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sábado, 27 de agosto de 2016

Jaque Mate



  Serían poco más de las diez, aquella noche de mediados de agosto, había en el aire un anticipo de primavera.  Terminaba de dictar clases y me iba abrazado a un montón de escritos para corregir. Bajaba las escaleras de la Universidad y vos subías apresurado. Al cruzarnos, casi sin detenerte, me dijiste que te esperara en el bar donde solíamos reunirnos, pues tenías  que hablar conmigo. 
  Esa noche yo había programado no acostarme hasta terminar de corregir las pruebas. De todos modos entré al bar, encontré una mesa libre  junto a la ventana que da a la avenida  me senté y pedí un cortado.  Nuestra amistad databa de muchos años y si tenías algo urgente que decirme mi deber de amigo era escucharte.  No habían pasado diez minutos cuando entraste al bar. 
  Te sentaste frente a mí y el mozo te alcanzó un café. Estabas alterado. Gesticulabas nervioso. Traté de adivinar el problema que, sin dudas te acuciaba, pero mi imaginación se estrelló ante tu seriedad para revolver el café. Encendí un cigarrillo y esperé a que hablaras. De pronto abriste la boca y de ella las palabras salieron a borbotones.
 —Manuel  —dijiste sin preámbulo—, voy a dejar a Yanina. No hice ningún comentario y continuaste.  —Es una situación difícil, pero no me queda otra salida. Me voy con Estela. Quería contártelo yo antes que te enteraras por otra persona.
       Comenzaste a beber tu café. Al principio no supe qué decir. No sé qué se acostumbra en estas circunstancias. Traté de salir del paso con lo primero que se me ocurrió.
—¿Lo pensaste bien? 
—Sí Manuel —me contestaste—, Estela me gusta, me siento bien con ella y no  quiero perderla ¿entendés? Me sentí confundido y —no, no te entiendo —te dije. Entonces el que no supo qué contestar fuiste vos. Aproveché el lapsus y te pregunté por tu mujer. 
— ¿Yanina no está esperando su primer hijo en estos días? —Sí —afirmaste. —¿Y la vas a abandonar ahora, cuando más te necesita?  —Manuel  —te apresuraste a contestar—, mi relación con Yanina llegó a su fin, no puedo quedarme a su lado porque va a tener un hijo. No te pido que me comprendas,  pero las cosas se dieron así. Estela apareció de golpe en mi vida. Estas cosas pasan. No tienen explicación. 
      Me di cuenta entonces que lo tenías resuelto, que no tenía caso lo que yo pudiera opinar.  —Decime,  Juan,  ¿vos la querés a Yanina? —La quiero, sí, pero no la amo. Te voy a explicar... —No, no me expliques, yo sé la diferencia que existe entre querer y amar. Espero que vos también la sepas y no te equivoques.  De todos modos si ya decidiste cómo resolver la situación  yo, como amigo ¿qué puedo decirte? —No digas nada. Ya renuncié a mi puesto en la facultad y mañana nos vamos del país. —¿Te vas del país? ¿Para dónde se van Juan? —No me preguntes —me contestaste—, después te escribiré. —Pero ¿y tu hijo? —insistí —  ¿no te importa lo que pueda ser de él? —Yanina tiene pasta de madraza — afirmaste—, no va a necesitar de mí para criarlo.
 En ese momento hubiese querido decirte muchas cosas, hasta de moral te hubiese hablado. De hombría. Pero entendí que sólo deseabas informarme, no  pedirme una opinión. Te miré a los ojos y te desconocí. Me sentí caer en un pozo profundo donde las palabras y mis sentimientos se entremezclaban. Traté de poner mi mente en orden hilvanando una buena frase que te hiciera recapacitar, pero permanecí mudo. Ausente. Te pusiste de pie y nos estrechamos las manos. Chau Manuel. Hasta siempre Juan. Te  fuiste sin mirar atrás. Yo pedí otro cortado y me quedé en el bar donde, un par de años atrás, habíamos conocido a Yanina. 
Estrenábamos nuestros títulos de Profesores de Español. Siempre fuiste ganador, simpático, entrador. Te sobraban las mujeres. Yanina apareció una tarde  con una amiga. Eran estudiantes de la Facultad de Humanidades. Nos impactó a los dos, pero yo no tuve oportunidad  vos ya te le habías acercado. Al poco tiempo ella dejó de estudiar y se fueron a vivir juntos.  A veces la amistad no nos da tregua. No sólo a Yanina le fallabas, al fallarle a ella me fallaste a mí. Te vi salir del bar y perderte entre la gente. Y por veinte años no te volví a ver.  
 Hoy llamaste a la puerta de mi casa y a mi hija menor le preguntaste por mí.  Te invité a pasar. Ni siquiera me extrañó tu presencia en mi casa. Siempre supe que un día u otro nuestros caminos volverían a cruzarse. Estás igual. Más veterano, como yo,  pero al verte se  nota que la vida te ha mimado. Conversamos de tu vida y te pregunto por Estela. Que sí, me decís, seguís con ella. Las cosas no resultaron como esperabas, pero bueno, a veces las cosas no se dan. No, no tuvieron hijos. La maternidad nunca estuvo en los planes de Estela. Por lo demás te ha ido bien. Estás radicado en Caracas, viniste por unos días a Uruguay pero ya te volvés. Encontrás hermoso a Montevideo. Todavía lo extrañás. Querés saber de mí. —Me casé  —te digo—, tengo tres hijos. Quedate a almorzar así conocés a mi familia. ¿Económicamente? Con dificultades, porque la situación en el país está muy complicada. Sigo de profesor en la  universidad y doy clases en dos liceos. ¿De mis hijos? Los dos mayores son varones y están en la facultad. La más chica todavía no terminó la secundaria. Mi familia es toda mi riqueza. --—Vamos  —te digo—, pasemos al comedor,  mi familia ya está reunida. 
—¿Ves, Juan? Estos son mis tres hijos. ¡Yanina! vení amor, acércate, tal vez te acuerdes de este amigo que tuve hace muchos años.
 Hoy va a almorzar con nosotros.

