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miércoles, 28 de junio de 2017

Solo un juego de niños



     Simón y yo crecimos en un pueblo de veinte chacras y montes de eucaliptos, junto a una estación de ferrocarril abandonada.    
     Casi todos los habitantes del pueblo éramos parientes,  y vivíamos de lo que el pueblo producía. En cada casa se criaban gallinas, pavos y patos.  Algunos vecinos tenían ovejas y otros cebaban cerdos, y para fin de año se mataban corderos, cerdos  y pollos y  se repartían entre todos. Sólo un vecino tenía dos vacas, de modo que la leche  para el día la mandaba el dueño de una estancia que quedaba del otro lado de la vía.
     Al principio Simón y yo íbamos a la escuela montados los dos en un petizo que se llamaba Majo. Simón adelante porque era el hombre y yo atrás tomada de su cintura. Al comienzo del tercer año el padre  le regaló un zaino oscuro patas blancas y en él íbamos los dos, siempre él adelante con las riendas y yo atrás, siempre abrazada a su cintura.
      Nunca entre nosotros se pronunció la palabra “novios”, pero Simón grabó su nombre y el mío  en el tronco de una higuera del fondo de mi casa, con un cuchillo de filetear que su padre, que era guasquero, le regaló en un cumpleaños.  
       Cuando cumplí los quince Simón me regaló una pulsera de plata con una medalla en forma de corazón que  decía Tú y Yo  de un lado y Para toda la vida, del otro. A la semana siguiente mi madre le compró una pieza de crea al turco que todos los meses pasaba por el  pueblo,  y comencé a bordar mi ajuar. Para sus dieciocho le regalé la camisa y la corbata para la boda y él comenzó a trabajar en la ciudad del departamento.
     Dejamos de vernos todos los días y él comenzó a cambiar. Un día decidió quedarse a vivir en el pueblo porque  se cansaba de tanto viajar en moto cuatro veces por día. Fue espaciando las visitas a mi casa y yo comencé a extrañarlo y a llorar por él. Dejamos de  hablar de casamiento y al final me confesó que ya no me amaba. Que lo nuestro había sido sólo un juego de niños, que habíamos crecido y el verdadero amor, dijo, era otra cosa.
     Seguí bordando mi ajuar porque creí que un día volvería, pero no volvió. Tuvo otra novia en otro pueblo, y otra y luego otra. También los años pasaron para mí. Y una primavera un primo hermano, que tenía unas cuadras  de campo junto al río, me habló de amor y matrimonio
      Esa misma primavera volvió Simón al pueblo a pedirme que me casara con él. Cuando lo vi entrar al patio de mi casa el corazón se me escapó del pecho. Estaba cambiado, tan buen mozo, tan bien vestido.
      Nos abrazamos en la mitad del patio y fuimos por un momento aquellos niños que jugaban al amor: la niña que nunca terminó de bordar el ajuar, el niño que a punta de cuchillo dejó su nombre y el mío grabados en la higuera del fondo de mi casa.
     Me pidió perdón, dijo que me amaba y había vuelto para casarse. Que  había alquilado una casa en  el pueblo para los dos.  Dijo todo lo que por mucho tiempo esperé que me dijera varios años atrás. Pero habíamos crecido y el amor no es un juego. No podía engañarlo, le contesté que ya no lo amaba y que para el próximo otoño me casaría con Andrés.
    Creo que le costó entender. Nunca se imaginó que no aceptaría su propuesta de matrimonio y  menos aún que estuviese de novia con otro hombre. Ante su desconcierto hubiese querido explicarle que ya no éramos los mismos, contarle de mi dolor cuando me dejó, el tiempo que me llevó tratar de olvidarlo, pero no encontré las palabras. Lo acompañé hasta la puerta cuando se fue, al llegar a la esquina se volvió para mirarme.
Ese otoño me casé con Andrés, luego de unos años vendimos el campo y nos fuimos a vivir a Montevideo.
         El pueblo de las veinte casas ya no existe. Ni existen las chacras, ni los montes, ni la estación del ferrocarril.  Todo lo borró la producción de soja. 
En un cajón de la cómoda, olvidada entre cartas y viejos recuerdos, quedó la pulsera de plata.  Pero una de mis hijas la encontró una tarde, le puso un dije que representa un delfín,  y se la llevó.
     Sólo quedó sobre la mesa de luz  la medalla en forma de corazón con el Tú y Yo  y el Para toda la vida, como único testigo de  aquel primer amor, que no pasó de ser, más que un juego de niños.



Ada Vega, edición 2013

lunes, 26 de junio de 2017

La farolera

     


