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domingo, 11 de junio de 2017

Una mujer para recordar



           El hombre había tenido una mujer. Una mujer a la que había amado — eso decía. Cuándo, cuántos años hacía — preguntaban los habitué.
       No sabía. No se acordaba. Sólo recordaba que, una vez, había tenido una mujer. De ella no se olvidaría nunca.
Aquel hombre había llegado una noche, como perdido, y se aquerenció en aquel boliche de la ribera. De estatura regular, tenía la cabeza cana, los ojos claros y las manos finas. Manos de pianista, decían algunos; de cirujano, decían otros, o tal vez de tallador.
Tendría en esa época alrededor de sesenta años. Vestía trajes pasados de moda con camisa blanca y corbata  que le daban cierto aire de  distinción.
        Todas las noches venía al café. Tarde, todas las noches, y se quedaba hasta que el patrón bajaba la cortina. Tomaba solo, de pie, acodado al mostrador con la mirada fija en la heladera de diez puertas, sobre la que descansaba la estantería abarrotada de botellas de whisky, de ron, de ginebra. 
          De espaldas a las mesas de truco, a la mesa de billar. Ajeno al ruido. Y se iba, entrada la madrugada, tambaleándose por la vereda.
        En la noche furtiva, cuando los gatos salen a defender sus territorios por las azoteas y los últimos trasnochados apuran de un trago la del estribo, el hombre hablaba de la mujer.
          Que fue la mejor hembra que en la vida tuvo ---decía como hablando solo. Que tenía la piel de seda y el cuerpo de nácar, la boca seductora y los ojos...los ojos negros y profundos que lo trastornaban. Que lo enloquecían.
           ¿Quién era ella? Qué pasó con ella —los otros querían saber.
  Y el hombre se hundía en un mutismo umbroso, su mente se perdía en un sin fin de recuerdos de los que se negaba a salir.
          Volvía entonces a su obstinado silencio, con la mirada fija en la heladera de las diez puertas.
Así, en varias oportunidades cuando  el alcohol lo obnubilaba le habían oído contar pedazos de su vida, reminiscencias de un pasado sombrío. Hasta que una noche, vaya a saber por qué causa, el hombre contó la historia de aquella mujer que había tenido hacía muchos años. No sabía cuántos. No se acordaba.
La conoció una noche en una cena empresarial —contó. Se la presentó un amigo. El se impactó al verla y los ojos de ella lo obligaron.
En aquel tiempo era gerente en una firma de plaza —recuerda y entrecierra los ojos  —tenía esposa y tres hijos.
 —Todo lo dejé por ella. Para amar a aquella mujer abandoné mi casa, mi mujer y mis hijos. Por seguirla día y noche, enfermo de celos, perdí mi empleo. Un día descubrí que me engañaba, y la maté.
Largos años estuvo privado de libertad. No sabe para qué salió.
—Si de todos modos sigo preso de aquella mujer —sigue diciendo, —ella continúa burlándose de mí.
Y su familia. ¿Qué pasó con su familia?  —todos preguntaban.
 —No sé —decía el hombre—,  nunca quise saber.
Mi mujer —insistía— la mujer que tuve  es aquella,  la que maté con mis propias manos. La que sigue viva en mí. La que continúa atormentándome. La mujer maldita, que nunca dejaré de amar.
  

         Había llegado una noche, como perdido, a aquel boliche de la ribera.       


Ada Vega, 2013

sábado, 10 de junio de 2017

Vincent




       Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur, que hacia los años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo. Vincent era un joven pálido de cabello largo, barba rizada, y de ojos enlutados de mirar perdido.


Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia, que deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel. Caminaba la vida con un compañero invisible, y permanecía largas horas apoyado en el puente mirando el mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada.


Sonreía y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra, a veces se retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio buscando la perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar.


Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre, rubricado por apellidos muy sonados en la política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo permitía.


Llegaba de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era éste quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano. Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado, hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia, con excepción de su hermano Diego, con quien en los últimos años mantuvo una gran amistad.


