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sábado, 12 de diciembre de 2015

El collar de caracoles



Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un  viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar  sobre la arena erizada. De todos modos en cuanto llegamos salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura. Los cangrejos se escabullían entre las grietas   barridos por el agua. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. El océano comenzó a rugir, ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que  caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno.  Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce uno  lo pequeño que es el ser humano frente a  la fuerza devastadora  del océano. De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse. Andrés dijo que era hora de almorzar de modo que volvimos sobre nuestros pasos,  pasamos junto a las barcas de los pescadores donde algunos de ellos trabajaban con las redes, otros calafateaban o ajustaban  los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido.
 A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. Todos los veranos compraba algo para mí y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa.
Ese medio día  pasamos por allí. Andrés se había adelantado un poco y  me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención  un collar  con siete  caracoles. Eran seis caracoles nacarados,  de distintas formas pero de igual tamaño, unidos cada uno con un arito a una cadena de plata. En medio de los seis lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. El collar me encantó. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para  estrenarlo, esa misma noche,  en una cena especial que teníamos programada con Andrés.
Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y  a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una  botella de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar  la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella  y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados.
Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar  aquella noche y que cuando, al día siguiente, fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido.
Ese collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días.
El vínculo amoroso entre Andrés y yo comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios altibajos. Andrés demostró siempre ser  un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros quince reformarla. Llevábamos seis años de casados, cuando nació nuestro primer hijo. Porque yo decidí un día no esperar más. A los ocho años de  casados nació el segundo varón y  a los diez años nació Camila. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar lo que nos iba sucediendo. Ayudarnos si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de  nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita. Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante, que me dijo se llamaba Atilio. Por años lo tuvo. Se había enamorado de verdad del hombre. Pero él era casado. Ella decía que él la amaba aunque no habló jamás de separarse de su mujer, ni tampoco de abandonarla a ella. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba toda la historia de su amor prohibido. Al principio la aconsejaba era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba enamorada y no aceptaba consejos. Corrieron los años y para mí, la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté, más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me dijo, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas cosas  que tenía de él, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. ¿Un collar? Le dije. Sí, me contestó, un collar que me trajo  hace años al volver de unas vacaciones. ¡ Me lo habrás visto! añadió. No me acordaba si me contó o si se lo vi  alguna vez. Micaela tenía muchas alhajas que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. En fin, eso pasó; yo le dije que me alegraba de su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie.  Le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila.
Esos días previos a la fiesta anduve muy  complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar.
El mismo día de la fiesta buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La he visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guarda planos y proyectos y, semioculto, al fondo de un estante,  encontré un estuche azul, que arriba decía: Punta del Diablo. Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar.
 Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano, de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Patín





