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sábado, 18 de abril de 2020

No, no y no



—No, no y no.
—Pero escuchame, mi amor.
—No, Jorge, no insistas.
—Pero es que no es asunto mío, me mandan del trabajo, no puedo decir que no voy.
—Mirá, Jorge, si vos este fin de semana te vas a Punta del Este yo me voy  con los chiquilines a la casa de mi madre ¡y no vengo por un mes!
—No seas caprichosa, soy el encargado de la sección, tengo que ver como marcha el trabajo allá. Me manda el gerente de la compañía ¡tengo que ir!
—¿Y por qué el fin de semana?
—Ya te expliqué, el trabajo hay que terminarlo, se va a trabajar todo el fin de semana.
—¿Y por qué no mandan al jefe de sección?
—Porque el jefe de eso no sabe nada, estoy yo a cargo del trabajo.
—Pero vos no vas.
—Decime, ¿a santo de qué tengo que darte tantas explicaciones, si vos no entendés  nada? ¿De qué tenés miedo? ¿De que me quede a vivir en Punta del Este?
—No, tengo miedo que, con el cuento del trabajo que te mandan hacer,  te vayas a pasar el fin de semana con alguna ficha amiga tuya.
—¿Qué decís, mujer? ¿Qué amiga tengo yo?
—No sé, pero a mí no me vas a agarrar de estúpida como el Víctor a su esposa, con esa mona que tiene de amante.
—¿Y yo qué tengo que ver con Víctor? Él es él y yo soy yo.
—¡Mirá qué letrado estás para defender a tu amigo!
—Yo no defiendo a nadie, cada cual hace su vida. Si Víctor tiene otra mujer por algo será. Buscará por ahí lo que no tiene en su casa.
—¿Cómo es eso? A ver, a ver, explicámelo mejor.
—Que si en la casa no es feliz con su mujer, busca otra y chau.
—¿ Por qué no es feliz con su mujer?
—¡Yo qué sé!
—¿Y qué quiere Víctor? Tiene cinco hijos, la mujer trabaja como una mula.
—Sí, pero ellos está bien ¡tienen flor de casa!
—Sí, flor de casa que hay que limpiar y que estén bien no quiere decir que no haya seis camas que tender, cocinar para siete personas, lavar los platos, los pisos, la ropa; cuidar dos perrazos, vigilar los deberes, los dientes, los piojos, las juntas. Esa mujer de noche termina muerta. No le deben quedar muchas ganas de perfumarse, vestirse con un body  transparente y bailarle una rumba a su marido, arriesgando que encima le haga otro hijo.
—¡Qué manera de hablar!  Sos tajante para tratar ciertos temas.
—Mirá, Jorge, cuando yo hablo quiero que el que me escucha  me entienda. Yo también quiero entender cuando me hablan. Y este viaje tuyo a Punta del Este me rechina. ¿Qué querés que te diga?
—Escuchame, Valeria…
—No me llames Valeria.
—¿No te llamás Valeria?
—Sí, pero vos sabés que no me gusta que me digas Valeria, decime Val.
—Está bien Val. Decime, ¿a vos te parece que yo puedo tener otra mujer? ¡Si yo no le puedo pagar ni el boleto a una mina! ¿Te pensás que las minas se regalan, que se canjean por seis tapitas?
—Bueno, algunas se regalan.
—No te creas, para tener una mujer fuera del matrimonio hay que tener mucha guita. Tenés que pagar alguna cena, regalar algo de vez en cuando, el hotel dos veces por semana…
— ¿Dos veces? ¡Más que en casa!
—Dejate de suspicacias.
—¿ Y, decías?
—Y decía, que vos sabés bien, que yo no puedo ni ir al Estadio a ver a mi cuadro, ¡cómo se te ocurre que pueda tener otra mujer!  A una mujer tenés que llevarla al cine, al teatro, a bailar a comer. ¿Y la ropa? Tenés idea del tiempo que hace que no me compro un traje, un saco sport, ¡una campera! No se habían inventado los botones la última vez que me compré un saco. ¿Y los zapatos? ¡Los mocasines que tengo los hicieron a mano los últimos indios! Y tenés que sacarte la ropa ¿a vos te parece que con los calzoncillos que yo uso quedo sexi, que puedo enloquecer a alguna mina?
—Bueno, pará un poco. Porque al final me estás convenciendo de que soy una tarada, que me conformo con cualquier cosa. Porque visto como me lo contás ¡sos un desastre! Sin embargo no sé, fijate vos, a mí me seguís gustando. Para mí sos lo máximo. Y no te creas, en calzoncillos no estás nada mal. Después de todo creo que tenés razón, es bravo tener otra mujer, por lo menos con lo que vos ganás.
—¿Viste? Lo que pasa es que vos ves fantasmas, Mirás mucha televisión, las novelas les lavan el cerebro a las mujeres. Convencete, no tengo otra mujer. No tengo, no quiero,  no puedo.
—Está bien, mi amor. Me convenciste, pero  me hubiese gustado más: no tengo,  no puedo ni quiero. Vos sabés que sos mi vida, te quiero, te adoro, pero a Punta... ¡no vas!