Ada Vega 2007

miércoles, 24 de agosto de 2016

Mistinguette




 Era invierno y casi noche. Apagué la computadora, las luces de la oficina, crucé la bufanda debajo del sobretodo y bajé a la calle. Los transeúntes, envueltos en sus abrigos, cruzaban apresurados. Subí por Sarandí hacia la Plaza Independencia rumbo a mi casa. Caminaba abstraído, con la mente en blanco, sin prisa, sin tiempo.                 
La vi venir hacia mí, al cruzar la puerta de la Ciudadela. Era una muchacha alta y delgada de  ojos oscuros y  cabello claro; vestía un tapado rojo fuego y botas altas de taco fino. La miré sin querer y me encontré con sus ojos. La seguí mirando porque ella no apartaba su mirada de la mía. Al cruzarnos se detuvo.
 —Voy bien para llegar a Río Negro —me preguntó en un español afrancesado.
 —No —le contesté sorprendido—, vas al revés. Río Negro queda cinco cuadras para  atrás.
 —Es por tu camino —quiso saber.
 —Sí —le respondí obligado—, yo vivo un poco más adelante.
 —Te molesta si vamos juntos.
—No, no. Por favor... vamos.
 Comentó —mientras atravesábamos la plaza—, que hacía poco más de un año vivía en Montevideo. Era francesa y había venido enviada por su gobierno para suplir en la embajada de Francia, a una empleada que se retiraba.  La noche abrazaba la ciudad, no quise ser descortés y la invité a tomar un coñac en el bar Rex. Subimos al piso de arriba. El ambiente era agradable. Ella conversaba como si fuésemos viejos conocidos, se llamaba Madelein. Me contó que vivía con sus padres en un barrio de los suburbios de París en una casa antigua, con sótano y  bohardilla,  con  balcones pequeños y enrejados hacia la calle y un jardín, al fondo, con  rosas y magnolias. Que, si bien extrañaba a su país, se había enamorado de Montevideo desde el mismo día que llegó. Dijo también que  acababa de cumplir veinticinco años y estaba acostumbrada a viajar por el mundo desde muy pequeña, por eso tenía la facilidad de adaptarse a los distintos lugares donde  tuviese que vivir.
 Hablaba con gran soltura. Cautivaba oírla. Su voz tenía ese suave acento que da la mezcla del idioma francés con el español. Dijo, entre otras cosas, que vivía en un departamento con la sola compañía de una  gata mimosa,  de tres colores,  que tenía un ojo verde y otro amarillo. Una gata que encontró una noche dentro de una caja de zapatos, al volver de la embajada, maullando de hambre en la puerta del edificio. Que al verla allí tan chiquita e indefensa se la llevó con caja y todo a su departamento. Recordó que al tomarla en los brazos  le llamaron la atención sus patas tan largas, con relación a su cuerpo y que al verla caminar se le ocurrió llamarla Mistinguette, como una actriz y bailarina francesa  muy famosa, dijo, de la primera mitad del siglo pasado, que había asegurado sus piernas en un millón de francos.
Al oír esto, yo que soy gardeliano, pude añadir un vocablo a la historia: conozco la existencia de La Mistinguette, le dije, fue una bailarina del Paris cabaretero  del siglo XX, cuyo verdadero nombre era Jeanne Bourgeois.  Sé de ella porque en el año 1929 Carlos Gardel, que se encontraba  en Paris, intervino  en un festival donde actuaron figuras relevantes como, La Mistinguette y Maurice Chevalier. También compartió cartel con ella en Niza, donde Gardel conoció a Charles Chaplín.                               
Al comprobar que yo tenía conocimiento de la existencia de su coterránea y había agregado a su relato un pequeño detalle, se le iluminó la cara, la vi reír abiertamente y sin dejar de mirarme dijo:
 —¡Sabía que eras capaz de hablar más de cuatro palabras! También yo me sorprendí. Hacía mucho tiempo que nada me conmovía, nada me llamaba la atención. De todos modos esa noche, en el bar de 18 de Julio  y Julio Herrera y Obes, junto a aquella muchacha veinteañera que  hablaba sin parar, contándome su vida,  como si fuese yo un joven como ella y no un viudo que había pasado los cincuenta, sentí como si algo en mí volviera a renacer. Volviera a tener presencia.                     
En ese primer encuentro hablamos mucho, Madelein me contagió su magnetismo y yo también le conté parte de mi vida. La noche se alargaba y seguía su curso, fue entonces cuando ella me invitó a tomar un café en su departamento.
 —Vamos  — dijo—, me gustaría  que conocieras a Mistinguette.   Yo no quería ir, ni quería quedarme. Me di cuenta entonces que el vivir aferrado a un recuerdo me había hecho perder la seguridad en mí mismo, que siempre había ostentado frente a las mujeres. También pensé que el hecho en sí, no  comprometía en nada mi decisión de vivir solo. De modo que acepté y nos fuimos caminando  a su departamento que, extrañamente, estaba ubicado en  uno de los edificios de la circunvalación de la plaza Zavala, en plena Ciudad Vieja.        
Creo que mientras caminábamos me pregunté  hacia dónde pensaba ir  cuando me interceptó en la plaza para preguntarme por la calle Río Negro. De todos modos, ella a mi lado hablaba tanto que me distraje y no le pregunté. Después, ya no tuvo importancia.
Cuando llegamos al apartamento era pasada la medianoche. Hacía mucho frío y un viento huracanado  soplaba sin tregua desde el mar. El apartamento de Madelein era pequeño pero muy confortable. Tenía un solo dormitorio y un living muy espacioso con muebles, alfombras y muchos adornos. La joven encendió la calefacción, puso un disco con música lenta y preparó café. El ambiente estaba dado. Ya nos conocíamos. Nos encontrábamos solos en la penumbra de aquella habitación.  No cabían las palabras.
Esa noche inauguramos una relación apasionada. Yo, reacio,  seguro de que esa relación no perduraría. No sucedió así y ella, con el tiempo, fue enamorándose de mí. Deseaba casarse conmigo y que fuésemos a vivir a Francia, cuando ella cumpliera el plazo de su estadía  en Uruguay.  Yo no sé si llegué a amarla realmente, si la amé  y no quise perjudicarla o si  simplemente tuve miedo y no me animé a seguir la vida con ella. Madelein era muy joven, muy hermosa, alegre y llena de vida. Vivía la vida soñando con el futuro, con hijos. Yo ya era el futuro, le  llevaba más de veinticinco años, no albergaba venideras expectativas. Se lo decía. Que  necesitaba a su lado un hombre joven como ella, con sueños, con esperanzas. Pero no ponía atención, no creía lo que le decía. Entendía que la felicidad no está en la edad que pueda uno tener, sino en desear o no ser feliz.
           Vivimos poco más de un año juntos y separados. Un poco en mi casa y un poco en la casa de ella. Un día le avisaron de Francia que tenía que volver a su anterior empleo en París. Lloró como una niña rogándome que fuera con ella. Diciéndome que si prefería, renunciaba a su empleo  y se quedaba conmigo, que estaba segura  de que yo la amaba,  que no me cerrara al amor. Más de una vez estuve a punto de pedirle que se quedara conmigo. Más de una vez, por no verla llorar, estuve en un tris de decirle que iba con ella. Más de una vez. Y me contuve.                                      
Madelein se fue una primavera llevándose a Mistinguette y yo me hundí en la soledad  y en la amargura. Durante mucho tiempo me escribió cartas desde Francia, que nunca contesté. Hace unos años recibí la última  donde  me anunciaba su próxima boda. No volvió a escribir. Nunca más.                  