No había cumplido los 18 años, cuando la Rocío saltó de La Teja al bajo. Nacida en cuna de avería empezó a caminar de chica y, caminando, llegó a Juan Carlos Gómez y Piedras. Y se quedó.
   Era hija de Floreal Antúnez, apodado el Manso, un cafiolo fracasado, chorro de poca monta que una noche, en una batida, terminó en gayola y con un balazo en la canilla debido a que  el  botón que lo corría tropezó con una baldosa floja y se le escapó un tiro. Quedó rengo de por vida y sin posibilidad de escalar muros, ni de salir rajando ante el grito de: ¡araca, la cana! Sin laburo y maltrecho recién logró subir un escalón entre el malandrinaje que empezó a tenerle un poco de respeto, cuando se casó con la lunga  Aurora Cortés. Una mechera de abolengo. ¡Ligera como  ninguna! Se daba el lujo de entrar a las tiendas del Centro vestida de sierva y salir como la esposa de un doctor. Nunca la pescaron in fraganti, ni visitaba dos veces el mismo comercio. ¡Sabía su oficio la flaca Aurora!
    Enemistada con las fábricas donde laburaban sus hermanas, odiaba los telares y las ollas populares. Siempre creyó que su  intelecto estaba para algo más redituable que las ocho horas  hacia donde nunca se dejó arrastrar. Rechazó de plano el yiro, que no iba con su decencia, despreciando a los macrós verseros que viven del cuerpo de una mujer. No tuvo sin embargo la suerte de encontrar en su camino a un guapo yugador que le arrastrara el ala, con quien vivir sin sobresaltos.   De modo que, sin mucho espamento, se dedicó a perfeccionar el arte del afano hasta llegar a dominarlo. Y hubiese podido llegar lejos y hacer mucho vento si hubiera seguido sola. Pero un día conoció  al Manso que le chamuyó de ternura  —único hombre de su vida a quien amó de verdad—, y se perdió.
    Juntaron sus desventuras, se casaron, y se dedicaron a criar hijos con la esperanza de verse reflejados en ellos. Y así les nacieron cinco, cuatro varones y la Rocío. Para entonces el Manso no pasaba de robar morrones en la feria y a la Aurora las alarmas de los supermercados, le truncaron la carrera. Fue así que, sin  abandonar por completo el choreo,  pasó el resto de su vida al servicio de su marido y de los varones que trajo al mundo, muchachos pintunes, bien empilchados: asiduos visitantes a la seccional del barrio.
Tres de ellos eran carteristas cualunques. Lanzas. Rateros. Hacían la diaria. Pero el más chico, gran visionario, se interesó por la importación y la exportación. Su familia afanaba para no trabajar. Él trabajaba para afanar. Consiguió entrar  a la estiva del Puerto y en poco tiempo se hizo tan hábil, que en el barrio llegamos a pensar que se estaba trayendo el Puerto de a poco y que un día veríamos un par de buques anclados en el frente de su casa.
     Y en ese ambiente nació la Rocío, que para sacar a flote su existencia hizo lo que mejor sabía hacer. Gurisa muy bonita, supo desde muy chica que la plata está en la calle y que sólo hay que salir a buscarla. Y ella salió. Y la encontró. Paraba los relojes cuando llegaba al barrio vestida de vampiresa, con zapatos altos de pulserita, cartera plateada colgada al hombro a lo guarda y la boca pintada en forma de corazón. Se bajaba de un Citroen negro en la puerta de su casa, revoleando  la cartera y acompañada de un facha encadenado, que lucía semejante sarzo en el anular derecho y reloj con cadena, del cinto al bolsillo del pantalón. Rufián de medio pelo, pulido y aceitado gracias a la  Rocío.
   El fiolo arrugaba trajes de alpaca y camisas de seda, desprendidas hasta la mitad del pecho, para poder lucir su terrible cadenaje de oro, que en el barrio dejaron boquiabiertos a más de un pinta. Usaba botas de punta fina y taquito, patillas, y en el índice de la zurda tintineaba un llavero con tres llaves: la del Citroen, la del bulín y la de una celda del primer piso de la cana de Miguelete, donde alternaba sus estadías por hurto y rapiña con la de trata de blancas y afines.
    El camba, que tenía cierto cartel entre el ambiente del escolazo, copó la banca el día que empezó a administrarle los bienes a la Rocío. Pasó del conventillo a vivir en telo de superlujo por 18 y Cuareim. A fumar extra largos L. y M. y a desayunar Ballantines on the rocks. Un día la Rocío se dio cuenta que su administrador la estaba timando. Que la que yugaba era ella y que el fiolo vivía encurdelado y encima la engañaba con otras minas. Ni corta ni perezosa le tocó la polca del espiante  y se quedó solari. Dueña y administradora de su propio negocio. Y pelechó. Cambió el Citroen por un Cadillac descapotable y ante la envidia de todos nosotros, llegaba al barrio manejando y acompañada de un perro peludo de Afganistán. Llena de brillos y pedrerías.
   Las vecinas que criaban a sus niñas en el más puro recato, la ponían como ejemplo del mal.  A la espera de que una vuelta de tuerca la volviese a dejar en la vía. Para que las niñas aprendieran que: en la vida lo que vale es la decencia; que quien mal anda mal acaba; que quien vive en pecado termina mal. O sea: que el crimen no paga.
   Los hombres no opinaban. Se babeaban disimulando y la miraban con ojos lascivos, sin poder ocultar que la deseaban, concientes, sin embargo, de que sus haberes no les permitían ni acercarse a la naifa. No pasaba lo mismo con los muchachos de su edad, de quienes fue compañera de escuela. Ellos la aceptaban como era y la trataban como a una más.
   Por años la Rocío bancó a sus padres a quienes jamás dejó a la deriva. Que yo recuerde nunca perdió su belleza ni su posición. Cuando los viejos murieron dejó de venir al barrio y no la volvimos a ver. Se empezaron entonces a correr mil rumores que se daban por ciertos y que todos creímos: que una noche en el bajo un chino la asesinó; que en un accidente quedó con la cara desfigurada; que vivía en Italia, vieja y en la ruina; que la habían visto pidiendo limosna en la Catedral; que...