Ada Vega, edición  2005. https://adavega1936.blogspot.com/

Fue a conciencia pura


Ramón Bustamante se llamaba el hombre. Y aunque siempre fue enemigo de llevar apodos, pues según decía, su nombre de pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina en el barrio le decían Matarife porque de joven había sido friyero del Nacional, y desde entonces andaba siempre calzado con un naife largo y fino que daba chucho sólo de verlo.
Vivía en la Villa del Cerro, frente a la Plaza de los Inmigrantes, en una casa de dos patios y fondo con madreselvas que en años de bonanza sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver diez años después, con el alma en jirones y sin apremio alguno de enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía.
En esa época lo conocí yo. Todas las tardes arrancaba caminando, cruzaba el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126, un café que hacía de largador del 126 de CUTCSA, cuando el recorrido era Aduana, Pantanoso - Pantanoso, Aduana, ubicado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos María Ramírez.
El Matarife era un tipo flaco y alto, parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo y lacio cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas con pantalón bombilla y saco largo y entallado, de sus tiempos de tahura. Opinaban, los que la sabían lunga, que hombres de su laya iban quedando pocos.
De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue tallador de fuste, temido entre los martingaleros, y respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero, supo, sin embargo, mantener la yuta a respetable distancia hasta el nefasto día aquel en que le fallaron todas las predicciones. De las historias que de él se han contado sólo sé con propiedad la que todo el barrio repetía y que lo llevó a cumplir una sentencia de diez años en el penal de Punta Carretas, de donde había salido libre, después de purgar su culpa con la sociedad, precisamente en esos días.
Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años cuando el Matarife, después de la cana, volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino, se acercó al mostrador y pidió una caña. Al reconocerlo el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le dijo:
—¿Cómo anda eso Ramón? y él le contestó con su voz pausada:
—Acá andamos, patrón, en estas pocas, no más.
—Ésta va por la casa, le dijo el bolichero.
—Se agradece, contestó el hombre levantando apenas la copa.
Mientras conversaban lo miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que imponía. Hasta ese momento no sabía quién era. De todos modos, junto al murmullo que al entrar se levantó entre los parroquianos, oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era cierta la historia que durante años oí contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí, de pie, tomando una caña con el patrón.
Desde esa tarde todas las tardes bajaba desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al mostrador. Con el faso apretado entre los labios, a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar a la sombra. Y poco tiempo para olvidar. Algunas tardes se quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre Carlos María Ramírez, mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de la Plata, y la luna, cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía lento hasta el cenit.
A partir de su vuelta la gente del barrio resucitó la historia de amor y de muerte que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos.
Cuando Ramón Bustamante vino al barrio por primera vez, era un facha leonero, laburante de día del Frigorífico Nacional y trashumante en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada la Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club Colón, que vivía por la calle Laureles y trabajaba en La Mundial, una textil muy famosa que existía por aquellos años, en Nuevo Paris.
La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país en la década del treinta. El tano, apenas llegó al barrio abrió un almacén y se hizo una casita económica, de aquellas que se hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y por ella, empezó a parar en el boliche sólo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy bonita y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco, porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor. De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la muchacha, alquiló una casa y se casó con ella.
Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los dos terrible metejón, por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca entrambos, causada por los celos de Ramón que comenzaron a poner nerviosa a su compañera.
Desde entonces, el matrimonio fue barranca abajo. De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día, por su laburo en el frigorífico, ni de noche, por sus actividades de nochero empedernido, lograron a duras penas, por un tiempo, mantenerse unidos.
Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo:
—¿Qué andás queriendo decir?
—Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el tipo. El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la mente.
—Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza. Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían. Que hacía un tiempo andaba un moreno joven, estibador de oficio y diestro cuchillero, rondando a la percanta —le dijo. 

