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miércoles, 26 de junio de 2013

No no y no


—No, no y no.
—Pero escuchame, mi amor.
—No, Jorge, no insistas.
—Pero es que no es asunto mío, me mandan del trabajo, no puedo decir que no voy.
—Mirá, Jorge, si vos este fin de semana te vas a Punta del Este yo me voy  con los chiquilines a la casa de mi madre ¡y no vengo por un mes!
—No seas caprichosa, soy el encargado de la sección, tengo que ver como marcha el trabajo allá. Me manda el gerente de la compañía ¡tengo que ir!
—¿Y por qué el fin de semana?
—Ya te expliqué, el trabajo hay que terminarlo, se va a trabajar todo el fin de semana.
—¿Y por qué no mandan al jefe de sección?
—Porque el jefe de eso no sabe nada, estoy yo a cargo del trabajo.
—Pero vos no vas.
—Decime, ¿a santo de qué tengo que darte tantas explicaciones, si vos no entendés  nada? ¿De qué tenés miedo? ¿De que me quede a vivir en Punta del Este?
—No, tengo miedo que, con el cuento del trabajo que te mandan hacer,  te vayas a pasar el fin de semana con alguna ficha amiga tuya.
—¿Qué decís, mujer? ¿Qué amiga tengo yo?
—No sé, pero a mí no me vas a agarrar de estúpida como el Víctor a su esposa, con esa mona que tiene de amante.
—¿Y yo qué tengo que ver con Víctor? Él es él y yo soy yo.
—¡Mirá qué letrado estás para defender a tu amigo!
—Yo no defiendo a nadie, cada cual hace su vida. Si Víctor tiene otra mujer por algo será. Buscará por ahí lo que no tiene en su casa.
—¿Cómo es eso? A ver, a ver, explicámelo mejor.
—Que si en la casa no es feliz con su mujer, busca otra y chau.
—¿ Por qué no es feliz con su mujer?
—¡Yo qué sé!
—¿Y qué quiere Víctor? Tiene cinco hijos, la mujer trabaja como una mula.
—Sí, pero ellos está bien ¡tienen flor de casa!
—Sí, flor de casa que hay que limpiar y que estén bien no quiere decir que no haya seis camas que tender, cocinar para siete personas, lavar los platos, los pisos, la ropa; cuidar dos perrazos, vigilar los deberes, los dientes, los piojos, las juntas. Esa mujer de noche termina muerta. No le deben quedar muchas ganas de perfumarse, vestirse con un body  transparente y bailarle una rumba a su marido, arriesgando que encima le haga otro hijo.
—¡Qué manera de hablar!  Sos tajante para tratar ciertos temas.
—Mirá, Jorge, cuando yo hablo quiero que el que me escucha  me entienda. Yo también quiero entender cuando me hablan. Y este viaje tuyo a Punta del Este me rechina. ¿Qué querés que te diga?
—Escuchame, Valeria…
—No me llames Valeria.
—¿No te llamás Valeria?
—Sí, pero vos sabés que no me gusta que me digas Valeria, decime Val.
—Está bien Val. Decime, ¿a vos te parece que yo puedo tener otra mujer? ¡Si yo no le puedo pagar ni el boleto a una mina! ¿Te pensás que las minas se regalan, que se canjean por seis tapitas?
—Bueno, algunas se regalan.
—No te creas, para tener una mujer fuera del matrimonio hay que tener mucha guita. Tenés que pagar alguna cena, regalar algo de vez en cuando, el hotel dos veces por semana…
— ¿Dos veces? ¡Más que en casa!
—Dejate de suspicacias.
—¿ Y, decías?
—Y decía, que vos sabés bien, que yo no puedo ni ir al Estadio a ver a mi cuadro, ¡cómo se te ocurre que pueda tener otra mujer!  A una mujer tenés que llevarla al cine, al teatro, a bailar a comer. ¿Y la ropa? Tenés idea del tiempo que hace que no me compro un traje, un saco sport, ¡una campera! No se habían inventado los botones la última vez que me compré un saco. ¿Y los zapatos? ¡Los mocasines que tengo los hicieron a mano los últimos indios! Y tenés que sacarte la ropa ¿a vos te parece que con los calzoncillos que yo uso quedo sexi, que puedo enloquecer a alguna mina?
—Bueno, pará un poco. Porque al final me estás convenciendo de que soy una tarada, que me conformo con cualquier cosa. Porque visto como me lo contás ¡sos un desastre! Sin embargo no sé, fijate vos, a mí me seguís gustando. Para mí sos lo máximo. Y no te creas, en calzoncillos no estás nada mal. Después de todo creo que tenés razón, es bravo tener otra mujer, por lo menos con lo que vos ganás.
—¿Viste? Lo que pasa es que vos ves fantasmas, Mirás mucha televisión, las novelas les lavan el cerebro a las mujeres. Convencete, no tengo otra mujer. No tengo, no quiero,  no puedo.
—Está bien, mi amor. Me convenciste, pero  me hubiese gustado más: no tengo,  no puedo ni quiero. Vos sabés que sos mi vida, te quiero, te adoro, Hm…pero a Punta ¡no vas!
Ada Vega, 2005


