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martes, 28 de mayo de 2019

Pasional



La casa de Parque del Plata  la alquilamos, el primer año de casados,  para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,  con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos  estancieros, concesionarios de lana, tenían  en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
 Recuerdo que  acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en  la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron  a tres de ellos: Aníbal, Elena y  Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud.  Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de  enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.
 Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día  alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.
 Su hostigamiento no conocía la piedad.

Yo no quería que me contara nada.  No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos  sobre su escritorio. Que  bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí.  No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome.  No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.

Yo era feliz  en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.
 Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa.  Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
 Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible  junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba  a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.
 Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo  como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso  que  no puedo en este momento discernir,  me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras  de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior  por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de  Noel.
Mi mujer, que creía en  mí a  pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como  demoraba  en  salir del edificio subieron y tocaron timbre.  Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo.  Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no  quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.
 Aún siento el cimbronazo de su dolor.
 Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa.  Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.
 Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted  piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
 Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,  me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel  se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas,  mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital  víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi  vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer,  mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a  comenzar una nueva vida.
Afrontando  a  la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.



Ada Vega, 2004

lunes, 27 de mayo de 2019

Para Bellum




    La Luger, apostada sobre el anaquel de la armería, observaba al hombre que acababa de entrar. De pie a cabeza. De la cabeza a los pies, lo observaba. El hombre se dirigió al encargado de ventas. Pidió ver rifles para caza mayor. Para caza de jabalíes, especificó. Bien dispuesto el vendedor se dirigió hacia una vitrina reservada, de donde retiró dos rifles excepcionales. Tomó uno de ellos con mira telescópica y culata estilo Europeo, lo apoyó sobre el amplio mostrador y sin soltarlo de sus manos le fue explicando. 
—Este es un rifle excelente para todo tipo de cacería ya sea de batida, montería, espera y hasta de rececho. Es un Steyr – Mannlicher Classic, con culata de cerrojo  en madera de nogal seleccionada.
           Lo dejó en las manos del hombre para que le tomara el peso y lo observara al detalle. El cliente colocó el rifle bajo su brazo derecho, dejó que su mano acariciara el gatillo con el dedo mayor  apoyado apenas en la cola del disparador, mientras su mano izquierda recorría lentamente el caño desde la recámara hasta la boca de fuego. Lo tomó luego con sus dos manos, lo observó de ambos lados, apoyó la culata en el hombro, la cara al costado y elevó el cuerpo del arma hasta dejar la mira a la altura de sus ojos, como un experto cazador. Luego, casi morosamente, lo devolvió.
      La Luger, desde el anaquel, continuaba observando al hombre, las manos, le observaba y se estremecía. Percibía sobre su propio cuerpo  las caricias que el  hombre le prodigaba al rifle y una ola de fuego  comenzó a devorarla. Las pasiones más ocultas afloraron y los ardores despertaron sus ansias. Y deseó a aquel hombre con desespero.
Anhelaba el calor de sus manos sobre su cuerpo frío, cobijándola en  la ternura de una caricia.  Pero estaba allí, en aquel estante alejado del mostrador, sin posibilidad de acercarse ni llamarle la atención. Sólo su mente, el alma acaso. El espíritu de la Luger con su poder diabólico. Si él se fijara en ella. Bastaría con que la mirara una sola vez y ese hombre sería suyo, y ella de él, en cuerpo y alma, hasta el final de los días.
         El vendedor dejó a un lado el rifle y tomó el segundo mientras le explicaba: —Este es también un excelente rifle para caza mayor especialmente para caza de jabalí.  Es un Rémington semiautomático modelo 750 de cerrojo, con mira telescópica  y  calibre 35 whelen. 
         Fíjese —continuó diciendo—, que tiene la culata moldeada con una carrillera elevada para un rápido alineamiento del ojo con el visor. Ideal para los cazadores que buscan tiros rápidos y seguros.
          Igual que con el rifle anterior, el cazador examinó minuciosamente el Rémington que le alcanzaba el vendedor. Apoyó luego la culata en el hombro y al levantarlo para alinear su ojo con la mira telescópica  lo distrajo, por un segundo, un brillo intenso y fugaz surgido sobre uno de los anaqueles a un costado del mostrador. Bajó el rifle y quedó atento al punto exacto donde le pareció ver una chispa  de luz. Victoriosa, desde el anaquel, la Luger lo seguía observando. Aquel hombre ya era suyo. Su espíritu siniestro  había logrado entrar en  la mente del cazador.
El segundo rifle, el Rémington semiautomático fue el preferido. El precio le pareció aceptable pidió que se lo enviaran y pagó con un cheque. Antes de retirarse, intrigado, intentó descubrir qué exhibía  el estante donde le pareció ver una luz. De modo que consultó al vendedor  quien lo acompañó solícito.
 —Son armas  cortas —le indicó mientras las recorría con la vista— revólveres, pistolas antiguas. Algunas originales.
—Esa es un Luger alemana —se interesó el comprador, al reconocer el arma.
—Sí, está aquí hace unos días —afirmó el vendedor—, perteneció a una familia alemana. El dueño murió y los deudos  quieren deshacerse de ella. Es una Luger Parabellum 9mm, original —y agregó—, la pistola semiautomática más célebre de todos los tiempos. Los dueños no quieren promoción  —continuó diciendo—,  desean que se venda sin dar demasiada información sobre ella.  Si fuese posible a algún comprador que no le interese su pasado bélico.
Tomó entonces el arma en sus  manos y se la pasó al cazador mientras le explicaba su estructura y funcionamiento. Le comentó que el  9mm  Luger, o la Parabellum  9mm,  era un cartucho para pistolas  de uso militar creado en 1902 por el ingeniero austríaco Georg Luger.
—Actualmente —agregó—,  es el calibre adoptado por la OTAN, y por varios ejércitos del mundo. Y, además, usada también  como  arma  deportiva, se la considera muy adecuada para cierta cacería menor y en algunos casos especiales,  para caza mayor de montaña.
El cazador escuchaba las referencias del vendedor sin apartar la vista de la Luger que tenía en sus manos. Nunca le habían interesado las armas cortas, no entendía entonces por qué sentía una especie de atracción por esa pistola de tan mala fama. Sin aclarar demasiado sus ideas decidió devolvérsela al empleado que lo atendía, a fin de que volviera a colocarla en su lugar. Sin embargo, en el preciso momento de entregarla, cambió de parecer  y resolvió llevársela consigo.  Firmó un nuevo  cheque y  pidió que no se la enviaran a su casa con el rifle pues  —según explicó—,  él mismo la llevaría.
Un empleado colocó la Luger en su canana y luego en un estuche de cuero. Después de envolverlo con mucho cuidado, como si fuese una joya de gran valor, se lo entregó al cazador.
