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viernes, 22 de enero de 2016

La cita



 La tarde de marzo comenzaba  a disiparse  tras los edificios de la rambla. En la arena de la playa jugaban algunos niños. Varios veleros a lo lejos y en el horizonte, cargueros en el antepuerto.  En la acera opuesta, junto a los edificios,  Julio Miraflores  se dirigía inseguro hacia la cita.
  —Estaré sentada en la rambla frente a la plaza  —había dicho Luisa—, llevaré  un vestido azul.
 Al principio Julio se había alegrado, hacía ya tiempo que sentía curiosidad por conocer a la mujer. Sin embargo, llegado el momento de la verdad, no estaba tan seguro. Pensó en su vida pasada, los años de matrimonio con Laura.
 Se habían conocido muy jóvenes y se casaron enamorados. Trabajaban juntos en las oficinas de una empresa exportadora. Julio en poco tiempo obtuvo varios ascensos  que lo llevaron a un puesto importante, con muy buen sueldo. De modo que Laura en su primer embarazo dejó de trabajar. Julio piensa que en esa época comenzó el deterioro de su matrimonio. Ambos se habían acostumbrado a gastar sin control. Un día se dio cuenta de que estaban sobregirados. Las cuentas no daban. Su sueldo ya no alcanzaba. Comenzó a invertir en negocios no muy claros que lo  fueron llevando a la ruina. Nunca le confesó a Laura que estaban pasando dificultades. Nunca lo conversó con su mujer a fin de bajar los gastos y llevar una vida acorde a su salario. Cuando comenzaron a rebotar los cheques, cuando no tuvo más remedio que vender el auto, recién entonces Laura quiso saber qué sucedía, y Julio se animó a confesar que estaban en quiebra, que se habían excedido en los gastos. Ella no entendió, no quiso saber, no le perdonó su mala administración y volvió  con los niños  a la casa de sus padres. Julio vendió la casa, pagó sus deudas y comenzó de nuevo. Ya habían pasado 10 años. Laura nunca quiso volver.
Atardecía. Un viento suave soplaba desde el mar. Luisa estaría esperando. No quería ilusionarse, pero sería bueno volver a creer en el amor.
 Poca gente paseando por la rambla.

—Llevaré un traje gris y un diario bajo el brazo, —le había dicho él.
 Luisa esperaba ansiosa esa cita. Tal vez no era demasiado tarde. Quizá habría valido la pena esperar tantos años para que al fin el Amor le hiciera un guiño. Luisa fue única hija de un matrimonio mayor.  Criada con mucho amor, llevó una niñez y una juventud feliz  rodeada de amigas y compañeros de estudios.  Hasta que sus amigas comenzaron a casarse y ella  a quedar relegada. Nunca un hombre la pidió en matrimonio, nunca un hombre le dijo que la amaba y quería vivir para siempre a su lado. Al cabo,  sus padres se fueron de este mundo y  quedó sola.
Dijo llamarse Julio, se conocieron en la Web, estaban en un grupo de Amantes del Cine. Comenzaron coincidiendo en las películas que habían visto, en la música que preferían.  Después comenzaron a comunicarse directamente y conversar de ellos, contarse sus vidas. Se conocían, sin conocerse. De  modo que un día él le pidió una cita y ella  se sintió feliz. Durante toda una semana sólo pensó en ese encuentro. Tímidamente  comenzó a forjar una esperanza
Se vistió con esmero, se maquilló y  se miró al espejo. La imagen que le devolvió le agradó. Miró el reloj, la tarde estaba cálida, el sol comenzaba a ocultarse detrás de lo edificios. Se dirigió a la cita.

Desde lejos la vio sentada con su vestido azul. Miró el reloj, era ya la hora concertada y no quería a ser impuntual. Bajó el cordón de la vereda y comenzó a cruzar la calle. El automóvil venía a gran velocidad. Él no lo vio. Y el conductor no tuvo tiempo de maniobrar. 
 ¡Qué linda mujer es Luisa!. Es como la imaginaba, fina, delicada.  El viento juega con su pelo y la despeina. Ya no  se siente  inseguro ni confundido, apura el paso. Las primeras estrellas comienzan a parpadear. Ha llegado a la cita.
—¡Luisa!, perdón se me hizo un poco tarde…Luisa…al fin nos conocemos…soy Julio… Julio, Luisa…Luisa…

La noche bajó de golpe. Los focos de la rambla se encendieron. El viento se hizo más frío. Julio vacila. ¿Qué sucede? Comprende que llegó un poco tarde y se disculpa. Ni él mismo entiende porqué se atrasó. De todos modos, nada importa, solo quiere estar con ella, ya se conocen y no quiere perderla.
 —¡Luisa!...Luisa...

Luisa decidió no esperar más. Dedujo que el destino nuevamente se había burlado. Por última vez  giró su cabeza  hacia un lado de la rambla, hacia el otro lado.   Nada, nadie. Los últimos paseantes se iban retirando. Suspiró, se puso  de pie,  y comenzó  a alejarse cabizbaja. Resignada. 

lunes, 18 de enero de 2016

Fue un carnaval




    Yo siempre quise ser cantor.  En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró.
    De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos tablados: el “Se hizo” y el “Aurora”, muy cerca uno de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas. La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre presentación y retirada, “dragoneábamos” a las chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi vida.
     Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con  María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era. Me enamoré de ella aquel carnaval.
    Ese febrero fuimos novios “de ojito”. Por ella me gasté el sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla sólo a ella, una noche casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro. Yo observaba con mucha atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado, cantaba poniendo el alma:
“Barrios uruguayos, barrios de mi vida
hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción.
Barrios uruguayos lindos barrios nuestros
siempre van prendidos a mi corazón.”
    Como ya les dije, yo quería ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía, por lo tanto ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al maestro:.. “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...”  Sólo me faltaba la oportunidad, que se podía dar en cualquier momento; ¿o no?. Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro. Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París.
    Aquel Carnaval pasó. María Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo  esquives con los horarios de mi trabajo.
   Una tarde muy fría, a mediados del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo cuando entraba a la “Poupée”.
-¿Puedo hablar con  usted?
-No, no. Ahora no puedo.
-¿Y cuando?
-El domingo, cuando salga de Misa.
   Creí que al domingo lo habían borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin  llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar.
    Todavía no me había recuperado del efecto causado por  su contestación, cuando volví a oír que me decía:
-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée.
Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:
-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine!
Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:
-Tenés que hablar con mi papá.
-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)
   Les diré que María Inés era hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con zaguán  y cancel. Y auto. Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de “mi novia” a pedirle su mano al padre.
   Cuando estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.
-18 años.
-¿Trabaja?
-En la Ferrosmalt.
Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con futuro, y le dije:
-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento...
 No me dejó terminar mi exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:
-¿Cantor?  Y ¿qué canta?
-Tangos.
   El señor se puso rojo. Se desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.
-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crié a mi hija para que se me case con un cantorcito de tangos!
   Como era joven pero no necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval.
    Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacía atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me vuelve a la realidad:
-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita?
   (No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!
“Barrios uruguayos, barrios de mi vida
Hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción
Barrios uruguayos, lindos barrios nuestros
siempre van prendidos a mi corazón”.


Ada Vega 1999