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sábado, 18 de febrero de 2023

Bailemos

 


—¿A un baile? ¿Te parece? Yo estoy muy fuera de foco y creo que de bailar ya no me acuerdo. No, no sé Nelly. No sé. 
—Pero aunque no bailes, te distraés, salís un poco. Escuchás la orquesta, mirás a los bailarines. Ves gente. Otra gente. Dale, animate. 
—Me gustaría ir, sí, pero bailar no, no quiero hacer el ridículo. Me da vergüenza, a mi edad... Vos sabés que yo durante treinta años... 
—Sí, ya sé, bailaste solo con el finado. 
—No, si él no bailaba. 
—¡Ah! Es cierto. Todavía eso. 
—Imaginate, como a él no le gustaba bailar, yo no bailé más. —Mirá, tu marido era buenazo pero... 
—Irremplazable. 
—Sí, irremplazable. Pero te tuvo sucuchada toda la vida, buenazo, ¡pero machista! 
—Sí, eso sí. Era tremendamente machista. Pero vos sabés bien que nunca nos faltó nada, ni a mí, ni a las nenas. 
—Pero se murió Nilda, ¡a morto! Y vos, no.
—Lo tendría que consultar con las chiquilinas. 
—¿Qué tenés que consultar? Cuando ellas se ennoviaron, ¿te consultaron? Cuando decidieron casarse y hacer su vida, ¿te consultaron? Durante tantos años decidieron por vos, que ahora no sabés tomar tus propias decisiones. Por eso te digo que tu marido era machista. Te dio de comer, pero no te dejó opinar. 
—No, no creas, no era tan así. Yo nunca tuve que salir a trabajar. 
—Vos no saliste a trabajar ni a nada. Si estuviste treinta años encerrada. ¡Ojalá, hubieses salido a trabajar! Ahora serías una mujer independiente y decidida. No una viuda achicada y asustadiza, que no sale de su casa porque tiene miedo. 
—Es que yo me acostumbré a que el Negro se encargara de las compras de la casa. Iba a la carnicería, a la feria. Además, me compró el lavarropas, la aspiradora, la procesadora de alimentos... 
—Te llenó la casa de herramientas de trabajo. 
—También compró una televisión preciosa. 
—Que la tuvo siempre a los pies de la cama del lado de él. En el living tendría que haberla puesto por si, en algún momento que pararas de limpiar, querías ver una telenovela. 
—No veía telenovelas porque al Negro le gustaba el fútbol. Cuando estaba en casa siempre veía fútbol. Pero yo, en la cocina, tenía una radio chica. 
—¡Una radio! ¡Cómo te anuló ese hombre! 
—La culpa fue mía, Nelly. Yo me acostumbré a vivir tranquila, a tener todo en casa, sin tener que preocuparme de nada. 
—Te dio de comer, Nilda, te dio de comer. 
—Pero era bueno, sabés. 
—Sí, no mató a nadie por la espalda. 
—No seas exagerada. Y no te creas, en muchas cosas tenés razón. Yo sé que no salir a la calle durante tantos años, como sale cualquier persona a comprar o a hacer trámites, me ha hecho temerosa. De eso me doy cuenta. No voy ni a la casa de mis hijas. No quiero salir. Yo estoy bien acá en casa. ¿Para qué voy a salir? 
—Pero, Nilda, la vida no es eso. ¡Vos estás viva! Andá a ver a tus nietos. A mirar vidrieras. A comprarte ropa... ¡y dejá de hacer crochet, querés, que me estás poniendo nerviosa!! 
—¿Vamos a tomar unos mates? 
—Sí, dale, aprontá un mate. 
—Sabés, Nelly, el Negro y mis hijas eran mi vida. El Negro se fue y las chiquilinas se casaron y yo me quedé como vacía, sabés. Como perdida. Y como no sé qué hacer, no hago nada. —Pero vos eras igual que yo. ¿Te acordás cuando éramos jovencitas? Trabajábamos las dos. Íbamos a la playa, al cine, a bailar. ¡Tuvimos una juventud tan linda! Y cuando conociste al Negro se te terminó todo, porque él... 
—No, no me hables del Negro. Yo no perdí nada, fui muy feliz. Yo sé que era celoso, machista como vos decís, que viví medio secuestrada, pero, sabés Nelly, ¡hoy no sé lo que daría por tenerlo conmigo otra vez...! De todos modos, yo sé que la vida continúa, que no puedo seguir viviendo aislada del mundo. Voy a tratar de adaptarme al nuevo ritmo, pero despacio. Sin apuro. Porque me cuesta. 
—Nilda, yo no quiero arrastrarte a un baile para hacerte mal o para que te olvides de tu marido. Sé que fue un gran tipo y te quiso mucho. Yo solo quiero que salgas una noche, ¡a vivir! La vida no terminó porque te hayas quedado sola. 
—Está bien. Sí, está bien. Para que veas que me voy a sobreponer, hoy te voy a acompañar al baile. Sí, voy, ¡voy al baile contigo! 
—¿De veras? ¡Me alegro! ¡Vas a ver qué bien vamos a pasar! —Ahora decime ¿qué ropa me pongo? ¿Cómo se viste la gente para ir a bailar? 
—Sencillo, Nilda. Ponete el pantalón negro con esa camisa blanca de seda, que tenés, estampada con rosas negras, y los zapatos altos de charol. Y así fue, llegamos al baile a la una y media. Villasboas arrancaba con la milonga Luz Verde. Con mi amiga nos dirigimos a la barra. Ella dijo: 
—Hola, ¿qué tal? —Hola Nelly, le contestó el muchacho del bar. 
—Dos medios Johnnie con mucho hielo, pidió. ¿Me habrá parecido o un par de veteranos me cabecearon? Sentí que me miraban, que me hacían señas. ¡Me invitaban a bailar! No, no crean que era una diva, era una desconocida y todo lo nuevo tiene su misterio. Atrae. Y el hombre es como el gato, curioso por naturaleza. Siempre quiere saber qué hay debajo de la piedra. De pronto un veterano de traje gris se acercó y me invitó a bailar. Y yo acepté. Mi amiga se quedó mirando con los dos vasos de Johnnie en las manos. Alcanzó a decirme: 
—¿Qué hacés? 
—¿No estoy en un baile? ¡Voy a bailar! Empecé bien, no me había olvidado del dos por cuatro. Le pedí a Dios que el veterano no me hablara, porque si tenía que contestarle me iba a perder, lo podía pisar, y eso de entrada sería funesto. Y el veterano habló: 
—Linda noche. Y yo lo pisé. 
—Perdón. 
—No es nada. 
—Hace mucho que no bailo. 
—No parece. Es una pluma. 
—Gracias. 
—Nunca la había visto. ¿Es la primera vez que viene? 
—Sí. Mi amiga me había advertido: No hables de vos. No cuentes nada. Una nunca sabe con quién sociabiliza en un baile. Decí que sos del interior. Que viniste a pasear a Montevideo. Que sos casada, que estás con una amiga y que te vas con ella. Bailé tres tangos con el veterano porque después del pisotón congeniamos. Yo me tranquilicé y bailamos como si hubiésemos bailado juntos toda la vida. Nelly no bailaba. Estaba de gran charla en la barra con una pareja de amigos. Quise estar con ella y le dije a mi ocasional compañero que me iba con mi amiga. ¡Él se fue conmigo! Al llegar Nelly me miró y yo levanté los hombros como diciendo: ¿Qué le voy a hacer? De modo que con el veterano nos acomodamos en la barra. 
—Bailás muy bien. ¿Sos casada? 
—Soy viuda. 
—¡Ah! ¡Viuda!, (puso cara de susto), lo siento. ¿Tenés hijos? (se recuperó) 
—Sí, tengo dos hijas casadas que... 
—¿Viven contigo? 
—No, cada una en su casa porque... -
—¿Vivís sola? 
—Sí, tengo una perrita que me acom... 
—¿En un departamento? —No, tengo una casa preciosa con un jardín muy gran... 
—¿Tuya? 
—Sí, la compramos cuando recién nos casamos, queríamos... —Empezó la típica, ¿bailamos? 
—Sí. Y entre la música y la charla tan interesante se fue la noche. Yo estaba cansada y con mi amiga nos aprestábamos a retirarnos. El veterano acercándose me susurró: 
—Te alcanzo en un taxi hasta tu casa. 
—No, gracias, yo traje el auto. 
—¿Tomamos una copa juntos en algún boliche, para brindar por este encuentro? 
—Te agradezco pero me voy con mi amiga. 
—La dejamos a ella y después me dejás a mí. 
—Mi amiga hoy se queda en casa. 
—Me gustaría volver a verte. ¿Dónde vivís? 
—¿Conocés el Bañado de Medina? 
—Ni idea. ¿Es para el lado de Carrasco? 
—Es pasando Fraile Muerto. En Cerro Largo. ¿Sintonizás? 
—Me estás cortando el rostro ¿no? 
—¡No! Ni ahí. En cualquier momento nos volvemos a ver. No va a faltar oportunidad. Chau. 
—Chau...¡Que te garúe...! Hacía una noche preciosa. Yo me sentía con veinte años menos. Tomé en el auto por esa rambla tan maravillosa que tiene nuestro Montevideo y entendí que aún existía el día y la noche para mí. Que era receptiva a sensaciones que creía muertas. Desaparecidas. Sensaciones que afloraban como savia nueva. Descubrí que yo no era solamente madre, abuela y viuda. Era también una Mujer. Y me sentí feliz, renovada, vuelta a la vida. Mi amiga me sacó de mis cavilaciones. 
—Menos mal que te dije que no hablaras de vos. Sos un libro abierto. 
—Me olvidé. 
—Bueno, lo que importa es que pasaste bien. ¿Qué te pareció el baile? ¿Te divertiste? 
—¡Claro! ¡El viernes venimos de nuevo! 
—¿Te impresionó el veterano del traje gris? ¡A mí me pareció medio ligero! -
—¿Qué veterano? ¡Nada que ver! Mientras bailaba pasé revista y vi un viudo que vive en el edificio donde vive mi suegra. Tiene un departamento precioso y un OK de película. ¡Vos sabés que me reconoció y me hizo señas de que me espera el viernes! 
—¿Y vos? 
—¡Le hice que sí con la cabeza! 
—Irremplazable el Negro. 

