Powered By Blogger

viernes, 28 de abril de 2017

A veces el pasado



A veces el pasado viene a mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de pronto una palabra, un nombre: Celina, y el recuerdo de una historia de amor que se resistió a morir pese a la separación y al intento de olvido.

—¿Te acordás de Celina? —me preguntó, una tarde, mi prima Aurora.

—Celina, —dije yo—, ¡cómo no voy a acordarme!

La conocí por los años cincuenta en la recién inaugurada biblioteca Artigas-Wáshington. Nos hicimos amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y retirar libros. Llegábamos sobre la una de la tarde y salíamos juntas por 18 de Julio. Yo, hasta Río Negro donde estaba La Madrileña. Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere. Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los sueños. A fines de ese año decidimos hacernos socias de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que estaba donde hoy se encuentra el Juventus, en Colonia y Río Negro. Yo para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo.

Celina era de mediana estatura y físico bien proporcionado. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros. Hablaba poco, lento, jamás levantaba la voz, sin embargo sonreía con facilidad. Cuando se reía con ganas los ojos se le llenaban de lágrimas. Algunas tardes a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba en la cuadra de La Madrileña y veíamos películas americanas de amor o nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza. Recuerdo que soñaba con viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales cuando estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas.

 Éramos muy distintas, ella era muy frágil. muy vulnerable, demasiado confiada. Desconocía la maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que si era leal con los amigos los amigos serían leales con ella. Cuando la escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces:

—¿De qué mundo venís, Celina?, porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza, decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero siempre fui muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que tal vez no conociera nunca.

En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy apuesto, que trabajaba en La Platense. Así que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta La Madrileña clausuró la gran empresa de seis pisos, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda de confecciones incrustada a los fondos del edificio. Entonces cambié de trabajo y no la volví a ver. 

Un día me llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho de La Platense que, dicho sea de paso, cerró mucho antes  que cerrara La Madrileña. Celina seguía trabajando en Caubarrere, que fue uno de los últimos grandes comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día, obligados a cerrar sus puertas al público.

Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los Vascos.

¡Dios! ¡ Estaba tan linda! Traté de saludarla allí pues no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo llorar de emoción.

— Que seas muy feliz Celina —le dije.

—Nos tenemos que ver — me contestó— ¡tengo cosas que contarte! Lo felicité a él (¡era un actor de cine!) una mezcla de Leonardo Di Caprio y Richard Gere. Hacían una pareja de novela. Volví a mi casa pensando si la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté.

Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron como una ráfaga.

Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba saludos.

—¿A mí? —le dije.

—Sí, a vos, de parte de Celina Vásquez Ochoa dice que vengas a verla que le encantaría hablar contigo.

—¡Celina! —exclamé—, contame de ella ¿cómo está?
—Bien, muy bien. Me dijo que tiene dos hijos casados. Acá vive sola.

Dos días después fui a verla.

Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y volvió a abrazarme como me abrazó en el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no acostumbramos a hacer:
—¿Fuiste feliz estos años? Me quedé pensando.

—He tenido buenos momentos —le contesté. Tengo tres hijos y seis nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino.¿Y tú?

—Yo, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas para otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta que se cansó de la situación, se enojó y se fue. Nunca nos divorciamos. Él venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para quedarse. Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía cura. Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, aprendí a inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo abandonó.

—¿Nunca lo perdonaste?

—Sí, el día que murió.

—¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste?

—No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo. Simplemente no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su traición. No pude.

—¿No me decís que siempre lo amaste?

—Porque lo amaba no pude perdonarlo. Si no lo hubiese amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda, lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme en un sillón frente a la ventana y dejarme morir.

Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la joven que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve.

A partir de esa tarde que fui a verla nos comunicábamos por teléfono y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar. Una noche me llamó para pedirme que fuera a verla,  pues tenía una novedad para contarme. Fui a la tarde siguiente. Me dijo que había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el pasaje y la estadía en un hotel de un pueblo blanco, a orillas del Mar Egeo. Le comenté que pensaba preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de muchacha. Me contestó que antes no pudo realizarlo. Que el momento era ese, los hijos estaban bien, ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí estaba toda su familia.  Hijos, nueras y nietos. Hace cinco años, se fue por un mes.

Me escribe cartas hermosas: que vive en una casa blanca junto al mar que tiene dos olivos plantados a la entrada; que continuamente llegan cruceros con turistas; que es cierto que el mar siempre es azul...que no sabe si volverá.


