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jueves, 15 de abril de 2021

Después




 La tarde se escurría en la habitación. Los últimos rayos de sol se despedían furtivos, tras los vidrios de la ventana que daba al parque. Mis manos sobre la sábana, sostenían su mano tibia. Dormía en paz. Serena. Se estaba yendo en silencio, sin rencor ni sufrimiento.

Una tarde, cuando supo de su enfermedad, me dijo: 

—No quiero sufrir, ayúdame cuando llegue el momento, no me dejes partir con sufrimiento.


Su mano se enfriaba entre mis manos. De pronto abrió los ojos, sonrió apenas y me dijo sin voz: 

—Te amo. 

Después, cerró los ojos, su rostro se inundó de luz y se fue de este mundo brutal. Me abandonó.

Me quedé allí, velando su último sueño. Se acercó la enfermera, le quitó la guía de su mano, retiró el suero y cubrió su rostro con la sábana. Me pidió que me retirara, hacía tres días que no me apartaba de su lado, pero quise esperar al médico para que confirmara su deceso.

Se llamaba Marianne y fue el candil que iluminó mi vida. El porqué de mi existencia y la madre de mis hijos. Con ella conocí el amor excelso, la pasión descontrolada. También la desesperación, la angustia, y el dolor más grande.

Nos conocimos en Secundaria. En Preparatorio fuimos novios. Marianne era una chiquilina, inquieta, alegre, muy social. Yo en cambio había sido siempre introvertido, callado. Insociable. De todos modos mi amor por ella dio un vuelco a mi austeridad. A su lado mi carácter cambió. Fui más amigable. Más tolerante. Marianne aprendió conmigo el juego del amor, yo con ella: amar después de amar.

En aquellos tiempos el país entraba en una encrucijada política. Se hablaba de subversión. Marianne y yo acompañábamos a nuestros compañeros del IAVA en marchas de protestas contra el gobierno. En varias oportunidades ayudamos a repartir volantes. Cuando se decretó en el país el golpe de Estado, comenzamos a ver en los diarios las fotos de compañeros buscados por subversivos. Compañeros con los que nunca más nos encontramos.

Un día vinieron a mi casa y me llevaron a mí. Cuando me llevaban me dijeron que “a mi noviecita”, ya la habían llevado esa mañana.

Hacía dos años que estábamos detenidos sin saber uno, qué había sido del otro, cuando fuimos deportados y enviados a Francia.

Nos escoltaron hasta la misma puerta del avión que nos llevó directamente a París, donde vivía una tía, hermana de su madre, con su esposo y sus hijos. Cuando desembarcamos en el aeropuerto parisino, nos estaban esperando. Vivían en el Barrio Latino. Fuimos a su casa y allí estuvimos con ellos, hasta que conseguimos trabajo y nos mudamos a un apartamento amueblado con dos dormitorios, en el Barrio Universitario. En esos días salíamos a pasear y sacarnos fotos. Siempre llevo conmigo la primera foto que le saqué a Marianne en París. Sonríe feliz abrazada a un farol, en el puente Alejandro, sobre el Sena.

Nuestro apartamento estaba en el cuarto piso de un edificio de principios del siglo XX. Tenía dos balcones a la calle, uno en el comedor de la entrada y otro en uno de los dormitorios. Habíamos dejado de estudiar, pero estábamos en París, teníamos trabajo y nos amábamos. Pese a que muchas noches nos despertaban las pesadillas, reviviendo los años de cárcel que habíamos sufrido, vivimos a pleno nuestro amor apostando al futuro.

Me acerqué a la ventana. La noche se había apoderado del parque. Solo los focos de luz de las aceras, filtrándose entre las ramas de los árboles. Solos, por última vez, Marianne y yo en la habitación. Ya nunca más su risa, su cabeza en mi hombro, mi brazo rodeándola, atrayéndola junto a mí. Ya nunca más París y la callecita empedrada del barrio Universitario. Ya nunca más su alegría, su amor apasionado. Su rebeldía.

Antes de cumplir el primer año en el departamento nació Adrián, dos años después llegó Alinee. Nos turnábamos para cuidarlos, llevarlos a la escuela y al club donde hacían deportes. La vida pasa sin que nos demos cuenta. Un día terminaron los estudios, comenzaron a trabajar, se enamoraron y primero uno y luego el otro, se fueron de casa.