Ada Vega, año edición 2001

Fue a conciencia pura

 

Ramón Bustamante se llamaba el hombre. Y aunque siempre fue enemigo de llevar apodos, pues según decía, su nombre de pila y su apellido eran suficiente garantía de su persona, a la sordina en el barrio le decían Matarife porque de joven había sido friyero del Nacional, y desde entonces andaba siempre calzado con un naife largo y fino que daba chucho solo de verlo.

Vivía en la Villa del Cerro, frente a la Plaza de los Inmigrantes, en una casa de dos patios y fondo con madreselvas que en años de bonanza sus padres levantaron. En esa casa había nacido cincuenta y tantos años atrás. De esa casa se fue un día engrillado y al volver diez años después, con el alma en jirones y sin apremio alguno de enfrentarse otra vez a la vida, la encontró vacía. En esa época lo conocí yo. Todas las tardes arrancaba caminando, cruzaba el puente sobre el Pantanoso y se venía para La Teja a leer El Diario y a tomar copas en El 126, un café que hacía de largador del 126 de CUTCSA, cuando el recorrido era Aduana, Pantanoso - Pantanoso, Aduana, ubicado en la esquina de Camambú y la avenida Carlos María Ramírez. El Matarife era un tipo flaco y alto, parco en el decir y lerdo en el andar. Tenía el pelo negro, que ya blanqueaba, largo y lacio, cayéndole sobre los hombros y los ojos oscuros de mirada penetrante y fría. Lo recuerdo de lengue y gacho gris, de traje negro a rayas, con pantalón bombilla y saco largo y entallado, de sus tiempos de tahura. Opinaban, los que la sabían lunga, qué hombres de su laya iban quedando pocos. De su vida y sus hazañas hubo mucha chamuyina. Que fue tallador de fuste, temido entre los martingaleros, y respetado en el ambiente gurda del escolazo, de aquel orgulloso Montevideo de los años cincuenta. Entrador con las mujeres, escabiador sin límite y pendenciero, supo, sin embargo, mantener la yuta a respetable distancia hasta el nefasto día, aquel en que le fallaron todas las predicciones. De las historias que de él se han contado solo sé con propiedad, la que todo el barrio repetía y que lo llevó a cumplir una sentencia de diez años en el penal de Punta Carretas, de donde había salido libre, después de purgar su culpa con la sociedad, precisamente en esos días. Hacía poco tiempo que yo frecuentaba El 126, pues tenía recién cumplidos los dieciocho años cuando el Matarife, después de la cana, volvió al café. Algunos parroquianos lo recordaban y se acercaron a saludarlo. Entró al bar con paso cansino, se acercó al mostrador y pidió una caña. Al reconocerlo, el dueño le tendió una mano amistosa por encima del mármol y le dijo: —¿Cómo anda eso Ramón? Y él le contestó con su voz pausada: —Acá andamos, patrón, en estas pocas, no más. —Esta va por la casa, le dijo el bolichero. —Se agradece, contestó el hombre levantando apenas la copa. Mientras conversaban lo miré a la cara y la mueca que dibujó su boca me pareció una sonrisa. Era un hombre que imponía. Hasta ese momento no sabía quién era. De todos modos, junto al murmullo que al entrar se levantó entre los parroquianos, oí clarito aquel cuchicheo que lo señalaba como: el Matarife. Recién entonces supe que era cierta la historia que durante años oí contar a mis vecinos de La Teja. El Matarife existía y estaba allí, de pie, tomando una caña con el patrón. Desde esa tarde todas las tardes bajaba desde el Cerro y se quedaba hasta muy entrada la noche acodado al mostrador. Con el faso apretado entre los labios, a un costado de la boca, y la copa semivacía. Con la mirada extraviada. Cavilando. Que diez años es mucho tiempo de estar a la sombra. Y poco tiempo para olvidar. Algunas tardes se quedaba afuera, recostado en la ventana que daba sobre Carlos María Ramírez, mirando pasar los ómnibus que iban para el Cerro, mientras el sol se hundía lentamente en las aguas del Río de la Plata, y la luna, cómplice de fierro de la rantería bohemia, subía lento hasta el cenit. A partir de su vuelta, la gente del barrio resucitó la historia de amor y de muerte que el hombre protagonizara. Volvieron los comentarios y se agregaron a la historia hechos nuevos que muchos no conocíamos. Cuando Ramón Bustamante vino al barrio por primera vez, era un facha leonero, laburante de día del Frigorífico Nacional y trashumante en la noche, entre copas y escolazo. Lo trajo de recalada la Carmencita, una piba que conoció una noche en un baile del club Colón, que vivía por la calle Laureles y trabajaba en La Mundial, una textil muy famosa que existía por aquellos años, en Nuevo Paris. La Carmen era una rubita de ojos celestes, única hija de un matrimonio italiano que había llegado al país en la década del treinta. El tano, apenas llegó al barrio, abrió un almacén y se hizo una casita económica, de aquellas que se hicieron en el país bajo la ley Serrato. Y allí vivió toda su vida con su familia. Dicen que dicen, los que llevan un registro en la memoria, que el Matarife se había agarrado con la piba una metida de mi flor. La seguía a sol y a sombra y por ella, empezó a parar en el boliche solo para estar cerca de su casa. Según cuentan los veteranos que la conocieron, la Carmencita era una gurisa muy bonita y diquera, detalle que al hombre lo ponía como loco, porque siempre andaba algún moscón zumbándole alrededor. De manera que, cuando ya no pudo bancar más la situación de vivir lejos de la muchacha, alquiló una casa y se casó con ella. Al principio el matrimonio marchaba como una seda. Desde el pique se supo que existía entre los dos terrible metejón, por lo que no se intuía, en las inmediaciones, nada que pudiese alterar la paz y la armonía de la pareja. Sin embargo, no demoró mucho en estallar la primera trifulca entrambos, causada por los celos de Ramón, que comenzaron a poner nerviosa a su compañera. Desde entonces, el matrimonio fue barranca abajo. De entrada, no más, decidió que no fuera más a trabajar a la fábrica para tenerla quieta en la casa. Y aunque él no la atendía de día, por su laburo en el frigorífico, ni de noche, por sus actividades de nochero empedernido, lograron a duras penas, por un tiempo, mantenerse unidos. Fue un curda canero que una noche le batió la justa en un boliche del Centro. Le dijo entre caña y caña, que era muy noche p’andar tan lejos del barrio. Le tocó el orgullo al Matarife que le contestó de prepo: 
—¿Qué andás queriendo decir? 
—Que el que tiene tienda que la atienda —se atrevió el tipo. El Matarife lo agarró de la solapa y al curda se le aclaró la mente. 
—Seguí hablando, ¿qué tenés que decirme? —le increpó con rudeza. Y el ortiba le tiró a la cara lo que las mentas batían. Que hacía un tiempo andaba un moreno joven, estibador de oficio y diestro cuchillero, rondando a la percanta —le dijo. —¿Y qué más?—lo obligó el ofendido. 
—Hasta ahí te sé decir. Lo demás es cosa tuya. Y el Matarife, hecho una fiera, empezó a cuidar el nido. Un día salió para el frigorífico y al poco rato pegó la vuelta. Se quedó, de botón, vigilando desde la esquina. El dolor y la furia le nublaron los ojos cuando vio al moreno salir de su casa. Apuró el paso y le pegó el grito al gavilán que al verlo manoteó su faca. El moreno, que era guapo y no conocía el achique, no esquivó el encuentro. Trató de enfrentar al rival que lo madrugó sin darle tiempo a nada. El Matarife de un hachazo se cobró la ofensa. Difunto quedó el moreno enfriándose en la vereda. A la malvada no quiso verla. Se volvió a la casita del Cerro, frente a la plaza de Los Inmigrantes, a despedirse de los viejos por si no los volvía a ver en esta vida. De allí se lo llevó la yuta. Diez años le costó la hombrada. La mina desapareció esa misma tarde. Por algún tiempo nadie supo de ella. Después, alguien dijo que estaba viviendo en el campo con unos tíos. Una tarde, unos meses después, regresó a la casa de sus padres con un niño en los brazos. Con ellos se quedó a vivir, crio a su hijo y cuidó a sus padres hasta que murieron. Cuentan los vecinos que se la veía muy poco. No volvió a casarse, ni se le conoció, jamás, hombre alguno. Y aunque parezca extraño, nunca se enteró el Matarife del hijo que tuvo la Carmen, pues a pesar de que todo el barrio lo sabía, nadie se atrevió a pasarle el dato. Al correr el tiempo, otras vivencias dejaron el hecho dormido en el pasado. Hasta que una noche, siete años después de su vuelta, mientras conversaba con el patrón en el mostrador, llegó al bar un muchacho muy joven, alto y flaco. De pelo negro, largo y lacio, cayéndole sobre los hombros y de extraños ojos claros que no iban con su traza. Se paró al entrar y preguntó alto y fuerte para que todos oyeran: 
—¿Quién es el Matarife? Ramón se dio vuelta despacio mientras contestaba: 
—Yo soy. ¿Quién lo busca? Quedaron mirándose de frente. 
—¡Ramón Bustamante, lo busca! —le contestó el muchacho. En el boliche no volaba una mosca, esperando los parroquianos la reacción del hombre. Toda la bravura del tahura que fue, se hizo añicos ante la presencia de aquel hombre joven que traía en sus ojos, los ojos de la mujer que amó tanto y cuyo recuerdo aún lo perseguía. El muchacho continuó: 
—Mi madre antes de morir me pidió que lo buscara para que supiera, nada más, que tenía un hijo. Ella murió ayer. Vine a cumplir con la promesa. Dio media vuelta y se fue sin esperar respuesta. Ni una sola palabra acertó a decir el Matarife. Era indudable que todo el pasado volvía a golpearlo con aquel muchacho que había venido a gritarle su paternidad. Un par de conocidos se acercaron a tomar con él en el mostrador. A partir de esa noche lo comenzamos a ver nervioso, confundido. Conversaba con uno, con otro. Indagaba, quería saber más. Varios días estuvo Ramón hablando de aquel joven que decía ser su hijo. Le apenó la muerte de la que fuera su esposa, sin embargo, en el café nos dimos cuenta de que enterarse de la existencia del hijo le había aligerado el corazón. Una tarde lo encontramos más callado que nunca, abstraído en sus pensamientos. En el bar respetamos su silencio. La noche se había ido a baraja cuando pagó y salió caminando hacia la calle Laureles. Se detuvo frente a la casa de Carmencita. De entre los postigos de la ventana se filtraba, tenue, una luz. Alguien, al pasar, lo vio golpear la puerta de calle y esperar allí, confiado, el dictamen que, por segunda vez, le decretaba el destino.