      Había pasado su infancia en una casa de bajos, de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De  trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos al norte de la capital.
Un barrio alejado de las playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:“La farolera tropezó y en la calle se cayó
         y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”
Saltaban a la cuerda :
        “Al pasar la barca me dijo el barquero:
        las niñas bonitas no pagan dinero.
        Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
         porque las niñas bonitas se echan  a perder...”
 Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
        “Andelito andelito de oro, un sencillo y un  marqués,
        Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”
y  también decía:
        “Téngala usted bien guardada.
 -Bien guardada la tendré sentadita en silla de oro en los palacios del rey.”
Recordaba los años de  escuela de túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y, orientales la patria o la tumba. El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel primer poema del charrúa de los ojos azules:El Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera...” y entre El gato con botas y Bernardette: La cabaña del tío Tom.
Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de la selva,  Los albañiles de los tapes y  Química y Física.  Luego   Inglés,  open the door y: Bécquer; Machado,  Charles Perrault; Orfeo y Eurídice; Juan José Saer (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los primeros televisores, todo el mundo leía): Dickens, Mark Twain, Espínola, Verne, Morosoli, Quiroga, Arregui y más, muchos más, Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las oficinas de  un Comercio Mayorista.
Para Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por qué dejo de leer.
 En su empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl.  Un muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se hicieron novios. Vivía,  le dijo él,  cerca de la costanera a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.
Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rio ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con sueldo mejorado. Ana Clara seguía soñando con el  departamento en la rambla.
Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al mar. 
“Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” .
 Ella juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el  empleo del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa  se separó de su familia y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.
Ana Clara consiguió más, mucho más  de lo  que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las playas del  este.
Ahora se encuentra en la terraza  de su departamento que da sobre  la rambla. Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado pensativa.
 Es una apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa  y seductora descansa junto al Río de la Plata: su cómplice y amante.
Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. “Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se echan a perder”. Las amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La   escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El  liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la empresa  mayorista. Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con él  no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían,  él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.
  “las niñas bonitas no pagan dinero...”
Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al  balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad.  Entonces saltó.    
            “La farolera tropezó y en la calle se cayó Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”. 
                       
Ada Vega,  2010                     


domingo, 25 de junio de 2017

La mesa de roble





Era una mesa de roble, oscura y tosca, con cuatro patas torneadas y un cajón para guardar los cubiertos, que el abuelo Jeremías, que era carpintero, le regalara a su nieta Carmela, cuando supo que luego de su boda con el Julián, se vendrían para  América.

—Llévatela, le había dicho su abuelo, —que nunca te falte una mesa donde compartir el pan con tu familia.

De modo que la mesa de roble, fue lo único que junto con un baúl de ropa y algunos utensilios de cocina, trasladó la Carmela de su casa en Lanzarote, cuando junto a su esposo, llegó al puerto de Montevideo, aquella tarde de primavera de 1910. 
En aquel entonces Uruguay gozaba de estabilidad económica, su población formada casi en su totalidad por inmigrantes, vivía en paz y de frente a un futuro prometedor. Por lo que Carmela y Julián no tuvieron dificultad para instalarse y comenzar a trabajar en la ciudad.

Al principio vivieron en una casa de inquilinato, que el gobierno, en aquellos años, ofrecía a los inmigrantes que llegaban al país en busca de trabajo, hasta que pudieran pagar un alquiler e independizarse.

Y allí, cerca del puerto, se instalaron previamente. Con la mesa del abuelo, como mueble principal, tendida siempre con uno de los manteles traídos de “la isla de los volcanes”, junto a las sábanas del ajuar de novia de Carmela.

Sentados a la mesa, la pareja tejía sueños y forjaba proyectos, mientras los años se sucedían, les iban naciendo los hijos y las sillas se multiplicaban en derredor.

Un día, Carmela y su familia se mudaron a una casa amplia y soleada, con jardín al frente y fondo arbolado. Para entonces tenían tres hijos. Marcos, Isabel y Melisa. Después llegaron Gustavo y Eloísa.

La mesa española seguía formando parte de la familia, absorbiendo todo lo que ocurría dentro de la casa. Compartiendo con ellos las fiestas de cumpleaños, la alegría de las bodas y la bendición de la llegada de los nietos

Pero el tiempo no da licencias, y al pasar arrastra, lleva, sepulta. De manera que la vieja mesa del abuelo Jeremías, que durante años se vio rodeada de sillas que la llenaron de amor y orgullo, soportó el dolor de ir perdiéndolas una a una, hasta quedar sola,  envuelta en la penumbra de aquella casa que un día, desaparecidos sus habitantes, fue cerrada y abandonada. 

Marcos, el mayor de los hermanos,  se casó muy joven  y se instaló con su familia en un balneario del Este.

Isabel, se enamoró de un chico peruano, compañero de la facultad, se casó y se fue a vivir a Perú.

Melisa, que  era maestra,  fue  nombrada directora de  una escuela rural en la frontera con Brasil, y no volvió.

Gustavo, curioso y andariego, anduvo visitando países de América para establecerse, al final, en Argentina. 

Y Eloísa, la menor,  se fue un invierno a conocer el verano de Lanzarote, se enamoró de un lugareño y se quedó a vivir en las islas.

Después, los años pasaron, Julián enfermó y fue el primero en dejar este mundo. Eloísa, en la Gran Canaria, falleció muy joven, dejando dos hijos, y al cabo, Carmela la siguió.

La casa permaneció cerrada mucho tiempo. Mientras tanto la mesa no podía soportar más la oscuridad y el abandono. Solo ansiaba  el momento de reunirse con su familia española.

Un día vinieron los nietos, abrieron las puertas y las ventanas, vendieron la casa y mandaron todo el mobiliario a remate.

La mesa la compró una pareja joven de recién casados. La llevaron a un departamento céntrico donde estaba sola todo el día, pues los jóvenes se iban a la mañana y volvían a la noche. En tanto, conmovida,  sentía palpitar a su alrededor, las vidas de su familia desaparecida. Los espíritus de los seres que amó la rodeaban. Se sentaban en las nuevas sillas a su entorno. Cuchicheaban entre ellos, y se reían como antes cuando era jóvenes indolentes.

Mientras, ella solo deseaba ser un espíritu más para reunirse con ellos. No aceptaba la nueva casa ni a la joven pareja. Toda esa energía negativa que emanaba de la mesa, comenzó a filtrarse a las habitaciones del departamento, creando un ambiente maligno.

Los esposos dejaron de comunicarse y las noches fueron perdiendo la pasión de los primeros días.