Si bien, esa tarde, la venta se había realizado sin tropiezos para la armería que se deshacía con rapidez del arma, como esperaban sus anteriores dueños;  no sucedió lo mismo con el cazador que subió al auto y en una  acción  imprevista abrió el estuche, retiró la pistola,  la colocó  junto a su pecho en el bolsillo interior de su chaqueta  y resuelto, hundió a fondo el acelerador. Después de hacer 200 Km sin detenerse, desde la ciudad hasta su casa de campo, Adriano Sabatini llegó a punto para la cena donde lo esperaban su esposa y sus hijos.
La familia Sabatini era dueña de una estancia ganadera herencia de Edmundo Sabatini, padre de Adriano, quien, aunque llegó de Italia a mediados del siglo XX con la idea de comprar tierras para sembradío; una vez establecido decidió consultar con sus vecinos linderos, quienes le informaron que era éste un país netamente ganadero, debido a la buena pastura y al agua abundante de sus ríos y arroyos. Por lo tanto, el recién llegado, decidió cambiar su visión y dedicarse a la empresa ganadera. Al principio organizó una estancia tradicional o cimarrona que luego,  ante los avances científicos y tecnológicos, se convirtió en una moderna estancia ganadera.
La propiedad constaba de extensas zonas de pastoreo como también de espesos montes cerriles, cruzados de arroyos, donde se albergaban  feroces familias de jabalíes que diezman constantemente las majadas.
 Fue debido a dichos cerdos salvajes, y a algún puma que dos por tres se avistaba por los cerros, que Adriano, desde niño, se había formado cazador.
Esa noche, después de su regreso de la ciudad y antes de cenar con su familia, Adriano dejó oculta en un cajón de su escritorio la pistola Luger  que comprara en la armería. No habló de ella. No la mencionó. Sí, comentó del rifle y avisó  que lo enviarían en breve.
 De todos modos, esa misma noche antes de retirarse a su dormitorio entró  a su oficina y se detuvo un momento con la Luger en sus manos, acariciándola, mimándola como si hubiese nacido entre ambos el hechizo de un amor prohibido.
Los días y los meses se fueron sucediendo y Adriano  fue poco a poco apartándose de su mujer. Rechazándola sin llegar, él mismo, a entender el real motivo de su actitud. En los últimos tiempos solía permanecer largas horas  encerrado solo en su oficina.
 Nina, la esposa de Adriano, percibió el alejamiento de su marido mucho antes de que él mismo se percatara. Trató en varias oportunidades de hablar con él, pero  Adriano estaba obnubilado. Rehuía hablar del tema con su mujer. Nina entendió  que la causa del alejamiento de Adriano debía de encontrarse en su oficina, pues era allí donde, cada día, pasaba más tiempo. De modo que, en  la primera oportunidad que se le presentó, se dirigió a la oficina de su esposo. Lo primero que hizo, una vez que estuvo dentro, fue abrir el cajón del escritorio. Y encontró la pistola.  No dejó de llamarle la atención encontrar allí un arma. Una pistola tan antigua —pensó—Tan vieja. Tan fea. Usada, parecía. La dejó a un costado casi con desprecio. Nina no buscaba un fierro viejo. Nina buscaba algo distinto, fino, delicado, perfumado tal vez. Algo que le hablara de otra mujer. Sólo por ese motivo —creía—, su marido dejaría de amarla. Ella  le había dado tres hijos, lo había amado y lo amaba todavía. Si había llegado el fin de aquel amor necesitaba  conocer a su rival. Saber quién era la otra, como era, por quién la estaba dejando. Saber  si era más joven, más inteligente,  más hermosa.
      —Y esta pistola ordinaria molestando —se dijo—, y  desdeñosa la tiró al fondo del cajón.
La Luger, cegada por el odio, leía los pensamientos de la mujer. Maldita, maldita —pensaba—, y la envidia la corroía. Sabía que con una mujer no podría nunca. Jamás lograría invadir la mente de una mujer. Son fuertes —se decía— ven mucho más allá de lo que ven los hombres. Saben conquistarlos, seducirlos, enamorarlos, poseerlos. Maldita —y dejó de mirarla—: Nina había cerrado el cajón.
En los días que siguieron Adriano no modificó ni un ápice su modo de vida, la situación ya establecida con su pareja se tornaba cada momento más tensa y él no intentaba una solución. Permanente, en su conciencia, la imagen de la Luger le hablaba sin voz y sin palabras. Ordenaba,  decidía por él, su vida y su futuro.
Poco a poco abandonó el trabajo en el campo y últimamente  había delegado en el administrador de la hacienda todo lo concerniente a su heredad, a su patrimonio. Se había despojado de sus bienes y pertenencias que no eran sólo suyos, sino de su esposa y de sus hijos, para que el administrador se encargara de manejarlos. Fue así perdiendo interés en todo lo que lo rodeaba.  Enfocadas las cosas de esa manera Nina pensó intervenir por última vez. Una tarde en que Adriano se encontraba encerrado en su oficina, Nina entró decidida a poner punto final a la historia.
Adriano se encontraba sentado. Sostenía en sus manos aquella vieja pistola que encontrara ella una tarde en un  cajón de su escritorio.
La sostenía no como se toma un arma para limpiarla o  cometer suicidio. La sostenía como…con afecto.  Casi… ¿con amor...? Adriano le hablaba muy despacio, muy lento. ¿Qué le decía su marido a aquel pedazo de fierro viejo?  Intuía que, el hombre, se estaba volviendo loco. No sabía que ya había enloquecido del todo. Decidida se acercó al escritorio.
—Adriano, qué haces con esa arma en la mano. Te has vuelto loco —le gritó enojada. Y trató de quitársela de entre las manos. Pero él no se lo permitió. — No la toques  —le gritó. Y la apretó junto a su pecho.
—Adriano, haz perdido la razón, te haz enamorado de una pistola vieja y arruinada —le dijo más calmada.
—No es una pistola vieja ni arruinada. Es una  Luger, legítima. De colección. Y es mía y me necesita.
—Ella te necesita. Hazme caso: si no quieres perder  tu casa y tu familia apártate de esa pistola diabólica que te está volviendo loco. Reacciona, por favor.  Desde cuándo las armas tienen sentimientos. No te das cuenta que está maldita. Que la han convertido en un instrumento de Satanás, vaya a saber cuándo y por qué.  Tienes que tirarla al mar para que se entierre en la arena y nadie la vuelva a encontrar.
—Nina, tú no entiendes,  no puedo separarme de ella porque  la necesito y ella me necesita a mí. No puedo.
La esposa de Adriano no quiso esperar más y esa misma tarde se fue con los niños para la capital y decidió que lo único que podía hacer era pedir el divorcio. Volvió a los pocos días a buscar sus  pertenencias y la de los chicos y cargó todo en la camioneta. Antes de partir  se dirigió a la oficina de Adriano. No había nadie. Abrió el cajón y tomó el arma: —No te vas a salir con la tuya pedazo de fierro viejo —le dijo a la Luger—  voy a llevarte conmigo y  voy a tirarte al fondo del mar.
 La Luger la observaba con odio: no podía influirla, ni manipularla no podía entrar en la mente de la mujer. Sintió que el odio la consumía, hubiese querido huir, esconderse, escapar de las manos de la mujer. Llamó al hombre con gritos mudos y desesperados para que la librara de las garras de la mujer. Entonces entró Adriano que al ver a Nina trató de quitarle el arma. La voy a tirar al mar —dijo ella— y se trabaron para ver quién se la quitaba a quién. Se enfrentaron, cara a cara, Adriano y Nina con la Luger en  medio de los dos. Y en el forcejeo sonó un disparo que atravesó el aire y el corazón de Nina.
         La noche vistió de luto la arena y el agua del río. Sólo el rumor de las olas al morir una tras otra,  junto a la orilla. Sobre la rambla los automóviles, con sus luces encendidas, se cruzaban, en un ir y venir de vértigo, ajenos al submundo que habita en cada ciudad.  Inmutables anónimos de los  dramas que, por las noches, acechan en cada esquina,  en cada rincón.
        El hombre abandonó su escondrijo. Caminó a tumbos sobre la arena húmeda.  Subió por la primera escalera de la playa hacia las luces que, como luciérnagas salvajes, cruzaban impiadosas ante sus ojos alucinados. Qué buscaba el hombre. Hacia donde iba. Intentó cruzar  la calzada y un auto lo atropelló. Su cuerpo, boca arriba, quedó tirado sobre la banquina. Los coches que pasaban  no se detuvieron. El hombre que lo atropelló viajaba solo. Descendió del auto y fue hacia el que estaba caído para comprobar que ya no necesitaba auxilio.
 Observó que sobre el pecho del hombre la chaqueta desgarrada dejaba ver el cuerpo de un arma de fuego. Se detuvo un momento a observarla. Parece una Luger —se dijo. La  tomó en sus manos y comenzó a examinarla sin pestañar. —Es una Luger Parabellum, de colección. Qué  hacía este vagabundo con una Luger de colección —se preguntó extrañado. Sin perder tiempo la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta deportiva,  volvió subir al auto y hundió a fondo el acelerador.
 Mientras la Luger, arrebujada junto al pecho del hombre, se encaminaba, maligna y victoriosa, hacia un nuevo destino. 
  