Un hombre joven, con un perro, atraviesa el parque. Se cruza con dos enamorados, que lo ignoran. El cielo oscuro y tenebroso deja entrever pocas estrellas, la luna en menguante, observa, disimula y se oculta. Una brisa suave mece las ramas de las araucarias.

Fue en esos días, que Marianne habló de visitar un doctor. Que no se sentía bien, dijo. El doctor le ordenó realizarse varios exámenes. No fueron buenas noticias. Y comenzó un tratamiento largo y penoso. Su médico organizó un simposio. Consultamos medicinas de alternativa. Rezamos.

Ya vino el doctor a firmar el deceso de Marianne. Vienen de la empresa a retirar el cuerpo. No puedo ir con ella. Mañana de mañana, dijeron.

Un día en París me dijo que quería volver a Montevideo. Alquilé un departamento frente al Parque Batlle. Era primavera y todos los días bajábamos juntos a recorrer sus senderos arbolados. Un día no pudo bajar. El doctor habló de internarla. Ella le dijo que no quería internarse, que quería quedarse aquí, conmigo. Él estuvo de acuerdo y recomendó una enfermera bajo sus órdenes, que se instaló en el departamento y fue de gran ayuda para ella e importante soporte para mí.

Después, fue la palidez de Marianne, su lucha por vivir y mi desesperación. Su derrumbe y mi miedo. Su entrega final tras su resignación, y mi impotencia. Y mi llanto escondido. Y mis ruegos a un dios a quien nunca le había pedido nada y que no me escuchaba. Y mis gritos y mi llanto apretados en el pecho. Y los por qué, por qué a nosotros, por qué a ella, por qué no a mí, que nunca fui un hombre bueno. Por qué a ella que siempre fue dulce, buena madre, buena esposa. Por qué me la arrebataba si yo la tenía solo a ella que era mi vida. Por qué, por qué.
Después…ya no hubo otro después. 

Ada Vega - edición 2018 

martes, 13 de abril de 2021

Agustina esposa de Dios

 

  
  Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904 cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre, con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo, cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.
La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir, a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida, que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso, sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original, injusta herencia de nuestros primeros padres.
También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es ésta que vivimos sino la que nos espera después de la muerte.
Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando, con un cilicio, su tierno cuerpo de niña para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra.
Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo del cielo y de la tierra que la abuela, pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en ésta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano,  porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela.
Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.
Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.
La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo.
El hombre seguía mirándola sin hablar. Ella esperaba un estallido, y al no suceder nada se asustó, se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre, al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar, le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y, si es real su vocación, déjala que se vaya.
Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y, aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marido tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que, en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.
Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa.
En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012 en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más.
De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.
El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras por riqueza y por poder. Al hambre de los pueblos más pobres del planeta. A las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño. Cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio. También había en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz.
De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y, alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.  Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad, ¿y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...?
Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta. Rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. 

Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. 
Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Sólo  la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. 
El día que Agustina llegó a su casa el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle  sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. Le rogó que aceptara su ofrecimiento pues estaba seguro que era perfecta para ese trabajo.
Agustina pensó que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa.
No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.
Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y  pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.
El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano
Agustina se quedó  veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables.
Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años.
Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.


Ada Vega - edición, 2012 -

Sergei Radov primer violín

 

