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida. 
Por aquellos años vivíamos en  Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente. Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campito que su padre le dejara como herencia y allí nacimos y crecimos mis hermanos y  yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas, envueltas en el perfume de la dama de  la noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.
Blanquita vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá para que le diera una mano con mi hermana Elenita recién nacida. Y mamá, que aún no había cumplido los dieciocho años, le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la casa, que ella descuidaba.
Para no pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de figurar. Fue así que Blanquita nos adoptó a todos. Formó parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue. De modo que alrededor de los siete años fuimos cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente para Blanquita que acompañaba a mi madre al London – Paris a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes. Pero fue cuando nació Andrés que Blanquita se hizo imprescindible.  
Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con sólo mirarse. Blanquita sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez,  le decía: mi niño.
Recuerdo una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y  se cayó. Un instante antes de quebrarse la rama ella salió de la cocina corriendo y gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica pero noté algo extraño. La oí gritar y la miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera. Andrés no se lastimó pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que Blanquita lo llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce. Esas cosas, incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos. 
Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y Blanquita se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de  despertarse, en él, el llamado de Cristo.
Andrés se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquénn en la República Argentina. Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por unos cinco años. La tarde que vino a despedirse Blanquita le dijo que volverían a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama,  me voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría. 
Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá  rezaban el Rosario. En los últimos días mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita ya  no hablaba. 
Una noche, en medio de un Ave María,sonó el timbre de la puerta de calle. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: __Andrés. Mamá fue corriendo a abrir la puerta y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia sólo para despedir a su mamama.
Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la cara  mojada de lágrimas  de la morena que guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro decirle:
—Bendición mi niño.
—Mamama, mamama —le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño Andrés.  
Ego te absolvo, de los pecados que nunca cometiste y te bendigo, en el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el cielo, mamama, y del Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén.