Ada Vega, año edición 2007

viernes, 17 de febrero de 2023

Para que un hombre me regale rosas

 


I

Isabel fue la tercera de once hermanos de padres distintos. Había nacido en un barrio pobre, más allá de las veredas embaldosadas y las calles con asfalto de los barrios obreros. Allí, donde se hacinan las casillas de lata, como protegiéndose unas a otras de las lluvias, los fríos invernales y la indiferencia. En una faja de tierra ruin y agreste, buena para nada, con gurises barrigones jugando en las calles de tierra, y perros famélicos echados al sol. A su madre, nacida en pueblo del interior, la trajo un día un matrimonio joven, hijos de estancieros para trabajar en su casa de criada cuando aún no había cumplido los doce años. Antes de los catorce quedó embarazada de uno de los hijos del matrimonio, de modo que la familia, para evitar el escándalo, decidió que no podía tener en la casa una chica tan descocada. Solo por humanidad le permitieron quedarse en la pieza del fondo hasta que naciera el niño. Y una tarde, con el hijo envuelto en un rebozo y un atado con su ropa, subrepticiamente, la echaron a la calle.
Allí empezó su peregrinación y su bajar de los barrios altos, con vista al Río de la Plata, hacia los barrios bajos más allá de la bahía. Al principio le dio cobijo un muchacho muy joven que trabajaba en un almacén; le hizo una casilla y tres hijos, pero un día descubrió que el amor es efímero y que a la pasión la mata el llanto de cuatro gurises con hambre, cuando la plata brilla por su ausencia. Le faltó coraje para enfrentar la situación que ayudó a crear, por lo que, antes de cumplir los veinte años, abandonó la casilla, su mujer, sus hijos y el barrio de las latas. Después, mientras fue joven, sana y trabajadora, no le faltó quien se le arrimara con promesas o con embustes, y ella aceptara con cama adentro, o con cama afuera, con la ilusa esperanza de formar una familia estable. Y así fue coleccionando hombres que pasaron por su cuerpo, y la sembraron de hijos que mamaron de sus pechos y la secaron en vida, consumiéndola, luego de vivir once años embarazada y cumplir sus veintiséis de vida rodeada de once hijos, pero sin hombre. 
A la edad en que muchas mujeres comienzan a disfrutar de su maternidad, ella ya estaba de vuelta, cansada de parir, de amar y ser usada. Harta de limpiar casas ajenas para darles a sus hijos de mal comer. Cansada de un cansancio que le nacía de adentro, de sus entrañas. Consciente de que, perdida su frescura y su juventud y con once hijos que alimentar, jamás encontraría un hombre que la amara por ella misma. 

II 

Así creció Isabel, ayudando a criar a sus hermanos entre las idas y venidas a la escuela, fregando pisos y haciendo mandados a las familias del barrio asfaltado. Y al igual que su madre, antes de que sus caderas se redondearan y los senos se pronunciaran bajo su blusa, ya el primer hijo se anunció en su vientre. Y cuando nació, el niño fue para ella un hermano más para criar y no se sintió ni triste ni contenta, porque todo era así en su mundo y ella lo veía natural. Hasta que un día conoció a un muchacho que por primera vez le habló de amor y, seducida, sin pensar en nada, pues, no tenía en qué pensar ni qué perder, se despidió de su familia y se fue a vivir con él. Se hicieron una casilla de latas y vivieron ese amor que se vive solamente una vez. Con la pasión desbordada de la primera juventud, que aún sigue creyendo que el amor es eterno, y que para vivir alcanza con saber respirar. Aprendieron a conjugar el amor en todos los tiempos y con sana inexperiencia, intentaron formar una familia y recorrer juntos el arduo camino de la convivencia. Pero la vida es un castillo de naipes. Al soplar la primera brisa, dejó una huella amarga de sueños incumplidos. No se sabía muy bien en qué trabajaba el muchacho. Vivieron juntos cuatro años y cuatro hijos. Un día se lo llevaron preso. Lo caratularon: Robo a mano armada. Los años de espera se hicieron largos, los niños tenían que comer y la vida llama. Cuando el muchacho salió de la prisión, Isabel tenía dos hijos más y otro hombre. Aunque el nuevo compañero no pudo con la carga de siete hijos y la mujer. Una noche salió a dar una vuelta y no volvió. De tal modo que Isabel volvió a quedar sola. Después, de cada amor que conoció, tuvo un hijo, aunque nunca más con cama adentro. Y no porque no anhelara despertar en las noches con un hombre tendido a su lado para amarlo y ser amada. Ella tenía fibra y necesidad de un compañero que la contuviese. Solo que al fin comprendió que su destino era seguir sola, pues jamás encontraría en este mundo un valiente que cargara con ella y por añadidura con toda su prole. Abandonó la peregrina idea de conseguir un nuevo amor y se resignó, con sabiduría, a su viudez de afectos, dedicándose por entero a la crianza de sus hijos y a trabajar para ellos con paciencia y hasta con cierto buen humor.

 III 

Mariana llegó a la sala de maternidad donde doce mujeres, unas a menor plazo que otras, aguardaban el momento de dar a luz. Recorrió las camas con la vista hasta que divisó a Isabel, al final del pasillo, conversando con un hombre joven que, sentado al borde de su cama, mantenía entre las suyas las manos de la muchacha. A Mariana no le gustó el aspecto del hombre quien, cubierto de cadenas y anillos, dejaba entrever cuál era su profesión. Se acercó a ellos con cierta reserva para comprobar la felicidad reflejada en el rostro de su amiga. Indudablemente, este era el compañero de quien le hablara en los últimos tiempos y el padre del niño que esperaba. En ese momento, detrás de una camilla, llegaron los enfermeros para conducirla hasta la sala de partos. Él la besó, le dijo que la amaba, y ella, en medio de los dolores que la acuciaban, ensayó su mejor sonrisa. 

IV 

Los padres de Mariana pertenecían a familias de ganaderos del litoral. Familias muy católicas quienes, al llegar sus hijos a la edad escolar, los enviaban a Montevideo en calidad de pupilos a los mejores colegios religiosos. En esas condiciones vino Mariana, apenas cumplidos los cinco años, al Instituto María Auxiliadora de las Hermanas Salesianas. Hecho que la salvó de seguir vestida de Santa Teresita, única vestimenta que por una promesa hecha por su madre a la Virgen María cuando nació, le fue dada usar. Por ese motivo, anduvo la criatura con un pañuelo atado en la cabeza, y envuelta en un rebozo negro que daba pena verla. Después del año fue peor, pues la niña, que empezaba a caminar, estrenó su primer hábito y su toca blanca debajo del velo negro. Para los tres años le agregaron la pechera blanca, un cordón en la cintura y un tiento negro al cuello con el crucifijo de metal sobre el pecho. Tiento que se le enredaba en cuanta cosa de menos de un metro hubiera a su entorno. De todos modos, la promesa no se pudo cumplir hasta el final debido a que las monjas, cuando vinieron a anotarla como pupila con la condición de que se le permitiera seguir vestida de santa, lo prohibieron terminantemente argumentando que la cuota de santos y santas ya estaba cubierta. Pensaron acaso que a San Juan Bosco, fundador de la congregación, no le iba a hacer mucha gracia ver a la mística carmelita francesa recorriendo un convento salesiano. Fue así que Marianita colgó el hábito a los cinco años, y entró como pupila en el grupo de las más chiquitas. Con una Hermana muy joven de asistente que le enseñó a hacer su cama, a bañarse de camisa y estar presente con todas sus compañeras para la misa de seis. Apenas cumplidos los siete años tomó la Primera Comunión. Completó la primaria, la secundaria y el magisterio. Salió a los diecinueve años llevando al cuello la cinta celeste de las Hijas de María Auxiliadora, con los Diplomas de Profesora de Piano, de francés y el Título de Maestra. Diplomas que nunca tuvo necesidad de usar, pues la niña, claro está, no había sido enviada a estudiar con el fin de conseguir un buen empleo, sino solamente para adquirir cultura. 