                                                           Filarmónica de Viena


     Era un niño cuando asistí a la lenta agonía de nuestra amada Playa Capurro.  Pude ver con amargura, como cada día su arena blanca desaparecía bajo la resaca que poco a poco la fue sepultando. Sus aguas se fueron tornando sucias y revueltas debido, en parte, a los buques que llegaban a nuestro puerto principal y  vertían los desperdicios en sus aguas. Se sumaron las vertientes contaminadas de los arroyos  Miguelete y Pantanoso y el ultimátum del crudo, en el trasiego de los barcos petroleros anclados en el puerto de Ancap, junto a los deshechos  que  la propia refinería volcaba en la bahía. Yo, como muchos capurrences, presencié su ejecución. Y un día la playa quedó sola y olvidada. De todos modos, en el verano me gustaba recorrerla. Con mis zapatillas bajo el brazo caminaba descalzo entre las piedras cuando había bajante, pisando aquí y allá hasta alcanzar la roca más grande junto al viejo lavadero, y allí me sentaba rodeado de gaviotas a escuchar el susurro del mar, a veces suave y aletargado y otras veces furioso creciendo con rapidez.
 Una tarde, en medio de mi contemplación, me sorprendió un viento repentino y traté de salir lo más rápido posible, pisando las rocas que desaparecían bajo las olas que avanzaban agitadas. Cerca de la orilla, vi a un botija de más o menos mi edad que, con mucha dificultad, trataba de salir de entre las grandes piedras. Al pasar junto a él le ofrecí mi mano y salimos juntos.  No lo conocía. Nos calzamos y cruzamos al parque. Sentados en la verja de ladrillos, que entonces lo rodeaba, me contó que era nuevo en el barrio. Hacía  unos días se había mudado con sus padres a una casa en Húsares a la altura de Flangini. En ese entonces yo vivía en  Coraceros, de modo que éramos vecinos. Como ya  lo habían apuntado en la Escuela Capurro, seríamos también compañeros. Esa tarde, sin más datos, sellamos una amistad para toda la vida.
Mi flamante amigo se llamaba Sergei Radov, pero para mí y los botijas del barrio fue siempre el Rusito. Empezó a ir con nosotros a las matinés del Cine Capurro.  También lo hicimos hincha del glorioso Fénix, por aquel año con: Pessina, González Plada, Saccone, Montuori y Herol, aunque abajo llevó siempre la camiseta de Nacional. Como a todos nosotros al Rusito le gustaba jugar al fútbol. Pero jugar con él era difícil. En el cuadro de la escuela nunca lo ponían y cuando jugábamos en la calle o en el parque, ninguno lo quería de compañero, porque  el Rusito era rengo. Una parálisis infantil que lo atacó en su niñez  lo dejó con una pierna más corta que la otra. No era muy evidente, pero rengueaba. La cuestión era que al cuadro donde él jugara lo llenaban de goles.
Don Igor, el padre, lo hacía estudiar violín. Algunas veces lo oíamos tocar desde el living de su casa: era como oír mil gatos maullando. Por eso los botijas del barrio cuando él jugaba en la calle le gritaban: ¡dejá la globa Rusito, chapá el violín. Con el violín disimulás la pata corta! Cuando terminamos la escuela fuimos juntos al Bauzá. Para entonces el Rusito tenía una novia. Marianela. Siempre la quiso, desde la escuela, y ella también. Marianela era una chiquilina de trenzas y ojos oscuros que vivía por Francisco Gómez y la vía. Ya en sexto se sentaban juntos y juntos hacían los deberes. En el primer año del liceo él pasaba a buscarla y la acompañaba al regreso.
 Fue en las vacaciones de julio, cuando estábamos en segundo, que Marianela se enfermó. Cuando veníamos del liceo él entraba en su casa y se  quedaba con ella. Le leía cuentos y le escribía versos. Leyéndole  a Machado, una tarde, ni se dio cuenta que Marianela... ya no lo oía.
Fue su primer gran dolor y aunque él trataba de disimularlo yo sabía de su sufrimiento. Íbamos y veníamos del Bauzá sin hablar. Yo hubiese querido decirle algo que lo animara, pero nunca encontré las palabras. Sin embargo, en esa época fuimos más amigos que nunca, y aunque la tristeza lo hacía aislarse de todos yo siempre lo acompañé. Él volcó entonces en el violín toda la pena que le dejara la pérdida de su amor adolescente. 
Salimos del Bauzá y fuimos al  I.A.V.A. Entramos juntos a la Facultad de Medicina. El Rusito tenía una gran vocación de médico. Pensaba hacer Pediatría y dedicarse a los  niños con Poliomelitis. Entonces los problemas políticos del país se fueron agudizando. Los estudiantes empezaron a ser acosados. Comenzaron las grandes huelgas. El Rusito no les daba importancia, pero el padre le pidió  un día que fuese a sacar el pasaporte y consiguió unas  direcciones en Europa, por las dudas. 
No se equivocó don Igor, al Rusito comenzaron a molestarlo. No sabía nada de política pero era hijo de ruso, ergo, era comunista. Se lo llevaron  dos o tres veces. Un día vino muy lastimado. Don Igor no esperó más, le sacó los pasajes, le dio las direcciones, todos sus ahorros y el violín.  Nos abrazamos muy fuerte en el Aeropuerto la noche que se fue.
 —Adiós, Rusito.    
 —Voy a volver. 
Y el avión se perdió en el cielo. Adiós.
       No volvió. Vivió en Austria con unos tíos orfebres. Abandonó la carrera de medicina, aprendió el oficio de sus tíos y trabajó con ellos. Siguió con el violín.
       Ayer don Igor me llamó para mostrarme el recorte de un diario que le enviara el Rusito desde el Viejo Continente. Bajo su foto leyó el siguiente texto: “Invitado por el gobierno de su país, el laureado Primer Violín de la Filarmónica de Viena, Sergei Radov, viajará en breve a la República Oriental del Uruguay, donde ofrecerá varios conciertos, iniciando allí una gira por las tres Américas.”
       Hoy, desde el costado de la Ruta 1, he vuelto a pisar las rocas junto al viejo lavadero. Bajo la moderna vía de hierro y hormigón que atraviesa el viejo parque,  amurallada por grandes piedras como enorme mausoleo, descansa para siempre mi vieja Playa Capurro.
Gritan las gaviotas molestas con mi presencia.
El Rusito vuelve. El mar susurra. Hay bajante.