A Diego le dolía la condición en que se encontraba su hermano. En una oportunidad nos contó que siendo estudiante Vincent sufrió un trastorno en su mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura, pero volvieron sin encontrarla. Y el joven poco a poco se fue aislando.


No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus desvíos, encontró a los cirujas que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven callado y dócil, pero vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más.


Un invierno su madre dejó de venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y comida pero él todo lo daba a sus compañeros. Diego no soportó más la situación. Una tarde se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud.


Lo instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero al llegar la noche con su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció.


Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando éste llegó y entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven, perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía.


Y Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado.

Diego se acostó junto a su hermano y lo abrazó muy fuerte. Vincent entonces, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro en sus manos y mientras le oía decir casi en susurro: Adiós, Diego, observó en aquella vieja tela, que durante años, su hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “vaso con girasoles”, firmado: Vincent.

Ada Vega, 1997

miércoles, 7 de junio de 2017

Agustina, esposa de Dios



          Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo cuando, recién cumplidos los doce años, pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando, paso a paso, cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo, de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más, condenándolos a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original, injusta herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano,  porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.  Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. 

Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. 
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Sólo  la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. 
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle  sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa.
No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y  pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano
Agustina se quedó  veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.


Ada Vega -2012

martes, 6 de junio de 2017

El que primero se olvida



María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes, y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios. María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.


Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.


Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.


De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma.


El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.


La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban. Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.


La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado. A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer.


María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.


Cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.


Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán.

Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.




Ada Vega, 2004 

lunes, 5 de junio de 2017

A veces el pasado



A veces el pasado viene a mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de pronto una palabra, un nombre: Celina, y el recuerdo de una historia de amor que se resistió a morir pese a la separación y al intento de olvido.

—¿Te acordás de Celina? —me preguntó, una tarde, mi prima Aurora.

—Celina, —dije yo—, ¡cómo no voy a acordarme!

La conocí por los años cincuenta en la recién inaugurada biblioteca Artigas-Wáshington. Nos hicimos amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y retirar libros. Llegábamos sobre la una de la tarde y salíamos juntas por 18 de Julio. Yo, hasta Río Negro donde estaba La Madrileña. Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere. Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los sueños. A fines de ese año decidimos hacernos socias de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que estaba donde hoy se encuentra el Juventus, en Colonia y Río Negro. Yo para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo.

Celina era de mediana estatura y físico bien proporcionado. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros. Hablaba poco, lento, jamás levantaba la voz, sin embargo sonreía con facilidad. Cuando se reía con ganas los ojos se le llenaban de lágrimas. Algunas tardes a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba en la cuadra de La Madrileña y veíamos películas americanas de amor o nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza. Recuerdo que soñaba con viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales cuando estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas.

 Éramos muy distintas, ella era muy frágil. muy vulnerable, demasiado confiada. Desconocía la maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que si era leal con los amigos los amigos serían leales con ella. Cuando la escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces:

—¿De qué mundo venís, Celina?, porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza, decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero siempre fui muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que tal vez no conociera nunca.

En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy apuesto, que trabajaba en La Platense. Así que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta La Madrileña clausuró la gran empresa de seis pisos, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda de confecciones incrustada a los fondos del edificio. Entonces cambié de trabajo y no la volví a ver. 

Un día me llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho de La Platense que, dicho sea de paso, cerró mucho antes  que cerrara La Madrileña. Celina seguía trabajando en Caubarrere, que fue uno de los últimos grandes comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día, obligados a cerrar sus puertas al público.

Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los Vascos.

¡Dios! ¡ Estaba tan linda! Traté de saludarla allí pues no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo llorar de emoción.

— Que seas muy feliz Celina —le dije.

—Nos tenemos que ver — me contestó— ¡tengo cosas que contarte! Lo felicité a él (¡era un actor de cine!) una mezcla de Leonardo Di Caprio y Richard Gere. Hacían una pareja de novela. Volví a mi casa pensando si la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté.

Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron como una ráfaga.

Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba saludos.

—¿A mí? —le dije.

—Sí, a vos, de parte de Celina Vásquez Ochoa dice que vengas a verla que le encantaría hablar contigo.

—¡Celina! —exclamé—, contame de ella ¿cómo está?
—Bien, muy bien. Me dijo que tiene dos hijos casados. Acá vive sola.

Dos días después fui a verla.

Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y volvió a abrazarme como me abrazó en el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no acostumbramos a hacer:
—¿Fuiste feliz estos años? Me quedé pensando.

—He tenido buenos momentos —le contesté. Tengo tres hijos y seis nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino.¿Y tú?

—Yo, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas para otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta que se cansó de la situación, se enojó y se fue. Nunca nos divorciamos. Él venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para quedarse. Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía cura. Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, aprendí a inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo abandonó.

—¿Nunca lo perdonaste?

—Sí, el día que murió.

—¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste?

—No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo. Simplemente no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su traición. No pude.

—¿No me decís que siempre lo amaste?

—Porque lo amaba no pude perdonarlo. Si no lo hubiese amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda, lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme en un sillón frente a la ventana y dejarme morir.

Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la joven que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve.

A partir de esa tarde que fui a verla nos comunicábamos por teléfono y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar. Una noche me llamó para pedirme que fuera a verla,  pues tenía una novedad para contarme. Fui a la tarde siguiente. Me dijo que había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el pasaje y la estadía en un hotel de un pueblo blanco, a orillas del Mar Egeo. Le comenté que pensaba preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de muchacha. Me contestó que antes no pudo realizarlo. Que el momento era ese, los hijos estaban bien, ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí estaba toda su familia.  Hijos, nueras y nietos. Hace cinco años, se fue por un mes.

Me escribe cartas hermosas: que vive en una casa blanca junto al mar que tiene dos olivos plantados a la entrada; que continuamente llegan cruceros con turistas; que es cierto que el mar siempre es azul...que no sabe si volverá.