Ada Vega,  2010           

sábado, 25 de mayo de 2019

Nadia



Un verano la vi por primera vez. Martes y jueves, a las tres de la tarde, pasaba caminando por la puerta de mi casa, con un estuche de violín bajo el brazo, apretado junto al pecho. Era una ninfa, una diosa. Una princesa. Llevaba un pedazo de cielo en sus ojos y el sol anidado en su pelo. Se llamaba Nadia, vivía en una mansión en el barrio de Los Manantiales, y estudiaba en un colegio privado.
Yo había terminado la escuela. Por la mañana trabajaba en un comercio del Centro y por la tarde jugaba al fútbol con mis amigos del barrio, en un baldío que había a la vuelta de mi casa. Los martes y los jueves la esperaba para verla pasar. Algunas veces la seguía hasta el Conservatorio de música de la calle Roosevelt, una callecita corta que desemboca en la plaza del General, donde estudiaba violín. Otras veces la esperaba a la salida y la seguía hasta su casa. Nunca me acerqué para hablarle. Era muy joven, inepto, no hubiese sabido qué decirle. Mi vida no tenía nada que ver con su vida. Aunque en esto nunca me detuve a pensar. Mi intención no era hablar con ella, yo solo quería verla, tenerla cerca. ¡No sé qué quería, en realidad! Nadia había despertado en mí un sentimiento desconocido que no supe manejar. Sentía estallar en mi pecho adolescente, un deseo ardiente de verla, de estar con ella. De ser su amigo.
Ella sabía que la rondaba. Siempre lo supo. Me veía. Pero nunca me miró. De modo que no tuve oportunidad de acercarme y tampoco lo intenté.
El tiempo pasó y un día decidí volver a estudiar. Como ya trabajaba en horario completo, me inscribí en el turno de la noche. Y dejé de ver a mi ninfa. Creo que por un tiempo la olvidé.
Años después, me enteré que se había casado y vivía en la capital. Guardé entonces su recuerdo, como el primer amor de mi juventud. El que no se olvida. Nunca.
Mientras cursaba secundaria decidí seguir la carrera de magisterio. Y así lo hice. No bien obtuve mi título me asignaron una escuela en las afueras de la ciudad, al borde de una campaña que se extiende verde y luminosa hasta más allá del horizonte, en una llanura que aparece y desaparece entre hondonadas y colinas.
Los alumnos eran chicos de los alrededores, hijos de peones de estancias y de pequeños chacareros. La escuela, y aquellos niños sanos, humildes, con deseos de aprender, me conquistaron y durante años les dediqué mi vida.
Una tarde al regresar a mi casa volví a ver a Nadia. Pasó en un automóvil con su esposo y dos niños. No me extrañó, sabía que las vacaciones de verano las pasaba con su familia, en la casa de sus padres.
Un año, antes de terminar las clases, el director de la escuela me llamó para decirme que el matrimonio de la mansión de Los Manantiales, le había pedido que le recomendara un maestro para preparar a sus hijos en las vacaciones, pues ese año comenzaban el liceo. Me dijo también, que él creía que yo era la persona adecuada que el matrimonio pretendía, debido a mi demostrada afinidad con los estudiantes. De modo que agradecí su deferencia y una tarde me dirigí a Los Manantiales, a presentarme como maestro, ante el matrimonio Serkin Ivanov.
Me recibieron con mucha cordialidad. Cuando Nadia me tendió la mano para saludarme le dije:
— ¡Hola! Ella me dijo:
—Perdón, ¿nos conocemos? Me descolocó.
—No. —Le contesté, turbado.
Ese verano concurrí a la mansión tres veces por semana, a preparar a los niños: dos varones mellizos simpáticos y alegres. Buenos estudiantes. Al término de las vacaciones, el matrimonio y sus hijos volvieron a la capital.
Pasado unos años, me enteré que la señora Nadia Ivanov había enviudado y vuelto a la ciudad para instalarse definitivamente en su casa de Los Manantiales.
La volví a ver casi a diario. Para ir al Centro, donde están los Bancos y los comercios importantes, desde su casa, el camino más directo era pasar por mi calle. De modo que verla otra vez, pese a los años que habían pasado, fue retrotraerme al tiempo en que fui un párvulo, que al verla por primera, vez sintió esa atracción arrolladora que no se puede ocultar, ni evadir, que puede desaparecer cuando menos se piensa o puede durar toda la vida.
Nadia seguía siendo una mujer hermosa, pero ya no era aquella ninfa, aquella princesa que encandiló mi adolescencia. Solo reviví al verla, mi primer encuentro amoroso con el sexo opuesto que resultó ser un rotundo fracaso. Una atracción ambivalente no correspondida, que dejó en mí un sabor amargo, que me costó años vencer y superar. Durante mucho tiempo el recuerdo de la ninfa y mi pasión inclaudicable, ocuparon mi mente y perturbaron mi vida honesta y sencilla de maestro de escuela.
Cuando cumplí 20 años de ejercer magisterio en la escuela del Zorzal, recibí una notificación del Consejo de Primaria donde se me asignaba, para el año entrante, el cargo de Director de una escuela en la capital. Estuve unos días pensando. Dejar mi escuela era como dejar mi casa. Aceptar el nombramiento era despedirme de mi familia, mis amigos. Dejar mi departamento, mi ciudad, mis alumnos. El director de la escuela me convenció.
La tarde que emprendí el camino hacia mi nuevo cargo, al salir de mi casa me crucé con Nadia. Cuando nos cruzamos me saludó:
— ¡Hola, maestro! ¿Cómo le va?
—Perdón, —le dije— ¿nos conocemos?
—Soy Nadia Ivanov, de Los Manantiales, usted un verano preparó a mis hijos para entrar al liceo! Estoy viviendo otra vez en la casa de mis padres. Mi esposo falleció y quise volver. Venga a verme una tarde, tomamos té y conversamos.
— ¡Cómo no! —Le contesté— La llamo por teléfono y arreglamos.
—Bueno, espero su llamada. ¡No se olvide!