Ada Vega, edición 2004 - 

lunes, 12 de abril de 2021

Cuento con martingala

 



El Negro Contreras era un individuo de poca prosa. Medido. Circunspecto.  Pero acertado en el decir y muy leído. No era  hombre de andar hablando no más por hablar, palabra que salía de su boca era palabra bien dicha, con tino. Pensada. Que en este mundo donde la mayoría de la gente pasa el día diciendo tanta guasada, cosas sin fundamento alguno, la parquedad del Negro era de elogiar. Para qué hablar de bueyes perdidos —decía—  si están perdidos, que queden.

 Encerrado en un mutismo terco no derrochaba plata que no tenía, ni palabras que sí tenía, pero que ahorraba como un avaro por si algún día tenía que echar mano y decirlas todas a la vez. Que el que guarda siempre tiene y para echar el resto en un apuro, se debe contar primero con un resto. Las palabras para el Negro Contreras eran para leer y guardar, no para andar desparramándolas por ahí sin ton ni son. Por ese motivo al pasar saludaba inclinando la cabeza, agradecía en el boliche levantando la copa y se despedía al retirarse tocándose la frente, cuasi un saludo militar.


A los hombres, dispuestos siempre a comentar sobre fútbol, política o mujeres, esa posición tan arbitraria no les caía muy bien. Alegaban que para conocer verdaderamente a un ser humano, no hay cómo oírlo hablar. Que la gente muy callada, decían, era de desconfiar y que los “mata callando” nunca fueron de fiar. Eso decían. De todos modos, aunque le buscaban la boca lo único que conseguían del Negro Contreras era un amago de sonrisa. Opinaban algunos que era un “pecho de lata” que al principiar una conversación por no ponerse a discutir soserías, le decía al contrario: —Será cómo usted dice. Y ahí quedaba la cosa. Que no fueron pocas las veces que por no hablar se vio envuelto en problemas.


En Rivera y Larrañaga, donde ahora está La Pasiva,  estaba en aquel tiempo el Bar  "Carlitos", de José y Amador. El boliche tenía un mozo llamado Ramón y un pizzero que vivía en el Cerro. Era el boliche del barrio y los que parábamos allí éramos todos conocidos. Una noche estábamos con el Dante Scaramo y el Carlitos Acosta tomando una cerveza,  cuando un forastero que había caído de paso, expuso con puntos y comas, el detalle de una Martingala  segurísima para ganar en la ruleta.


Según explicaba, sólo se necesitaba tener conducta. Era cuestión de ir todos los días al Casino y hacer la diaria. Trabajo astillero, decía. Según explicaba el forastero, el asunto consistía en apostar en primer y segunda en chance y cubrir ocho números a pleno en el paño de la tercera docena, dejando libres solamente cuatro números y el cero. —¡Una fija!, afirmaba sobrándose. Se gana poco, pero se gana siempre…o casi.  El bar estaba a full, los parroquianos escuchaban con gran atención mientras el hombre daba datos sobre lo que se podía ganar apostando tanto y cuanto.