Ada Vega, 1997 -   http://adavega1936.blogspot.com/

domingo, 4 de diciembre de 2016

El oriental




      Hace algunos años, cuando aún conservaba la espalda fuerte y las manos firmes, recorrí el litoral trabajando de siete oficios. Entonces los años eran pocos, podía domar un bagual o arrear una tropa días y días durmiendo en grupa sin agobio ni cansancio; el mundo no tenía fronteras y yo era dueño del viento.
     Tiempos aquellos en que fui amo de mis horas en los calientes veranos en que el sol reverberaba sobre los trigales maduros, o cuando la escarcha de los fríos inviernos se quebraba en los esteros  bajo los cascos de mi zaino malacara. Otros tiempos.
     En una oportunidad en que andaba desnortado, sin rumbo fijo, después de vadear el Río Negro entré en campos de la heroica, cerca de Piedras Coloradas. Las tierras del litoral, de excelente pastura, se extienden a lo largo y a lo ancho en una planicie sin accidentes. A poco de llegar conocí a un cabañero que me contrató para trabajar en el Haras Amanecer, de su propiedad. Un establecimiento de unas doscientas hectáreas al sur de Paysandú, orillando el Queguay Grande.
      El cabañero y su familia se dedicaban a la cría de caballos de carrera y al perfeccionamiento de la raza. Ese año debido a la adquisición de Lucky Boy, un semental inglés gran campeón incorporado al Haras hacía un año, se esperaban con gran expectativa las pariciones de primavera. Aquella mañana de octubre se presentaba muy movida. Ya dos potrillos nacidos casi en la madrugada intentaban los primeros pasos junto a sus respectivas madres. 
      En uno de los box asistida por el veterinario, el propietario del establecimiento y un capataz, la Estrellera, una yegua que había finalizado su campaña ganando varias carreras estampando tiempos records, aguardaba inquieta la llegada de su primogénito. El veterinario auscultaba a la yegua con el ceño fruncido que dejaba entrever una velada preocupación. De todos modos, cerca del mediodía la Estrellera trajo al mundo un potrillo perfecto, oscuro como mi suerte, ágil y vivaz.
       Quienes presenciaron el nacimiento no pudieron, sin embargo, demostrar su alegría opacada por la seriedad del profesional que al revisar al puro anunció que le encontraba un  problemita en el corazón que lo imposibilitaría de todo esfuerzo y sería por ese motivo exonerado de pisar las pistas de carreras. Fue bautizado con el nombre de El Oriental y dejado por el momento con su madre.
El cabañero tenía dos hijos de doce y catorce años que, al igual que su padre, tenían gran apego por los caballos. Desde muy temprano andaban esa mañana visitando a los recién nacidos  que eran, sin lugar a dudas, hermosos ejemplares. No era, por lo tanto, de extrañar que se encontraran presentes cuando el nacimiento de El Oriental y la comunicación de su dolencia. Ni tampoco fue extrañar que se sintieran apenados y decidiera que tal vez si ellos le proporcionaran un cuidado especial el problema no sería tan grave.
 Así se lo comunicaron al padre que a su vez les dijo que el potrillo no tenía futuro en el haras, que podían quedarse con él, pero que no sería criado para correr. Desde ese momento los muchachos adoptaron al potrillo, que permaneció junto a la madre unos seis meses durante los cuales se dedicaron a observar su desarrollo y a controlar su aparente buena salud.
 Cumplido los seis meses El Oriental fue destetado y con otros potrillos sacado al campo donde vivió con naturalidad corriendo y jugando hasta cumplir el año, tiempo en que los padrinos fueron alimentando el sueño de verlo correr en la pista de la capital.
     Ante el eminente encierre de los puros para comenzar a prepararlos para la venta o para el debut en pista, los muchachos insistieron al padre para que dejara al potro dentro del plantel. Sólo por darles  gusto a sus hijos, dejó el cabañero que El Oriental integrara el lote que entregó al cuidador, convencido de antemano, de que aquel hermoso animal no saldría nunca del Haras para lucirse en el Deporte de los Reyes.