Ada Vega -2oo6

miércoles, 26 de abril de 2017

Volver

           


Dio vuelta la esquina caminando lerdo sobre las veredas de antes. Y toda la calle lo golpeó en la cara. Esa obstinada manía de volver. Volver al barrio del arrabal perdido; a la calle de su niñez, a la esquina del viejo café. Por un momento sintió que nunca se había ido. Pero aquel ya no era su barrio, no era el mismo que dejó. Buscó afanoso una cara amiga sin encontrarla. Sólo un cuzco distraído le ladró al pasar. Nadie se fijó en él. Nadie lo reconoció.

Se fue joven, volvió viejo. Sobre sus sienes habían nevado varios inviernos. “...las nieves del tiempo platearon su sien...” En otras tierras, bajo otros cielos, florecieron primaveras antes del regreso. Le costó adaptarse a otras gentes, a otras costumbres. Países sin boliches, domingos sin asados. Sin los amigos. La barra de la esquina, el mate. Gardel. Los gringos son fríos. Toman cerveza. No se detienen a conversar sin apuro en las esquinas. No saben de boliches esquineros. De filósofos noctámbulos. De noches de truco y seven eleven. No saben de tangos ni carnavales. No saben. Le costó adaptarse. Pero hoy al fin ha vuelto. “...siempre se vuelve al primer amor...” Deseó tanto el regreso que se le cansó el alma. Y ahora otra vez bajo la Cruz del Sur se encuentra perdido, ni siquiera entiende para qué volvió. Siguió recorriendo aquellas callecitas que extrañó tanto y al pasar frente a la sede de Uruguay Montevideo se detuvo. En ese momento llegaba la hinchada. ¡Arriba la vieja celestina! Los muchachos venían eufóricos; no habían ganado, pero sí logrado un empate honroso. Tronaron los tambores en la puerta de la sede llenando el aire y golpeando el corazón de los vecinos; que para festejar no se necesitan triunfos y los tambores acompañan alegrías y tristezas.

Se fijó atentamente en la muchachada buscando un rostro, una cara amiga. Sí... aquel, tal vez, pero no, no era. Ya nadie era. Ni él era el mismo. Estuvo tentado de entrar a la sede y tomarse una en la cantina, pero tuvo miedo. “miedo del encuentro con el pasado que vuelve...” Quién sabe no se encontrara con el Lulo, el Chiquito Roselló, Walter Rodríguez, Miguelito Capitán. Cuántos recuerdos. Cuántos amigos rescatados del olvido Aquellos, los de la vieja sede, cuando salían en camiones: ¡Uruguay Montevideo pa’ todo el mundo, que no, ni no! Hinchada temible la del Uruguay Montevideo de entonces. Cuando el Conejo Pepe, Jorge Dell’Acqua, Juan Tejera y Juan Roselló escribían en el cuadro páginas de oro.

O aquella vez en que Ramón Cantou, el veterano de Rampla, vino a darnos brillo. Uruguay Montevideo de mis amores. Ya no sos aquel. A vos también te perdí. Ahora tenés nueva sede y un Complejo Deportivo con alfombradas canchas de Fútbol 5.

Lentamente empezó a comprender. El mundo no se había detenido porque él no estuvo. También aquí llegó el progreso, los años marcaron el cambio, un siglo nuevo empezaba y él...él era del treinta. Siguió, como una sombra, recorriendo aquel que una vez fue su barrio, tratando de encontrar un recuerdo vivo al cual aferrarse. “ con en alma aferrada a un dulce recuerdo...”.

Y llegó a la calle Conciliación. Aquella callecita del Pueblo Victoria que nace en el puente sobre el arroyo Miguelete y muere, no podía ser de otro modo, en el Cementerio de la Teja. “... la vieja calle donde el eco dijo...”.

Allí, en aquella casa había nacido. Casi en la esquina. Su casa. Sus veinte años y aquellas ansias de caminar, de conocer otros mundos, que un día lo llevaron lejos, “ que veinte años no es nada...”

