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martes, 17 de diciembre de 2024

Por malagueñas

 



Atardece sobre el pueblo indiano recostado al mar. El sol que agoniza, se hunde lento para morir en rojo. En la media luz de la tarde, Manuela Velasco recorre airosa las calles que van al puerto. La cabeza altiva, decidido el paso y en el pecho el corazón alborotado de mariposas. Manuela es hija de una muchacha del pueblo, y de un marino que llegó un verano en una balandra, de no se sabe dónde, y se quedó a vivir en la playa con los pescadores. La joven se enamoró del muchacho, y con él vivió un ardiente romance de dos lunas. Antes de nacer Manuela, un domingo luminoso de primavera, el marino juntó sus petates y se fue en su balandra con la promesa de volver, pero no volvió. La joven lo esperó días, meses. Durante años lo esperó. 


Los vecinos del pueblo la veían pasar y detenerse en el muelle a escudriñar el horizonte, con Manuela pequeña en brazos, con Manuela de pocos años de la mano. Cuentan que un día subió a la barca de Agostino, el Bucanero, y se fue mar adentro por rumbo desconocido. Y no la volvieron a ver. Desde entonces la niña vivió siempre con el abuelo, quien le contó, en tardes de sol poniente, la historia de amor que vivieron sus padres. Quien le rogó, en nombre de aquel amor, que no se enamorara nunca de un marino, porque el amor del marino, le decía, pronto se lo lleva el mar. 

De todos modos, es sabido que el amor no necesita que lo busquen ni lo persigan. Cuando es menester, él mismo sale al encuentro de los desprevenidos y les roba el corazón. Eso fue lo que le sucedió a la pequeña Manuela: ella no buscó su primer amor, sucedió que lo encontró. Así fue. Ahora ya tiene veinte años. La gente del pueblo la ve pasar, como otrora veía a su madre, camino del puerto, a esperar a Joao, un marino portugués nacido en Santarém, que zarpó una tarde del puerto de Lisboa en un barco atunero y que, ese atardecer, tendrá que tocar puerto en la ribera del pueblo. 

Manuela es hermosa, tiene la impaciencia de su juventud y la premura de vivir la vida. Necesita amar y ser amada, no cuatro días cada seis meses, sino todos los días y todas las noches, pues su cuerpo está deseoso de sensaciones que la trasporten a territorios idílicos y perturbadores. Aunque esas sensaciones sean motivadas por una mala pasión que no colmará nunca sus ansias de una vida plena. De todos modos, la joven lleva ideas claras en su cabeza. Esa mañana se despertó con la precisa intención de hacer un relevo en su vida. Cuando se encuentre nuevamente con Joao, tratará de hablar con él muy seriamente. Le dirá que no soporta más vivir tan sola. Que necesita un hombre de tiempo completo. Y aún a sabiendas de lo que Joao le contestará, le hablará de su firme deseo de tener un hijo. 

Los cuatro días que el barco atunero queda anclado en el puerto, los utiliza Joao para pasarlos en la casa de Manuela Velasco, reanudando allí los votos, escritos en el agua, de amor y fidelidad. Se habían conocido cuando ella tenía cumplidos apenas quince años y vivía en la playa, con su abuelo. El portugués había nacido en los aledaños de Lisboa, cinco años antes que ella, y con apenas diez años cumplidos se había hecho a la mar recorriendo, en barcos pesqueros, las costas del viejo mundo. Tenía veinte años cuando cruzó el Atlántico por primera vez. 

Ese año conoció a Manuela en la playa del pueblo marinero, donde sabe que la muchacha lo aguarda. El abuelo, que la crio con mucho amor, murió un invierno, dejándola sola en el mundo, cuando ya había cumplido dieciocho años. Desde entonces ha vivido esperando a su novio portugués que viene a verla dos veces al año. Al novio que nunca habló de quedarse algún día definitivamente con ella, o llevársela con él a su casa, que está en la otra vereda del Atlántico, como le ha dicho más de una vez, y dónde necesita volver tras cada viaje. 

Varias veces le ha comentado la muchacha su deseo de ser madre. Que los años se precipitan, le ha dicho, y no quiere envejecer sola y sin haber siquiera parido un hijo. Sin tener quien la acaricie, ni quien la bese. Ni quien le extienda los brazos y la llame: mamá. Pero el hombre le ha repetido hasta el hartazgo, qué hijos no. Esa tarde camina Manuela por las calles del puerto, hacia el muelle donde atracan los barcos pesqueros, con una esperanza nueva que le perturba el alma y un rasgueo de guitarra siguiendo sus pasos. 