Mariana se casó a los veinte años con el hijo de unos vecinos, también ganaderos de sus pagos del litoral, que cursó estudios de Derecho en la Universidad de la República y, que al recibir su título de Abogado, decidió radicarse en la capital para ejercer su profesión con más comodidad. Se compraron una casa magnífica, en uno de los mejores barrios de Montevideo, frente al río color de león, y el joven abogado abrió su estudio en los altos de un edificio de la Ciudad Vieja, con enormes ventanales hacia el Puerto, la Bahía y el Cerro de Montevideo. El matrimonio de Mariana fue programado con antelación por los padres de ambos, para unificar apellidos, fortunas y educación. Los muchachos criados en ese ámbito cumplieron al pie de la letra. Él se dedicó a su estudio y a sus relaciones, y ella a criar un par de hijos y regentar la casa. Y fueron felices. Su marido no dejó pasar jamás un aniversario de boda sin regalarle la esclava de oro y en cada nacimiento de sus hijos le obsequió un anillo con un brillante. En su cumpleaños, en el Día de la Madre, en Navidad y Año Nuevo, recibió flores de parte de su marido, enviadas por su secretaria, quien nunca dejó pasar fechas ni momentos especiales del matrimonio, sin la consabida atención. Sin embargo, un día, con los hijos ya grandes a punto de terminar sus estudios terciarios y la casa llevada perfectamente por más empleadas de las necesarias, Mariana cayó en la cuenta de que nadie la necesitaba. Comprendió entonces que llevaba una vida ociosa y decidió buscar algo en qué utilizar su tiempo. Una tarde, en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde concurría con cierta asiduidad, conoció al padre Antonio. Cura de una parroquia de un barrio muy pobre, quien andaba siempre pidiendo ayuda, comida, ropa y todo lo que le pudieran dar, pues sus pobres, como él mismo decía, apenas eran dueños del aire que respiraban. Mariana se interesó por la obra del padre Antonio y quiso saber más de ella. El sacerdote la invitó entonces a visitar su parroquia y, una tarde, Mariana recorrió las calles de un barrio desconocido. Primero las casas bajas con fondo y jardín al frente, con niños jugando en las veredas y vecinas conversando apoyadas en la escoba. Y después más allá, donde termina el asfalto, donde el agua se consigue en las canillas municipales y a la luz eléctrica hay que robarla del alumbrado público. Donde por las calles de tierra andan juntos buscando algo que comer, caballos, perros y niños; las casillas de latas guardan mujeres grises, hombres sin presente y niños sin futuro. Barrios apartados de la sociedad, abandonados, olvidados de Dios. Si es que Dios existe. 

VI 

El padre Antonio le contó a Mariana de la actividad que desarrollaba su parroquia con los habitantes del lugar. Que no era mucha, le dijo. Las donaciones eran escasas y la Iglesia no tiene fondos (?). Por lo tanto, él trataba de brindarles a los niños una comida diaria hecha por las mismas madres en el comedor de la iglesia. Le dijo que necesitaría más gente que colaborara, para enseñarles cosas fundamentales como la higiene, por ejemplo, a pesar de que él entendía que si no tenían para comprar un pan, mal podían gastar en un jabón. Mariana empezó yendo a la iglesia una vez por semana a colaborar con el padre. Enseñó a cocinar, a usar los distintos utensilios de la cocina, a lavar y coser la ropa que les donaban. Les habló de la higiene diaria, de visitar al médico periódicamente y de la importancia de vacunar a los niños. Fue maestra de catequesis para darle una mano a Dios y de paso recordarle al Creador aquello de: “Dejad que los niños vengan a mí” que un día, en tierras de Judea, les dijera a sus discípulos. Y terminó siendo una Madre Teresa consultada para todo. Con el tiempo se hizo amiga de esas mujeres tan distintas a ella en su hacer y fue su confidente y consejera. Una de esas mujeres era Isabel, quien fue la primera en aceptarla como conductora del grupo, así como en contarle su vida, con sus errores y desaciertos. Cuando Mariana conoció a Isabel, esta tenía nueve hijos y no tenía ni quería compañero. Tenía un hijo en la Cárcel Central por rapiña, dos en el reformatorio, cuatro en la escuela donde, también, almorzaban y dos en la guardería que se había armado en la iglesia del padre Antonio para cuidar a los niños cuyas madres trabajaban. Entonces, Isabel, era cocinera de un restaurante. Buena cocinera. Había entrado para ayudar en la cocina y allí aprendió el oficio. Fue tal su dedicación y su deseo de aprender que, cuando la antigua cocinera se retiró para jubilarse, quedó ella en su lugar por mérito propio. Descansaba los mismos días que Mariana iba a la Parroquia, así que juntas ayudaban en la cocina, lavaban y cosían ropa que luego repartían. Cuando a media tarde finalizada la jornada, se iban todos los chicos y sus madres, ellas se sentaban en la cocina, tomaban té y conversaban. En esas tardes Isabel fue contándole a Mariana cómo había ido llevando su vida; similar a la vida de todas las mujeres del barrio de las latas. 

VII 

Cuando la puerta de la sala de partos se cerró tras la camilla de Isabel, Mariana le comunicó al compañero de su amiga que iría a dar una vuelta por su casa y regresaría más tarde. Volvió a atravesar los pasillos del hospital y bajó las amplias escaleras de mármol. Caminó unos pasos hacia su auto y sintió con agrado, sobre el rostro, el viento fresco que soplaba del mar. Recordó entonces la primera vez que Isabel le hablara de su pareja. Ese día llegó con la mirada vivaz y más parlanchina que lo habitual. Se acercó a Mariana y le dijo: ¡Ni te imaginás lo que tengo para contarte! Mariana pensó que por lo menos no era una nueva tragedia. Cuando al fin pudieron conversar, Isabel le dijo: No sabés Mariana, ¡conocí al hombre de mi vida! Mariana le contestó con un hilo de voz: —Isabel… 
—Ya sé, ya sé, no me digas nada—, se excusó Isabel. —No es lo que estás creyendo. Esto es distinto, no sé como explicarte, mirá. Es algo que nunca me había pasado antes. Como un relámpago sabés, como un regalo. Eso, como un regalo. Lo conocí en el restaurante, viene siempre a cenar. Yo sabía que me miraba, pero los tipos siempre me miran. Yo no les doy bolilla. ¡Qué les voy a dar! Si llegan a saber que tengo nueve hijos, ni las propinas me dejan. Pero esto es otra cosa. Este hombre me empezó a mirar y a mirar, y a mí me empezó a gustar, pero pasaba el tiempo y no me decía nada. Y yo empecé a creer que le gustaba mirarme, no más. Pero la otra noche, cuando salí me estaba esperando. ¡Cuando lo vi me dio una cosa… Me habló con palabras tan lindas, si vieras. Como nunca me habían hablado antes. Nunca, de verdad… y bueno… ¡Vos sabés cómo son estas cosas! … Bah vos la verdad que se diga, no sabés mucho lo que son estas cosas. Pero bueno, yo le dije de entrada que tenía nueve hijos. ¡No sabés Mariana! ¡Se quedó helado el hombre! No hablaba. Pero yo no me iba a hacer la viva, vos sabés que a mí me gustan las cosas claras. Y yo a mis hijos no los voy a negar. Así que si había que cortar, cortábamos ahí no más y chau. Pero no, vos sabés que cuando reaccionó me dijo que qué suerte tenía yo de tener hijos, que él no tenía ninguno. Mirá vos. ¡Estoy tan contenta… ¿Qué podía decirle Mariana, que la vida ya no se lo hubiese dicho con creces? ¿Tenía acaso el derecho de retacearle a su amiga la felicidad que estaba viviendo? Solo pudo recomendarle: Cuídate Isabel, más hijos no, por favor. Ante lo cual la amiga le contestó sin dudar: --¿Qué hijos? ¿Estás loca? Esto es otra cosa te dije. ¡Otra cosa… 

VIII 

A Mariana el aspecto del compañero de Isabel no la dejó muy tranquila. Y en cierto modo no se equivocó. Aunque ella mantuvo sus reservas, la realidad no demoró mucho en darle la razón. Según se supo después, el muchacho formaba parte de una banda de traficantes de alto vuelo con sede en Europa. Era soltero, no tenía hijos y sus domicilios figuraban en Montevideo, Buenos Aires y Múnich. Su amor por Isabel fue sincero. Nunca vivieron juntos, tal vez para no comprometerla. Reconoció a su hija y ayudó a Isabel económicamente al punto de comprar, para ella y sus hijos, una casa de material en el barrio asfaltado. Y así hubiera terminado la historia si una noche, en Milán, no hubiese caído en un enfrentamiento con una banda contraria, dejando sin su apoyo, en Montevideo, a Isabel y su hijita de seis años. Pero eso sucedió mucho después. Mariana volvió esa misma noche al hospital. Cruzó los pasillos y llegó a la sala donde Isabel estaba con su beba. Se detuvo a la entrada. La niña dormía en la cuna. Isabel se encontraba sola, sentada en la cama, abrazaba, junto a su pecho, un ramo de rosa. Estaba hermosa, con el cabello negro sobre sus hombros, con un brillo de lágrimas en los ojos y una sonrisa flotando en su cara. Emocionada, al verla, Mariana comenzó a caminar hacia ella. Fue entonces que escuchó de su amiga aquel comentario que golpeó fuerte y que jamás olvidaría: 
— ¿Te das cuenta Mariana? ¡Tuve que tener diez hijos, para que un hombre me regale rosas! 


Ada Vega, año edición: año 2001

Andando




Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco. Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión, armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó. 
—Buen día, doña. 
—Buen día. 
—No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco. ¿Pa’qué corre tanto? 
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle un disparate y me encontré con sus ojos sinceros, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté: 
—Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo. 
—¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana. 
Desde ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un café y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana, apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera, fumando pausadamente y me contaba historias. 

Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando este se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada La Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera. 

Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos, me confesó que solo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos. Una primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. 
 
No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Solo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio. 

Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo, con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías. Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. 

Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio. La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarro, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido. Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo. Murió como vivió: andando. 

Ada Vega, edición 2000.