Ada Vega -2oo6

sábado, 3 de junio de 2017

Julia no ha vuelto

     
    Ese día un grupo de dieciocho jóvenes había llegado  al departamento de Treinta y Tres con la intención de conocer la Quebrada de los cuervos que,  ubicada en la zona del arroyo Yerbal Chico, abarca unas 3.000 hectáreas con paredes de hasta 150 metros de altura en las que se ha generado una vegetación muy particular propia de los climas subtropicales.
 A pesar de que existe señalización es conveniente llevar un guía, pues el descenso es muy dificultoso y enmarañado.
Los jóvenes capitalinos decidieron el paseo para el lunes de esa semana de primavera. Habían alquilado un ómnibus que salió de Montevideo en la madrugada, para comenzar el descenso alrededor de las diez de la mañana. El día estaba claro y la temperatura agradable por lo  que prometía un lindo día de vacaciones.
 El paraje es visitado por habitantes del país y también por extranjeros. Ese día, precisamente, habían llegado dos ómnibus desde Montevideo con turistas europeos procedentes de un crucero cuya guía turística incluía una visita a la Quebrada de los Cuervos.
Con uno de los jóvenes conocedor del lugar haciendo de guía, el grupo de estudiantes comenzó el descenso. Recorrieron un trecho junto al  arroyo que corre en el fondo, filmaron, sacaron fotos y almorzaron sentados bajo las palmeras. A media tarde comenzaron el ascenso. Guillermo, el esposo de Julia,  subía conversando con un compañero adelantado un par de pasos de su esposa que quedó a la zaga con una amiga. Cuando casi todo el grupo había salido a la superficie sucedió el terrible accidente. Julia, no se sabe bien si pisó mal,  si tropezó o sufrió un vahído, lo cierto fue que cayó de casi 80 metros rodó entre la vegetación y las piedras que recién lograron detener su cuerpo  a unos 10 metros del fondo de la Quebrada. La retiraron desfallecida  hacia el hospital de Treinta y Tres y de allí  con urgencia a Montevideo. De todos modos, pese a los esfuerzos de los médicos, falleció en el viaje sin recobrar el conocimiento.
Ese lamentable accidente opacó  la alegría de todos los turistas que se fueron muy impresionados. Principalmente los jóvenes estudiantes  de la capital.
Desde ese día Guillermo se apartó del grupo. Por ese año no volvió a la facultad dedicándose solo a su trabajo. Laisa, la joven que estaba con Julia cuando el accidente, solía ir a verlo. Lo acompañaba en esas horas interminables y tristes cuando volvía  del trabajo. Permanecía callada a su lado respetando su tristeza y su dolor. Le ordenaba la casa, le acercaba un café. Lo escuchaba cuando él hablaba de Julia culpándose de haberla dejado sola, de no haber estado junto a ella para ayudarla cuando subían. De haberse distraído un momento —decía—, cuando se adelantó para hablar con el amigo. Lo escuchó, paciente, contar una y mil veces cómo la conoció, cuánto la amó.  Que sin ella, —repetía—,  no encontraba motivo de  vivir.
Laisa lo acompañó como una verdadera amiga en sus momentos más difíciles. y él encontró en ella comprensión y paciencia.  De manera que,  aunque no el olvido, el duelo fue pasando. Comenzaron a salir juntos y él volvió a la facultad. Ya había pasado casi un año del accidente. Para entonces los dos se habían convertido en grandes amigos. Guillermo estaba agradecido.  Laisa estaba enamorada.
Y volvió la primavera. El día que hizo fecha del accidente le pidió a Laisa que no viniera a la casa. Quería estar solo  —le dijo.