Mi ninfa rubia con ojos de cielo, me invitaba a tomar el té en su casa. No invitaba al muchachito embobado que la seguía martes y jueves cuando pasaba para ir al conservatorio, y que ella siempre ignoró. Ni al joven maestro, que un año preparó a sus hijos para entrar al liceo, y que era consciente de que una vez estuvo muy enamorado de ella. Invitaba al hombre apuesto, educado, bien vestido, en quien se había convertido 
aquel muchachito.

——Adiós —le dije---, y le tendí la mano.

Seguí sin volver la cabeza , y con paso firme entré por la callecita Roosevelt, camino a la estación frente a la plaza del General.
Allí me esperaba el ómnibus cargado de sueños, que un verano esplendente, me trajo a la capital.


Ada Vega - 2018

jueves, 23 de mayo de 2019

Mis perros y yo





                     
En el año 1919 Thomas Mann escribió una novela que tituló “Amo y Perro”. La novela consta de cinco capítulos donde, en una prosa romántica, el escritor se dedica casi con exclusividad a hablar de su perro. Yo era una joven estudiante cuando leí este relato y recuerdo que no dejó de llamarme la atención que alguien pudiese escribir más de dos páginas hablando de un perro. Pues, aparte de comentar cómo era su tamaño, el color de su pelo, la raza, su condición de cachorro o adulto, si era obediente o no, ¿qué otra cosa —pensaba entonces—  se puede decir de un perro? Tal vez que es una grata compañía, que nos provoca ternura. Exaltar su nobleza y lealtad.
De todos modos, para todo este relato, sólo nos bastaría una carilla. Sin embargo Mann dejó impresas en dicha narración  más de  cien  páginas.
Muchas lluvias han caído desde aquellos días en que fui estudiante. Los años agazapados, se fueron dejando huellas. Se acaba de morir una perra que fue mi amiga y  compañera durante doce años. La he llorado, no por ella  que ya no sufre su reuma ni su ceguera. La he llorado por mí. Porque no la tengo y la extraño. Porque he quedado sola y no sé qué  voy a hacer sin ella echada a mis pies, mientras escribo, o estirada junto a  mi cama. Tendré que aprender a vivir en completa soledad, pues no deseo más compañía de perros ni gatos. Estoy harta de llorar y enterrar mascotas y no sé cuánto  más me quedará por vivir, ni qué pueda ser de ellos si me voy y los dejo solos. Por ese motivo, al recordar a Thomas Mann en aquella novela que escribió hace casi un siglo, he decidido contar cómo llegaron a mí y cómo me abandonaron los perros que amé y me amaron, en estos porfiados  años que llevo vividos.
II
Cuando abrí los ojos por primera vez ya en mi casa había un perro. Un cachorro Fox Terrier que Antonia y Casio, unos amigos de mis padres, les obsequiaran en esos días de mi nacimiento. Mi madre le puso Terry  y crecimos juntos. Terry fue mi primer juguete, mi primer amigo. Mi recuerdo más lejano. Era un perro pequeño, de pelo corto, manchado en blanco y negro. Rabón. Con los ojos marrones, brillantes e inquietos. Un perro fuerte, veloz, inteligente. Ratonero de oficio. Lo recuerdo, a partir de mis tres años, apretado junto a mi pecho, mientras mi madre me decía que no lo fastidiara tanto que podía morderme. Nunca me mordió, a pesar de haber sido un perro genioso y obstinado. No le gustaban las caricias ni que lo tuvieran en brazos. Él era “muy perro”: no soportaba las zalamerías de la gente.
En aquellos días vivíamos en el barrio del Prado, sobre la calle Lucas Obes, en una casa quinta de paredes de piedra y techo de tejas azules que había sido de mis abuelos maternos. Mi madre era una mujer muy hermosa, dueña de un carácter afable y conciliador. Era quien realizaba  los quehaceres de la casa ayudada por Benigna, una señora, encargada de la cocina que vivía  con nosotros.  En los últimos años más que madre hija fuimos amigas a pesar de no haber sido todo lo sinceras que debimos la una con la otra. Nos quedaron muchos detalles sin aclarar y aunque éramos conscientes de ello nunca permitimos que los mismos  llegaran a perturbarnos.       
A mi padre lo recuerdo como un hombre apuesto, dinámico y benévolo que  a pesar de trabajar mucho y estar poco en casa, fue siempre un buen esposo y un padre protector. Durante cinco años fui única hija. Después nacieron Bernarda y Carolina con quienes, a pesar de la diferencia de edad, tuvimos siempre una buena relación. Mientras crecieron y estudiaron vivieron rodeadas de amigas y amigos que iban y venían por la casa entre voces y risas que perdimos cuando se casaron y se fueron.    
Durante  mi niñez,  todas las tardes,  mi madre me llevaba a pasear por el Prado. Allí nos encontrábamos con Antonia y Casio. Los tres paseaban por la rosaleda, mientras yo jugaba con Terry. Mantenían extensas y animadas conversaciones, pues tenían mucho en común: Casio era escultor y mi madre que había sido modelo de una escuela de pintores fue también, en una oportunidad, modelo suya. Sus charlas, por lo tanto, giraban sobre exposiciones y pinturas. Mi padre estaba exento de esas conversaciones. Era en aquellos días un fuerte comerciante de plaza y  no transaba mucho con el arte, opinando que éste era una vacuidad, algo que no merecía su atención ocupada en pagos, transacciones y recaudos.       
Una tarde cuando volvíamos del Prado tuve la impresión de que Casio, al despedirse, retenía demasiado  tiempo la mano de mi madre entre las suyas.                                                                 
III
El tiempo siguió su curso. En ese andar, también llegaron  los años de túnica blanca y moña azul. Había cumplido los seis años y esperaba llena de ansiedad el primer día de clase. No lo supe entonces. No me di cuenta. Pero en esos días comencé a separarme de mi amigo Terry. Entusiasmada con mi cartera nueva, los lápices de colores, la cartuchera con dibujos, lo fui apartando sin querer de mi lado. Él, que me seguía a todas partes, que dormía a los pies de mi cama,  no me acompañó en mi  primer día de escuela. Nunca me acompañó a la escuela. Se quedaba solo toda la tarde, sentado a la entrada del jardín, aguardando mi regreso. Cuando llegaba saltaba a mi alrededor, daba pequeñas corridas, ladraba, como hablándome. Quería jugar conmigo, pero yo venía cansada, no tenía deseos de jugar. Terry comenzó a ponerse triste. Mi madre se dio cuenta y me decía que jugara un poco con él. Que el pobre me extrañaba. Yo nunca lo rechacé, pero  los libros y los cuadernos me fueron apartando de Terry que dejó de esperarme, al volver de la escuela, sentado a la entrada del jardín.
Había terminado sexto grado cuando ese verano mi perro Terry, el amigo leal que me acompañara desde mi nacimiento, murió mientras dormía a los pies de mi cama.
Aquel Fox Terrier de mi infancia no pudo acompañarme en mi adolescencia. Cuando lo llamé y no se movió ni levantó la cabeza comprendí que se había ido. Lo levanté del suelo, donde yacía, y lo mantuve en mis brazos  mientras él me miraba con sus ojitos turbios. Él me había entregado su fidelidad y yo, en cierto modo, lo había traicionado. Lo había dejado a un lado de mi vida. Lloré tanto con él en mis brazos que sentía oprimido el pecho y apretada la garganta. Mi padre me lo quitó y lo llevó a la quinta para enterrarlo y yo me abracé a mi madre que lloró conmigo, la pérdida del primer perro que me acompañó en la vida.