Por eso me alegré y me reí a carcajadas cuando anoche vi en la tele,  recibir con todos los honores, a un ministro que llegaba al país acompañado de su esposa: la Señora Rocío Antúnez Cortés.

Ada Vega, 1997

lunes, 7 de diciembre de 2015

Mujer irónica y mal pensada


Desde que la conoció Aníbal le había dicho a Clemencia  que era irónica y mal pensada; y que esos eran  atributos que él no soportaba en una mujer. Que la mujer usaba la ironía para sentirse inteligente y superior, le decía, y eso de que una mujer se creyera inteligente y superior a un hombre, era  algo que en la vida no se podía soportar. Y menos él.  Igual se hicieron novios porque él pensó que un día se tendría que casar con alguien y que su casa quedaba de paso para ir al trabajo y para el boliche donde noche  a  noche  se reunía con amigos a jugar a las cartas.
De modo  que  un día, después de pasar varios inviernos aburriéndose en el bar con los pocos amigos que iban quedando solteros, decidió comprar una televisión a color y casarse con Clemencia. Y Clemencia, que ya había pasado los treinta, aceptó casarse con Aníbal aún sabiendo que el muchacho no era lo que se dice un buen partido, ni la sacaría jamás de pobre, pero que, sin embargo, le permitiría al fin ser dueña de casa y manejar su vida como le viniera en ganas.
La pareja llevaba largos años de novios, el ajuar comenzaba a ponerse amarillento, de manera  que dejando a un lado el formulismo, se casaron un sábado de Semana Santa con el altar  de la iglesia  en penumbras y los santos tapados con trapos negros.
 —Arrancamos mal, dijo ella, cuando se enteró lo de los santos y que las arañas de caireles no se encenderían por ser Sábado de Gloria, el día elegido para la boda.
—Pará con la ironía, le dijo Aníbal.
—Ironía es casarnos vos y yo, le contestó ella, y para colmo: un sábado de gloria. Se casaron, al fin, con la bendición de Dios,  consientes que se aceptaban pero no se amaban como deberían; y se fueron a vivir a una casa de bajos que alquilaron en el mismo barrio donde ambos habían crecido.
 La televisión la colocó Aníbal  sobre la cómoda, a los pies de la cama. Al volver del trabajo venía derechito a acostarse y encender el aparato. Ella cocinaba, hacía las compras, ordenaba la casa. No miraba televisión. Se acostumbraron a vivir él en el dormitorio y ella en el resto de la casa. Por la noche dormían entrelazados después de hacer el amor. En ese tiempo no tuvieron hijos porque los hijos no estaban en el propósito   de ninguno de los dos.
 Como a Clemencia le empezó  a sobrar el tiempo, pues fue siempre una mujer muy dinámica y laboriosa decidió, por su cuenta, abrir un negocio que pudiera atender ella sola. Por lo tanto desocupó una pieza del frente, hizo colocar unos estantes, un mostrador  con cajonera y organizó una pequeña mercería para vender botones, hilos, puntillas y esas cosas. Aníbal no opinó ni a favor ni en contra. Confiaba plenamente en Clemencia y lo que ella decidiera hacer con su tiempo contaba, desde el vamos,  con su  aprobación. La joven ya había demostrado que era voluntariosa y emprendedora. Así que la dejó hacer. Y el negocio  poquito a poco comenzó a rendir.       