domingo, 23 de junio de 2013

De rodillas


          
     No sé si ya conté como conocí a Gerardo. Revivo tantas veces la historia que tuvimos, que nunca  sé cuándo la cuento, la recuerdo o la sueño. Fue un invierno. Eran las nueve de la mañana y yo acababa de entrar al edificio donde trabajaba hacía más de diez años. Él  salía. Nos cruzamos en el hall. Lo vi venir hacia mí y su figura aún la llevo grabada. Vestía de sport con una cuidada desprolijidad. El cabello oscuro, un poco largo, le caía desmayado a un costado sobre la frente. Caminaba mirándome y no dejó de hacerlo cuando nos cruzamos.
 Adiós bombón, me dieron ganas de decirle, pero no quise de entrada jugar el dos de la muestra. Giré mi cabeza para volver a mirarlo y tuve que correr porque se me iba el ascensor. Subí y él subió detrás. Íbamos un poco apretados, a esa hora comienza la actividad en todas las oficinas. Puso la mano sobre la botonera y me miró. Octavo, dije. Bajamos los dos en el octavo, me tomó de un brazo, ¿a qué hora salís? me preguntó.
No era un bombón: era una caja de bombones de licor que, embriagada, me llevaron del cielo al fondo mismo de los círculos concéntricos. Tenía la sensualidad de sus veinte años y  la experiencia de los hombres al llegar a los cuarenta. Era hermoso como un ángel. Taimado como el demonio. Podía ser mi hijo: mi madre me tuvo a los quince. No trabajaba. Estaba cursando una carrera universitaria.
En aquel entonces yo vivía con mi madre en la calle Osorio, a dos cuadras del Zoológico. No podía llevarlo a mi casa. Mi madre, mis vecinos, mis amigos, pensarían que  estaba desquiciada… ¡y estaba desquiciada! Estaba loca, atormentada. Enloquecida por él. Alquilé un departamento escondido en la Ciudad Vieja, en una calle por donde sólo pasaba el viento. Y nos fuimos a vivir juntos. Contaba con un buen sueldo, podíamos vivir bien los dos. Él estudiaba. Estudiaba. No perdía un examen. Tenía apuro por recibirse. Tenía proyectos. Teníamos proyectos.
El trabajo de la oficina era agobiante, al finalizar la jornada en lo único que pensaba era en estar con él. Me moría por estar  con él. Por estar en sus brazos. Besar su rostro, su pecho púber, su vientre plano, su sexo arrogante. Por respirarlo, sentirlo dentro de mí hasta ese grito ahogado del paroxismo final donde no importa morir o seguir viviendo… pero él estaba siempre con la cabeza metida en los libros. Así que al llegar al apartamento me besaba, me acariciaba apenas y seguía enfrascado en sus litigios. De modo que, vencida, me ponía a preparar la cena. Cenábamos y me acostaba a esperarlo. Y me dormía esperándolo. A las mil y quinientas llegaba al fin y se tendía a mi lado reclamándome imperioso. Sentía sus manos recorrerme abusivas, la respiración agitada sobre mi nuca, la boca húmeda mordiendo  mi espalda. Y era el sueño y la noche. Y era el amor. Para ese sólo momento vivíamos los dos. Para ese sólo momento vivía yo. Pasé en aquel apartamento de la Ciudad Vieja los cinco años más plenos de mi vida. Estaba apasionada con Gerardo que nunca dejó de demostrarme su amor.
Pero un día se recibió. Los padres le hicieron una fiesta, y  a mí no me invitaron. Yo no existía para ellos. Nunca me quisieron conocer. No quisieron conocer a  quien  durante cinco años les mantuvo al hijo para que estudiara. Que hacía  cinco años era su mujer. Gerardo me dio una explicación ya conocida: yo era una mujer mayor que me había aprovechado de su juventud y su inexperiencia. No quise llorar frente a él.
