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sábado, 25 de septiembre de 2021

A veces el pasado

 



A veces el pasado viene a mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de pronto una palabra, un nombre: Celina, y el recuerdo de una historia de amor que se resistió a morir pese a la separación y al intento de olvido.

—¿Te acordás de Celina? —me preguntó, una tarde, mi prima Aurora.

—Celina, —dije yo—, ¡cómo no voy a acordarme!

La conocí por los años cincuenta en la recién inaugurada biblioteca Artigas-Wáshington. Nos hicimos amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y retirar libros. Llegábamos sobre la una de la tarde y salíamos juntas por 18 de Julio. Yo, hasta Río Negro donde estaba La Madrileña. Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere. Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los sueños. A fines de ese año decidimos hacernos socias de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que estaba donde hoy se encuentra el Juventus, en Colonia y Río Negro. Yo para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo.

Celina era de mediana estatura y físico bien proporcionado. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros. Hablaba poco, lento, jamás levantaba la voz, sin embargo sonreía con facilidad. Cuando se reía con ganas los ojos se le llenaban de lágrimas. Algunas tardes a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba en la cuadra de La Madrileña y veíamos películas americanas de amor o nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza. Recuerdo que soñaba con viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales cuando estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas.

 Éramos muy distintas, ella era muy frágil. muy vulnerable, demasiado confiada. Desconocía la maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que si era leal con los amigos los amigos serían leales con ella. Cuando la escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces:

—¿De qué mundo venís, Celina?, porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza, decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero siempre fui muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que tal vez no conociera nunca.

En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy apuesto, que trabajaba en La Platense. Así que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta La Madrileña clausuró la gran empresa de seis pisos, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda de confecciones incrustada a los fondos del edificio. Entonces cambié de trabajo y no la volví a ver. 

Un día me llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho de La Platense que, dicho sea de paso, cerró mucho antes  que cerrara La Madrileña. Celina seguía trabajando en Caubarrere, que fue uno de los últimos grandes comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día, obligados a cerrar sus puertas al público.

Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los Vascos.

¡Dios! ¡ Estaba tan linda! Traté de saludarla allí pues no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo llorar de emoción.

— Que seas muy feliz Celina —le dije.

—Nos tenemos que ver — me contestó— ¡tengo cosas que contarte! Lo felicité a él (¡era un actor de cine!) una mezcla de Leonardo Di Caprio y Richard Gere. Hacían una pareja de novela. Volví a mi casa pensando si la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté.

Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron como una ráfaga.

Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba saludos.

—¿A mí? —le dije.

—Sí, a vos, de parte de Celina Vásquez Ochoa dice que vengas a verla que le encantaría hablar contigo.

—¡Celina! —exclamé—, contame de ella ¿cómo está?
—Bien, muy bien. Me dijo que tiene dos hijos casados. Acá vive sola.

Dos días después fui a verla.

Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y volvió a abrazarme como me abrazó en el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no acostumbramos a hacer:
—¿Fuiste feliz estos años? Me quedé pensando.

—He tenido buenos momentos —le contesté. Tengo tres hijos y seis nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino.¿Y tú?

—Yo, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas para otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta que se cansó de la situación, se enojó y se fue. Nunca nos divorciamos. Él venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para quedarse. Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía cura. Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, aprendí a inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo abandonó.

—¿Nunca lo perdonaste?

—Sí, el día que murió.

—¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste?

—No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo. Simplemente no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su traición. No pude.

—¿No me decís que siempre lo amaste?

—Porque lo amaba no pude perdonarlo. Si no lo hubiese amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda, lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme en un sillón frente a la ventana y dejarme morir.

Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la joven que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve.

A partir de esa tarde que fui a verla nos comunicábamos por teléfono y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar. Una noche me llamó para pedirme que fuera a verla,  pues tenía una novedad para contarme. Fui a la tarde siguiente. Me dijo que había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el pasaje y la estadía en un hotel de un pueblo blanco, a orillas del Mar Egeo. Le comenté que pensaba preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de muchacha. Me contestó que antes no pudo realizarlo. Que el momento era ese, los hijos estaban bien, ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí estaba toda su familia.  Hijos, nueras y nietos. 


Hace cinco años, se fue por un mes.

Me escribe cartas hermosas: que vive en una casa blanca junto al mar; que tiene dos olivos plantados a la entrada; que continuamente llegan cruceros con turistas; que es cierto que el mar siempre es azul...que no sabe si volverá.


Ada Vega, edición 2006 - 

Amor es un algo sin nombre

  


Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en la otra cuadra, traía una victrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta, que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos tras cada canción.


En aquellos años la música que escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot, y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.

Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes, chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.
Las diversiones para nosotras eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Pop acaramelado durante toda la función.
Un sábado de baile a fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Yo lo miré y algo me sacudió. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.
Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.
Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.
Entonces lo vi venir se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mi, para mí”.
Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba para mí. Me enamoré del forastero con un amor de película. En el salón sólo estábamos él, yo y Chabela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.
Nos quedamos de ver al otro día en el cine.
Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.
Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.
Durante muchos sábados de baile esperé verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello fue sólo un recuerdo de mi primera juventud.
Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.
Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta sólo dos desconocidos
Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mi, para mí” y volví a revivir la tarde aquella en que un forastero, bailando me besó en la frente.
La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí la cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:
—Adolfo, empieza la típica…¡vamos a bailar!


Ada Vega, edición 2014 - 

La intrusa

 


 


Nos conocimos un verano de sol y arena. Éramos muy jóvenes y jugamos a amarnos. En el juego el Amor nos desbordó. Fue tan grande y tan pleno que no supimos qué hacer con él y se quedó confundiéndonos. Entendimos entonces que ya nunca otro, que eran sin final su rostro y mis manos. Su piel y mi piel.

Nos casamos casi niños en un juzgado de barrio. El juez, con la bandera de la patria atravesada en el pecho y los lentes apenas apoyados en su nariz, nos miraba muy serio sin entender nuestra risa, nuestra radiante felicidad, nuestro irresponsable amor. Rodeados de familiares y amigos juramos que sí. Recibimos besos, estrechamos manos, lanzamos al aire el blanco ramo de flores y huimos juntos bajo la nube de arroz que nos auguraba felicidad.
En los primeros años de casados vivíamos en un hotel céntrico cerca de nuestros empleos. Yo trabajaba en una tienda en la Avenida 18 de Julio. Y él en una sastrería de la calle San José. Nos íbamos juntos por la mañana, casi corriendo. Él tironeándome de la mano, yo medio dormida siempre más atrás. Volaba la mañana y apenas sonaba el timbre que anunciaba el final de la media jornada, salíamos apresurados para encontrarnos en un bar de la calle Convención. Almorzábamos mirándonos a los ojos, tocándonos a cada instante para comprobar que estábamos. Que éramos de verdad el uno del otro. Era una fiesta esperarlo a las siete de la tarde, cuando pasaba a buscarme. Nos íbamos abrazados por aquellas veredas angostas, llenas a esa hora de empleados de todos los comercios del Centro de aquel perdido, inocente Montevideo. Llegábamos a nuestra pequeña pieza del hotel donde hacíamos el amor descubriéndonos cada día. Afirmando aquel amor con la absoluta seguridad de que jamás, nada ni nadie lograría separarnos. Soñando después con la casa que algún día tendríamos y con los hijos que vendrían. Dos años nos llevó la espera. Un día alquilamos un departamento en Andes y Colonia. Fuimos construyendo nuestro hogar paso a paso.
Despreocupados y felices.
No sé bien qué pasó entonces. Tal vez lo nuestro era demasiado hermoso, demasiado perfecto. Los dioses nos envidiaron y apareció la intrusa. Surgió de la nada. De las sombras. Calladamente. Fijó en mi hombre sus ojos seductores y abriendo una brecha entre los dos, trató en vano de minar mi amor. Lo conquistó con astucia y comenzó a llevárselo lentamente.
Siempre supe que él no quería irse y dejarme sola. Que intentó resistirse. Pero ella es muy hábil. Desplegó ante él todo el poderío de su atracción. Lo envolvió quebrando su resistencia. Doblegándolo. Adueñándose de su vida que era mía. Cuando reconocí su existencia ya estaba instalada entre los dos. Intenté sacarla de mi terreno enfrentándola en una lucha desigual. Ella se ocultaba, no se dejaba ver. Siempre supo que triunfaría, que podía más. Yo no lo sabía y en una jugada desesperada puse sobre la mesa todo lo que tenía para alejarla. Para que lo olvidara. Le ofrecí mi vida a cambio. Mi presente, mi futuro. Pero no alcanzó. Más de una vez me dio esperanzas y me engañó. No me dio chance. Me cerró los caminos. Lo fui perdiendo sin saber, casi sin darme cuenta. Tampoco él se dio cuenta de que estaba dejándome, hasta el día que se fue para no volver. Me miró desde lo más profundo de sus ojos cansados y tristes. Intentó hablarme, despedirse, y no pudo. Ella ya estaba allí. Esperando.
Impotente lo vi partir. Me quedé con los brazos extendidos queriendo retenerlo. Se quebró en mi garganta su nombre mil veces repetido. Quise partir también mas, no era mi momento. Desafiante la intrusa me hizo a un lado, condenándome a vivir sin él. Perdimos el futuro y nuestros hijos dibujados en el viento. Caía la tarde cuando lo acompañé por el camino de los altos pinos. Junto a su nombre, dejé una flor.