Hoy que han pasado tantos años de aquellos días de amor apasionado, sigo pensando que hice bien en no permitir que Madelein se atara a mi amargura. No hubiera sido feliz a mi lado. Ella fue una lucecita que alumbró mi vida en el momento en que más solo y perdido me encontraba. Yo no cambié, no hubiese cambiado nunca. Soy un tipo triste, solitario. Me regodeo con mi soledad. Sigo añorando la esposa que perdí, rehúso que otra mujer borre su recuerdo. Ni siquiera una mujer que me amó y pude haber amado. Vivo solo, no acepto a nadie a mi lado. No necesito a nadie. En mi casa sólo tengo una gata que apareció hace un tiempo. Una gata negra, con el bigote y las patitas blancas. Al principio traté de echarla, de dejarla afuera, pero se empecinó tanto, tanto, en quedarse, que al final la dejé. Por un recuerdo querido que guardaré  para siempre, de nombre le puse: Mistinguette.

Ada Vega 2011  

domingo, 21 de agosto de 2016

A destiempo



   Maduraron a destiempo las frutas de aquel verano. Los duraznos jugosos y aterciopelados,  las manzanas rojas y tentadoras, las uvas rosadas del dios Baco. Los damascos, las sandías y las naranjas.
Fue aquel un verano agobiante con un sol abrasador que mantenía a las personas tumbadas,  sin deseos de trabajar, esperando el refresco de la tarde.
 A la salida del pueblo un camino bordeado de palmeras llegaba hasta la finca de don Emilio Acosta Piriz. Ubicada sobre un otero, al norte de Treinta y tres, la  propiedad consistía en una amplia extensión de tierra dedicada a la labranza. Don Emilio junto a sus hijos y algunos peones, salían muy temprano por las mañanas a sus labores del campo y  volvían cuando el sol del mediodía caía vertical.
 Ese día, mientras un par de morenas preparaban la comida para todos, volvían del monte de frutales, con las canastas rebosantes, las muchachas que ayudaban en las tareas. Bajo la sombra fresca de un bosque de paraísos, haciendo un alto para un pequeño descanso, se sentaron con las faldas remangadas y  se hartaron de comer.
 Con ellas también se encontraba Merceditas, la hija menor de la familia  Acosta Piriz, que acababa de cumplir sus quince años.
En la cocina doña Elvira, la esposa de Don Emilio, rodeada de latas de melaza y azúcar rubia, de canela y clavos de olor, iba preparando el almíbar y el caramelo a punto en ollas de cobre, donde se cocinarían los dulces y las mermeladas para consumir en el próximo invierno.
 Aquellas dulzuras eran  luego guardadas en frascos herméticos, y almacenadas en  las amplias alacenas de la despensa. Todos los veranos la casa se inundaba de aquel aroma a frutas y dulces caseros. 
Merceditas sentada bajo los árboles contaba muy entusiasmada a las muchachas,  que esa tardecita había retreta en la plaza del pueblo y que ella concurriría con sus padres.
 El paseo a la plaza  a escuchar las interpretaciones de la banda era para el pueblo un acto de importancia social.
Allí se congregaban los vecinos más relevantes del lugar con sus hijas y sus hijos casamenteros. Las señoras se ponían al   tanto sobre las tendencias de la moda, los caballeros se reunían a conversar de política y las chicas paseaban del brazo con sus primas y amigas alrededor de la pérgola donde se ubicaba la banda.  Al pasar junto a los jóvenes reunidos en grupos, cambiaban con  ellos saludos  y miradas cargadas de intención  animándolos, de ese modo, a que se les acercaran.
Aquella tarde la familia de don Emilio Acosta Piriz llegó a la plaza en una volanta. Doña Elvira tomó asiento  en un banco junto a unas señoras de su amistad, mientras don Emilio, en grupo de correligionarios, se ponía al día con las últimas noticias llegadas desde  la capital.