—¿Y qué más?—lo obligó el ofendido.
—Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya. Y el Matarife, hecho una fiera, empezó a cuidar el nido.
Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron los ojos cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el achique, no esquivó el encuentro. Trató de enfrentar al rival que lo madrugó sin darle tiempo a nada. El Matarife de un hachazo se cobró la ofensa. Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro, frente a la plaza de Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no los volvía a ver en esta vida. De allí se lo llevó la yuta. Diez años le costó la hombrada. La mina desapareció esa misma tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después, alguien dijo que estaba viviendo en el campo con unos tíos. Una tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un niño en los brazos. Con ellos se quedó a vivir, crió a su hijo y cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que se la veía muy poco. No volvió a casarse, ni se le conoció, jamás, hombre alguno. Y aunque parezca extraño, nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen, pues a pesar de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el dato. Al correr el tiempo otras vivencias dejaron el hecho dormido en el pasado. Hasta que una noche, siete años después de su vuelta, mientras conversaba con el patrón en el mostrador, llegó al bar un muchacho muy joven, alto y flaco. De pelo negro, largo y lacio, cayéndole sobre los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza. Se paró al entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran:
—¿Quién es el Matarife? Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba:
—Yo soy. ¿Quién lo busca? Quedaron mirándose de frente.
—¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho. En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura del tahura que fue, se hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los ojos de la mujer que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo perseguía. El muchacho continuó:
—Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta.
Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con aquel muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador.
A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos cuenta que enterarse de la existencia del hijo le había aligerado el corazón.
Una tarde lo encontramos más callado que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la ventana se filtraba, tenue, una luz. Alguien, al pasar, lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez, le decretaba el destino.