La joven señora fue la que primero advirtió que dentro de la casa existía algo perturbador; que un ambiente hostil se estaba instalando en el hogar. Lo presentía sin saber qué era en realidad.

Una noche en que no conseguía conciliar el sueño, le pareció oír rumores de voces y risas. Se levantó y comenzó a recorrer el apartamento. Las voces cesaron. Pensó que tal vez fuesen suposiciones suyas. Llegó al comedor, se detuvo al entrar, encendió la luz y dijo: Es la mesa.

Se acercó, apoyó las palmas de las manos sobre el viejo roble y le habló:

— ¿No nos quieres, verdad? No te apenes. Le encontraremos solución.

Al día siguiente le dijo a su esposo que quería deshacerse de la mesa, le explicó que era ella, la causante del momento difícil que la pareja estaba atravesando.

No se sabe si el joven entendió, si creyó o no, lo que su esposa le comentaba. Reconocía, sin embargo, que su matrimonio comenzaba a desmoronarse, y no tenía intenciones de perder a su esposa por culpa de una mesa  hechizada. Por lo tanto, pensó  volverla al remate de donde había venido, o regalársela a alguien que la necesitara. Pero la joven ya había decidido el destino de la mesa: la desarmarían y la quemarían como leña en la estufa  del comedor. Y eso hicieron.  


De modo, que la mesa tosca de roble, que el abuelo Jeremías le regalara a la Carmela para su boda allá en Lanzarote, una noche de invierno, convertida en humo, volvió feliz, a reencontrarse  con su familia.

Ada Vega, 2017 

jueves, 22 de junio de 2017

En el valle del Lunarejo


Cerca de Tranqueras en el valle del Lunarejo había nacido Ezequiel Montoya séptimo hijo varón de Luz Marina Inzaurralde, abnegada mujer hecha para el trabajo, casada con Antenor Montoya un quilero fronterizo medio sabandija dueño de unas cuadras de campo al costado del Cerro Bonito. 
Allí habían poblado, junto a una chacra que trabajaba Luz Marina. Campo inhóspito, no porque fuera mala tierra sino porque hervía de víboras. Para la serpiente de Cascabel el valle era una feria por donde solía lucirse haciendo sonar su cencerro, o silbando al pasar de refilón junto a la gran Ñacaniná, su pariente pobre, con quien no hacía buenas migas. 
Al ser la región poco habitada por el hombre las víboras dominaban todo el espacio, eran fuertes y poderosas. Luz Marina las enfrentaba a machetazos cuando le invadían su campito consiguiendo, a duras penas, mantenerlas a distancia. De todos modos, tenía la mujer un extraño poder frente a la ponzoña de los reptiles. Tal vez, a fuerza de recibir tanta mordedura, estaba inmunizada contra su veneno pues las afrontaba sin temor. 
Las serpientes le reconocían el poder, teniéndole cierta consideración, no exenta de un rencor a duras penas disimulado. De todos modos era una lucha diaria cuidar a las gallinas y a los patos, a la lechera y hasta a los perros. 
Pero el mayor problema lo acarreaban los días de lluvia cuando el Lunarejo crecía y se desbordaba, entonces el bicherío se desparramaba por el valle, se llegaba hasta las casas y se metía en las habitaciones huyendo del agua que, en su descontrol, los arrastraba fuera de sus madrigueras. Luz Marina luchaba sola contra las inclemencias del lugar. Antenor no era hombre de querencia. Los hijos —decía—, eran cosa de la madre. 
Le arrimaba ropa y algunos comestibles cuando bajaba del norte y se largaba otra vez a contrabandear. Recorría establecimientos y pequeños pueblos llevando y trayendo mercaderías varias, entreverado en fiestas, comilonas y chupandinas dejaba correr la vida sin mayores  preocupaciones. 
Cuando Ezequiel cumplió siete años la madre comenzó a notarle actitudes impropias. Al principio pequeñas facultades de entendimiento con los animales que se fueron acentuando con el tiempo. A pesar de ser un gurí manso como el apereá, poseía la sagacidad del puma y la vista aguzada del águila. En sus recorridas por el valle los animales se apartaban para darle paso, bajaban la cabeza cuando él los miraba y las aves detenían  el vuelo, quietas en las ramas, para verlo pasar. Ante su presencia las víboras permanecían arrolladas sobre sí mismas, quietas las cabezas, observándolo quisquillosas con sus ojos oblicuos. 
El dominio que Ezequiel ejercía sobre los animales del monte era sólo comparable con el que ostentaba sobre ellos, el gran lobo negro que en noches de luna llena recorría el valle del Lunarejo hasta la Cascada del Indio y más allá, imponiendo su presencian ante todas las alimañas rastreras o voladoras que habitaban el intrincado monte. Un lobo hermoso de gran talla, de pelaje reluciente y ojos como brasas, que la gente de Tranqueras asociaba con Ezequiel por aquello de: séptimo hijo varón,  en fija lobizón. Nadie pudo afirmar con certeza que el séptimo y último hijo de Luz Marina y Antenor era en realidad lobizón, a pesar  de que los vecinos de los alrededores así lo afirmaban. Lo cierto es que cuando Ezequiel cumplió los dieciocho años se fue del valle, no se supo si para el norte o para el sur, lo que sí supieron en Tranqueras es que el lobo negro que en noches de luna llena recorría el monte, también desapareció en esos días.
En los años que siguieron poca cosa se conoció de Ezequiel. Sólo que había andado por Fraile Muerto, por Cardona, que lo habían visto por el Yí, por Dolores y un día, sin más ni más, desembocó en la capital. Y en Montevideo lo conocimos nosotros. Trabajaba de albañil y vivía en una pensión. Era un hombre tranquilo, taciturno, vivía solo. Nunca le conocimos compañera. De vez en cuando desaparecía por unos días y volvía sin dar explicaciones. En una oportunidad nos contó que había nacido en Rivera, en el valle del Lunarejo, que hacía fácil unos veinte años que se había ido y que nunca había vuelto. Y un día, porque sí no más, dejó el trabajo y dijo que se iba. Adónde —le preguntamos. Por ahí —nos contestó. No volvimos a verlo.
Por aquel entonces contaba  gente que vivía en Tranqueras, que la casa de los Montoya estaba muy abandonada. Los hijos de Luz Marina y Antenor fueron, poco a poco, abandonando la casa paterna. Antenor hacía años que no bajaba hasta el valle. Se había conchabado en el Brasil y allá se quedó con nueva mujer y otros hijos. Luz Marina  estaba sola, vieja y cansada. Dicen que una noche sintió que la  muerte venía reptando a buscarla y no tuvo fuerzas ni ganas de salir a pelear. Las víboras, envalentonadas, habían rodeado el campito. Hacía mucho tiempo que nadie las dominaba, serpientes y culebras se acercaban en apretado círculo. Ya habían pasado los hilos del alambrado cuando un extraño refucilo, las detuvo en seco. Un lobo negro de ojos luminiscentes, con las pezuñas arañando la tierra,  estaba  esperándolas a la entrada de las casas. 
Los filosos colmillos relampagueaban  iluminados por la luna llena. Atropelladas, envueltas en un sonido sibilante, las víboras huyeron por los cuatro rumbos. 
Al otro día comentaban los vecinos que Ezequiel, el hijo más chico de Luz Marina y Antenor, había vuelto con su madre. Alguien lo había visto arreglando el alero de la casa que se había vencido..
El bicherío del valle del Lunarejo, junto al Cerro Bonito, volvió a mantener distancia. 
Ada Vega, 1997 