Esa mañana se levantó al alba y vagó por la casa con su pensamiento puesto en Julia. Sintiendo que  cada día la extrañaba más. Entró al escritorio y se sentó en el sofá junto a la estufa donde solía sentarse Julia a leer, haciéndole compañía, mientras él trabajaba en la computadora. De pronto sintió algo extraño. Como una presencia viva. Se puso de pie, miró la ventana que estaba cerrada, abrió la puerta. No había nadie. No había nada. De todos modos él sentía que no estaba solo en la habitación. Caminó unos pasos y un libro cayó de la biblioteca a sus pies. Era un Atlas antiguo que al caer quedó abierto  en el mapa de Suecia.  Lo recogió del suelo, lo cerró y lo colocó en su estante.  Se sentó en el escritorio frente a la computadora que se encendió al instante mientras en la pantalla aparecía la ciudad de Estocolmo. La presencia se hizo más fuerte. Entonces la llamó: 
—Julia sé que estás aquí! ¡No entiendo, mi amor! ¿Qué quieres decirme? En ese momento dejó de sentir la presencia  y la computadora se apagó. Guillermo pasó el día  en el escritorio a la espera de una nueva comunicación, pero no sucedió nada más.
Era tan  ilógico lo sucedido que llegó a pensar que todo había sido producto de su mente. De manera que no comentó con Laisa la extraña experiencia ocurrida en el escritorio, ella podía pensar que estaba enloqueciendo y no quiso preocuparla.
En los días sucesivos la joven dejó entrever su amor, y pese a que él  seguía enamorado de Julia, aceptó de buen grado su compañía. De modo que al cabo del tiempo se fue entregando al arrebato de la joven.
 Y de estar juntos viene el roce. Del roce viene el fuego. Y el fuego los alcanzó. Una noche Laisa  logró lo que tanto ansiaba: se quedó a dormir con Guillermo que la amó tiernamente pero sin pasión.  De todos modos, aunque  notó la apatía del muchacho sabía que pronto cambiaría de actitud. Que ella lo haría cambiar. Por lo pronto comenzó por quedarse primero unos días,  para  luego instalarse.  Como una esposa se encargó de la casa con excepción del escritorio. No entendía por qué, con sólo abrir la puerta percibía una extraña sensación de rechazo. Trató varias veces de superar esa sensación, para acompañar  a Guillermo que pasaba largas horas trabajando allí. Pero le fue imposible, no entendía por qué nunca pudo pasar de la puerta.
Mientras tanto Guillermo seguía comunicándose con su esposa y registrando  indicios  que él no lograba descifrar. Lo único  que tras mucho pensar creyó sacar en conclusión, era que Julia  intentaba comunicarle que en Suecia, más precisamente en Estocolmo,  se encontraba  algo que ella había perdido y que le urgía recobrar.  Pero ¿qué? Ni él ni ella conocían a nadie en Estocolmo. ¿Qué deseaba rescatar de tanta importancia, que no la dejaba descansar en paz...?
Una noche apareció en la pantalla de la computadora, un barco enorme, un crucero navegando que, por supuesto, no le agregó mucho a su percepción. Entonces, seguidamente, la pantalla mostró una vista de La Quebrada de los Cuervos. Entendió que Julia trataba de comunicarle algo que incluía la ciudad de Suecia, un crucero y La Quebrada de los Cuervos. Dedujo que ella había perdido algo en la Quebrada y quería que él  lo  encontrara. Recordó entonces que cuando la retiraron, después del accidente, y la llevaron al hospital de Treinta y Tres él vio que le faltaba una cadena de oro con una cruz que ella siempre llevaba al cuello. En ese momento pensó que en la caída se habría enganchado en algún arbusto,  se había roto y perdido y no le dio importancia. Si era esa cadena lo que deseaba recuperar iría a tratar de encontrarla, pero ¿qué tenían  que ver, Suecia y el crucero?
Habían pasado ya casi tres años del accidente. Guillermo y Laisa tenían decidido casarse para la próxima primavera cuando, una tarde, llegó un sobre de la ciudad de Estocolmo, para Guillermo. Dentro del sobre había una carta y otro sobre cerrado con un CD en cuya portada se leía: Quebrada de los Cuervos. La enviaba un señor que él no conocía.  En un español limitado el hombre trataba de contarle una historia. Sentado en su escritorio con la presencia del alma de Julia a su lado, Guillermo comenzó a leer la carta que decía más o menos lo siguiente:
Sr. Guillermo Cárdenas Barreiro
De mi mayor consideración:

                                       Sr. Guillermo, usted no me conoce ni yo tengo el gusto de conocerlo. De todos modos he conseguido su nombre y dirección  por intermedio del  Consulado de Suecia en Uruguay. Usted se preguntará a qué se debe mi irrupción en su vida.  Trataré de ser lo más breve posible. Verá, Usted y yo coincidimos hace casi tres años en una visita, en su país, a la Quebrada de los Cuervos. Sé que a usted esto le trae muy tristes recuerdos, le ruego por ello me perdone. Habrá visto que le adjunto un CD. Bien, termine de leer  la carta y luego véalo. Es una filmación que hice yo ese día. Ustedes eran un grupo de jóvenes felices, hermosos. Yo formaba parte de un grupo de turistas europeos que habíamos llegado a Montevideo en un crucero y la Quebrada de los Cuervos estaba en el itinerario. Éramos todas personas mayores. Ese crucero lo hice con una mujer que no era mi esposa. Ese fue el motivo de no enviarle la filmación inmediatamente. Mi esposa estaba enferma en aquel momento y ello me hubiese traído impredecibles consecuencias. Reconozco que, ante usted, esto no me justifica. Mi esposa ha fallecido. Ya nada me impide afrontar las consecuencias que me generen  haber retenido dicha filmación. Tal vez no pueda perdonar mi actitud. Si es así, créame que lo comprendo. Quiero agregar que yo estaba filmando cuando ustedes comenzaron a subir, y los filmé porque me tentó ese grupo de jóvenes que subía, alegremente, con aquel fondo exuberante de vegetación. Filmé por lo tanto la caída de su esposa y el inmediato rescate de ustedes. Le envío todos mis datos personales. Quedo a su disposición para lo que usted necesite al respecto. Quiero que sepa que lamento muchísimo su pérdida y también mi proceder que, no lo dude, durante todo este tiempo ha carcomido mi conciencia. Lo saluda atentamente...
Guillermo colocó el CD y comenzó a mirar la filmación que un desconocido le enviara tres años después, de aquella tarde trágica. Los dieciocho compañeros de la facultad subían, detrás del guía, por una escarpada ladera de la Quebrada de los Cuervos, aquella tarde de primavera. Él, Julia y Laisa eran los últimos de la fila. Julia subía detrás de él, que se había adelantado un par de pasos conversando con Juan, detrás de Julia y última del grupo, subía Laisa.
De pronto Laisa abandona el último lugar en la fila,  se coloca delante de Julia y la empuja de frente con fuerza,  con sus dos manos, mientras grita como asustada, aparentando que Julia hubiese caído sola.
Julia no ha vuelto. Descansa en paz.