Ada Vega, edición 2007 

viernes, 17 de abril de 2020

En punto cruz


Había empezado a bordar el mantel a los quince años. Un mantel enorme, rectangular, con una guarda de rosas sobre el dobladillo y otra a la altura del borde de la mesa. Ramilletes de rosas y pimpollos matizados en rojo, sobre un fondo de hojas en tres tonos de verde. Bellísimo. Todo en punto cruz.  Por temporadas lo abandonaba. Luego volvía a él con entusiasmo. A Cecilia le encantaba bordar y consideraba que cuando estuviese terminado, sería una obra de arte.
Cuando conoció a Fernando pensó que dicho mantel sería parte de su ajuar. Pero no fue así. No tuvo tiempo de terminarlo. De modo que lo guardó cuidadosamente para seguir trabajando en él después de casada.
El noviazgo de Cecilia fue muy conflictivo. Ella era una jovencita callada y muy formal, en cambio Fernando era un muchacho introvertido, lleno de complejos que nunca quiso reconocer. Del tipo de gente que no termina de ubicarse en la vida , y trata siempre de culpar al prójimo de sus propias frustraciones. De todos modos, se dice que el amor es ciego, por lo que Cecilia no quiso nunca  ver, ni oír, ni hablar de su enamorado.
Antes del matrimonio no llegaron a conocerse lo suficiente. Se pelearon mil veces y mil se reconciliaron. Ella supuso que al casarse, la convivencia y el gran amor que sentía por él, serían suficientes motivos para que el muchacho cambiara de actitud y mejorara su carácter. Tampoco fue así. Al principio por cualquier motivo se enojaba y la insultaba. Después, comenzó a pegarle.
Se remangaba la camisa como si fuese a pelear con un hombre. Y como a un hombre, le pegaba con el puño cerrado. Llovían los golpes sobre el cuerpo indefenso de la muchacha que sólo atinaba a cruzar los brazos protegiendo su cabeza. Al  fin,  cuando se cansaba, se iba dando un portazo. Regresaba a la noche o al otro día, como si nada hubiese ocurrido. Ella quedaba en el suelo, dolorida y llena de hematomas. Por varios días permanecía encerrada sin atreverse a salir a la calle. Entonces volvía al mantel en punto cruz.
En una oportunidad Fernando comentó que pensaba comprar un revólver. Algo chico, un veintidós de diez tiros. Para seguridad, dijo. Cecilia opinó que no quería armas en la casa. Se lo repitió varias veces. Le pidió por favor. Él se apareció un día con el arma, contento como si se hubiese comprado un juguete. Ufano con la adquisición, lo guardó en su mesa de luz.
—Tené cuidado porque está cargado  —le dijo.  Cecilia no contestó.
Los días y los meses se sucedieron.  A Fernando se  le había hecho costumbre golpear a su mujer.  Y Cecilia cambió el amor por rencor. Decidió separarse, volver a su casa. El no se lo permitió. La amenazó. Pero la muchacha estaba decidida y no daría marcha atrás. Ideó mil trucos. Enfermarse, denunciarlo, prenderle fuego a la casa. Estaba segura de que algo se le ocurriría. Que algo  tendría que suceder para que ella pudiera volver con sus padres, y abandonar el infierno en el que estaba viviendo.
Una mañana cuando salía para el supermercado se enteró que habían matado a Lorenzo. Un muchacho del barrio, bandido, amigo de correrías de Fernando. Recordó que hacía días los veía discutir. La noche anterior, no más, Fernando al reclamarle algo le gritó que lo iba a matar. ¿Sería posible?  Sin perder tiempo corrió a su casa, entró al dormitorio y abrió el cajón de la mesa de luz donde Fernando guardaba el revólver. El arma no estaba. No cabía duda:  Fernando  había matado a su amigo.
Todo sucedió en minutos. Aún se encontraba en el dormitorio cuando llamaron  a la puerta. Al abrir se encontró con un policía que preguntaba por su marido.
—Fue él —pensó—. Sí, él lo mató, se llevó el arma.
Cuando llegó Fernando ella casi le gritaba al policía:
—¡Fue mi marido, hace unos días  le dijo que lo iba a matar! ¡Se llevó el arma! 
Fernando furioso la tomó de un brazo.
—¿Qué estás diciendo, estúpida? El revólver está sobre el armario de la cocina. A Lorenzo lo mataron de una puñalada.
El policía miraba a uno y a otro sin entender de qué hablaban.  Cuando terminaron de gritarse dijo, dirigiéndose a Fernando:
—Yo vine a comunicarle  que una hermana suya tuvo un accidente en la Ruta 5, y está internada en el Hospital Maciel. Está fuera de peligro y pregunta por usted.
Antes de irse el policía, Cecilia empezó a caminar hacia la cocina. Fernando acompañó al agente hasta la vereda. Entró puteándola y remangándose. Ella lo estaba esperando. No le tembló el pulso. La bala le entró justito, justito en la mitad de la frente. Le había repetido mil veces que no quería armas en la casa. Por favor, le había pedido. Como siempre, él  no le había hecho caso.
Dejó el veintidós con nueve tiros sobre la mesa y pensó que al fin
iba a poder terminar el mantel en punto cruz. Tiempo iba a tener... le dieron cinco años. Salió a los tres por buena conducta. El mantel le quedó precioso. Lo estrenó un domingo, antes de salir, en una mateada compartida. 
Se lo dejó a las compañeras, de recuerdo. 

Ada Vega, edición 2001 -     

miércoles, 15 de abril de 2020

El fantasma de la calle Ariosto


  

 El viento que esa noche soplaba desde la rambla silbó una funesta melodía entre los altos muros del presidio. Era invierno y amenazaba lluvia. Se apagaron las luces y el silencio cubrió los pabellones. Un sueño pesado y profundo mitigaba apenas tanta soledad y sufrimiento encerrados en el alma de aquellos hombres confinados. Dentro de la institución, los guardias dormitaban. Afuera, los guardias vigilaban. En la penumbra de la celda se animaron sombras que nadie vio, se arrastraron. Treparon.