     Los días se sucedieron. Para los dieciocho meses, cuando la doma de los Pura Sangre, El Oriental lucía magnífico sobresaliendo entre sus medios hermanos por su gran alzada, cabeza altiva y remos largos y finos. Su notable inteligencia y docilidad le permitieron en muy poco tiempo sortear las dificultades del aprendizaje y correr con gran elegancia y elasticidad. 
       Para la carrera del Primer Paso el Haras Amanecer anotó dos dosañeros: Tejano y Tropero. Los hijos del cabañero, al ver a su crédito relegado, volvieron al ataque con el argumento de que durante sus dos años el potrillo  demostró perfecta salud, su entrenamiento había sido más que satisfactorio y no merecía por lo tanto que se lo dejara de lado.
       —Muchachos —les dijo el padre, El Oriental no puede correr, el corazón no le va a dar. No tiene corazón para una carrera donde corren los mejores pingos. Pero ellos insistieron:
       —Tiene corazón, papá. ¡El Oriental tiene corazón y tiene alma! ¡Tiene alma, papá! Y el hombre, ante el entusiasmo de sus hijos decidió complacerlos y el potro fue anotado para la reunión tan esperada.
        A pesar de que aquella temporada El Oriental aparentaba ser el mejor producto entre los dosañeros del  Amanecer, la gente del haras no le tenía confianza. Se había desatado una polémica entre quienes esperábamos una buena performance del potrillo y quienes opinaban que para la carrera en ciernes al potrillo le faltaba corazón.
      Sin embargo a mí, el hijo de la Estrellera me gustó desde el vamos. A penas nació le vi pasta de crack, y aunque nunca fui de mucho hablar, apoyé en todo a los hijos del patrón, aquellos muchachitos que lo apadrinaron y depositaron en él toda su esperanza, rodeándolo acompañándolo siempre, observando sus vareos cronómetro en mano. Cuidándolo como a un príncipe. Ellos eran los verdaderos dueños de El Oriental y pretendían esa sola carrera de debutantes. Después, le habían prometido al padre que lo retirarían de las pistas. Pero en esa carrera iban a demostrar que el puro tenía corazón y alma como para compartir la gloria de los grandes ganadores clásicos.
        Cuando llegaron a Maroñas ya se hablaba de El Sureño, un tordillo oscuro del Haras “Mi Ensueño” de Florida, que venía a debutar a Montevideo provisto de los mejores comentarios sobre sus últimos aprontes y que figuraba entre los entendidos como decidido líder. La tarde de la carrera esperada se presentaba serena y clara. Un sol tibio se recostaba sobre nubes esponjosas, mientras una brisa juguetona arremolinaba y elevaba en el aire cientos de boletos rotos.
     Al iniciar el paseo preliminar los potrillos levantaron voces de admiración. Principalmente aquel  Otelo, rey de reyes, llamado El Oriental que paseó su estampa despertando comentarios.
     Y se vino la carrera. A las cinco de la tarde estaban todos los potrillos en sus puestos. Sonó la campana, se abrieron las gateras y los pingos salieron agrupados como un malón. 
      El Sureño tomó la punta seguido a dos cuerpos por Tejano y a cuatro por El Oriental, a 300 metros el favorito superó a Tejano en cuatro cuerpos, mientras El Oriental corría achicando ventaja. Faltando 500 metros El Oriental se abre solo a tres cuerpos de Tejano peleando la punta con El Sureño. A 200 metros del Disco se le aparea y pasan juntos la perrera cabeza a cabeza presagiando un final de bandera verde.
       El Oriental se estira, no toca el suelo, rompe los relojes, como un Pegaso negro de alas invisibles cruza como un viento ante la multitud que grita su nombre:¡Oriental! Y a escasos 50 metros del Disco, en el supremo esfuerzo de dar el resto al noble bruto lo sorprende la huesa y rueda con el corazón partido, sin saber.
        Maroñas enmudece. Miles de ojos atónitos observan. Un silencio de plomo cae sobre la multitud que por un instante detiene la respiración. Y en ese milésimo de segundo y ante la vista azorada de los aficionados que no pueden  creer lo que está sucediendo, mientras rueda el heroico potrillo pura garra y corazón, su alma se desdobla, abandona el cuerpo y sigue en carrera con la misma elasticidad con que venía corriendo: altiva, valiente poniendo clase y guapeza. 
        Y mientras los fanáticos reaccionan delirantes en la tribuna, envuelta en un solo grito de admiración, el alma de El Oriental cruza el Disco ovacionada y se esfuma, cubierta de gloria, en la media tarde maroñense.