No vayas al cielo

 




Iban por la calle larga a los manotazos. Reían como dos necios mientras pateaban una maltrecha botella de plástico. Fumaban un porro a medias y cantaban: “...porque en el cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza y ni café. Porque en el cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca ni hojillas...” . Ajeno, el sol continuaba su lento vagar hacia el oeste, mientras las primeras sombras dibujaban un incierto atardecer. Con los vaqueros desflecados tajeados en las rodillas, y sendas camisetas negras que lucían sobre el pecho las caras enajenadas de alguna banda de metal, los dos muchachos recorrían las calles en busca de lo que pudiera acontecer.

 El Pelado y el Chifle eran dos hermanos nacidos en un barrio de “zona roja”. Ladrones sin prestigio, oportunistas natos, se encontraban, sin embargo, limpios ante la ley. Y aunque robaban desde que tenían memoria, carecían de antecede tes que los involucraran en delitos primarios, y sus drásticas consecuencias. Inconscientes por herencia directa, vivían la vida al mango. Despreocupados, sin importarles el presente ni el futuro, tomaban de la vida lo que la vida les ofrecía a su paso, y lo que no. Acérrimos desconocedores de todo límite, no entendieron nunca que lo ajeno es ajeno, que los derechos de unos terminan donde empiezan los derechos de los otros, y que existen leyes que se hicieron para cumplirlas. 
Repobres de la más lunga estirpe orillera, aprendieron de muy chiquitos, casi al largarse a caminar, que los dolores que les retorcían las tripas los causa el hambre, y los calma el mendigar primero y el robar después. Así, salían por las mañanas junto a la madre, con otro más pequeño en brazos, a extender las manitas sucias —los pelos revueltos y las caritas moquientas —, a cuanto transeúnte pasara a su lado; algunos presurosos, que sin mirarlos siquiera seguían de largo, otros que sin detenerse dejaban algunas monedas que la madre iba juntando para comprar el pan, primero, y si alcanzaba, la leche. Desayunaban una fruta que algún puestero les alcanzaba o los bizcochos de ayer de alguna panadería que encontraban al paso y recorrían la ciudad, un día y otro, para regresar al atardecer muertos de sueño y cansancio. 

Y de un saque, un día, se les fue la infancia. Sin reyes magos, sin escuela ni educación. Y la pujante adolescencia, al abrirse paso, los dio de narices con la globalización, el neoliberalismo y el “sálvese quien pueda”. Se enteraron de que para intentar conseguir trabajo es necesario poseer un brillante “curriculum vitae” que te permita, por lo menos, competir. Que si no sabés inglés no existís y si te quedaste en el Windows, estás muerto. Que los “canillas” y los lustrabotas pertenecen al pasado. Que las fábricas desaparecieron y la construcción es una utopía. ¿Y entonces...? 

Subieron el repecho hasta el almacén de don Flores y al iniciar la bajada lo vieron. El hombre venía remando por la calle empinada, parado en los pedales de su bicicleta. Sofocado. Los muchachos se miraron. Se abrieron para darle paso por entremedio de los dos. Al llegar junto a ellos lo tiraron al suelo, le robaron unos pocos pesos y se fueron calle abajo, montados los dos en la bicicleta, orgullosos por “la hazaña” que acababan de realizar. Aunque se hicieron apuestas, no llegamos a saber si fueron cinco, o diez, o tan solo tres, los minutos que corrieron, antes de que al primer automóvil que pasara por el almacén de don Flores, subiera el dueño de la bicicleta y alcanzara en un santiamén a los dos muchachos. 

Lo que siguió después se sabe: denuncia, policía, comisaría y juez. De ahí al Comcar y seis años por rapiña, fue solamente el principio. La luna asomada entre los barrotes, iluminaba la soga a cuyo extremo se balanceaba, inerte, el cuerpo del muchacho. El pabellón estaba en silencio. Los guardias nunca supieron. Mientras la noche, testigo, bostezaba su indiferencia sobre los altos muros, los presos, victimarios-víctimas, dormían sueños torturados. Solo, en la celda contigua, el hermano cantaba: “... porque en el Cielo no hay vino ni cerveza, no hay milanesas, no hay pizza ni café... Porque en el Cielo no hay plantitas verdes, no hay tortas fritas, no hay coca, ni hojillas...” 

Ada Vega, edición 1998 

jueves, 16 de febrero de 2023

Carta de Estocolmo

 



La carta que aquella mañana recibió doña Adela venía de Suecia. Casi todos los meses, el cartero traía una carta de alguno de sus hijos que andaban por el mundo. Cuando el hijo mayor se fue a Suecia, ella trataba de imaginar cómo sería ese país tan lejano y desconocido. Nunca tuvo la idea exacta de donde quedaba. Le dijeron al norte de Europa, pero Europa es tan grande... Si se hubiese ido a España, a Italia o quizá a Francia. De esos países tenía idea. Sabía que estaban ahí, no más, cruzando el Atlántico.


 Estocolmo. A Estocolmo se fue el mayor. Dicen que allá hace mucho frío. Cae nieve. Y cuando nieva todo queda cubierto de un gran manto blanco. Como en las películas, mamá. Como en las películas de Navidad, sabés. Se sentó en un sillón del patio a leer la carta. Después de leerla se quedó largo rato con ella en el regazo, perdida su memoria en un pasado ya lejano. Suspiró reclinándose en el sillón.

La mañana luminosa de enero avanzaba desperezándose, hacia un mediodía bochornoso de un verano desparejo. En el jardín, el aroma tímido de la madreselva. El gato relamiéndose al sol y el ayer volviendo a su presente. Por ahí andaría su marido, regando el jardín o limpiando las jaulas de los dorados. No hay apuro por anunciar la llegada de la carta. Más o menos, todas dicen lo mismo. Sus hijos deben ser felices. En las fotos siempre sonríen.


Doña Adela y don Juan se habían casado hacía más de cuarenta años. Criaron cinco hijos: cuatro varones y una niña. Los recuerdos invaden su memoria. Fueron años de mucho trabajo para criar a sus hijos. Con privaciones, muchas veces, para que los muchachos estudiaran. Aún le parece verlos corriendo por el patio o escondiéndose detrás de la Santarrita. Sonríe al recordar.

Los tres mayores terminaron sus estudios y se recibieron. La niña, apenas terminada la secundaria, se casó con el secretario de un diplomático y se fue a vivir a España. No ha vuelto al Uruguay. Su marido viaja mucho y ella lo acompaña. Tiene dos niños nacidos en Madrid, pero los abuelos aún no los conocen. En las cartas siempre promete que: “En cuanto pueda voy a ir a verlos”. Besos y fotos, para que vean lo bien que viven.


Los varones mayores son Ingenieros de Sistema. Se fueron hace unos años contratados por una empresa sueca. Primero se fue el mayor, al poco tiempo llamó al segundo para trabajar con él en la misma compañía. Antes de terminar el contrato se casaron,  por lo que decidieron radicarse en Suecia. Trabajan mucho y ya tienen hijos. Nunca volvieron. En las cartas recuerdan que: “En cualquier momento estamos por ahí”. Besos y fotos, para que vean lo bien que viven.

El tercer varón se especializó en motores de barco y se fue a Estados Unidos a probar fortuna. Tuvo suerte, trabaja en una empresa naviera muy importante que le ha permitido viajar por el mundo. Vive en Los Ángeles. Se casó, hace ya varios años, con una norteamericana y no ha vuelto al país. No escribe muy seguido. Cuando lo hace, en las cartas dice que: “En cuanto tenga un tiempito me doy una vuelta para verlos”. Besos y fotos, para que vean lo bien que vive.

A doña Adela le gusta recordar el tiempo en que eran todos niños. No dieron trabajo. Eran buenos chicos. 


El problemático fue Jorge, el menor. Con él sí pasaron las mil y una. Vivía en la calle. Era peleador, artero, no quería saber de ir a la escuela. Andaba con el guardapolvo sucio y la moña desatada. No cuidaba los libros ni los cuadernos y nunca sabía donde había dejado el lápiz.

Los tres varones más grandes fueron siempre aplicados y estudiosos. Los amigos y los maestros los felicitaban por esos hijos. La niña, no tan brillante como sus hermanos, fue también buena alumna y buena hija. Cuando Jorge entró a la escuela, los mayores estaban en el liceo. Desde muy niño fue independiente y no le gustaba estudiar. Vivía con el ceño fruncido ideando siempre alguna diablura. Tan distinto era a sus hermanos que los maestros llegaron a pensar que Jorge era adoptado. Amigos y maestros los compadecían por ese hijo, presagiando para el chico un futuro amargo.


En aquel entonces José trabajaba en una fábrica y Adela cosía camisas para un registro. Cuando Jorge salió de la escuela, no hubo forma de hacerlo ir al liceo ni de que aprendiese un oficio. Se dedicó a vagabundear. Se hizo dueño de la calle ante la constante preocupación de los padres, temiendo siempre que algo malo le sucediera. Un día llegó con una novedad: había conseguido trabajo. Un reparto de diarios. Estaba feliz. Los padres decidieron aceptar la situación, pues ¡qué le podía durar a Jorge un trabajo! Resultó el desconcierto total. Madrugaba tanto para ir a buscar los diarios que a la madre le dolía. Lo veía por las noches manipular un enorme despertador, cuya campana lo despertaba sí o sí y se levantaba al alba, antes de salir el sol.


El trabajo de Jorge fue en realidad de gran ayuda. Con los hermanos estudiando el sueldo de Juan no se veía y el registro que le daba trabajo a Adela, hacía unos meses que había cerrado. Jorge todos los días le entregaba al padre el dinero que le pagaban por su trabajo. A Juan, el primer salario de su hijo de trece años le quemó las manos. Sintió tal emoción, que abrazó al chico, sintiéndolo todo un hombre. Desde entonces Jorge fue, para los padres, un apoyo invalorable. De manera que, comprendiéndolo, decidió progresar. Juntó plata, peso a peso y se compró un reparto. Tomó dos chicos para ayudarlo y comenzó a repartir diarios de mañana, de tarde y de noche. Sin darse cuenta se había convertido en patrón. Redobló esfuerzos, trabajando y ahorrando, logró abrir, en una de nuestras principales avenidas, un  puesto de diarios y revistas.