A un costado del mostrador, tranquilo, el Negro Contreras tomaba su caña. Miraba de vez en cuando al expositor sin demostrar ningún interés en la charla. Ajeno. Al forastero le molestó la actitud del Negro, que rozaba su ego. Interpretó su silencio como reprobatorio de lo que estaba exponiendo, por lo que medio ofendido se le acercó y haciéndose el canchero le dijo que era un contrera.


Con otro personaje hubiese tenido problema, pero el Negro lo miró ni frío ni caliente, levantó la copa, la saboreó hasta el fondo, la dejó sobre el mármol y —¡Soy un Contreras!, le dijo, pagó y se fue. Al conversa lo descolocó, lo dejó bramando. Diga que los habitúes le aseguraron que efectivamente, el Negro era un Contreras.


Yo lo conocía de vista, pero me simpatizaba. Lo oí hablar por primera vez cuando los festejos de los quinientos años el Descubrimiento. En el barrio se estaba preparando una gran fiesta. 


 —Cosa de locos, festejar, dijo. Y  agregó: —Si Colón en lugar de desembarcar en Las Antillas hubiese desembarcado acá, los indígenas se lo hubiesen comido y otra sería la historia. Pero ni Colón sabía que el sur existe y los del norte siempre nos han jodido. 


 A los organizadores del evento los dejó con la boca abierta y pensando que tal vez no estaba muy errado. Cuando quisieron reaccionar, él daba vuelta la esquina, camino a su casa.


Los vecinos del barrio decían que era un tipo raro. Yo creo, más bien, que era un tipo inteligente. La política nunca llegó a preocuparlo. Ni los blancos,  ni los colorados, ni éstos ni aquéllos, que según decía era los mismos perros con distintos collares. Que el que tiene, siempre va a tener y el que no tiene, no tiene y punto, suban o bajen del gobierno los blancos o los colorados y esto ni Dios lo arregla, que ya alguien lo dijo una vez:“Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege  a los malos cuando son más que los buenos”, y entonces para qué, decía, ¡si ni Dios!


 El Negro Contreras nunca trató de convencer a nadie sobre un tema u otro. Solía escuchar en silencio lo que los demás comentaban, guardándose la opinión que le merecía. Tenía, eso sí, la pasión del fútbol, pero tanto iba al Paladino a ver a Progreso como al Franzini a Defensor. Le alegraban los triunfos de Peñarol y los de Nacional.


 Los manyas no lo querían de hincha y a los bolsilludos los desubicaba.


Una noche lluviosa de invierno venía en un taxi. Sentado atrás para no tener que hablar con el hombre de volante. El taxista, que no conocía el barrio, entró por una calle flechada en contra. El Negro, calculamos, pudo haber avisado con tiempo. También calculamos que por no hablar… el Fiat se dio de frente con un semi-remolque que iba para el Puerto.


El taxista la sacó barata, pero el Negro Contreras se fue sin decir ni ¡ay! Ya lo expliqué antes: el Negro Contreras era un tipo de poca prosa.


Ada Vega -  edición 2012 -

domingo, 11 de abril de 2021

La extraña dama

 


 Había llegado a la Estación Central  con el tiempo justo. No llevaba equipaje. Corrió anhelante por el andén y en el momento exacto en que el  ferrocarril  comenzó a moverse, ascendió por el último vagón. La noche sin luna, fría  y estrellada, cubría la ciudad.

Bajo un amplio tapado, se sentó junto a la ventanilla de Segunda Clase. La luz difusa de las lamparillas desdibujaba las sombras, confiriéndole al vagón una visión casi irreal. Altos asientos esterillados ofrecían a los pasajeros  una exigua comodidad.

             Sólo tres personas compartían el lugar: ella, un muchacho vendedor de escobas y un paisano que seguramente volvía a sus pagos. El tren hizo su primera espera en la Estación Bella Vista donde subieron varias personas con valijas, paquetes y cajas atadas con cuerdas. Luego avanzó cansino sobre los durmientes hasta la Estación Yatay, donde subieron más pasajeros.