Ada Vega , 2000 

viernes, 2 de diciembre de 2016

Los hermanos Belafonte

      
Nadie, de quienes conocieron a los hermanos Aldo y Giuliano Belafonte, podía creer que aquellos dos eran mellizos. No se parecían en su complexión ni en su temperamento. Mientras crecían fueron, entre los vecinos, un tema casi obligado. Después, al correr el tiempo, fueron historia. 
Cuando eran niños había en el barrio un cuadro de fútbol, los domingos armaban partido con los botijas del Barrio Jardín. De puntero derecho jugaba Giuliano, el más chico de los mellizos. Al Aldo nunca le gustó el fútbol, jugaba al básquet en la cancha de los curas.
De entreala derecho jugaba Joselo Torreira, el hijo del gallego que tenía una carnicería en la curva y que, cuando jugaban a los policías y ladrones siempre quería ser el comisario. Con los años Joselo se vio realizado y llegó a ser un inspector de policía muy respetado; trabajaba en la Jefatura de Policía de Montevideo donde tenía una oficina algo venida a menos, pero privada. Cuando sucedieron los crímenes, más que nada por intuición, fue él quien develó el misterio. Vaya a saber cual fue el móvil que lo indujo a traer de los pelos, el recuerdo de los hermanos Belafonte.
Aldo era el mayor de los mellizos, aventajaba a Giuliano en escasos veintisiete minutos. Se comentaba que cuando nació, como Giuliano demoraba en hacer su aparición, se puso a llorar a gritos hasta que el mellizo asomó la cabeza. Por lo tanto, desde el momento de su llegada al mundo, quedó clarísimo que estarían íntimamente unidos como si fuesen la cara y la cruz de una misma moneda.
A medida que fueron creciendo, la diferencia física entre los dos se hizo cada vez más evidente. También se hizo evidente la arraigada hermandad que los unía y quién, entre los dos, llevaría la voz cantante. Próximo a cumplir los seis años los padres de los mellizos decidieron, de común acuerdo, enviarlos a escuelas distintas a fin de que, separados, pudiesen desarrollar mejor sus propias personalidades.
Giuliano fue buen estudiante en primaria y secundaria y ya ingresado a la universidad optó por la abogacía. Aldo pasó la escuela sin pena ni gloria, cursó el liceo entre rabonas y pillerías y le dedicó más años de los normales a las Ciencias Económicas.
Pese a las diferencias de los dos hermanos con la mayoría de los mellizos gemelos solían usar como aquellos la vieja travesura de hacerse pasar el uno por el otro. Con la particularidad de que los mellizos Belafonte se hacían pasar por ellos mismos, creando un doble de cada uno. Patraña que había inventado Aldo y que usaron los muchachos, más de una vez, en los primeros años de estudiantes como una aventura sin consecuencias, pero que perduró en Aldo como un resabio de su juventud irreflexiva.
Los años y sus propias actividades fueron separando las vidas de los mellizos. Giuliano que siempre exteriorizó una personalidad diferente a la de su hermano, trató de poner distancia entre los dos. Un día decidió irse del país a recorrer el mundo. Vivió unos años en Europa para afincarse luego en el Cairo.
Mientras tanto Aldo, empleado en una financiera como contador, seguía perfeccionando su otro yo que aparecía cada tanto entre sus conocidos como el hermano mellizo. Solía, por lo tanto, vestirse, peinarse, caminar y hablar de manera distinta a su modo habitual, llegando a crear un personaje que llegó a recorrer las calles y comercios de Montevideo, como si fuese realmente su hermano gemelo.
Esa creatividad, que comenzó como una simple diversión, pasó a ser primordial el día que Aldo comenzó a planear el primer crimen. Que, aunque lo fue preparando minuciosamente hasta en los más pequeños detalles dejó, tal vez, el más importante por el camino.
Una noche, jugando el juego del otro yo, se vistió y se peinó como su hermano mellizo y concurrió a una cena donde había sido invitado. A nadie le llamó la atención la presencia de Giuliano pues varias personas ya lo habían visto antes y sabían además que Aldo tenía un hermano mellizo.
Fue en esa cena que el seudo Giuliano conoció a Clara Gabaran una mujer muy interesante casada con un francés llamado Bastian Hardoy, un hombre de mucho dinero con quien comenzó, al poco tiempo, una relación amorosa. Relación que fue cobrando fuerza principalmente del lado de “Giuliano” quien terminó enamorándose perdidamente al punto de no lograr controlar los celos que comenzaron a atormentarlo. De modo que en cada encuentro de la pareja se fue haciendo más obsesivo el pedido del hombre hacia la mujer, para que dejara a su marido y se fuera a vivir con él. Algo que nunca prosperó, debido a que el amor de ella no era tan contundente como el joven suponía ni él podía darle la vida que ella llevaba junto a su marido.
Aldo cayó entonces en la cuenta de que sólo si Bastian no existiera, aquella mujer podría seguir siendo suya. Fue en esos días que comenzó a maquinar la muerte del esposo de su amante, involucrando para ello a su doble con el fin de cubrirse por si alguna persona lo veía merodeando por el barrio. Durante días y días estudió las entradas y salidas del Sr. Hardoy desde su casa hacia la empresa, así como la hora en que retornaba al hogar. Elaboró un esquema con mucha precisión y una noche, cuando estuvo seguro y decidido, se vistió como Giuliano, su hermano mellizo, y fue a esperar a su víctima a la entrada del garaje de su casa donde Bastian Hardoy acostumbraba a dejar el auto.