Se fue a las nueve de la noche estrenando traje, camisa y corbata. Nunca lo había visto tan seductor, tan sexi. Tan hombre. Sin duda había crecido a mi lado. —En tres horas estoy de vuelta —dijo—,  y  soy todo para vos. Te amo, esperame despierta. A las doce  de la noche dejé un sahumerio en el living, encendí velas en el piso, en las mesas de luz, sobre la cómoda, arriba del ropero y en el baño. Me duché, me perfumé y  estrené el portaligas y el body negro más fascinante que encontré recorriendo galerías. Gerardo volvió —como me lo había dicho—  en cuanto terminó la reunión: a las ocho de la mañana.  Yo me había dormido sentada en el sofá del living. Me despertaron las bocinas y los cánticos de los amigos que lo trajeron. Tuve que ayudarlo a subir. Lo llevé al dormitorio y se tiró en la cama vestido. Antes de cerrar los ojos y quedar completamente dormido me dijo: —mami, se está prendiendo fuego el apartamento.
            Tiré las cenizas del sahumerio, terminé de apagar las velas y las tiré a la basura  y antes de acostarme me paré frente al espejo y a la mujer que me miraba luciendo  un precioso body negro le dije: ¡estúpida! y me acosté.
             Era domingo, me levanté antes del mediodía junté un poco de ropa la metí en un bolso y me fui a llorar a la calle Osorio. Él dormía plácido y feliz. Cuando llegué a mi casa y, entre lágrimas, le conté a mi madre mis vicisitudes, me dijo: —¡Pero m´hija, usted no cambia más! ¿hasta cuándo va a andar corriendo atrás de los muchachos jóvenes?  Usted está grande, m´hija, búsquese un hombre de su edad con un buen pasar, ¡déjese de andar criando entenados! ¿Qué puede tener un muchacho joven que no tenga un hombre mayor, de respeto? ¡Dígame! Dejé de llorar para mirar a mi madre…cómo podría explicarle —pensé.  Subí a mi viejo dormitorio y pasé allí el resto del día. Al llegar la noche estaba cansada, con sueño. Me dormí temprano.  A las tres de la mañana me despertaron el timbre de la casa y los gritos de Gerardo llamándome desde  la vereda. Bajé a pedirle que no hiciera escándalo,    ¡vamos para casa! —dijo. Estaba con la misma ropa con la que fue a la fiesta, con la misma ropa que se acostó a dormir. Entré a buscar un tapado y me fui con él.  Esa noche me juró por la madre, por el padre, las cenizas de los abuelos y los santos sacramentos que jamás me dejaría. De rodillas me juró. Que antes de fin de año estaríamos casados. De rodillas me juró.
      Comencé a guardar la ropa que iba dejando tirada. Recogí el pantalón del piso, lo sacudí, lo alisé y lo coloqué doblado en una percha. Tomé de las solapas el saco tirado a los pies de la cama y mientras lo sacudía,  de uno de los bolsillos internos, un sobre blanco y alargado voló al piso. Lo dejé donde cayó mientras colocaba el saco encima del pantalón  y lo guardaba en el placard. Volví, y mientras me agachaba a tomarlo del suelo miré a Gerardo, desnudo, tirado sobre la cama: la imagen viva de un ángel perverso.  Me puse de pie y, frente a él,  abrí el sobre. Era un pasaje de avión para un viaje de tres meses a Europa, con un grupo de estudiantes de derecho.

       Lo que más bronca me da, es que… ¡de rodillas me juró!   
 

Ada Vega, 2010 - Garúa: http://adavega1936.blogspot.com/