No obstante su nueva actividad, Clemencia  no dejó  de atender su casa y su marido. Mientras, él seguía con su trabajo en el Ministerio y su televisión a color. Cuando se encontraban de noche en la cama matrimonial ella le contaba los progresos de su negocio, y los proyectos. Él la escuchaba durante las tandas y la apoyaba en todo. Después, apagaban la televisión,  se entregaban a alimentar el amor y se dormían entrelazados. Aníbal nunca hacía preguntas. Ella dedujo entonces que a él no le interesaba lo que hacía ella con su vida. Por lo tanto dejó de contarle lo que hacía y le sucedía. Y él, entusiasmado con la programación de los ochenta canales, ni cuenta se dio.
Un día Clemencia decidió mudar la mercería para un lugar más grande y más céntrico. Encontró sobre la avenida principal un: “local con pequeña vivienda”. Contrató a una persona para que la ayudara a organizarse   y  una radiante mañana de enero inauguró la nueva: Mercería del Centro.
 Se empezaron a ver menos con Aníbal. Al principio, al mediodía salía corriendo de la mercería para cocinarle algo de apuro. Después, le traía directamente comida hecha. Al final la pedía por teléfono y del restaurante de la esquina se la alcanzaban. Fue cuando  empezaron a verse solamente por la noche cuando ella venía a dormir. Entonces Clemencia, como tenía lugar en el local de la  mercería, y para no perder tiempo en idas y venidas, comenzó a llevarse la ropa, sus cosas personales y  algunos enseres como para cocinarse algo rápido mientras atendía el negocio.
 Y un día se fue del todo. Se separaron sin pelear. Sin discutir. Sin motivo. Ella dejó de venir a la casa a encontrarse por las noches con su marido. Él comenzó a extrañarla  pero, justo,  en esos días, los canales de la tele anunciaron en la nueva programación el Campeonato Mundial de Fútbol.
Clemencia dejó de ir a su casa casi sin darse cuenta. Terminaba las horas de trabajo cansada, tenía que cocinar algo para ella, aprontar cosas para el día siguiente. Decidió  tomar una empleada para que la ayudara en la mercería. De todos modos, lamentó que su marido no hubiese venido nunca a acompañarla, o a buscarla para regresar juntos al hogar. Una noche se encontraron en el mismo restaurante comprando comida. 
 —¿Cómo hiciste para levantarte de la cama y dejar sola la televisión? —le preguntó  Clemencia. 
—Sabés que no me gustan las mujeres irónicas —le contestó Aníbal. 
—Sos un delirante —afirmó ella. 
—Nunca me lo dijiste cuando de noche venías a dormir conmigo —respondió él.
—¿Me extrañás? —quiso saber ella.
 —No —le contestó él—, y al mozo:
 —Milanesas con fritas para llevar.
 —Para  dos — agregó Clemencia—, con ensalada mixta y una botella de vino.
Siguieron viviendo separados, Aníbal en la casa de ambos y Clemencia  en la mercería. Volvieron, sin embargo, a dormir por las noches juntos y entrelazados hasta pasados los ocho meses, cuando ella dejó de trabajar y se quedó en la casa para esperar el nacimiento de su primer hijo.
Luego, pasaron quince años. En el ínterin tuvieron tres hijos. Clemencia aún mantiene  la mercería sobre la avenida. La ayuda una empleada. No volvió por las noches a quedarse  en su negocio. Aníbal y los chicos la necesitan más que nunca en la casa. Los tiempos cambiaron. Son otros tiempos.     
Tampoco conserva Aníbal sobre la cómoda, a los pies de la cama, aquella televisión a color de los primeros años de casados. Ahora, allí, al firme y encendido, se encuentra un Televisor con retroiluminación LED, 48”, HD, pantalla de alta definición, 280 canales activos y sonido stéreo SRS WOW. Con resolución Full HD, Wi-Fi Integrado, control por voz y movimiento, conexión USB. SRS WOW. 

Ada Vega, 2007