 La situación económica de la casa se había estabilizado. Por ese entonces, el corazón de Juan comenzó a anunciar su cansancio. Jorge le pidió al padre que dejara la fábrica y se jubilara, él ganaba lo suficiente y ya era hora de que el viejo descansara un poco.

Cuando los hermanos mayores, terminados sus estudios, pudieron ayudar a mantener la casa, se fueron. Suele suceder.

Jorge nunca se separó de sus padres ni piensa hacerlo, vive allí con ellos. Un día también se casará y tendrá su propia familia, pero ellos saben que siempre van a poder contar con él. Estos días lo hemos visto emocionado y  feliz. Acaba de comprar, para sus padres, la casa donde viven, donde nacieron los cinco hijos. Los viejos aman esa casa.


Doña Adela recuerda cuando eran todos chicos. No dieron trabajo, eran buenos niños. El problemático fue Jorge, el menor. No hay apuro por anunciar la llegada de la carta, más o menos, todas dicen lo mismo. Sus hijos deben ser felices. En las fotos, siempre sonríen.


Ada Vega, edición 2011 - 

domingo, 12 de febrero de 2023

Si vuelvo alguna vez

  




Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que solo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por familiares muy queridos. Creía, que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me daba por primera vez. Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una supermamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana, nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta de que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Solo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto, trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena. 

Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse, dijo: 
—Véame en cuanto los estudios estén prontos. 

La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro. Desde pequeña, Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes. No podía fracasar. 

Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas la escuela y el liceo. Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina. Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de mamá, que ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro. 

Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo, para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto, me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio. 

Después se fue Analía. Analía era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas. 

Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres, el cuidado del jardín que mantenía todo el año con flores y el de un jaulón lleno de pájaros que tenía mi padre y que ella sufría: no toleraba ver pájaros enjaulados. 

El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con algún miembro de mi familia. Yo me opuse. Le dije que por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad. Ya habría tiempo más adelante.

 Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio se llevó a cabo una mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel. 

Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aun con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama, fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron y no volvimos a verlos. Pero otros muchos, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar. Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron. Pobre mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros. 

Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles, antes de ir a la intervención quirúrgica en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto, decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con mi familia. Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causas no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos.

 De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días.

 Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tienes que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tienes mala cara mami, te vemos bien. 

—El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes —arriesgué durante la conversación. 
—Voy yo —se apresuró a decir mi esposo. 
—Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá. 
—Sí, claro —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? 
No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance. 

Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad dio un respiro a su inquietud. Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal. No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra. 

Ada Vega, año edición 2009

La casa




—Me voy —dijo—, y se fue. Sin un beso, sin abrazo, sin siquiera una caricia. Un hasta luego. Un adiós. Y me quedé sola en aquella habitación. Sola. Pensé si al salir se acordaría de pagar la casa. Terminé de vestirme, descolgué el abrigo del perchero, tomé la cartera y pedí un taxi. Tres minutos, dijeron. Llegó en dos. Subí al taxi, la Piaf cantaba aquel Himno al Amor de cuando éramos jóvenes estudiantes, la universidad era un castillo y el otoño caía en hojas secas sobre la ciudad. Entonces el amor era Dios, una panacea y el único motivo de vivir. Parecía una burla, una incongruencia: “mientras el amor inunde mis mañanas —decía la Piaf— mientras mi cuerpo se estremezca bajo tus manos, poco me importan los problemas, mi amor, porque tú me amas”. El conductor me observaba por el espejo retrovisor. 
—Qué pasa, le pregunté. 
—¿Está sola? 
—¿No me ve? 
—Creí que había que levantar a alguien. 
—No tengo que levantar a nadie. 
—Mm..., contestó, no se enoje, no crea que es la primera dama que dejan abandonada por estas latitudes. 
—No me diga. 
—Le estoy diciendo. Una vez llevé una muchacha que se peleó con el novio y el tipo se fue y la dejó sola. 
—¿Y? 
—Y nada, él dejó la casa paga y en ese mueble antiguo que está a la entrada, vio, junto a la lámpara, le dejó el dinero para el taxi. 
—¡Qué delicadeza! 
—Sí. Otra vez a una señora mayor la dejó el compañero que se fue sin pagar y ella tuvo que dejar la cédula de identidad y la alianza de matrimonio para poder retirarse. A mí me pagó con un dinero que tenía para la feria. 
—¿Cómo sabe usted que era el dinero para la feria? 
—Porque era de mañana, día de feria, y ella andaba con un bolso de hacer mandados. 
—Usted tiene mucha imaginación. 
—Imaginación no, hace veinte años que manejo un taxi. 
—¡Oh! En ese momento recién me di cuenta de que no me preguntó a dónde iba, ni yo le avisé. Como no tenía apuro lo dejé seguir y además, por extraña coincidencia mientras conversaba, había tomado el camino que llevaba hacia mi casa. 
—Una vez llevé de ahí a una muchacha rubia muy bonita. Subió al taxi nerviosa, me dio la dirección de su casa y me pidió que la esperara para llevarla al aeropuerto. Mientras tanto me contó que había matado al hombre que estaba con ella. 
—¿Y usted? 
—Y yo acá, sentado, manejando. No sabía qué hacer. Pensé detener el taxi y pedirle que se bajara, puesto que en mi vida lo menos que necesitaba en ese momento era un problema nuevo. La miré por el espejo y me dio lástima. Era muy joven y estaba llorando. 
—¿Y cómo lo mató? 
—Eso le pregunté yo, ¿Cómo lo mató? Le dije. 
—Le pegué cuatro tiros, contestó llorando. 
—¡Pobre chica, lloraba arrepentida! 
—Eso también le dije. ¿Está arrepentida? 
—No, se apresuró a decirme. 
—¿Y por qué llora entonces? 
—Porque en el apuro, por salir de la habitación, dejé el reloj y los anillos sobre la mesa de luz. ¡Qué rabia! 
—¿Y el revólver? Le pregunté. Abrió la cartera y sacó el arma. —Lo tengo acá, dijo y me apuntó. 
—¿Qué hace?, apunte para otro lado, le grité. 
—No tiene más balas, contestó, mientras lo guardaba. 
Estaba tan interesante la conversación que no me di cuenta de que había detenido el taxi. Pero yo quería saber más: por qué tantos tiros, quién era el hombre, qué clase de relación tenían. Qué pasó después, si la llevó al aeropuerto. Y el taxista seguía contando: el hombre que mató era el novio, hacía tres años que llevaban una relación, lo mató porque se enteró de que era casado y tenía tres hijos. Le pegó cuatro tiros porque eran los que tenía el arma. No, no la llevó al aeropuerto, la joven le dijo que no lo quería comprometer más, que tomaría un coche cualquiera que pasara libre. Nunca más la vio ni supo de ella. —Llegamos, me dijo. 
—Yo no vivo acá, vivo dos cuadras más adelante. 
—Su compañero dijo que la dejara acá. 
—¿Cómo? 
—Cuando pagó la casa, dejó la dirección y el dinero para el viaje. 
—¡Qué delicadeza! 
—Sí, parece un buen tipo. 
Mientras me bajaba y saludaba al conductor, en la radio del taxi Charles Aznavour y La Bohème. Y aquel amor de locos. De los veinte años del pintor pobre y la modelo, viviendo del aire en el Montmartre parisino de cuando “París era una fiesta”. ¡Cómo se repite el amor! Quién no vivió un amor a los veinte años y creyó que era para siempre; sin embargo, el camino que andaban juntos, un día se dividió en dos y ambos se perdieron por distintas veredas. Luego pasaron veinte, treinta años, y un día, porque sí, recuerdan aquel amor apasionado de la juventud que los hizo enfrentar al mundo, por defender lo que estaba destinado a morir. Y volvieron al lugar del amor en busca de no saben qué. Y no encontraron nada. Nada. Porque ya no había nada más. Ni las lilas cayendo sobre las ventanas del atelier, ni el amor de locos, ni la juventud. La juventud… ¡La bohemia! "La juventud es una flor, y al fin murió" 
—Me voy —dijo—, y se fue. Sin un beso, sin un abrazo. Sin un adiós. 

Ada Vega, edición - 2014.

Al final del otoño

  

Era extraño que aquel rosal trepador, se cubriera de pimpollos al final del otoño. No era época de florecer. Y más extraño ese rosal, por el que el viejo Leonidas pasó tantos desvelos. Pese a su apariencia de árbol débil, tenía una raíz fuerte y sana, de modo que lo trasplantó contra el muro sobre el que cruzó hilos para ayudarlo a extenderse. Sin embargo, aunque fue creciendo firme y arrogante, no acababa de mostrar el más mínimo atisbo de florecer. Leonidas, que conversaba con sus plantas como si fuesen sus hijas, no entendía por qué el bendito rosal se negaba a dar rosas. Y aunque cada año que pasaba seguía desdeñoso, siempre tuvo la certeza de que una primavera, a fuerza de paciencia y de cuidados, se le entregaría en racimos de pimpollos. No sucedió así. No en primavera. Sucedió al final del otoño, cuando ya nadie espera que florezcan los rosales.

 Aquella mañana de fines de junio, mientras podaba y retiraba maleza de los canteros, Leonidas escuchó una animada conversación desde la casa y detuvo su trabajo para mirar hacia el patio exterior que daba al jardín. Recordó entonces que Marcela, la directora de Casablanca, le había comentado que ese día ingresaba a la residencial una nueva compañera. Observó un momento al grupo que conversaba y alcanzó a divisar el rostro de la nueva. Por un instante se sintió desconcertado. No podía ser ella. Tal vez la vista comenzaba a traicionarlo. Su vida había dejado muy atrás los años primeros y ese rostro que acababa de vislumbrar, lo retrotrajo a un tiempo lejano. A un recuerdo triste, que guardaba dormido, del tiempo aquel de los verdes años.