Hace unos años llegó también al pueblo Juan Jiménez, un andaluz que, con el deseo de conocer América, partió un invierno del puerto de Málaga y se vino a estas tierras, recorrió la costa, se quedó en el pueblo y abrió un bar en la calle del puerto. Juan es un hombre muy trabajador, muy sensato y honesto, que en poco tiempo progresó surtiendo el negocio como almacén y bar. Más de una vez le ha pedido Juan a Manuela que se case con él. 

Yo necesito una mujer a mi lado, le ha dicho, y tú un hombre todos los días, no cada seis meses, que un hombre cada seis meses no le sirve a ninguna mujer. Cásate conmigo y tendrás una casa para el resto de tu vida, y un hombre en tu cama todas las noches. Y se compró una guitarra para enamorarla.

 Manuela se ha detenido a la entrada del muelle pesquero. Ve desde allí venir a Joao. Al llegar junto a ella, el hombre la abraza y juntos caminan las callecitas del puerto hacia la casa donde ella vive. Va callada Manuela. A su mente ha venido la historia de amor que vivió su madre, con aquel marino que la abandonó. La historia que, en lejanas tardes, le contó su abuelo. Manuela no ha de revivirla. Una luz nueva marcará su destino. Al pasar por la puerta entreabierta del bar de Juan se detiene y le dice a su compañero: 

—Quiero tener un hijo, Joao. Y Joao le contesta como siempre: —Ya te he dicho que hijos no, no necesitamos hijos. ¡Olvídate!. Manuela se aparta entonces del hombre, entra decidida al bar y se detiene ante el mostrador donde está Juan y, como un reto, le dice con mucha seriedad mirándolo a los ojos: 
—Quiero tener un hijo, Juan. 
— ¡Seis, mujer, seis hijos te haré! ¡Diez, si quieres! ¡Diez!, le contesta con vehemencia el andaluz. 
Ella, sin apartarse del mostrador, le habla a Joao, que se encuentra en la puerta del bar: 
—Vete, Joao, no me esperes, no vuelvas por mí, nunca más. 

Entra entonces, decidida, por detrás del mostrador y con la cabeza erguida y en el pecho el corazón alborotado de mariposas, se queda desde esa noche y para siempre a la vera del español. Cuenta la gente del pueblo que ya va para dos veces que Juan agranda su casa. Que los niños corren llenando de gritos y risas, la casa, el bar, la vereda. Cuentan que por las noches, cuando el pueblo duerme, cuando el viento gime entre la arboleda y el oleaje brama en la costa cercana, se oye la voz de Juan con su guitarra, rasgueando por malagueñas; con un cante gitano que solo habla del amor que encontró un día, tan lejos de su España, en nuestra pródiga, generosa, tierra americana. 

Ada Vega, año edición 2005

domingo, 15 de diciembre de 2024

Si vuelvo alguna vez

  



Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que solo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por familiares muy queridos. Creía, que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me daba por primera vez.

 Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una supermamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana, nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta de que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Solo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto, trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena.


Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse, dijo:
—Véame en cuanto los estudios estén prontos.

La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro. Desde pequeña, Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes. No podía fracasar.

Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas la escuela y el liceo. Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina. Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de mamá, que ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro.

Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo, para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto, me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio.

Después se fue Analía. Analía era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas.

Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres, el cuidado del jardín que mantenía todo el año con flores y el de un jaulón lleno de pájaros que tenía mi padre y que ella sufría: no toleraba ver pájaros enjaulados.

El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con algún miembro de mi familia. Yo me opuse. Le dije que por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad. Ya habría tiempo más adelante.

Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio se llevó a cabo una mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel.

Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aun con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama, fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron y no volvimos a verlos. Pero otros muchos, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar. Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron. 
Pobre mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros.

Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles, antes de ir a la intervención quirúrgica en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto, decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con mi familia. Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causas no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos.

De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días.

Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tienes que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tienes mala cara mami, te vemos bien.

—El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes —arriesgué durante la conversación.
—Voy yo —se apresuró a decir mi esposo.
—Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá.
—Sí, claro —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima?
No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance.

Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad dio un respiro a su inquietud. Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal. No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra.

Ada Vega, año edición 2009