Y allí estaba otra vez junto al viejo portón: el jazmín del país enredado en la madreselva sobre el muro de ladrillos. La ventana del comedor. El patio de las hortensias. ¡Mamá...! Sólo lo pensó. Si sólo llamándola la viera venir a recibirlo, enjugando sus manos en el delantal, gritaría ¡mamá! hasta romper su garganta. Pero no. Él sabe que ya no. Había tardado mucho, ella no pudo esperarlo. También las madres se cansan de esperar. Una tarde se quedó dormida en el viejo sillón, mientras tejía un buzo verde al que le faltó una manga. “sentir que es un soplo la vida...”

¡No, es mentira que no está! Es mentira que se fue sin verme llegar.

Es mentira. Si la estoy viendo. Si ahí está. Ahí...regando las plantas, rezongando al perro. ¡Mamá! Acá estoy. He vuelto. He vuelto para quedarme. “porque el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar...”

Escuche: en la radio está cantando Angelito Vargas y en la calle ya se siente el bullicio futbolero. Me voy a la cancha, mamá. Los muchachos del café me esperan. Esta noche voy a bailar. Pláncheme la camisa blanca, esa, la de las rayitas. Esa quiero ponerme, ¿ta?...¡Chau, chau mamá!

Se fue cabizbajo por aquellas veredas de antes. Y volverá a partir. Más vale partir y olvidar. Ya no existen los lazos que lo ataban a su tierra. El barrio que dejó un día, ya no es su barrio. Ni su casa. Ya no están sus amigos, aquellos que paraban en La Alborada. Dónde estarán. ¿Qué habrá sido de ellos? Volvió con la ilusión de verlos a todos y se va sin encontrarlos, “aunque el olvido que todo destruye...” Sintió que un puño le apretaba el corazón. Hubiese querido llorar, pero la vida, maestra implacable, le había enseñado a no aflojar. Se fue sin mirar atrás.

Se perdió en la noche larga de la ausencia, “bajo el burlón mirar de las estrellas que con indiferencia lo vieron volver…”


Ada Vega, 1996

lunes, 24 de abril de 2017

Malena




Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía, con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio, que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no  alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda.  Alguien  una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre.
  Así la conoció la grey noctámbula que, por los setenta, a duras penas  sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad.  Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado.
 Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o  a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró  Malena. Ensopada.
 La vi venir por 18, bajo las marquesinas, y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte.
 Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó, a mi lado, en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a  compartir el último café.
Me calentó el alma.
    Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo esa noche al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear  por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van.
  —Por qué cantás temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó:
 —¿Tristes?  — la miré un segundo.
 —Tu repertorio es amargo ¿no te das cuenta? Por qué no cantás tangos del cuarenta.  Demoró un poco en contestarme.
 —No tengo voz  —me dijo. Su contestación me dio  entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara.
 —¡Cómo no vas a tener voz! Cantá algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Anibal Troilo.
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, traeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca.  Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo.
      Ceferino terminó de hacer la caja.
 —¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté.
 —Una  historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tenés  tiempo? 
 —Todo el tiempo.
 Era más de media noche. Paró un ropero y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. 
  —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso.
             —Yo conozco la vida de Malena  —comenzó a contar Ceferino—,  porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama  María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se  casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría  sin ningún tipo de contratiempos.
      Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y  soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel  le había causado. Según parece el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico.
 Al poco tiempo se convirtieron en amantes y  como tales se vieron casi tres años. El muchacho, enamorado de ella, le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos.  Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos.
 Esta postura nunca la  llegó a comprender Ariel que  sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo  se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho,  le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos.  Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y  negándose a escuchar una  explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo.
    María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó.
    Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía,  de su ex  marido supo que se había vuelto a casar y  de Ariel que  continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida  que de lo  ocurrido la culpa había sido  de sus dos hombres que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos  y no quería renunciar a ninguno.
 Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo  en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. 
 Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue  mi amigo, me dijo convencido:
—  Pobre  muchacha, ¡está loca!
 — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy  sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca,  loca no está.
 Todo  esto  me contó Ceferino,  aquella  madrugada  lluviosa  de  invierno,  en The Manchester. Malena  siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez  que la vi fue una madrugada,  estaba cantando en El  Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche.  Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó a pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue.
 Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca.  Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni  con  los más íntimos. Podemos, alguna vez,  enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además,  lo  que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a  la mujer le está vedado.
       Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches  montevideanos,  de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de  su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir  desde el fondo de mis recuerdos,  a aquella Malena que una noche  de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que  yo conocí su historia  y  admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella.
Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra  y  tenía  penas de bandoneón.”

Ada  Vega, edición 2007