Hacia la calle García Cortinas saltaron tres hombres.

El primero tras el revolcón corrió hacia la rambla y se perdió en la oscuridad. Detrás, el segundo se enredó al caer y al no lograr ponerse de pie, quedó inerte sobre la vereda. Saltó el tercero vio a su compañero caído, lo cargó sobre su hombro cruzó García Cortinas y entró en Ariosto.

Las luces del penal se encendieron. El penado que corría cargando a su compañero tuvo que decidir entre abandonarlo o ser apresados los dos. Mientras una lluvia inoportuna se descolgaba entorpeciendo la huida, se detuvo frente a una casa de techo a dos aguas con jardín al frente y abrió el portón. Recostado a la verja junto a unos arbustos dejó a su compañero, no sin antes advertirle que permaneciera oculto hasta que él viniera a buscarlo. Luego corrió por Parva Domus, hacia Boulevar.

Los silbatos y sirenas se multiplicaron. Los guardias empuñando sus armas corrían rastrillando el barrio. En la noche somnolienta de Punta Brava los ecos de los disparos retumbaban como truenos. En medio de la calle con los ojos fijos bajo la lluvia, quedó el penado que huía alcanzado por la balacera. Mientras confiado, el herido seguía esperando al amigo que prometió volver.

Nunca volvió. Sin embargo, el que sí volvió a aquella casa de la calle Ariosto fue Felisberto Hernández, quien en aquellos años vivía en el barrio. El músico – escritor, y bohemio hombre de la noche al volver a su casa esa madrugada, se encontró con el convicto y al comprobar que se encontraba herido, le brindó su ayuda. Compartió con él su cena y le dio una cama. Al otro día consiguió que un médico amigo atendiera la pierna fracturada.

Casi tres meses estuvo el penado compartiendo la casa de Felisberto, sin que nadie advirtiera su presencia. Hasta que una noche, ya completamente restablecido, vistiendo ropas del escritor, y después de abrazarlo, continuó la fuga que iniciara tres meses antes con dos compañeros de cautiverio.

Por aquellos años Punta Carretas tenía otra fisonomía. El propio penal le infundía al barrio un rasgo peculiar. Era entonces una zona muy tranquila, habitada en su mayoría por emigrantes y sus descendientes. Emigrantes que llegaban a nuestro país trayendo en las manos la diversidad de sus oficios que aquí desarrollaron como medio de vida. Entre ellos se encontraban sastres, peluqueros, carpinteros, zapateros y albañiles. Y también músicos, pintores y poetas. Pero fue el penal, aquel bloque austero y gris, quien le dio al barrio y a sus lugareños una vivencia especial. Precisamente en esos días cuando la fuga de los tres convictos, los vecinos de la calle Ariosto comenzaron a murmurar.

Primero una vecina dijo haber visto el fantasma de un penado en la misma puerta de la casa de Felisberto. Con su traje a rayas. Sí, —aseguró. Aunque en ese momento no se le dio demasiada importancia a lo dicho por la buena mujer pues, se adujo que, como era una señora de avanzada edad, podrían quizá ser solo divagues.

De todos modos, un tiempo después, cuando otro vecino del barrio afirmó que había visto un fantasma, en más de una oportunidad, recorrer la calle Ariosto, tuvieron que reconocer que la señora estaba en lo cierto.

Después de esta aseveración varios vecinos reconocieron que ellos también lo habían visto y afirmaron que dicho fantasma visitaba la cuadra y aunque nunca supieron quién era ni por qué venía, se acostumbraron a verlo. Durante mucho tiempo el espíritu del penado apareció frente a la casa de Felisberto. Algunos vecinos que lograron verlo de cerca comentaron que tenía un rictus de amargura en la boca y una mirada extraña.