miércoles, 21 de junio de 2017

Hotel Empire






El Empire estaba en la Ciudad Vieja, cerca del puerto. Era un hotel de principios del siglo XX de dos plantas y ventanas mirando el mar.
A la entrada, junto a la recepción, había un juego de sala tapizado en brocato celeste y dorado, una mesa con tapa de mármol, un televisor y una biblioteca. Hacia el fondo, en el segundo patio, se encontraba el comedor con una mesa oval, doce sillas de estilo, tapizadas en gobelino, y un trinchante de cuatro puertas de vidrios biselados y fondo de espejos, donde se guardaban la loza fina y las copas de cristal.

Todas las habitaciones quedaban en el primer piso, hacia donde se subía por una escalera de mármol blanco con barandal de hierro forjado. Eran habitaciones muy amplias: con juego de dormitorio, cortinados, alfombras, cuadros en las paredes y lámparas.
Desde las ventanas se veía el mar y la escollera, y en las noches de verano todo el cielo enorme y estrellado. En los días de tormenta el mar crecía y se elevaba en olas que sepultaban la escollera, como si quisieran llevársela consigo. Después, cuando la lluvia amainaba, comenzaba a surgir hacia la superficie como el lomo de una enorme ballena.

Era, aquel, un barrio de inmigrantes donde  en la calle jugaban juntos, niños judíos, negros y criollos. Hijos de gallegos, de armenios y de italianos. 

En la cuadra había un almacén, una panadería y un taller de calzado. Una escuela cerca y el Mercado del Puerto, donde se compraban la carne, el pescado del día, y las frutas y verduras.

II

En aquellos días nosotros vivíamos en un barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. Teníamos una casa espaciosa con jardín al frente y terreno hacia el fondo con una glorieta bajo los árboles, rodeada de rosales y maceteros con flores.
Cuando murió mi madre, después de acompañarla al cementerio, mi padre no quiso volver a la casa y decidió irse conmigo a pasar unos días en algún hotel. Así llegamos al Empire por unos días, y nos quedamos seis años.

El dueño del hotel se llamaba Genaro vivía allí con su esposa María, encargada de la cocina, y una hija llamada Angelina que llevaba los libros y atendía en la recepción.
Los primeros días en el hotel fueron una novedad para mí que vivía en una casa hermosa, pero no tenía amigos. Tampoco teníamos perro, ni gato ni pájaros. 


La tarde que llegamos al Empire caía una llovizna aburrida y triste. A penas entramos al vestíbulo a la primera persona que vi fue a David, un niño de mi edad, sentado en un sillón de la sala mirando la televisión. Nos miró sin interés y siguió viendo la pantalla. Mi padre pidió una habitación por una semana y luego de firmar un libro subimos con Angelina y David, que también nos acompañó.

Al llegar, la joven abrió la habitación nos dejó instalados y anunció que en media hora servirían la merienda. Mi padre le explicó que iba a descansar un rato y que bajaría para la cena, entonces ella me tomó de la mano y dijo que tomaría la merienda con David y me cuidaría hasta que él bajara.

III

David vivía frente al hotel con sus padres y el abuelo Adad, que tenía una tienda en la calle Colón donde también trabajaban sus padres. Todos los días, después de almorzar, cruzaba la calle y se quedaba con Angelina hasta que ellos regresaban.
Teníamos la misma edad, pero como él había cumplido seis años en febrero ese marzo pudo entrar a primero en la escuela del barrio. En cambio yo, como cumplo en mayo, comencé un año después. De modo que en la escuela siempre me llevó un año de ventaja. 