 Regresó a una época casi olvidada. Volvió a recorrer los patios de la vieja casa donde pasó su infancia. Vinieron a su memoria sus padres y sus hermanos. Y se vio él, entonces estudiante, en la ardiente primavera de su vida. La casa de Leonidas se encontraba en un barrio fabril, en los suburbios de la ciudad. Casas bajas con chimeneas, calles adoquinadas y faroles en las esquinas de ochavas. Barrio con olor a madreselvas y cielos enormes de lunas blancas. 

A unas cuadras de su casa vivía una familia muy pobre y de mal vivir. Los vecinos, gente toda de trabajo, no la aceptaba. La conformaba una pareja con siete u ocho hijos que andaban todo el día en la calle, pidiendo o robando. Cuando los padres lograban reunir algunos pesos, compraban alcohol, se emborrachaban, se insultaban, se castigaban entre ellos y castigaban a los hijos. Temprano por las mañanas los mandaban a pedir, a robar y no volver sin dinero. Una de las niñas se llamaba Caterina. 

Era rubia, triste y sucia. Tenía doce años y andaba siempre llorando por la calle. Caterina le dolía en el corazón a Leonidas. Ansiaba crecer de una vez para protegerla. A veces se encontraban a la vuelta del puesto de verduras y él le decía que la quería. Que no llorara. Que cuando fuera más grande y consiguiera trabajo iban a vivir juntos. Entonces ella lloraba con más ganas. En aquellos días Leonidas tenía apenas catorce años y aunque lo intentó, no llegó nunca a definir el real sentimiento, aparte de una gran ternura, que lo ataba a la muchacha. De lo que, en cambio, estuvo siempre seguro, fue de su firme deseo de protegerla. Protegerla de la maldad de la gente. De los hombres que la asediaban. De la ignominia de sus padres que la vendían por una botella de alcohol. Entonces pensó que la amaba. Y tal vez la amó. Tal vez. Con ese amor compasivo que despierta un cachorro apaleado, abandonado en la calle una noche de lluvia. 

Los padres comenzaron a preocuparse por el joven. Lo notaban desganado, sin deseos de comer ni de estudiar. Fue el padre quién enfrentó la situación. Indagó. Quiso saber qué le estaba pasando. No pudo aceptar la explicación que dio Leonidas. No quiso. Su hijo se había enamorado de la única persona de la cual no podía enamorarse. Caterina era una chica de la calle. Todo el mundo lo sabía. ¿No se daba cuenta él? No era amor, no, lo que sentía por ella. Era solamente lástima. Lástima, Leonidas. ¿Cómo te vas a enamorar de esa muchacha? ¡No, no vuelvas ni a mencionarlo! Ya te vas a olvidar. Sácatela de la cabeza. Eres muy chico todavía. ¡Qué puedes saber tú de amores y mujeres! Ya vas a encontrar, cuando termines los estudios, una buena chica de familia bien, como nosotros, de quien enamorarte. ¡Te pido por favor que te olvides de ese asunto! Eres muy chico para entender ciertas cosas. Ella no es una muchacha para casarse. ¿Entiendes? Ningún hombre honesto se casa con una mujer de esas. ¡Vamos, Leonidas! No querrás que tu madre se enferme del disgusto, ¿no? 

Y Leonidas no supo qué contestar. Caterina no tuvo tiempo de terminar la escuela. Era la mayor de los hermanos y aprendió, junto con los primeros pasos, a extender la manita por una limosna. Vestida siempre de túnica y moña, subía y bajaba sola de los ómnibus desde antes de cumplir los cinco años. Al principio pedía una moneda y la gente le daba, porque era bonita. En la calle aprendió a robar. Con amigos de la calle. Entraban a los comercios dos o tres juntos, ellos entorpecían a los que estaban comprando y ella, que era la más ágil, manoteaba lo que podía y salía corriendo. Tenía diez años cuando una noche, borrachos, los padres la vendieron a un fulano por cincuenta pesos. Después, cuando se les pasó la borrachera, lloraron los padres por lo que habían hecho. Al otro día la volvieron a vender. 

Caterina, por primera vez, siente un poquito de felicidad. Les cuenta a sus padres que el joven Leonidas le prometió que cuando trabaje van a vivir juntos. La madre gritó desaforada: ¡¿Qué te dijo ese atorrante?! ¡¿Qué te va a llevar con él?! Insultó el padre como un demente:¡Dile a ese guacho que no se meta con nosotros si no quiere que le parta la cabeza de un fierrazo! Dile que digo yo, no más. ¡Guacho de mie&da! Mal parido. ¡Voy a tener que hablar con el padre pa´que lo ponga en vereda, al hijo de p&ta! ¿Te fijaste como se mete la gente en lo que no le importa? ¿No se da cuenta el guacho que tienes hermanos que mantener? Y nosotros. Tu madre y yo. ¿De qué vamos a vivir? Ahora que los tipos te empiezan a pagar bien, te quiere llevar. Lo voy a matar. Más vale que nunca lo vea contigo porque lo mato. ¡Te juro que lo mato! 

Al mediodía la vio en el almuerzo. Era ella, no cabía dudas. La pequeña Caterina del barrio olvidado. La Caterina con doce años llorando por la calle. Su primer amor. Amor delirante al que ella misma lo obligó una noche a renunciar. Leonidas la miró para saludarla. Ella le sonrió sin reconocerlo. ¡Habían pasado tantos años! Cómo podía reconocer en el viejo que era ahora, a aquel adolescente que una vez le dijo que la amaba y que un día se irían a vivir juntos. Y él, por tercera vez, permaneció callado. 

Las matas de cartuchos, con sus hojas grandes y lustrosas, los bulbos de gladiolos trasplantados, las dalias dobles y los crisantemos, iban a su tiempo floreciendo en el jardín de Casablanca. Leonidas en su oficio de jardinero fue haciéndose cada vez más eficiente. Aprendió que según la luz que necesitan para desarrollarse pueden las plantas dividirse en: plantas de solana y plantas de umbría. Que si se multiplican por semillas, injertos o bulbos, requerirán más o menos riego. Que es necesario abonar la tierra periódicamente, combatir los insectos que las dañan y podar algunas de ellas. 

Leonidas hace ya varios años que es jardinero de la Residencial Casablanca para el Adulto Mayor. Comenzó, después de haberse jubilado, por el deseo de hacer algo con su vida, pues entendió que el tiempo le sobraba y el cuidado de las plantas fue algo que siempre le atrajo. De hecho, siempre había tenido en su casa un muy cuidado jardín. Cuando se enteró de que la residencial necesitaba un jardinero, se ofreció sin pretensiones. Presentó referencias sobre su persona y fue aceptado de inmediato. Un par de años después, cuando falleció su esposa, se dio cuenta de la soledad que lo esperaba cada tarde al volver a su hogar. De manera que un día decidió quedarse a vivir en la residencial, donde se sintió realmente acompañado, entrando a formar parte de aquella familia.

 La vida para Leonidas no ha tenido demasiados altibajos. A veces, en las tardecitas, se sienta bajo los árboles a tomar mate. Entonces los recuerdos lo invaden. Examina, sopesa los años vividos. Y aunque reconoce logros y desaciertos, no puede, no pudo, nunca, arrancar de su pecho, una espina que lo ha acompañado desde siempre y lo hiere todavía. 

Hace días que Leonidas no ve a Caterina. Cuando vuelve del liceo, camina unas cuadras más, para pasar por la casa de ella. El padre lo vio un día y le gritó: ---¡Hijo de p&ta! ¿Qué andas haciendo por acá? ¡Si te veo con la Caterina te voy a matar! Pensó que podría estar enferma y no tenía a quién preguntar. Después supo que no. Alguien dijo que la habían visto por el Centro. Trabajando. Él no lo podía creer. Los vecinos del barrio no la querían, eso lo sabía bien. Tendría que verlo con sus propios ojos. La gente a veces se ensaña, inventa cosas. Al cabo de unos meses la vio una noche salir de su casa. La encontró más linda. Maquillada y bien vestida parecía de dieciocho. 

No dudó en seguirla. Ella tomó un ómnibus para el Centro. Allí se paró en una esquina con otras mujeres. No demoró en irse. Se le acercó un hombre, habló dos palabras y se fue con él. Pasó junto de Leonidas sin advertir su presencia. Con la cabeza apenas inclinada, presa todavía de un poco de vergüenza. Vergüenza que irá poco a poco, perdiendo para siempre y hasta nunca, en ese submundo aberrante del que no puede, no podrá ya salir. Donde deberá seguir, sin salvación posible, arrojada allí como en una pesadilla. Convencida de que, aunque logre un día apartarse de esa vida, será ya hasta el fin y para todos: una mujer de la calle. 

Recién entonces Leonidas comprendió que la había perdido. Entendió que Caterina no podía esperar a que él finalizara los estudios y consiguiera trabajo; terminara de criarse y se hiciera un hombre. Ella ya era una mujer. Los tiempos de ambos no eran los mismos. Los tiempos de él no tenían prisa. Pero a ella la vida la venía empujando hacia un abismo al que no tuvo más remedio que saltar. Volvió al barrio con una herida que le laceraba el pecho. Por mucho tiempo se culpó de no haber podido ayudarla. Después prefirió pensar que la vida de ellos dos, tenía marcados caminos opuestos. Y decidió no volver a verla. 