En 21 de setiembre y Ellauri, donde hoy se encuentra Mc Donald´s,  estaba entonces el Bar de Añón. Allí Felisberto Hernánez solía reunirse con amigos, en las escasas noches que sus múltiples ocupaciones se lo permitían. Una noche al pasar junto al reloj de La Curva se encontró de improviso con el prófugo que una noche cobijó en su casa y ambos se reconocieron. Entraron juntos al bar y al calor de una copa amiga recordaron viejos tiempos. El recién llegado quería saber qué había sido de sus dos compañeros de fuga. Felisberto le contó que al primero nunca lo encontraron y que el amigo que lo dejó en la entrada de su casa, no volvió a buscarlo porque le habían dado muerte apenas lo dejó. Que aunque él lo supo esa misma noche, prefirió no comentarlo. El epílogo de aquella aventura desconcertó al ex presidiario. Se sintió culpable del trágico fin de su amigo. Dedujo que el tiempo que perdió en ayudarlo le faltó para escapar y salvarse. Fue entonces que el músico- escritor le contó del fantasma, que desde aquellos días visitaba la cuadra. Le contó que aquel espíritu vestido como un penado, era sin dudas, el de su amigo que venía a cumplir la promesa que le hiciera cuando lo dejó. Y que posiblemente ahora —le dijo, que se enteraba de la verdad, podría al fin descansar en paz. Dicen que esa noche, en el bar de Añón, se despidieron por última vez y no volvieron a verse.

El ex presidiario salió atribulado del bar. Tomó por Ellauri y pasó por la puerta del penal de Punta Carretas dobló por García Cortinas, se demoró un momento en el lugar donde cayera años atrás, cruzó la calle y entró en Ariosto. Era noche cerrada y hacía frío. Al llegar a la casa donde su amigo lo dejara aquella noche, se detuvo, sintió en ese momento una presencia a su espalda y se volvió. Frente a él su viejo compañero de fuga, con su traje de presidiario, le sonreía. Intentó abrazarlo, pero el fantasma con los brazos extendidos hacia él se fue alejando hasta perderse en las sombras.

Nunca más vieron los vecinos, el espíritu del presidiario recorrer  su calle. 
Nunca más su rictus de dolor y sufrimiento. Aquella noche, al fin, el fantasma de la calle Ariosto, se fue en paz,  para no volver.

Ada Vega, edición 2003 -

martes, 14 de abril de 2020

Al final del otoño


 Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos.  Pese a su apariencia de árbol débil tenía una raíz fuerte y sana, de modo que lo trasplantó contra el muro sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Sin embargo, aunque fue creciendo firme y arrogante no acababa  de mostrar el más mínimo atisbo de florecer. 
Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió en el mes de junio, cuando ya nadie espera que florezcan los rosales. 
Aquella mañana de fines de junio mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva. Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años. Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia. Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida. 
La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas.
A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y no volver sin dinero.
Una de las niñas se llamaba Caterina. Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas.
En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que en cambio estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia.
Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sacátela de la cabeza. Sos muy chico todavía. ¡Qué podés saber vos de amores y mujeres! Ya vas a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien, como nosotros, de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto! Sos muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entendés? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no? 
Y Leonidas no supo qué contestar
Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho.
Al otro día la volvieron a vender.
Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les cuenta a sus padres que el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿qué te dijo ese atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con él?!
Insultó el padre como un demente: ¡la puta madre que lo parió! ¡Decile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le parta la cabeza de un fierrazo! Decile que digo yo, no más. ¡Guacho de mierda! Mal parido ¡V´ia tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de puta! ¿Te fijaste vos como se mete la gente en lo que no le importa? ¿No se da cuenta el guacho que vos tenés hermanos que mantener? Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Mirá, ¡si me dan ganas de salir ahora y cagarlo a patadas! Desgraciado. Guacho hijo de mil putas. Lo v´ia matar, mirá. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato!
Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó una noche a renunciar. Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos.
Y él, por tercera vez, permaneció callado.
Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las dañan y podar algunas de ellas.
Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo esperaba cada tarde al volver a su hogar. De manera que un día decidió quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado, entrando a formar parte de aquella familia. La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos no puede, no pudo nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía.
Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó: ¡Hijo de puta! ¿qué andás haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te v´ia matar! 
Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntarle. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Trabajando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente a veces se ensaña, inventa cosas. 
Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá, poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir. Evadirse. Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar.
Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla. 
Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al IPA. Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron primero amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro su belleza fugaz.
En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse.
Una noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche esquinero alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche.
En la radio: Magaldi el sentimental.
Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió.
—Bueno, Leonidas, hablá ¿qué querés decirme? Conseguiste trabajo. Me vas a llevar a vivir con vos. Cuanto ganás. Podrás bancarme. Sabés la guita que hago yo por noche. Vas a trabajar vos para mí. ¿O voy a trabajar yo para vos?
¡Hablá! ¿Qué querías decirme?
Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir.
Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia: 
—Viví tu vida Leonidas, y dejame a mí vivir la mía. Olvidate. No quiero volver a verte... gracias por el café.
Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado. —Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal al despedirse.
Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo.
Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos.
Y Leonidas supo esa noche que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera.
Habían pasado ya varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de llamar la atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta un poco acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben hacer un esfuerzo, hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida.
Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín y se sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida.
Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme.
Me casé de vestido blanco...con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda.
—¿Con quién se casó señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda?
—Si, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco...y un velo largo, muy largo... Después nos fuimos del barrio.
—¿Se mudaron del Parque Rodó?
—¿Del Parque Rodó?
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó?
—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien.
—¿Y tuvieron hijos?
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo.
Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura habitando un mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente feliz.
Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal.
Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño.
No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido.
Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un marido que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz.
—Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena...
—¿Con su esposo, estuvo?
—¿Mi esposo...?
—¿No fue a París con su esposo?
—No sé... creo que sí...
—¿Y cómo es París?
—París... no sé.... no sé cómo es París...nunca fui a París...
Ada Vega, edición 2006 