           Una señora gorda con un par de bolsos, dos niños y un gato, ocuparon el asiento frente al suyo. La señora acomodó los bolsos y saludó: buenas tardes. La extraña dama miró de reojo al gato que, molesto, refunfuñó un maullido. Al llegar a la Estación Sayago  los niños dormían, el gato se revolvía inquieto esquivando su mirada, mientras la señora gorda tejía, en rosa,  una delicada batita de bebé. La locomotora  dejó atrás la ciudad para abrirse paso hacia  el silencio de la noche, que abrigaba los campos dormidos.            

           A pesar de haberse anunciado, no estaba muy segura de ser esperada. Para acortar el viaje intentó dormir un rato. La oscuridad comenzó a disiparse. Cuando despertó, una suave claridad anunciaba la aurora. Miró hacia afuera y permaneció absorta ante el nacimiento del nuevo día.  El tren avanzaba sinuoso entre los cerros de piedras. Un sol  tenue, que despuntaba hacia el este, arrancaba reflejos al pedregal como si miles de gemas se hubiesen esparcido sobre los cerros.  El día se desperezaba. La señora gorda sacó de uno de los bolsos un termo azul y sirvió café con leche a los niños. La  extraña pasajera, en tanto, observaba distraída un campo de labranza que se extendía hasta perderse en la fina línea del horizonte.

        Recordó entonces a Horacio Guerra. Lo había conocido, hacía ya muchos años, cuando dos vehículos protagonizaran un trágico accidente en una de las rutas del país. Ella estuvo allí. Recordó al joven malherido. Estuvo tan cerca que podía sentir su aliento, su respiración entrecortada. Recordó que él también la vio y la reconoció. Que intentó acercarse para besar su frente. Recordó que la Vida la apartó.

         Desde entonces habían pasado muchos años. No  había vuelto a verlo. Tal vez la habría olvidado. Tal vez, a pesar de haberse anunciado, ni siquiera la estaría esperando.

         El tren corría con trote placentero sobre un campo verde que se perdía entre montes de eucaliptos  y pequeñas ondulaciones. Casitas blancas, a lo lejos, brillaban al sol del mediodía. La señora gorda con los niños y el gato habían bajado hacía ya un par de estaciones. En el vagón sólo quedaba ella. Mientras sobre la locomotora se elevaba una nube negra de humo, el tren quejumbroso llegaba jadeante a la última estación.

       La pasajera  abandonó el vagón, atravesó el andén y luego, con paso seguro, comenzó a recorrer las calles del pueblo. A esa hora el hospital se encontraba adormecido y en silencio. En una pequeña sala blanca,  Horacio Guerra peleaba la vida. Rodeado de familiares se encontraba solo. Tan solo como se puede estar al final del camino.

      El anciano dormitaba sereno. Presintió la llegada de la viajera y entreabrió los ojos. Reconoció a la dama que un día en la ruta, a pesar de haber estado tan cerca, se fue sin esperarlo. 
     Nuevamente se encontraban, ella estaba allí, esta vez no se iría sola. Había venido solamente por él, desde un mundo de distancia. La extraña dama se acercó al enfermo, y la Vida se apartó.

     En la estación, la campana del tren anunciaba su regreso.

 
Ada Vega, edición 2012 -

Pasional

 