Atravesé mi luto con un arraigado sentimiento de culpa. Desde entonces cada vez que me acuerdo de Terry, siento el dolor de no haber sido más buena con él. Con aquel pequeño amigo que me  enseñó que el amor no debe ser egoísta. Que debemos cuidar, proteger, no abandonar al ser que amamos.  A partir de su muerte comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento habían permanecido veladas  para mí. Con Terry se fue mi infancia y me enfrenté recelosa con la adolescencia.
Un atardecer de ese mismo verano antes de empezar el liceo, vi a mi madre besarse con Casio  en el claroscuro del comedor.
IV
Entrar al liceo significó una experiencia  asombrosa que me abrió caminos interiores. Siempre me gustó estudiar y las distintas  y nuevas materias despertaron en mí una gran expectativa. No fue así con mi actividad social: no hacía amistades. No me interesaba hacerlas.  Fui poco a poco convirtiéndome en una joven retraída. Encerrada en mí misma. 
Una tarde al volver a casa encontré un perro callejero. Al pasar junto a él  movió la cola, yo lo miré,  golpeé  mi pierna con la palma de mi mano y  me siguió. Era un perro de raza indefinida, de cruzas perdidas en el tiempo. Mediano de tamaño, de pelo negro, tenía los ojos tristes y las orejas caídas. Estaba sucio y con hambre.  Lo entré a mi  casa y en el fondo le  acerqué un balde con agua. Le  llevé de la cocina un plato con restos sobrantes del mediodía y fui  a buscar alguna ropa en desuso para hacerle una cucha donde pudiera echarse a dormir, pero cuando volví él ya estaba durmiendo, hecho un ovillo, junto a la casilla que fuera de Terry. Entonces entendí que a ese perro de la calle, sin dueño, que comía de la basura y dormía en cualquier parte, Terry lo había puesto en mi camino para que fuese mi compañero, para que me cuidara y yo lo cuidara, porque los dos estábamos solos y ambos nos necesitábamos.
Le conté a mi madre de mi nueva adopción. Ella lo aceptó, de nombre le puse Arapey  y  comenzó a acompañarme al liceo. Cuando yo entraba,  él se volvía a casa. A la salida andaba siempre merodeando mientras me esperaba para acompañarme en el trayecto de vuelta. Sin embargo, no dejó nunca de ser un perro solitario, independiente y callejero. 
Pese a  tener casa y comida, pasaba largas horas vagando por las calles. Regresaba cuando le parecía, entonces se dirigía hacia donde yo estaba estudiando y  se echaba a mi lado. Con él conocí otras facetas del amor. Arapey era reacio a las demostraciones exageradas de afecto. Él daba y recibía amor sin ostentación. Me enseñó a amar a la distancia. A confiar en lo que amamos. A no avasallar al ser amado.
Los años del liceo no cambiaron mi vida ni mi carácter. Tuve muchos compañeros, pero no hice amigos.                  
V
Aún no había decidido qué carrera seguir en la universidad, cuando se desató en el país un conjuro cívico que dio a los militares la oportunidad de implantar una nueva dictadura.
En mi casa no sufrimos los atropellos y violaciones que sufrieron muchas familias, que como nosotros, no estuvieron  implicadas. Pocas veces oí a mis padres hablar de política. A pesar de que ambos tenían ideas claras sobre la situación que vivía el país, nunca los oí explayarse sobre ellas. Sin embargo, un día mi madre gritó y lloró como nunca la había visto hacerlo. Mi padre, enojado,  trataba de calmarla. El motivo  era  que  la noche anterior los militares se habían llevado a Casio  de su casa y nadie sabía donde se encontraba. Mi padre no entendía por qué ese hecho la ponía tan fuera de sí. Sin embargo yo, aunque un poco confundida, creí  intuir el porqué.  Fue entonces que le oímos aquel comentario que destruyó a mi padre, que deshizo la familia y terminó de moldear mi vida de eremita. ¡Casio es el padre de Verónica! dijo. Yo llamé a gritos a mi perro y fui corriendo a encerrarme en mi cuarto. Y allí hubiese querido quedarme para siempre; sin comer,  sin oír,  sin saber. Morirme, hubiese querido.  Pero la vida es un río caudaloso que a nuestro pesar, nos arrastra y nos lleva en sus remolinos. Decidí seguir respirando.
Casio desapareció y la familia no volvió a saber de él. Mi padre, o el que creí mi padre por muchos años, se fue de casa esa misma noche. No obstante, siempre estuvo cuando lo necesitamos. Siempre nos apoyó y nos ayudó y a pesar de que nunca dejó de venir a vernos, a vivir con nosotras nunca volvió. 
Yo no quise, en aquel momento, que mi madre me explicara nada. La concepción que tenía yo de mi vida, dio esa noche un giro de campana. El que creí mi padre desde que tuve conciencia no era mi padre, mis hermanas eran medio hermanas y mi verdadero padre era un amigo de mi madre. Después, de a pedazos, fui yo misma reconstruyendo la historia: ellos se habían amado cuando mi madre era modelo y él un hombre casado. Nunca supe por qué no se separó de su mujer y se fue a vivir con ella, si es que de verdad la amaba. Lo que sí supe es que para mi madre él fue su gran amor. Después conoció a mi padre que se enamoró de ella y le ofreció matrimonio. Dejó de modelar y se casó. Pero Dios o el destino quiso que, un verano, viniera Casio a vivir al barrio con su familia y se volvieron a encontrar. Lo demás: el epílogo de una historia de  amor prohibido y yo su lógica consecuencia.
Cuando terminé el liceo fui a la universidad, allí conocí a Leandro, un joven del interior del país que había venido a estudiar a Montevideo. Fuimos primero amigos, compañeros de clase. Después, novios. Él alquilaba un departamento cerca de la facultad. Allí nos encontrábamos para estudiar y hacer el amor. Leandro se enamoró de mí y a mí me gustaba estar con él. No sé si realmente lo amé o si sólo apreciaba su compañía. Siempre fui muy introvertida, ni yo misma he llegado a conocer a fondo mis propios sentimientos. Lo cierto fue que, pasado un tiempo, se aburrió de mi ostracismo y una tarde decidió poner fin a nuestra relación ambivalente. No sentí pena, Leandro dejó en mí sólo el recuerdo de haber sido mi primer hombre.
VI
En quinto año de facultad estuve de novia con un joven de Montevideo que estaba terminando la carrera. Se llamaba Asdrúbal. Trabajaba  y estudiaba. Era unos años mayor que yo. Nos conocimos en la Biblioteca  y casi en seguida comenzamos a salir. Congeniábamos y teníamos buena química. Yo me esforzaba por mejorar mi carácter. Por ser más receptiva. Más confiada. Con la ayuda de Asdrúbal, con quien hablábamos mucho sobre mi personalidad, creo que lo hubiese conseguido.
Hasta que una noche, mientras tomábamos un café en un bar del Centro,  apareció una joven que según dijo era la prometida de Asdrúbal  y  le increpó duramente el estar en mi compañía. Yo no quise saber nada. Me levanté, me fui y  lo dejé a él que solucionara su problema de pareja. No quise volver a verlo. Creo que él tampoco lo intentó.