domingo, 12 de abril de 2020

El mensajero




Cada tanto, en esas noches calladas y quietas, cuando ni el viento que sopla del río se atreve, hemos visto al Pepe recorrer la Rambla Portuaria. Con su paso cansino, camisa remangada y las manos en los bolsillos, más de una vez, en horas trasnochadas, lo hemos visto bajar desde la calle Solís hasta Juan Lindolfo Cuestas o subir desde Juan Lindolfo Cuestas hasta la calle Solís. Sin hablar con nadie taciturno y solo como una sombra errante, sobre las gastadas veredas de la vieja Aduana pasa el Pepe, se aleja y se pierde.


El bajo no existe. Los boliches de la zona portuaria han desaparecido. Aguantando la embestida y a coraje, sólo apenas, van quedando por la Rambla 25 de Agosto de 1825: La Marina, Manolo, El Perro que Fuma, La Confitería y casi en la rambla, El Nuevo California. Y en la memoria que los retrotrae y los reivindica desfilan en la penumbra viejos boliches que ya no están: El Globo, Dársena y La Picada. Aunque también, desafiante, sobre la fachada del viejo edificio de la Asociación de Apuntadores del Puerto de Montevideo ,hasta hace poco tiempo podíamos leer, sobre un cartel despintado, el nombre de un boliche que supo ser: el YAMANDÚ.


Yo he visto al Pepe, en amanecidas noches de bohemia, pasar por mi lado sin siquiera mirarme. A pesar de haber sido tan amigos. Y aunque más de una vez hubiese querido encararlo, me acobardó el sentirlo tan distante. De todos modos, de qué íbamos a hablar. Que todo ha cambiado, lo sabe. Él ya es sabio. Tal vez por eso no quiere hablar con nosotros. A pesar de que hace unos años me contó Ramón, un botija que cuidaba coches en la puerta del boliche Yamandú, que una noche al volver de un seven eleven que se había armado por Las Bóvedas, en el que había perdido como el mejor, al pasar por El Mercado del Puerto se topó con el Pepe que, según le dijo, lo estaba esperando. Y se pusieron a conversar.