Cuando llegué a sexto grado David entraba al liceo. Y cuando terminé sexto nos fuimos con mi padre de la Ciudad Vieja, y volvimos a nuestra casa del barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. No obstante, en los seis años vividos en el Hotel Empire, David estuvo siempre presente. Fueron años de una infancia feliz, donde compartimos juegos mientras nos asomábamos confiados a un mundo desconocido.

IV



Dos días después de nuestra llegada al hotel mi padre me dejó con Angelina para dar una vuelta por nuestra casa, a fin de recoger algunas cosas que necesitábamos. Ese próximo lunes debía volver a su empleo y había descubierto que desde el hotel, el Banco le quedaba solo un par de cuadras. De manera que sin pensar nos fuimos quedando. Yo, porque me sentía feliz con la novelería de vivir en un hotel, y con el montón de amigos que en pocos días había hecho. Y él porque se encontraba cómodo, distendido. 
Todos los días salía a caminar. A veces por la rambla, otras veces se dirigía directamente a Linardi & Risso a revolver libros, para volver siempre con algún texto bajo el brazo.
 Y el tiempo fue dejando caer, en aquel barrio, las hojas de los otoños.

Un día, para hacer nuestra estadía más interesante, sucedió un hecho imprevisto. En una de las habitaciones al fondo del corredor de la planta alta, se alojaba un alemán que había llegado una noche en el Julio César, que al desembarcar se dirigió directamente al Hotel Empire.

Como equipaje traía una valija y una caja con libros. Era un hombre fornido, de estatura mediana. Canoso. Usaba lentes y vestía siempre de traje. Un hombre común que pasaba inadvertido. Sin embargo una noche, cuatro hombres irrumpieron en el hotel. Dos quedaron abajo y dos subieron hasta su habitación y se lo llevaron, a punta de revólver, en un auto que los esperaba en la puerta. Cuando llegó la policía revisó la habitación, se llevó algunas cosas y cerró con llave prohibiendo abrir hasta nueva orden.

Nunca más se supo de él. Ni los diarios, ni la televisión dieron cuentas del hecho. Sólo los padres y el abuelo de David fueron indagados más de una vez, quienes aseguraron no conocerlo ni saber de su existencia.

V


Los únicos datos aportados por el alemán a su llegada al hotel, fueron su nombre: Egbert Krumm y que esperaba a alguien que vendría desde Europa. Por lo demás, todos coincidieron en que era un hombre muy callado, no se relacionaba con nadie, sus salidas eran para recorrer librerías y volver con dos o tres volúmenes cada vez. También opinaron que, para evitar encontrarse con los demás huéspedes, era el primero en bajar al comedor. Algo que tampoco llamaba la atención pues los habitantes del hotel eran cambiantes, con excepción de mi padre y yo, nadie se alojaba por más de un mes. De modo que ningún huésped llegó a conocerlo, y menos aún hacer amistad.

Como la habitación había quedado desordenada, Angelina preguntó a los policías qué hacía con los libros, y le contestaron que ella se hiciera cargo. Por lo tanto llamó a mi padre para que la ayudara a buscarles una ubicación. Cuando comenzaron a ordenarlos les llamó la atención que todos versaban sobre viajes. Viajes al Mato Groso y el Amazonas; a la Cordillera de los Andes; a Bolivia; al Paraguay y su parte selvática y así. De modo que decidieron dejarlos en la biblioteca de la sala.

Y allí quedaron, con excepción de los libros de la caja, seis libros de tapa dura escritos en alemán, que Angelina acomodó tal como vinieron del viejo mundo, debajo del mostrador de la recepción.

VI

Mi inserción en la familia de Angelina fue natural e inmediata. Mi padre desayunaba muy temprano, luego se quedaba en la sala a leer el diario y ver algún informativo en la televisión y después subía a despertarme.
Al principio, para que no desayunara solo, Angelina me llevaba a la cocina donde estaba María y desayunaba con ella. Después, a medida que se sucedían los días, bajaba solo y me dirigía a la cocina por mi cuenta.

Ese invierno pasó sin sentirlo, todas las tardes venía David o iba yo a su casa. En esas idas y venidas fui conociendo a sus amigos, y para cuando llegó la primavera sabía los nombres de todos. Pero fue ese diciembre, cuando terminaron las clases de la escuela y todos los chiquilines salían a jugar, que me alegré de verdad por haber ido a vivir a ese barrio.

Jugábamos al fútbol en la calle, y algunas veces íbamos a la casa de inquilinato de la otra cuadra a ver a los morenos que, cada tarde al ponerse el sol, cantaban y tocaban tambores.

VII

Al acercarse la Navidad toda la cuadra era alegría. Desde la mañana nos reuníamos a jugar en la vereda, mientras los vecinos iban y venían haciendo las compras para esperar la Noche Buena.

Aquellas fiestas navideñas donde los judíos comían Pandulce y festejaban con los cristianos el nacimiento de Jesús. Porque en el barrio, era sabido, que para las fiestas de fin de año éramos todos iguales. Sin embargo los cristianos, no recuerdo que alguna vez hayamos festejado con ellos, en los primeros días de septiembre, el comienzo del año judío.

La mamá de David horneaba para esos días un pan delicioso con miel, que se llama Jalá. Otras veces lo he comido con amigos en distintas partes del mundo, pero en ninguno he encontrado el sabor de la Jalá que comíamos con David, sentados en el pretil de la ventana de su casa, en la noche de Rosh Hashana.