Un verano, dos años antes de recibirme de Doctora en Derecho, murió Arapey.
Hacía tiempo que estaba enfermo. Comenzó por abandonar sus correrías. Y de andar vagando por el barrio. Después fue dejando de comer. 
El veterinario lo había examinado sin encontrar nada grave. Una tomografía reveló, al final, la existencia de un tumor maligno en la cabeza. No existía una intervención quirúrgica que diera cierta seguridad de cura. Lo fuimos tratando con calmantes, hasta que un día dejaron de hacerle efecto. El veterinario aconsejó sacrificarlo. Lo inyectaron y yo me quedé junto a él, con una de sus manos entre mis manos, hasta que sus ojos quedaron fijos en la nada y su mano rígida entre las mías. No se quejó. Simplemente se fue apagando. No sé cuánto tiempo me quedé sola con él. Mi padre ya no estaba en casa, mi madre me  acompañó y yo misma lo enterré en el fondo de la quinta.
                                               VII
Unos meses después de recibir mi título en la Universidad de la República, mi padre se despidió de mí y de mis hermanas y se fue  a vivir a España. No lo volvimos a ver. Falleció en Barcelona cinco años después de haber llegado a la península.
El verano aquel, cuando terminé mis estudios de Derecho, mi madre colocó junto a la puerta de  entrada una chapa que decía: VERÓNICA CARABAJAL, ABOGADA. No se veía desde la calle. Las santarritas y las glicinas entrelazadas cubrían las vetustas paredes de la casa.
En esos días, con mi flamante título en la mano, comencé a trabajar en el estudio de un abogado muy respetado, amigo de mi padre. Allí trabajaba el hijo, también abogado, un poco mayor que yo. Se llamaba Guillermo, era soltero y buen mozo. Estaba de novio con la hija de un juez de la Suprema Corte de Justicia. De todos modos, simpatizamos en cuanto nos vimos y comenzamos a salir. Al pasar el tiempo, nuestra relación se afianzó y estuvimos juntos casi dos años. Entonces él anunció su matrimonio y, sin más, se casó con la novia hija del juez de la Corte. Siguió, sin embargo, afirmando que me amaba y me propuso continuar nuestra relación. Pero para mí, él ya no existía. Durante mucho tiempo intentó un acercamiento, tratando de explicarme hechos irreversibles que no tenían explicación. Jamás transé. Nunca me detuve a escucharlo. Él ya era en mi vida, una historia acabada.
Cuando el padre de Guillermo se jubiló, nos dejó el estudio a ambos. Fuimos socios varios años. En los últimos tiempos fui también la encargada de explicarle a su hijo, tercera generación de abogados de la familia, el funcionamiento del estudio. Hacía ya unos meses había decidido dejarle mi puesto al muchacho y retirarme. Tenía pensado  dedicar mi tiempo a escribir y así lo hice un fin de año, ante la sorpresa de Guillermo y la alegría del hijo.
Cuando murió Arapey decidí no tener más perro. Mi madre no estaba de acuerdo. Ella, como yo, era muy “perrera”. Cada pocos días me traía noticias de alguien que regalaba un “cachorro divino”. En esa época Bernarda y Carolina se pusieron de novias y se casaron ambas,  en el mismo año. Bernarda se casó con un joven argentino que conoció en La Pedrera donde, aún hoy, tenemos una cabaña que nos dejó mi padre junto con otros bienes. Se casó y se fue a vivir a Córdoba, en Argentina. Carolina se casó con un compañero de estudios, vecino del barrio. Con mala suerte pues, al poco tiempo de casados, el joven murió en un accidente  automovilístico donde ella salvó su vida de milagro. Cuando se recuperó se fue a vivir a Córdoba con Bernarda, que tuvo tres hijos. Allí,  hace unos años, volvió a casarse.        
VIII
Para entonces doña Benigna, la cocinera que vivió con nosotras tantos años, se había jubilado y se había ido a vivir con una hija. Nos quedamos solas, mi  madre y yo,  en aquella casa tan grande. Le propuse entonces  que podríamos mudarnos a una casa más chica, donde no tuviese que trajinar tanto todo el día y la manutención no fuera tan gravosa. Le pareció una buena idea y decidió vender la casona y comprar un apartamento en un barrio más céntrico, cerca de  mi trabajo. Al poco tiempo consiguió una transacción beneficiosa. Vendió la casona y  compró un departamento en el Centro, frente a la plaza de los Treinta y Tres Orientales.
En esos meses, antes de dejar la casa, entró una tarde de la calle muy alterada. Le pregunté que le sucedía y me contó una historia “enternecedora”. Según le contó una vecina, en el Miguelete algún desalmado había dejado, adentro de una caja, una perrita con cuatro cachorritos recién nacidos. 
—Es de raza — me decía—, que parece que se enamoró de un perro cualquiera y los dueños al ver esa camada sin pedigrí, la sacaron con su cría para la calle y la dejaron en el  arroyo. 
—Bueno mamá —le dije—,  qué vamos a hacer, no es asunto nuestro. 
—Vos sabés que son preciosos —me dijo—, mientras con sus manos alisaba las arrugas del mantel sobre la mesa. 
—Cómo sabés que son preciosos —pregunté. 
—Porque  fui a verlos —me contestó con un suspiro. 
—¡Mamá! ¿Fuiste hasta el arroyo?  
—¡Claro! Para ver si era cierto. Y es cierto, están allí. ¿No querés ir a verlos...? Alguna vez me pregunté por qué no me resistí. Por qué no dije: 
—¡No! ¡No quiero ir! Nos vamos a un departamento. ¡No hay lugar para un perro…! 
Los cachorros eran divinos. Dos de ellos todavía tenían los ojos cerrados y la madre, la joven expulsada de un hogar de humanos inhumanos,  una pequinesa de pelo dorado y nariz chata, que nos miraba suplicante con sus ojos redondos y lacrimosos. Demoramos un poco en mudarnos. Desmantelar aquella casa y preparar la mudanza nos llevó mucho tiempo.
La pequinesa es una de las razas más antiguas del mundo.  Alguien nos contó que estos perros fueron, durante siglos, venerados como propiedad exclusiva de las Cortes Imperiales de China. Volvimos con la caja, la madre, a la que llamamos Tarita y los cuatro cachorros. Le dije con firmeza a mi madre que los tendríamos hasta que nos mudáramos y ellos estuvieran, por lo menos, con los ojos abiertos. Fue un trato.
IX
Habían pasado dos meses y estaba todo pronto para hacer la mudanza. Como nos estábamos enamorando de los cachorros decidimos comenzar a regalarlos. También decidimos, de común acuerdo, quedarnos con uno.  De modo que nos acercamos a donde Tarita dormía con su cría y mi madre se inclinó para retirar un cachorro. Mamá y yo andábamos siempre con los perritos en los brazos,  porque eran preciosos y parecían de juguete. Sin embargo, parece que Tarita hubiese adivinado que le íbamos a quitar uno, pues se puso a llorar con hipos y todo, de tal manera, que no podíamos calmarla. Se había incorporado y parada en las  patitas de atrás se apoyó en mi madre que tenía el perrito en los brazos. Lloraba como una desaforada. Las lágrimas le caían por la cara hasta el piso. Así que le dije : ¡Por favor, devuélvele el hijo a esta escandalosa!