La casa de Parque del Plata  la alquilamos, el primer año de casados,  para pasar las vacaciones de verano. Era una casa de bajos, sobre la rambla, frente al arroyo Solís a cuatro cuadras de su desembocadura. Una linda casa, cómoda, de fondo con parrillero bajo los árboles. Durante dos o tres años pasamos allí,  con mi esposa Sonia, el mes de mi licencia anual. Después, cuando nacieron mis hijos Álvaro y Noelia, decidimos, en lugar de alquilar por un mes, hacerlo por los tres meses de verano para que los chicos disfrutaran por más tiempo de la playa y del sol. Ya había comprado el auto y viajaba todos los días hasta mi trabajo. En aquella época estaba empleado en los escritorios que unos  estancieros, concesionarios de lana, tenían  en Agraciada y Buschental.
Un día decidimos, con Sonia, alquilar la casa por todo el año. Hablamos con los dueños y comenzamos a pasar allá largas temporadas. Habíamos terminado de pagar la casa de Williman, los chicos estudiaban y llevábamos una vida feliz. Y creí que eso era todo.
¡Qué equivocado estaba! Eso fue sólo el principio.
 Recuerdo que  acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando en  la oficina decidieron tomar tres empleados más para agilizar un poco el papeleo, dijeron. Pusieron un aviso en el diario y se presentaron más de treinta jóvenes de ambos sexos. Seleccionaron  a tres de ellos: Aníbal, Elena y  Noel. Noel quedó en mi sector. Tenía dieciocho años y la belleza y el desparpajo de la propia juventud.  Su entrada a la oficina me inquietó. Traté, por lo tanto, de  enfrascarme en mi trabajo e ignorar su presencia. Fue inútil.
 Durante todo el tiempo que pude intenté negar el sentimiento que crecía y me ahogaba cada día más. Me lo negué a mí y lo oculté a los demás.
Noel revoloteaba todo el día  alrededor mío. Preguntaba mil cosas del trabajo que decía no entender. Me hablaba de su casa, de sus plantas. De su mamá. De la película que había visto el sábado y de la comida que comió el domingo.
 Su hostigamiento no conocía la piedad.

Yo no quería que me contara nada.  No quería que me hablara. Que me mirara, entrecerrando los ojos, mientras tamborileaba con los dedos  sobre su escritorio. Que  bebiera coca por el pico de la botella con sus ojos fijos en mí.  No quería. Que pasara la punta de la lengua sobre sus labios o jugara con la lapicera en la boca, haciéndola rodar sobre sus dientes. Que siguiera mirándome.  No quería. Que me sostuviera la mirada desafiante. Juro que no quería. Me resistí. Juro que me resistí.