VIII

En esos años que viví en el Empire conocí muchísima gente de paso. La mayoría del interior del país, personas que venían al Hospital Maciel por enfermedad, o a visitar algún pariente internado. También los que llegaban de vacaciones a visitar Montevideo y se alojaban por unos días.

Recuerdo que un invierno llegaron Sixto y Raquel, un matrimonio del interior del país. La señora, que se encontraba próxima a dar a luz, venía para el Maciel, pero al llegar le comunicaron que en maternidad no había cama disponible hasta el día siguiente, de modo que se instalaron en el hotel. Sobre la madrugada bajó Sixto a pedir que se quedara alguien con su esposa, pues se sentía mal, mientras él iba hasta el hospital a pedir ayuda. María y Angelina subieron de inmediato y comenzaron las subidas y bajadas por la escalera hasta que oímos el llanto del bebé que había nacido.

Cuando al fin llegó una enfermera, la beba se encontraba dormida en los brazos de la madre. Se quedaron una semana en el hotel. Antes de volver al campo la bautizaron en la capilla del Maciel y de nombre sus padres le pusieron: María Angelina.

 Varias veces vimos a la niña y a sus padres, de visita. Muchos años después, supimos que María Angelina había venido a estudiar a Montevideo y se encontraba hospedada en el Empire. También supimos que fue profesora de la Facultad de Medicina y desde hace unos años, Directora de Pediatría del Hospital Maciel.

IX

Cuando estaba en quinto de escuela, un viernes de tarde llegaron al hotel una chica y un muchacho que venían de Buenos Aires, por el fin de semana. 

Jóvenes, hermosos y enamorados. Pidieron una habitación, subieron, y no los volvimos a ver. El lunes Genaro les golpeó la puerta. Tanteó el pestillo. Creyó que dormían abrazados cuando, recostado a la lámpara, vio el sobre con la carta. Hubo una gran conmoción. Otra vez la policía, otra vez la indagatoria. Como en el caso de Egbert Krumm, nadie pudo aportar datos. Solo quedó entre los huéspedes del hotel un gran desconcierto y el dolor por aquella juventud que, vaya a saber porqué, no encontró otro camino, y eligió Montevideo para cometer suicidio.

X

El episodio del alemán nunca le terminó de cerrar a Angelina. Ella creía entrever un enigma entre el rapto y sus libros. Durante años buscó y rebuscó entre aquellos textos una marca, una palabra escrita al dorso, una señal que la llevara a descubrir vaya a saber qué. Los leía una y otra vez, revisaba minuciosamente las hojas, releía los títulos tratando de descifrar un oculto acertijo, que nunca encontró. Mientras tanto se casó, tuvo hijos, y los hijos le dieron nietos.

También yo terminé de estudiar, me casé y me fui a vivir a Barcelona. Mi padre no volvió a casarse, vivió solo en la casa rodeado al fin, de libros, perros y gatos.

XII

La amistad con David se profundizó con los años, también él se casó y se fue de aquel barrio de la Ciudad Vieja. Cuando voy a Montevideo es con quién primero me encuentro, cuando él viaja y viene a España no se va sin venir a mi casa. Hoy David es un señor importante en el mundo de los negocios, pero para mi nunca dejó de ser aquel niño que conocí el día que enterramos a mi madre, sentado en la recepción del Hotel Empire mirando dibujitos en la televisión.

Fue él quien me contó que Angelina después de buscar signos en los libros que compraba el alemán, decidió revisar los que trajo de Alemania. Un día se puso a observar con detenimiento uno de aquellos tomos y, como siguiendo un instinto, con la punta de un cuchillo, fue cortando todo el borde de la encuadernación.
Nuevos, como recién salidos de máquina, encontró miles de dólares americanos repartidos en las tapas y contratapas, de los seis libros. Una verdadera fortuna que estuvo allí, esperándola, más de cincuenta años.

XIII

El hotel ya no existe. Hace muchos años lo derrumbaron para levantar un edifico de apartamentos de diez pisos y enormes ventanales.

Cada tanto, cuando nos encontramos con David, recordamos nuestros días en aquel barrio de inmigrantes que habían llegado del viejo mundo, cargando sus dioses y sus idiomas. Huyendo de guerras, ultrajes y miserias. 

 En la calle angosta donde en primavera remontábamos cometas, jugábamos con los trompos y la pelota de goma. Que cada diciembre recorríamos pidiendo un vintén para el Judas que quemábamos en Noche Buena, en el campito junto la rambla.
La calle del Hotel Empire, refugio de mi niñez sin mamá, que guardo como el más entrañable capítulo de mi vida en aquel Montevideo lejano, que siempre espera mi vuelta bajo el amparo de la Cruz del Sur.




Ada Vega – 2014 

lunes, 19 de junio de 2017

La puerta del sol

      