Ada Vega, 2009

viernes, 2 de junio de 2017

Suele suceder




       La carta que aquella mañana recibió doña Adela venía de Suecia. Casi todos los meses, el cartero traía una carta de alguno de sus hijos que andaban por el mundo. Cuando el hijo mayor se fue a Suecia, ella trataba de imaginar cómo sería ese país tan lejano y desconocido. Nunca tuvo la idea exacta de donde quedaba. Le dijeron al norte de Europa. Pero Europa es tan grande...Si se hubiese ido a España, a Italia o quizá a Francia. De esos países tenía idea. Sabía que estaban, ahí no más, cruzando el Atlántico. Estocolmo. A Estocolmo se fue el mayor. Dicen que allá hace mucho frío. Cae nieve. Y cuando nieva todo queda cubierto de un gran manto blanco. Como en las películas, mamá. Como en las películas de Navidad,  sabés. Se sentó en un sillón del patio a leer la carta. Después de leerla se quedó largo rato con ella en el regazo, perdida su memoria en un pasado ya lejano. Suspiró reclinándose en el sillón.
       La mañana luminosa de enero avanzaba desperezándose, hacia un mediodía bochornoso de un verano desparejo. En el jardín, el aroma tímido de la madreselva. El gato relamiéndose al sol y el ayer volviendo a su presente. Por ahí andaría su marido, regando el jardincito o limpiando las jaulas de los dorados. No hay apuro por anunciar la llegada de la carta. Más o menos, todas dicen lo mismo. Sus hijos deben  ser felices. En las fotos siempre sonríen.
      Doña Adela y don Juan se habían casado hacía más de cuarenta años. Criaron cinco hijos: cuatro varones y una niña. Los recuerdos invaden su memoria. Fueron años de mucho trabajo para criar a sus hijos. Privándose  de muchas cosas para que los muchachos estudiaran. Aún le parece verlos corriendo por el patio o escondiéndose detrás de la Santa rita. Sonríe al recordar.
     Los  tres mayores terminaron sus estudios y se recibieron. La niña apenas terminada la secundaria se casó con el secretario de un diplomático y se fue a vivir a España.  No ha vuelto al Uruguay. Su marido viaja mucho y ella lo acompaña. Tiene dos niños nacidos en Madrid, pero los abuelos aún no los conocen. En las cartas siempre promete que: “En cuanto pueda voy a ir a verlos”. Besos y fotos, para que vean lo bien que viven.
Los varones mayores son Ingenieros de Sistema. Se fueron hace unos años contratados por una empresa sueca. Primero se fue el mayor, al poco tiempo llamó al segundo para trabajar con él en la misma compañía. Antes de terminar el contrato se casaron por lo que decidieron radicarse en Suecia. Trabajan mucho y ya tienen hijos. Nunca volvieron. En las cartas recuerdan que: “En cualquier momento estamos por ahí”. Besos y fotos, para que vean lo bien que viven.
El tercer varón se especializó en motores de barco y se fue a Estados Unidos a probar fortuna. Tuvo suerte, trabaja en una empresa naviera muy importante que le ha permitido viajar por el mundo. Vive en Los Ángeles.  Se casó, hace ya varios años, con una norteamericana y no ha vuelto al país. No escribe muy seguido. Cuando lo hace, en las cartas dice que: “En cuanto tenga un tiempito me doy una vuelta para verlos”. Besos y fotos, para que vean lo bien que viven.
A doña Adela le gusta recordar el tiempo en que eran todos niños. No dieron trabajo. Eran buenos chicos. El problemático fue Jorge, el menor. Con él sí pasaron las mil y una. Vivía en la calle. Era peleador, artero, no quería saber de ir a la escuela. Andaba con el guardapolvo sucio y la moña desatada. No cuidaba los libros ni los cuadernos  y nunca sabía donde había dejado el lápiz.
      Los tres varones más grandes fueron siempre aplicados y estudiosos. Los amigos y los maestros los felicitaban por esos hijos. La niña, no tan brillante como sus hermanos, fue también buena alumna y buena hija. Cuando Jorge entró a la escuela los mayores estaban en el liceo. Desde muy niño fue independiente y no le gustaba estudiar. Vivía con el ceño fruncido ideando siempre alguna diablura. Tan distinto era a sus hermanos que los maestros llegaron a pensar  que Jorge era adoptado. Amigos y  maestros  los compadecían por ese hijo, presagiando para el chico un  futuro amargo.
     En aquel entonces José trabajaba en una fábrica y Adela cosía camisas para un registro. Cuando Jorge salió de la escuela, no hubo forma de hacerlo ir al liceo ni de que aprendiese un oficio. Se dedicó a vagabundear. Se hizo dueño de la calle ante la constante preocupación de los padres,  temiendo siempre que algo malo le sucediera. Un día llegó con una novedad: había conseguido trabajo. Un reparto de diarios. Estaba feliz. Los padres decidieron aceptar la situación, pues ¡qué le podía durar a Jorge un trabajo!  Resultó el desconcierto total. Madrugaba tanto para ir a buscar los diarios que a la madre le dolía. Lo veía por las noches manipular un enorme despertador, cuya campana lo despertaba sí o sí. Se levantaba al alba, antes de salir el sol.
     El trabajo de Jorge fue en realidad de gran ayuda. Con los hermanos estudiando el sueldo de Juan no se veía y el registro que le daba trabajo a Adela, hacía unos meses  que había cerrado. Jorge todos los días le entregaba al padre el dinero que le pagaban por su trabajo. A Juan, el primer salario de su hijo de trece años le quemó las manos. Sintió tal emoción, que abrazó al chico sintiéndolo todo un hombre. Desde entonces Jorge fue, para los padres, un apoyo invalorable. De manera que, comprendiéndolo, decidió progresar. Juntó plata, pesito a pesito y se compró un reparto. Tomó dos chicos para ayudarlo y comenzó a repartir diarios de mañana, de tarde  y de noche.  Sin darse cuenta se había convertido en patrón. Redobló esfuerzos, trabajando y ahorrando logró abrir, en una de nuestras principales avenidas, un gran puesto de diarios y revistas. La situación económica de la casa se había estabilizado. Por ese entonces, el corazón de Juan comenzó a anunciar su cansancio. Jorge le pidió al padre que dejara la fábrica y se jubilara, él ganaba lo suficiente y ya era hora de que el viejo descansara un poco.
    Cuando los hermanos mayores, terminados sus estudios, pudieron ayudar a mantener la casa, se fueron. Suele suceder.
     Jorge nunca se separó de sus padres ni piensa hacerlo, vive allí con ellos. Un día también se casará y tendrá su propia familia, pero ellos saben que siempre van a poder contar con él. Estos días lo hemos visto emocionado y feliz. Acaba de comprar, para sus padres,  la casa donde viven, donde nacieron los cinco hijos. Los viejos aman esa  casa.


 Doña Adela recuerda cuando eran todos chicos. No dieron trabajo, eran buenos niños. El problemático fue Jorge, el menor.  No hay apuro por anunciar la llegada de la carta, más o menos, todas dicen lo mismo. Sus hijos deben  ser felices. En las fotos, siempre sonríen.