Yo era feliz  en mi casa, con mi mujer, con mis hijos. Con mi perro.
 Empecé a ponerme irascible, nervioso. Discutía con Sonia por cualquier tontería, culpándola siempre a ella de nuestras continuas disputas. A no soportar a mis propios hijos a quienes amaba. No poder, por las noches, conciliar el sueño. Esperar que amaneciera el nuevo día para escapar de la cama y de la casa que me asfixiaban. Salir como un poseído, a caminar por la playa.  Caminar, caminar, aturdirme...caminar...
 Muchas veces íbamos solos para Parque del Plata. Mis hijos ya estaban grandes, tenían sus compromisos, sus amigos, y preferían quedarse en Montevideo. Yo me quería ir de cualquier manera. Necesitaba pasar todo el tiempo posible  junto al mar que siempre ha calmado mis nervios. Alejarme de aquel círculo agónico que cada día se cernía más sobre mi conciencia. Sonia, ajena, inocente, me acompañaba feliz. Iba conmigo adonde yo fuera. Ella fue siempre incondicional mía. Me amaba.
Una tarde Noel me preguntó si cuando saliéramos podía ir conmigo hasta Las Toscas, pues iba  a la casa de una amiga a pasar el fin de semana. Traté de inventar una excusa creíble y oí su voz que me urgía: ¿me llevás? Desconocí mi propia voz cuando le contesté: sí, te llevo. Subió conmigo en el auto. Llevaba su cabello largo atado con una gomita sobre la espalda. Un vaquero desflecado, una remera descolorida y una mochila negra enganchada al hombro. Parecía más joven de lo que era en realidad. Tomé la ruta sin hablar una palabra. Noel tampoco hablaba. De todos modos, no necesitaba mirar su rostro para imaginar la expresión de triunfo que reflejaba. La tardecita estaba fresca, pero no como para que se acercara tanto a mí. Casi me impedía manejar. Miré sus manos de uñas recortadas, casi rentes, jugar con los botones de la radio.
 Antes de llegar a Salinas dijo que tenía frío y se apretó a mí con impudicia. Había oscurecido. Entré por una de las calles deshabitadas del balneario y detuve el auto. Noel se soltó el pelo. Su boca se entreabrió en una sonrisa de dientes blancos. Perfectos.
Su boca hambrienta.
Lo que sucedió después fue un vértigo alucinante que nubló mis sentidos, mi razón. Borró de un soplo la vida pasada y dejó ante mí un abismo  como única opción. En el que caí. Vencido. Sin oponer resistencia. Que en un lapso  que  no puedo en este momento discernir,  me llevó a entregar la casa de Parque del Plata y alquilar en el Centro un apartamento para Noel. Pasé, desde entonces, a llevar una doble vida. Comencé a faltar noches enteras  de mi casa, algo que nunca había hecho antes. Inventé salidas al interior  por asuntos de trabajo. Horas extras, balances urgentes. El asunto era escapar, del que por años había sido mi hogar, para pasar unas horas en compañía de  Noel.
Mi mujer, que creía en  mí a  pie juntillas, jamás dudó con respecto a las distintas artimañas que yo fraguaba ante mis continuas deserciones. No obstante, estaban mis hijos. Ellos comenzaron a dudar. Anduvieron averiguando. Una tarde fueron a esperarme al trabajo y me siguieron hasta el apartamento. Como  demoraba  en  salir del edificio subieron y tocaron timbre.  Noel abrió la puerta. Llevaba sobre su cuerpo solamente un pequeño short con el botón de la pretina desprendido y los pies descalzos. Detrás estaba yo.  Los muchachos de una sola mirada entendieron todo. Recuerdo que intenté hablar con ellos, pero no  quisieron escucharme. Dieron vuelta y se fueron casi corriendo. Aún puedo ver sus rostros demudados, sus ojos empañados fijos en los míos.
 Aún siento el cimbronazo de su dolor.
 Le contaron todo a la madre. Volví a mi casa, después de varios días, a buscar mi ropa.  Mi mujer estaba destrozada. Fue una situación muy penosa. Yo tenía poco que decir y ella no quiso saber nada. Me fui consciente del dolor que infringía a mi familia. Pero no me importó. Por mucho tiempo no supe de ellos. Después me enteré que Sonia estuvo enferma, que cayó en un pozo depresivo del que le costó mucho reponerse. Hasta que hace unos años se fue del país. Mi hijo, Álvaro, había conseguido trabajo en España y en cuanto pudo alquilar una casa mandó buscar a la madre y a la hermana. Nunca más supe de ellos.
 Reconozco que para muchos es ésta una historia amarga, de la que soy único responsable, pero es la vida que elegí llevar. Tal vez usted  piense que soy un monstruo, un maldito. Sin embargo, no soy una mala persona. Me considero un hombre de bien. El daño que le hice a mi familia no lo pude evitar. Créame. Con Noel viví una maravillosa locura. Fuimos rechazados muchas veces por la gente. Vivimos recluidos. Cambié varias veces de trabajo. Pero nada de eso fue obstáculo que impidiera nuestra dicha. Nos bastaba con estar juntos. Nada más. Así transcurrieron veinte años.
 Una mañana despertó y se abrazó a mí. Voy a morir pronto,  me dijo, pero no quiero que sufras, yo te estaré esperando y volveremos a estar juntos. Al escuchar sus palabras sentí que se me helaba el corazón. ¿Qué dices? ¿Quieres volverme loco?, le grité. Noel  se apartó y comenzó a reír con aquella entrañable risa suya que calmaba mis enojos, mis dudas,  mis miedos. ¡Tonto, me dijo, es una broma! Yo no voy a morir nunca. ¡Jamás te dejaré! Seis meses después moría en el hospital  víctima de un virus, una enfermedad extraña que los médicos desconocían. Tenía treinta y ocho años.
Parecía dormido en la blanca cama del hospital. Tenía su mano entre mis manos, su mano aún tibia, con las uñas recortadas casi rentes.
No lloré, no grité ni maldije. Estaba vacío por dentro. Estaba más muerto que él. Y así sigo. Esperando que la parca venga a buscarme para volver con Noel. Mi Noel. El muchacho desfachatado que entró a mi  vida sin permiso y se quedó para siempre. Por quien no me importó perder a mi mujer,  mis hijos, mis amigos, mi trabajo. Por quien me vi obligado a  comenzar una nueva vida.
Afrontando  a  la gente. A mis prejuicios. Enfrentando a Dios.

Ada Vega, edición 2004-