           Domingo por la tarde.  Paseo sola por el centro de Madrid. Bordeo hacia el sur el barrio Recoletos y observo sus monumentos, antiguos palacios, plazas y comercios y no tardo en tener la convicción de que, como dicen, Madrid es una de las  ciudades más hermosas de Europa.
        A la altura de La Puerta del Sol, siento que comienza a atardecer en Madrid. Los cafés, piano bar, restaurantes y puestos de flores circundan la plaza de la media luna que se encuentra a esta hora abarrotada de visitantes. Desde hace unos años, cada vez que camino estas veredas, me detengo ante sus comercios,  observo sus cafés y entonces dejo que a través de los recuerdos,  llegue a  mi memoria la imagen de aquel viejo bar  de la recova del Palacio Salvo de Montevideo con el mismo nombre: La Puerta del Sol.
       Cuando ya la noche se ha extendido, abandono la plaza y camino por la peatonal de la calle Arenal, hasta conseguir un taxi que me  lleve hasta mi casa en Carabanchel. El hombre del volante va silbando un vals que me trae recuerdos. Lo conozco, conozco esa música. Quiero recordar el nombre. Si cantara en lugar de silbar la letra me lo diría. Pero el hombre silba, silba muy bajo. El taxista debe ser uruguayo o argentino. Los españoles no tienen por costumbre silbar una canción y los emigrantes no son tan afines a nuestra música.
   —Por acá está bien  —le digo al llegar al barrio de Buenavista.
   —Se va diciembre con mucho frío — comenta él mientras le pago.
       —¡Feliz año!  —me grita antes de arrancar.
 Es uruguayo. Le sonrío y le agradezco con la mano desde la vereda. Me deja en la puerta de mi casa. ¡Flor de lino! Flor de lino era el vals que silbaba: “Deshojaba noches esperando en vano que le diera un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Flor de lino que raro destino, truncaba un camino de linos en flor…”
 Es cierto —me digo— se vino el invierno.
                                                              II 
         Entro al edificio  de apartamentos y subo al quinto piso. El apartamento está oscuro y frío. Enciendo la calefacción y también todas las lámparas. Es una vieja costumbre. De noche necesito la compañía de las lámparas encendidas.
Mientras tanto, en Montevideo es verano. La rambla, las playas, el Centro, la noche. Las noches de verano, los cines, los teatros, los cafés. La Puerta del Sol. Y yo. Yo esperándote siempre en la misma mesa, junto a la ventana, para verte llegar y tomar juntos un café.  Después me acompañabas,  salíamos  abrazados hasta la parada del ómnibus. Yo me iba y tú te quedabas.
    Por entonces estaba empleada  en las oficinas de la compañía marítima Alberto Dodero. Salía a las 17 y 30 y todos los días iba al bar a esperarte. El mozo me conocía, se llamaba Julio y trataba siempre de reservarme la mesa. El siguió nuestro romance hasta el final. La primera vez que volví  a Montevideo pasé para ver si lo veía, pero me dijeron que se había ido. Unos años después, el bar ya no existía. Nos conocimos en la calle, caminando por la vereda. Una tarde nos cruzamos, me miraste, te miré. Diste vuelta.  Te puedo acompañar, me dijiste. Durante mucho tiempo me acompañaste y te acompañé. Tuvimos sueños, pero a muy largo plazo. El tiempo corría y yo no lograba dominar mi impaciencia. Tú no me entendías. Yo quería vivir contigo, dormir juntos. No quise esperar más. Y una tarde, ansiosa por vivir, aunque te amaba, te dejé. Sentía que contigo, los años se me iban. Se me iban.
                                                       III
          Es temprano para irme a dormir, querría comer algo antes. Juanita debe haber dejado alguna tarta preparada. Comeré un trozo con un té caliente. Mañana haré lo posible por comunicarme con Carmen, quiero saber si al fin, este año, podremos pasar juntas la Navidad. Este apartamento es muy grande para mi sola. Cuando la abuela murió le dije a mamá que viniese a vivir conmigo. Nunca quiso venir. Nunca quiso dejar aquella vieja casa.
                                                                 IV
       En aquellos años  vivía con mi madre y mi abuela en una casa con puerta de roble a la calle,  cancel de dos hojas y patio con claraboya. Una casa antigua que mi padre  le comprara a mi madre después de diez años de casados, y que nos dejó al morir, cuando yo aún iba a la escuela. Una casa que de pronto un día comenzó a ahogarme. Me deprimía llegar a mi casa y encontrar a mi madre de delantal, en pantuflas, con el cabello apenas prendido con ondulines, terminando la cena mientras ponía la mesa para ella y para mí. Cantando.  Mi madre cantaba todo el día. Reía. Todas las noches tenía algo para contarme. Era feliz. Yo no entendía como podía ser tan feliz. Siempre encerrada en aquella casa antigua con mi abuela en silla de ruedas y la mente perdida en ninguna parte. No nos conocía. Creía que yo era su hija y que mamá era su hermana. Mi madre le daba de comer en la boca, pero ella nunca quería comer. Mi madre le hablaba y le hablaba y le metía cucharadas en la boca de unos ensopados con verduras y carne picada  porque no quería masticar.  Dos por tres se enojaba y escupía la comida. Y mamá con una santa paciencia limpiaba lo que la abuela ensuciaba y volvía a darle de comer. Le hacía flanes de crema porque a la abuela le gustaban y era la única manera de hacerle tomar leche. ¿Cómo podía mi madre ser feliz? Yo no estaba nunca, y cuando llegaba a la noche, venía siempre de mal humor  y terminaba peleando con ella y me iba a dormir sin darle un beso a la abuela.
                                                            V
  El apartamento es grande y cómodo. Lo compró Luis cuando nació Carmen. Antes vivíamos en uno de dos ambientes en el barrio El Viso, en Chamartín, pero resultaba chico para criar un bebé. A Luis lo conocí en la oficina donde trabajábamos. Tenía un cargo importante. Era mayor que yo y estaba enamorado de mí. Me lo dijo varias veces, pero yo estaba de novia y muy enamorada de Pablo. Un día recibió una propuesta de trabajo muy interesante y decidió aceptar. Era en España.
 En aquel momento me dijo de venirme con él  a Madrid, pero no le contesté. A los seis meses fue a buscarme. Un año después, casada y con mi hija recién nacida, volví a Montevideo a ver a mi madre y a mi abuela. A Pablo no lo volví a ver. El día que decidí dejar con él se lo dije sin rodeos. Mi tiempo se había agotado. Que siguiera él por su camino que yo seguiría por  el mío. Ya estaba decidida, no volvería atrás. Luis me amó de verdad, fue un buen esposo y un buen padre. Fueron más de treinta años juntos, hasta que falleció hace cinco años. 
Parece absurdo,  pero cuando el pasado me asalta recuerdo a Pablo y me veo siempre esperándolo, sentada en la mesa  de La Puerta del Sol, aquel bar que existió una vez, hace muchos años en la esquina señorial del Palacio Salvo, en el corazón de Montevideo.
Ada Vega, 2010