Desde la violenta muerte del empresario en la puerta de su casa por un desconocido, que tras apuñalarlo huyó sin dejar rastro, Clara tuvo la percepción de que el autor del homicidio había sido Giuliano. No lo dijo a la policía. Antes quería verlo. Estar segura. Mientras tanto comenzaron las indagaciones. Era aquel un crimen extraño. No hubo intento de robo. Nadie vio ni oyó nada. El hombre no tenía enemigos. Aparentemente a nadie le beneficiaba su muerte.
En los días que siguieron muchas personas, por distintos motivos, visitaron la casa de la señora Clara Gabaran de Hardoy: abogados, gente de la empresa, de seguros, conocidos que se enteraron tarde, algún pariente en visita de duelo. Entre esa gente Clara citó a Giuliano. Cuando estuvieron solos lo acusó de la muerte de su marido y le dijo que lo iba a denunciar. Él lo negó, con una seguridad determinante. Dijo que esa noche había estado en el estadio y que tenía testigos. Ella no quedó muy segura. Esa misma semana se quedaron de ver en un hotel céntrico donde se encontraban cada semana desde hacía mucho tiempo.
Para Aldo, fue una sorpresa que Clara desconfiara de Giuliano. No se le había ocurrido que tal cosa pudiera suceder. De modo que concurrió al hotel con una idea formalizada. Clara volvió a increparle la muerte de su marido. Y Giuliano entendió que si Clara lo mencionaba, la policía se daría cuenta de que el único que se beneficiaba con la muerte del empresario era él. No tuvo alternativa. Se vio obligado a tirarla por la ventana del décimo sexto piso.
A la mañana siguiente, enterados en Jefatura del discutible suicidio de la viuda de Hardoy, y ante la notoria comprobación de que quedaban muchos cabos sin atar decidieron, de una vez por todas, llamar al brillante inspector Joselo Torreira para que se hiciera cargo del caso, antes de que siguieran apareciendo muertos.
El inspector Torreira se llevó el sumario y pidió que por unos días detuvieran las indagaciones. Necesitaba esos día para mover algunas piezas que la intervención policial podía llegar a entorpecer. Ya concentrado en la causa intentó averiguar quien visitaba a la señora de la casa. Nadie, ningún hombre visitaba a la señora. ¿Llamadas telefónicas? Sí, una vez la empleada de limpieza la oyó hablar por teléfono con alguien a quien llamó: Giuliano. No, no sabían quién era. Visitó el hotel donde la joven mujer cometió posible suicidio. Allí le informaron que la señora solía encontrarse con un hombre. Llegaba sola y se iba sola. ¿Qué fisonomía tenía el hombre? El hombre tendría, tal vez, cuarenta años, alto, de cabello y ojos oscuros. No supieron dar más datos. Una amiga dijo que una vez Clara le comentó que había conocido a un hombre que tenía un hermano mellizo. ¿Cómo se llamaba? No recordaba si Clara se lo había mencionado.
Giuliano — quedó pensando el entreala derecho. Y su sagacidad le trajo a la memoria a los mellizos Belafonte. Giuliano era bajo, rubio y de ojos claros. Aldo. Aldo, el hermano mellizo tenía el pelo y los ojos oscuros. Aldo Belafonte, el basquetbolista del cuadro de los curas. ¿Qué fue de Giuliano? Tengo que encontrar a Giuliano Belafonte —se dijo.
El inspector Torreira volvió al barrio de su niñez a recabar datos. Aldo era contador, trabajaba en una empresa. No sabían en qué empresa. No, no se habían casado. Ninguno de los dos hermanos se había casado. Giuliano se había ido del país hacía más de veinte años. Tenían entendido que vivía en El Cairo. Alguna vez le escribió a una novia que tuvo cuando estaba en la universidad. Sí, la joven vivía acá. No, ya no vive más, se casó hace mucho tiempo y se fue del barrio. Creen que vive por Malvín. ¿Más datos? Dos cuadras más abajo, frente a la escuela, viven unos parientes de ella.
El inspector Torreira consiguió la dirección de Giuliano Belafonte en el Cairo. Conseguir la dirección de la empresa y el domicilio particular del contador Aldo Belafonte, en Montevideo, fue sencillo. De modo que organizó de inmediato su viaje al Cairo. Si su razonamiento no le fallaba Aldo estaría viajando a Egipto en los próximos días. Debía encontrar a Giuliano antes que lo encontrara su hermano.
El mutismo de la investigación policial comenzó a preocupar a Aldo. Las autoridades no podían haber abandonado las pesquisas tan pronto y sin motivo aparente. Algo estaba sucediendo. Por terceros se enteró de que el caso Hardoy había sido entregado al inspector Joselo Torreira. Tenía pues que obrar con suma rapidez. Joselo no podía encontrar al verdadero Giuliano. Encontrarlo significaba tener casi resuelto el doble crimen. Su hermano tenía que desaparecer. Con el fin de eliminarlo, apenas tuviera la documentación en regla, viajaría a Egipto.
Al Salam, es un suburbio de El Cairo rodeado de marginalidad. Állí, hace más de quince años, vive Giuliano Belafonte. Mimetizado con el lugar, las costumbres y los valores del Islam, se dedica a enseñar artesanías a los niños de la calle.
La mezquita había llamado a oración cuando aquella tarde Giuliano vio subir, por la callecita quebrada que llega hasta su casa, la figura de aquel extranjero.
Antes de llegar, el extraño preguntó: ¿Giuliano Belafonte? Así me llamo, le contestaron desde la casa, ¿quién pregunta? Joselo, Joselo Torreira, le contestó el inspector de policía.
Torreira se quedó un día con Giuliano. Antes de volver envió la orden de captura de Aldo Belafonte, acusado de doble crimen. El contador, tenía varios detalles que aclarar ante la Justicia. Aldo fue detenido por la Policía del Aeropuerto de Montevideo, cuando intentaba abordar el avión que lo llevaría a la República Árabe de Egipto.