Ella se apresuró a dejarle el cachorro junto a los otros,  Tarita se echó con ellos y siguió llorando. Aunque más tranquila, de todos modos, siguió llorando. En una oportunidad le comenté al veterinario de “la lágrima siempre pronta”, en los ojos de Tarita. El facultativo me contó que los pequineses  suelen contraer una enfermedad que les deja los ojos lacrimosos, por lo que aparentan que lloran. Eso dijo el veterinario. Pero yo puedo asegurar que Tarita lloraba, y lloraba de verdad.
Dos días después nos mudamos al departamento frente a la Plaza de los Treinta y Tres Orientales, con  los cuatro cachorros bastardos  y  la pequinesa de lujo venerada en el imperio chino, metidos todos en un cajón de cebollas que el domingo anterior mi madre le había  comprado a un puestero de la feria.
X
El apartamento estaba en el octavo piso, tenía una terraza amplia al frente y otra al fondo, hacia donde se abría la puerta de la cocina. En esa terraza le hicimos  a Tarita y sus vástagos una cucha amplia donde pudiesen pasar el mayor tiempo posible. Los cachorros se aquerenciaron  en seguida a su nueva vivienda y recorrían olfateando y ensuciando toda la terraza: trabajo extra para mi madre.  En esos días contratamos a Onilda, una señora que ya conocíamos, que vino a vivir con nosotras pues el apartamento tenía habitación y baño de servicio. Los cachorros pasaban bien en la terraza. Jugaban y comían todo el día y de noche dormían y soñaban felices como niños.
Pero Tarita descubrió la puerta de la cocina el mismo día de la mudanza y cada tanto abandonaba la camada y se colaba al interior del departamento. Lo recorría, estaba un poco con nosotras y se volvía con sus hijos.
Después, el tiempo pasó, los chicos crecieron y ella un día no los toleró más. En realidad estaban grandes, comían solos, andaban por todos lados pero seguían chupando teta. Había llegado el momento de regalarlos. Tenían casi cuatro meses y se habían convertido en unos perritos preciosos. Entre los diez pisos del edificio quedaron los cuatro. Algunos vecinos que nos habían visto llegar con ellos, sabían que cuando crecieran los íbamos a regalar. No tardaron en venir a verlos y dejarlos encargados.
En una tarde se llevaron a los cuatro. Tarita ni se despidió de ellos. Tanto que lloró cuando le quisimos sacar uno y,  sin embargo, al ver  que se los llevaban a todos,  ni parpadeó. Ella quedó con nosotras. Eligió el mejor sofá donde apoltronarse y así recuperar su antigua jerarquía china. Verla allí,  recostada en los almohadones, daba la impresión de tener en casa una  diminuta y peluda emperatriz.
XI
Nos acostumbramos a vivir en el Centro antes de lo que creímos. El apartamento era muy cómodo, tenía una hermosa vista hacia la plaza y sabemos que en el centro de la ciudad todo queda cerca. Teníamos los cines, los teatros, las grandes tiendas, los restaurantes, todo a mano. Nunca fuimos tanto al cine y al teatro como en los primeros años de vivir en el apartamento. Mi madre estaba contenta. Todas las mañanas bajaba con Tarita a la plaza, se sentaba en un banco  y en seguida entablaba conversación con alguien, que como ella, no tuviese nada que hacer. De tarde bajaba a hacer compras o a mirar vidrieras. Mamá fue siempre muy sociable, le encantaba la gente. Conversaba con todo el mundo. Es indudable que no heredé su histrionismo. Yo salgo de mi casa para ir a un lugar determinado y regresar. Salir porque sí, a caminar o a sentarme en la plaza, nunca se me ocurriría.
Hacía tres años que vivíamos en el apartamento cuando me retiré del escritorio que compartía con Guillermo. A partir de  entonces quedarme en casa: levantarme más tarde, terminar con las corridas a los juzgados, los juicios, las sentencias, el papeleo, fue, para mí, un placer enorme.
De todos modos, nada en esta vida es perfecto ni gratuito. Mamá empezó con  arritmias y problemas en el corazón. Yo la cuidaba mucho y ella también se cuidabaLe habían diagnosticado insuficiencia cardiaca, dolencia que  llevó varios años. Hasta que sucedió un hecho que trastocó mi vida y aceleró el final de la suya.
Habían pasado ya seis años desde nuestra mudanza al Centro. Tarita estaba preciosa. La habíamos hecho socia de una veterinaria de la zona donde, aparte de darle las vacunas y alguna medicina que necesitara, la bañaban, tenía peluquería y corte de uñas. Mamá, frente a mi pedido de que no bajara todos los días, había dejado de llevarla a la plaza. Ese trabajo lo hacía Onilda.
Un atardecer que Onilda no se encontraba bajé  y crucé al quiosco  que estaba  en la esquina de la plaza, para comprar una revista. Mamá quedó arriba con Tarita que se puso a llorar y a ladrar, porque yo había bajado. Como no la pudo calmar, mamá la tomó en los brazos y bajó con ella a esperarme. Cuando bajaron yo estaba en la acera de enfrente esperando  que pasaran unos autos, para cruzar. Mamá me vio, dejó a Tarita en el suelo y se quedó en la vereda a esperarme. Tarita también me vio y cruzó la calle corriendo. En ese momento un auto que venía le pasó por arriba. Yo grité, mi madre se puso una mano en el corazón,  el auto siguió y Tarita salió corriendo de entre las ruedas de atrás hacia donde yo estaba y cayó muerta a mis pies.
XII
Fue tan cruel, tan injusta esa muerte que aún al recordarla siento dolor. Al principio no me di cuenta que estaba muerta. Mientras, algunas personas que vieron lo que sucedió se acercaron. Entonces yo me agaché  junto a ella y la llamé. A mí alrededor nadie hablaba. Un señor se acercó y me dijo: 
—El perrito está muerto señora. Me acuerdo que le dije: 
—No, si el auto no le hizo nada, ¿no vio que salió por la parte de atrás y vino corriendo? 
 — Sí señora —me contestó—, pero el auto lo golpeó, debe haberle golpeado la cabeza. Yo no podía conformarme, la tomé en los brazos y crucé con ella hasta donde mi madre se encontraba llorando.
Cuando llegamos al apartamento la dejé sobre los almohadones donde ella dormía. Tenía los ojos llorosos y abiertos. No tenía sangre ni marca de golpe alguno. Llamamos a la veterinaria que estaba de turno y vino un doctor que comprobó su fallecimiento y dijo lo mismo que me dijera el señor en la esquina de la plaza: el auto la había golpeado, ella salió y corrió ya sin  vida, porque el  sistema nervioso aún estaba activo o, tal vez, debido a que el corazón aún le latía. 
—Pero si el golpe que recibió en la cabeza la mató y corrió solamente por la acción del sistema nervioso o del corazón que aún le latía ¿por qué no corrió para otro lado? ¿Por qué corrió hacia mí? —le pregunté.  
—La ciencia aún no tiene explicación para esos casos extraños   —dijo el veterinario.
Nos llevó meses empezar a conformarnos de la pérdida de Tarita. A mí, aquello de verla caer a mis pies, me trajo infinidad de conflictos emocionales. Hasta hoy sigo buscando una explicación. A veces creo encontrarla. La explicación sería muy simple. Bastaría con creer en la existencia de Dios .