domingo, 18 de junio de 2017

Mujer con pasado




 Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese modo de mirar y sabía que sólo una mujer con pasado mira a un hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un segundo. La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un momento dado, casi al final de la fiesta, observé que se retiraba.
Su mesa, que compartía con otros invitados, se encontraba cerca de la puerta de entrada. La que tenía yo con unos compañeros de oficina, hacia el centro del salón. Se despidió y sin más se dirigió a la salida. Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y entre un mar de personas que nos separaban volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella esperaba: dejé a mis compañeros,  atravesé el salón esquivando las mesas de los comensales,  los mozos haciendo equilibrio con sus bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. Cuando al fin logré llegar a la puerta de calle sólo alcancé a ver el taxi que la llevaba, perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los primeros pasos para dar con ella.
Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de conocidos, con quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo y dijeron no conocerla o no darse cuenta de quien  era la persona sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las conoce debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser éste el caso. La mujer de mi empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su boda. No era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear, nadie la conocía.
En la reunión que menciono me encontraba junto a un grupo de compañeros de trabajo de Matilde, la chica que se casaba. De modo que al no conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme el piso, sólo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer. 
Mientras tanto me imaginé a Anabel —que así se llamaba—,  de mil maneras. La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé divorciada. Liberal. La imaginé soltera. Exigente, por eso soltera. Autoritaria. Con mucha personalidad. Y en todos los casos: buena amante.
A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo quería encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién era. La hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o extraterrestre.
Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era la hija de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su teléfono. Creo que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la conocía desde  niña y que le tenía gran estima.
Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había demorado en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal, de 18 y Yi. 
No tuve que esperarla llegó en punto a la hora prevista. En esa primera cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida. Directa en sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de la tormenta, me habló de su vida y me contó su pasado. Vivía con su madre en un apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. 
Yo estaba preparado para escuchar cualquier cosa  sobre el pasado reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que había estado presa por matar a una persona.
Quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro al escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado, había estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal y sentirme impresionado por ello,  sino por la casi decepción que sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que la vi por primera vez.
Tomábamos un café en una de las mesas junto a uno de los ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces. Música disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para desnudar el alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel  estaba complacida, le gustaba el lugar, se sentía bien. Pasó un muchacho vendiendo  rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista y le compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada. Luego sonrió y terminó de beber su café.
 Afuera llovía intensamente. Entonces ella, otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó su  historia.
Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco mayor que ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella, confiesa, estaba muy enamorada.  Un día se enteró de que el muchacho se casaba con una joven con la que, según le habían dicho, llevaba amores hacía ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con firmeza. Lo acusó de haberla engañado. Él  negó la acusación con énfasis y juró por lo más sagrado que lo que le habían contado era una vil  calumnia de gente envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara un poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. Anabel aceptó las explicaciones de su enamorado pero el bichito de la duda comenzó a molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día señalado  para la boda esperó paciente en la puerta de la iglesia. Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron al atrio ella los enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y disparó. Se fue sin mirarlo. Nunca más supo de él. La condenaron a nueve años de prisión. Salió antes de terminar la condena.
Una sola cosa le pregunté. ¿Por qué  la mataste a ella y no a él, que fue quien te engañó? Por venganza, dijo. Para vengarme de su falsedad. Quise que sufriera por  culpa mía, como sufrí yo por su culpa.
No supe en ese momento, si agradecerle o no su sinceridad. Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos hubiésemos conocido un poco más. De todos modos fue su decisión. Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa.
Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no pude, por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero. Eso lo solucioné con el tiempo.  Ella no preguntó nada sobre mi persona,  de  modo que no intenté hablar de mi vida pasada ni de mi vida presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que debiese aclarar. Nunca pensé tampoco que aquella relación, que recién comenzaba,  fuera a convertirse un día en algo más que una aventura casual de corta duración.
En aquel momento  llevaba casi diez años de casado. No teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No habíamos pensado jamás en separarnos. Por eso me sorprendí a mí mismo cuando unos meses después de comenzar a salir con  Anabel, cruzó por mi mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que estaba casado. Me dijo que siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo que tuviese que durar. Ni un día  más. Ni un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando. Que al destino no se lo podía forzar, dijo.
Aquel día de nuestra primera cita Anabel  dejó clara su situación. Era en realidad una mujer con pasado,  pero no con el pasado que  yo  imaginé. Sino un pasado oscuro de odio y venganza. Frente a mí no estaba la mujer liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio creí y que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una  exconvicta, que había matado a una mujer para vengarse de un hombre. Una mujer con un pasado truculento. Apasionada y vengativa. Una mujer de armas tomar y  gatillar.
Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la avenida. Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi brazo sobre sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que miran  los niños.


Ada Vega, 2009