Ada Vega, 2010




miércoles, 30 de noviembre de 2016

Agustina, esposa de Dios

         



          Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo cuando, recién cumplidos los doce años, pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando, paso a paso, cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo, de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más, condenándolos a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original, injusta herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano,  porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.  Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. 

Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. 
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Sólo  la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. 
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle  sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa.
No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y  pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano
Agustina se quedó  veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.


Ada Vega -2012 – 

lunes, 28 de noviembre de 2016

Sergei Radov, primer violín




     Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa Capurro.  Pude ver, con amargura, como cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que, poco a poco, la fue sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas, debido, en parte, a los buques que llegaban a nuestro puerto principal y  vertían los desperdicios en sus aguas. Se sumaron las vertientes contaminadas de los arroyos  Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puerto de Ancap, junto a los deshechos  que  la propia refinería volcaba en la bahía. Yo, como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la playa quedó sola y olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba recorrerla. Con mis zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando había bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al viejo lavadero, y allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del mar, a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez.
 Una tarde, en medio de mi contemplación, me sorprendió un viento repentino y traté de salir lo más rápido posible, pisando las rocas que desaparecían bajo las olas que avanzaban agitadas. Cerca de la orilla, vi a un botija de más o menos mi edad que, con mucha dificultad, trataba de salir de entre las grandes piedras. Al pasar junto a él le ofrecí mi mano y salimos juntos.  No lo conocía. Nos calzamos y cruzamos al parque. Sentados en la verja de ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el barrio. Hacía  unos días se había mudado con sus padres a una casa en Húsares a la altura de Flangini. En ese entonces vivía en  Coraceros, así que éramos vecinos. Como ya  lo habían apuntado en la Escuela Capurro, seríamos también compañeros. Esa tarde, sin más datos, sellamos una amistad para toda la vida.
Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov, pero para mí y los botijas del barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del Cine Capurro.  También lo hicimos hincha del glorioso Fénix, por aquel año con: Pessina, González Plada, Saccone, Montuori y Herol, aunque abajo llevó siempre la camiseta de Nacional. Como a todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con él era difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos en la calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero, porque  el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó en su niñez  lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy evidente, pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo llenaban de goles.
Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. Algunas veces lo oíamos tocar desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando. Por eso los botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá la globa Rusito, chapá el violín. Con el violín disimulás la pata corta! Cuando terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el Rusito tenía una novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella también. Marianela era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por Francisco Gómez y la vía. Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los deberes. En el primer año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al regreso.
 Fue en las vacaciones de julio, cuando estábamos en segundo, que Marianela se enfermó. Cuando veníamos del liceo él entraba en su casa y se  quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos. Leyéndole  a Machado, una tarde, ni se dio cuenta que Marianela... ya no lo oía.
Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo yo sabía de su sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese querido decirle algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin embargo, en esa época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo hacía aislarse de todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín toda la pena que le dejara la pérdida de su amor adolescente. 
Salimos del Bauzá y fuimos al  I.A.V.A. Entramos juntos a la Facultad de Medicina. El Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba hacer Pediatría y dedicarse a los  niños con Poliomelitis. Entonces los problemas políticos del país se fueron agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron las grandes huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le pidió  un día que fuese a sacar el pasaporte y consiguió unas  direcciones en Europa, por las dudas. 
No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. No sabía nada de política pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo llevaron  dos o tres veces. Un día vino muy lastimado. Don Igor no esperó más, le sacó los pasajes, le dio las direcciones, todos sus ahorros y el violín.  Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue
 —Adiós, Rusito.    
 —Voy a volver. 
Y el avión se perdió en el cielo. Adiós.
       No volvió. Vivió en Austria con unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el oficio de sus tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín.
       Ayer don Igor me llamó para mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el Viejo Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el gobierno de su país, el laureado Primer Violín de la Filarmónica de Viena, Sergei Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde ofrecerá varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.”
       Hoy, desde el costado de la Ruta 1, he vuelto a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la moderna vía de hierro y hormigón que atraviesa el viejo parque,  amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo, descansa para siempre mi vieja Playa Capurro.
Gritan las gaviotas molestas con mi presencia.
El Rusito vuelve. El mar susurra. Hay bajante.

Ada Vega, 2004 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/