Cuando terminó el liceo, Leonidas ingresó al Instituto de Profesores Artigas. Era entonces un joven callado e introvertido. Estudiaba historia y filosofía. Allí conoció a Marlene, una chica del interior, que había venido a estudiar a la capital. Compañeros de estudios, se hicieron, primero, amigos y luego, más enamorada ella que él, formalizaron el noviazgo. Marlene vivía en Montevideo en una casa para estudiantes con la idea de que, una vez recibido el título, volvería a su ciudad. Por lo tanto, a partir del noviazgo, la joven le propuso a Leonidas, irse a vivir con ella a su departamento. Él aceptó, pues era una forma de desprenderse del recuerdo de Caterina, que continuaba mortificándolo. Pues en su pensamiento la veía niña, llorando por las calles del barrio, y otras veces hecha una mujer, pintados los ojos y la boca, vendiendo por las esquinas del Centro, su belleza fugaz. En esos años, más de una vez, la buscó e intentó hablarle. Ella no quería escucharlo. Una noche, sin embargo, conversaron. Él estaba terminando el profesorado. Ese verano se casaba con Marlene y se iba a vivir al litoral. Sintió deseos de verla, de hablar con ella. Tal vez, nunca más volverían a encontrarse. 

Esa noche pasó por la esquina donde sabía que podía encontrarla. Se fueron juntos a tomar un café por la Ciudad Vieja. Las luces aburridas de los faroles estiraban sombras sobre las veredas cuadriculadas. El país arrastraba sinsabores. Poca gente y poca plata en la calle. Entraron a un boliche esquinero, alumbrado por una magra lamparilla que regaba su luz moribunda sobre el mostrador. Mientras el mozo se empeñaba con las palabras cruzadas de El Diario, el patrón, sentado frente a la registradora, descabezaba el sueño de la media noche. En la radio: Magaldi el sentimental.

 Se sentaron al fondo, donde casi no llegaba la luz. El muchacho no sabía cómo empezar a hablar, ni qué decir. Ella lo miró desde sus avezados veinte años y sonrió. 
—Bueno, Leonidas, habla ¿Qué quieres decirme? ¿Conseguiste trabajo? ¿Me vas a llevar a vivir contigo? ¿Cuánto ganas? ¿Podrás bancarme? ¿Sabes la guita que hago yo por noche? ¿Vas a trabajar vos para mí? ¿O voy a trabajar yo para vos? ¡Habla! ¿Qué querías decirme? Volvió a sonreír con una sonrisa que no le conocía. Trágica. Absurda. Él intentó ver, a través de aquella hermosa muchacha que lo miraba desafiante, a la frágil Caterina que un día amó y que todavía le dolía. La buscó detrás de los ojos burlones y la boca pintada. Supo que seguía allí. Pequeña. Desamparada. Oculta tras un disfraz denigrante que la vida le ofreció por vestidura. En las preguntas de la joven encontró las respuestas que había ido a buscar. Se sintió torpe. Fuera de lugar. Avergonzado de estar allí. De haberla buscado. Si él ya había resuelto su vida. No tenía derecho a perturbar a la muchacha que estaba, tan solo, intentando sobrevivir. Ella tomó el bolso, se puso de pie y dijo con preeminencia: 
—Vive tu vida Leonidas, y déjame a mí vivir la mía. Olvídate. No quiero volver a verte… gracias por el café. Le palmeó el hombro y lo miró con unos ojos que hablaban de un tiempo pasado. 
—Chau, pibe —le susurró casi con ternura maternal al despedirse. Colgó su bolso al hombro. Sacudió la cabeza y la mata de su cabello cayó sobre la espalda, como el telón de un trágico final. Se fue haciendo equilibrio sobre unos tacos increíbles. Luciendo una falda demasiado corta y un escote demasiado largo. 

Leonidas quedó impávido sentado en el boliche. Caterina había tomado la palabra y en cuatro frases marcó el tablero. Colocó las fichas de cada lado y esperó a que él moviera. Sabía que él no se iba a animar. Por experiencia lo supo. Y comenzó ella a jugar. Cada pregunta era una jugada. Lo apabulló ante la destreza con que llevó la conversación. Y él, por segunda vez, no pudo hablar. No se animó. La joven comenzó y terminó el juego. Dijo todo lo que había que decir y se retiró poniéndole fin a la ajetreada relación que, alguna vez, pudo haber existido entre los dos. Y Leonidas supo esa noche, que Caterina lo había marcado a fuego y que esa marca la llevaría mientras viviera. 

Habían pasado ya varios días desde la llegada de la nueva a Casa del Parque. No dejó de llamar la atención de todos los residentes, lo pronto que se adaptó a la vida en la residencial. No era común. Por lo general, a las señoras les cuesta un poco acostumbrarse a la convivencia con personas ajenas, a su entorno familiar. Extrañan y es comprensible, dejan su casa, sus muebles, recuerdos, afectos que las han acompañado durante toda su vida. A los señores también les cuesta integrarse. Por lo menos al principio. Deben hacer un esfuerzo, hasta que se conozcan, luego la camaradería surge sola. De modo que esta señora, que desde el primer día de su ingreso se sintió como en su casa, les ha llamado gratamente la atención a todos. Ha entablado una amistad franca con los residentes y con el personal. Tan cómoda y feliz se encuentra que pareciera que nunca hubiese vivido tan bien. Tan acompañada. Tan protegida. 

Con Leonidas conversan asiduamente. Ella baja al jardín y se sienta en un banco a conversar con el jardinero. Le encanta hablar. Cuenta cosas agradables de su vida pasada. Leonidas le hace preguntas directas. Si era casada. Si tuvo hijos. En qué barrio nació. Y ella complacida ha comenzado a contarle su vida. Nací, dice, en un barrio muy lindo. Por el Parque Rodó. ¿Conoce señor Leonidas ese barrio? Mi madre nos llevaba todos los días a pasear por el parque. En otoño íbamos para el lado de las canteras a tomar sol. Por el campo de Golf. ¿Conoce el campo de Golf? En verano nos llevaba a la playa y a pasear por la rambla. Nosotros éramos dos hermanos, nada más. Mi mamá y mi papá eran muy buenos y nos querían mucho. Mi padre trabajaba. Era muy trabajador. Le compró una casa preciosa a mi madre. Ahí nací yo. Por el Parque Rodó. A los dos hermanos nos mandaron a estudiar. Fuimos a la escuela y al liceo. Nos cuidaban mucho, sabe. Yo nunca trabajé porque a mi padre no le gustaba que anduviese por la calle. Él decía que no tenía ninguna necesidad de salir a trabajar. Yo salí de mi casa para casarme. Me casé de vestido blanco… con un velo largo, muy largo. Y flores. Llevaba flores en las manos. Un ramo de rosas. Como esas. Esas chiquitas. Las del muro. Como las rositas del muro. Sí, iguales a las rositas del muro. Sí, señor Leonidas, gracias a Dios, yo tuve una vida muy linda. 
—¿Con quién se casó, señora Caterina? Cómo se llamaba su esposo ¿Se acuerda? 
—Sí, como no me voy a acordar. Se llamaba Leonidas. Como usted. Qué casualidad ¿no? Fue mi único novio. Lo conocí cuando iba a la escuela. O al liceo. No me acuerdo bien. Fuimos novios y después nos casamos. Yo me casé con un vestido blanco… y un velo largo, muy largo… Después nos fuimos del barrio. 
—¿Se mudaron del Parque Rodó? 
—¿Del Parque Rodó? 
—¿No me dijo que vivía por el Parque Rodó? 
—Ah, sí, creo que vivíamos por el Parque Rodó. De eso no me acuerdo muy bien. 
—¿Y tuvieron hijos? 
—¿Hijos? Sí, creo que sí. Muchos hijos. O pocos. Uno o dos. No me acuerdo cuantos hijos tuvimos. De algunas cosas me olvido, sabe. De algunas cosas. De otras no. De otras no me olvido. Creo. 

Mientras cuenta, Leonidas comprueba el deterioro que ha sufrido la mente de Caterina. No sabe, la anciana, quién es en realidad. Vive en un estado de semi locura, habitando un mundo de personajes irreales que la hacen engañosamente feliz. Marcela le ha contado a Leonidas que la señora Caterina no está del todo bien. Que ha perdido la memoria y que confunde las cosas y las personas. También le ha dicho que la dejó en la residencial una señora muy católica, quien se hizo cargo de todos sus gastos. La señora, contó Marcela, la había sacado de la calle como un acto de caridad, una tarde muy fría en que la pobre se había cobijado en su portal. 

Leonidas comprende que la casualidad o el destino han hecho que volvieran a encontrarse cuando las vidas de ambos, están ya al final del otoño. No sabe, aunque se imagina, la vida que ella llevó todos esos años en que no supieron el uno del otro. Mientras tanto, Caterina sigue contando, cuenta la vida que le hubiese gustado vivir. Y la cuenta como si realmente la hubiera vivido. Ha conseguido dejar a un lado de su memoria, la vida de oprobio que llevó. Ha inaugurado un mundo propio. Mágico. En el que se ha instalado a vivir con todo el derecho del mundo y donde, ella misma, construirá la felicidad que durante toda su vida le fue negada. Edificará su vida desde los cimientos. Le contará a este viejo jardinero, que escucha con atención sus relatos, sobre su niñez en una hermosa casa junto a dos padres que la amaron y la cuidaron. Le contará de Leonidas, su primer y único amor, con quien se casó un día. De su juventud dichosa, de los hijos adorados y sus viajes por el mundo, junto a un marido que la amó y fue su apoyo. Le contará una historia fantástica donde ella será la única protagonista. Un hermoso cuento de Hadas en el que será, al fin, inmensamente feliz. 

—Estuve en España y en Francia. Estuve en París. En el Sena… 
—¿Con su esposo, estuvo? 
—¿Mi esposo…? 
—¿No fue a París con su esposo? 
—No sé… creo que sí… 
—¿Y cómo es París? 
—París… no sé... no sé cómo es París… nunca fui a París… 

Ada Vega, edición 2006