Mientras la banda interpretaba un vals de Strauss, Merceditas, con  un grupo de amigas, fue a dar una vuelta por la plaza. A un costado de la banda, un joven alto, de cabello y ojos oscuros, que la miró interesado. Ella también se sintió tocada. Quedó pensando en él  hasta el otro día en que  volvió a verlo en la esquina de la iglesia, cuando pasó con su madre para  la misa de once.
El joven volvió a mirarla con una mirada llena de ruegos y promesas. Ella le devolvió, en la media sonrisa, la seguridad de ser correspondido.
Para la próxima tarde de retreta ya sabían ambos quién era quién. Presos del destino, se habían enterado que nada podía ser posible entre los dos. La familia de don Emilio pertenecía al partido político que gobernaba el país. La familia del joven era gente de Saravia. De todos modos,  la primera tarde  en que volvieron a encontrarse en la plaza, el muchacho se acercó y le confesó su amor.  Ella lo aceptó de buen grado y le comunicó que pediría permiso a sus padres para que la visitara.
Merceditas no quiso esperar y esa misma noche habló con sus padres. Les contó quién era su pretendiente.  Si una bomba hubiese caído en la casa de don Emilio, no hubiese hecho tanto daño ni causado tanto dolor.
La madre juró que nunca, bajo ningún concepto, permitiría ella que un “blanco” pisara su casa. Demasiados familiares habían enterrado, caídos en batallas a manos de los blancos saravistas.
El padre se puso rojo de ira y gritó que nunca. Ni sobre su cadáver. La joven lloró, imploró. Las batallas ganadas y perdidas habían quedado atrás. Ellos ni siquiera habían nacido cuando esos hechos luctuosos ensangrentaron al país. Pero los padres no transaron. Jamás lo harían.
Le prohibieron volver a las tardes de retreta en la plaza del pueblo. A misa iría  solamente acompañada de su madre.
Desde entonces Merceditas fue solo  una sombra recorriendo la casa. 
Un día recibió un mensaje.
El joven enamorado calculando la reacción de su padre, cuando se enterara a qué familia pertenecía su enamorada, intentó un armisticio por el lado de su madre. Le habló con el corazón abierto rogándole que intercediera ante su padre, a fin de que aceptara a la  joven que había elegido para madre de sus hijos. Le contó de su sincero amor por Merceditas y su deseo de casarse con ella. Su madre no reaccionó como el joven esperaba. Lo miró horrorizada sin poder creer lo que el hijo le decía.
No, jamás intercedería ante su marido por semejante despropósito. Aún lloraba a sus hermanos muertos en combate con los “colorados”.
Enterado el padre dijo que no  permitiría esa unión bajo su techo. Que no había nacido el “colorado” que tuviese la osadía de atravesar la puerta de su casa. Y que  si él se obstinaba en esos amores,  abandonara la casa y se olvidara de que alguna vez tuvo padres.
Nunca se supo con certeza quien le llevó el mensaje a Merceditas. Alguien dijo que fue un peón de don Emilio. Otros, alguna de las muchachas que ayudaban en las tareas. Pero es indudable que alguien le avisó que esa noche debía esperar a su enamorado en el monte de frutales.
La joven a medianoche estaba allí. El muchacho llegó y en ancas de su caballo se la llevó. Llegaron a la estación del ferrocarril y con los boletos en la mano corrieron por el andén.
 La campana del tren, que salía rumbo a la capital, amortiguó apenas el sonido seco de dos disparos. 
Mientras el ferrocarril arrastraba su  esqueleto de hierro y madera, los dos jóvenes quedaron sobre el andén.
Un viento porfiado intentó desprender de la mano del muchacho, los dos boletos marcados con destino a la gran ciudad del  sur.
Doña Elvira en la mesa de la cocina, entre mieles perfumadas, canela y clavo de olor, prepara el dulce de zapallo en cal, para que los trozos no se deshagan. Los pequeños boniatos, parejos, iguales, con azúcar y miel. Los duraznos Rey del Monte, cortados a la mitad, en almíbar. Las jaleas de cáscaras de manzana.
Habían madurado a destiempo, las frutas de aquel verano.

Ada Vega 2001