Nunca supe de qué hablaron. A pesar de que más de una vez se lo pregunté. Siempre me contestaba con evasivas y al final me quedé sin saber, porque a Ramón, ese invierno, lo mataron en una timba por el barrio Jacinto Vera. Unos años después el Chiquito, que le atendió el boliche hasta que cerró, y que en los últimos tiempos andaba en la vuelta, me contó mientras comíamos un mediodía en Las Tablitas, que un par de noche atrás había visto al Pepe en la Rambla y Pérez Castellanos. Me dijo que lo vio venir, pero como ya otras veces se habían cruzado no le llamó la atención e intentó seguir de largo. Pero esta vez el Pepe le dio cara. Me contó que estuvieron de conversación hasta la madrugada. De qué hablaron no sé, el Chiquito que andaba medio en copas, no supo explicarme. Después de ese día sólo lo volví a ver un par de veces. Una de esas veces, en que andaba bastante clarito, le volví a preguntar sobre qué habían hablado con el Pepe y sólo me dijo: después te cuento. Nunca me contó. Murió una semana después, en El Globo, en medio de una partida de truco.


A veces me pregunto qué andará haciendo el Pepe, cada tanto, por el Puerto. A qué viene. A quién busca. Y para qué. El boliche lo tuvo poco tiempo. Hasta el final. Él recaló en el Puerto al igual que esos viejos barcos que cansados de navegar, un día buscan un muelle donde amarrar por última, vez para morir. Y no supo, mientras estuvo con nosotros, que quien se embriaga con el olor salobre que en los veranos sube del río, o enfrenta el viento helado que en los inviernos sopla desde la escollera, ya nunca, aunque se vaya, se irá del todo. Que como Troilo: siempre estará volviendo.


Muchos, como yo, conocen el Puerto de Montevideo. Por dentro y por fuera. Una vida aquí adentro y una vida ahí afuera: la antigua senda empedrada con miles de adoquines, forjados por los presos, con piedra extraída de la Cantera del Puerto de La Teja. Las decenas de grúas, los miles de obreros, los barcos de espera en el antepuerto. La Estiva Internacional.


De recorrida por el muelle veo barcos escorados, desguazados. En oscuros fondeaderos viejos barcos anclado para siempre, destruidos. Olvidados. Barcos y lanchones que recorrieron todos los mares y que al final de sus días vinieron a recalar en estos muelles, para siempre jamás. Tripulaciones desaparecidas que otrora llenaron con su presencia y su algarabía los bares, boliches y bodegones del bajo, hoy sólo son sombras que duermen agazapadas junto a los despojos de sus viejas naves, Todo aquel Puerto entrañable perdió su embrujo, se fue muriendo. Sigue vivo solamente y seguirá, en la memoria de los viejos portuarios jubilados que lo vivieron día a día, noche a noche.


Cada tanto vemos al Pepe recorrer la Rambla Portuaria.


No todos perciben su sombra. Sólo nosotros lo vemos pasar, los noctámbulos de siempre. Los que amanecíamos en el YAMANDÚ en juego de cartas o mesas de billar. Junto al Canario Luna, que cantaba solamente si se lo pedía el Pepe.


Cuando Falta y Resto venía a cantar en la vereda. Los que estuvimos hasta el final y aún después de habernos dejado. Los que seguimos aquí.


Tal vez como nosotros en noches de luna nueva, alguien lo vea vagar por su barrio de Aires Puros y recorrer la cancha del Ypiranga. Quizá lo encuentren caminando por la playa sus amigos del rancho del Buceo, o lo hayan visto sus vecinos buscando la Cruz del Sur en el cielo de Pocitos, desde la terraza del último piso del edificio donde vivió, en sus últimos años.


Quién sabe cuantos hinchas de fútbol lo seguirán viendo guapear en el Estadio Centenario, guapo de ley, como guapeó en cualquier parte del mundo. Y cuantos amigos que hizo y dejó, lo seguirán viendo y recordando por su bonhomía, por su sencillez y su amistad sin vueltas.


Muchas veces en estos años he visto al Pepe cruzar por la Peatonal del Mercado del Puerto, doblar en La Marina y seguir de largo sin volver la cabeza para mirarme. Muchas veces lo he visto, conteniendo el impulso de llamarlo.


Por eso me extrañó cuando anoche, al salir del Puerto, lo encontré esperándome en la Rambla y Yacaré. Decidido se acercó a mí y, como en los viejos tiempos, se puso a conversar.

Ada Vega, edición 2001