Ese día mamá empeoró de su deficiencia cardíaca. A la mañana siguiente le dio un infarto, se recuperó pero ya no fue la misma. Se levantaba de la cama y se sentaba en un sillón, junto al escritorio donde escribo y miraba para afuera. Pasaba horas en silencio, mientras yo escribía. A las cinco Onilda nos servía el té, yo dejaba de escribir o de leer, conversábamos un rato, hablábamos de mis hermanas, de los nietos que tenía en Córdoba, mirábamos juntas alguna película o alguna novela y cuando ella quería irse para su dormitorio y se acostaba, yo volvía a mi trabajo.
Una tarde  estábamos tomando el té y tocaron timbre. Nos llamó la atención, puesto que si es alguien que llama de afuera lo hace por el portero eléctrico. Onilda fue a abrir:
 —Es Guida, la nena del apartamento de arriba, anunció.
 —Que pase —le contesté.
Entró Guida con una perra doberman preciosa, con las orejas y el rabo cortado. Cuando entró, la niña le quitó la correa y la dejó sólo con el collar. Mi madre y yo no atinamos a decir una palabra. La perra entró y ni siquiera nos miró, dio unas vueltas por el living donde estábamos y se echó sobre la alfombra entre mi madre y yo, con el hocico apoyado en mi pie. Guida se había instalado en un sofá frente a nosotras. La perra, en lugar de quedarse junto a la niña se acomodó con nosotras, como si ella también fuese la dueña de casa y su dueña la visita.
Muchas veces las personas cuentan  lo que hacen sus mascotas y la gente no cree. Es necesario convivir, principalmente, con los perros para saber a qué grado de inteligencia han llegado esos animales, desde que conocieron al Hombre y se convirtieron en su sombra.
XIII
Guida comenzó hablando de su próximo viaje a la ciudad de Hamburgo. Allí se iba en los próximos días con sus padres y hermanos en un plan de dos años,  y perspectivas de quedarse del todo.
El padre de Guida era un ingeniero que había venido contratado al Uruguay, a dirigir una empresa naviera. En el transcurso de ese contrato conoció en Montevideo a la madre de Guida, descendiente de alemanes, se casó con ella y se estableció en Uruguay. En esos días volvía a su país a interiorizarse sobre ciertos trabajos realizados, en áreas del operativo portuario, en el  puerto de Hamburgo. El ingeniero se iba con toda su familia: esposa, hijos y perros. 
—Nos vamos dentro de dos día —dijo Guida—, y nos llevamos las dos perras, a Dagma, la madre, y Érika, la hija. Tuvimos que sacarles pasaportes a las dos. Pero hoy mi padre nos dijo que trajéramos a Érika para ustedes. Tiene seis meses, es muy dócil y muy buena. Será una buena compañía para ustedes que son mujeres solas. Que se queden con ella, que no se van a arrepentir — dijo.
Ni yo ni mi madre sabíamos qué decir. Era una perra demasiado grande para un departamento. ¿Cómo íbamos a manejarla? ¿Y un perro Doberman...? Yo pensaba en  aquella boca con semejantes colmillos cruzados y  le dije la verdad a la chica:
—Muchas gracias querida, pero no, no podemos aceptar. Yo no me animo a tenerla en casa. Ella no nos conoce. Y tú sabes que ésta es una raza con muy mala fama.
     —Si —dijo ella—, tienen mala fama, pero los perros son como uno los cría. Nosotros   siempre   tuvimos perros Doberman y nunca nos causaron problemas. Son vigilantes y muy compañeros
De acuerdo, le contesté, pero no creo que ella…y miro a la perra que, echada entre mi madre y yo...se había dormido. 
—¡Érika! —la llamé—, abrió un ojo y me miró. Ni levantó la cabeza. Se quedó un momento con el ojo abierto y como no dije  nada más, lo volvió a cerrar. Confundida miré a mi madre y  la vi reír. Cubrió su  boca con una mano y siguió riéndose. 
—¡Mamá! —dije emocionada, ¡hacía tanto que no la veía reír!
—¿Estás riéndote?  
—¡Sí! me contestó. Guida se puso de pie: 
—¿Se animan a quedarse con ella hasta mañana? Mañana de mañana vengo, si no se quedan con ella, me la llevo. Miré a mamá y me dijo que sí con la cabeza. Me puse de pie para acompañarla mientras pensaba en qué haría  la perra cuando viera que su dueña la dejaba y se iba sola. Comenzamos a caminar las tres hacia la puerta de entrada. Abrí la puerta, Guida se adelantó y salió al pasillo. Se despidió hasta el otro día y dejó la correa de Érika en mi mano. Yo seguía expectante esperando la reacción de la perra. Guida comenzó a caminar hacia el ascensor. Yo continuaba con la puerta abierta. Érika no esperó más, dio media vuelta y fue a echarse a los pies de mi madre…y  volvió a dormirse. Con los ojos húmedos mi madre me sonreía, ¿qué podía hacer yo?
Antes de irse al aeropuerto pasaron por casa todos los miembros de la familia de Guida. Menos la madre de Érika, a Dagma ya la habían embarcado. Nos dejaron la documentación de nuestra hija adoptiva: la partida de nacimiento con su ascendencia y nombre verdadero y su inscripción al Kennel  Club del Uruguay. Se despidieron de la joven doberman, que les movió un poco el rabo y se fueron.
XIV
Doce años vivió Érika conmigo. Nunca la oí ladrar. Fue la perra más limpia, más prolija y más educada  de cuantos perros tuve. Se adaptó con tanta facilidad a nosotras como nosotras a ella. A mí me había adoptado como madre. Donde yo iba, iba ella. Si entraba al baño se sentaba junto a la puerta a esperarme. Cuando me sentaba a escribir en mi escritorio se echaba a mis pies y allí permanecía las horas perdidas.
La llegada de Érika reavivó un poco el espíritu de mamá, pero siguió muy delicada de salud. En los días  en que ya no se levantaba, la doberman me abandonó para acompañarla. Se quedaba, echada de perfil, al costado de la cama día y noche. Cuando falleció, fue Érika la que anunció su deceso. Se puso a lloriquear y a dar vueltas, con la cabeza gacha,  entre el dormitorio y el living. Cuando llegué junto a la cama de mamá ella se fue a la cucha en la terraza, y por dos días no volví a verla. Mamá murió una noche de invierno de hace  cuatro años.
Después, la soledad sólo fue mi compañía. Qué hacer de mi vida sin mi madre, sin ella, mi compañera de todas las horas. Mi amiga. Todo lo que realmente me importaba. Todo lo que tenía, que tuve siempre. Me quedé sola. Entonces redescubrí a Érika. Mi sombra. Mi otro yo caminando a mi lado. El refugio de mi soledad y mi tristeza. Érika y yo, juntas en el apartamento frente a la plaza comunicándonos, cada día más, en una simbiosis perfecta. Donde yo estaba, estaba ella. Sentada con su cabeza sobre mi pierna; acostada con el hocico sobre mi pie. De pie las dos, tan pegada a mí que me empujaba casi. Sus ojos renegridos mirándome, mirándome siempre. Tan tristes al final. Tan tristes. ¿Sabía ella, como yo sabía, que se estaba yendo, que estaba abandonándome?

 Me quedé sin su mirada mansa, su hocico húmedo, sin su sombra junto a mi sombra. Y sigo, porque la vida es eso. Un continuo caminar.  Hoy he dado vuelta la hoja y cerrado el libro de los recuerdos. 
Comienzo a acostumbrarme al silencio. 
Algunas veces, al caer la tarde, me detengo a observar la plaza desde el ventanal  como lo hacía mi madre. 
Estos días he visto que, entre los jardines, anda un perro perdido. Debe tener hambre. 

Ada Vega, edición 2005