Ada Vega,
 edición 1996 - 

La última carta

 


  


—Vos no te podes ir así, como si no pasara nada.

—Y si no pasa nada.
—¿Cómo que no pasa nada? Me estás dejando.
—No te estoy dejando. Nos estamos separando de común acuerdo.
—De común acuerdo no. Vos me dejás para irte con otra.
—No empecemos otra vez, Carina. Hace mucho tiempo que sabías que yo me iba a ir. Lo hablamos más de una vez y  llegamos a un acuerdo.
—Vos lo hablaste. Vos dijiste que te querías separar. Yo nunca hablé de separarnos.
—No importa quién lo dijo. ¿Lo hablamos o no lo hablamos más de una vez?
—Lo hablamos, sí. Porque vos te calentaste con esa desgraciada que habrás conocido por ahí y yo, como una idiota, pensé que se te iba a pasar. Y ahora resulta que querés irte a vivir con ella y dejarme a mí que soy tu mujer.
—No hables así. Esa no es tu manera de hablar.
—Yo hablo como se me da la gana, qué joder. Me metiste los cuernos, te vas con otra y querés que yo cuide mi lenguaje. Sos un hijo de puta.
—Nosotros llegamos a un acuerdo. ¿O ya te olvidaste?
—No llegamos a nada.
—Llegamos, sí. Quedamos en que vos te quedás con la casa y yo te paso una pensión hasta que consigas un trabajo.
—Yo no quiero trabajar.
—Bueno, qué sé yo, no trabajes si no querés.
—¿Y de qué voy a vivir si no trabajo, me querés decir?
—No sé Carina, no sé. Yo me llevo sólo mi ropa. Los papeles de la casa están en la notaría. Cualquier problema que tengas hablá con el abogado.
—Que se vaya a la mierda el abogado.
—Escuchame Carina, no quiero que te quedes mal. Vos sabés bien que el amor entre nosotros se perdió hace mucho tiempo. Que vivimos peleando. No era vida lo nuestro.
—Claro, entonces encontraste a esa desgraciada que es mejor que yo.
—No es mejor ni peor que vos. No quiero tocar ese tema. Ella no tiene nada que ver.
—¿Que no tiene nada qué ver? ¿Deshizo mi matrimonio y no tiene nada qué ver?
—No exageres. Vos sabés que nuestro matrimonio se deshizo hace mucho tiempo.
—No me vengas ahora con que encontraste por ahí lo que no tenías en casa.
—Pensá lo que quieras, estoy cansado, no quiero discutir más. Me voy que se hace tarde y no quiero perder el barco. Acá te dejo las llaves.
—Qué hacés. Pará un poco. Estamos hablando, ¿no?
—Ya hablamos todo lo que teníamos que hablar.
—Cerrá esa puerta. Vos no te podés ir. ¡Cerrala, te digo!
—¿Y ahora qué pasa?
—Que vos no te podés ir porque estoy embarazada. Estoy esperando un hijo tuyo.
—Eso no es cierto.  Me lo decís para que no me vaya.
—¡Es cierto! Y si no te quedás te juro que jamás vas a conocer a tu hijo. Desaparezco con él  y nunca lo vas a encontrar.
—Es mentira.
—Es verdad.
—Es mentira. ¡No puede ser verdad!
—Bueno, si te parece que es mentira…andate.
—¿…?
—Entrá, hacé el favor. Cerrá la puerta…dame esa valija. Afuera está refrescando.

                                                     II

     El hotel se encontraba en la Avenida 9 de Julio y Corrientes. Aquella tarde del 10 de julio de 1963 era una tarde fría y  tormentosa. Una densa neblina le daba  a la ciudad un aspecto borroso. Delia llegó pasada la media tarde. Vestía gabardina, llevaba botas largas y un bolso grande de mano. El cabello largo y oscuro le daba a su rostro un marco perfecto. La joven venía a encontrarse con el hombre que amaba. Tenía una gran noticia que comunicarle y el mal tiempo no sería obstáculo que les impidiera festejar con alegría.
 Como siempre, había reservado la habitación 402. No bien hubo retirado su llave se dirigió al ascensor. Aquel cuarto del hotel, pequeño e impersonal, ya era parte de su vida. Hacía tres años que cada quince días se encontraba allí con Joaquín. Pero ésta sería la última vez. Se acercó al amplio ventanal desde donde se podía observar el Obelisco, en el centro de la avenida más ancha del mundo.

 Siempre le agradó contemplar la vasta avenida y ese bullir de autos y gente en la gran ciudad. Dejó el bolso sobre la cama y antes de que oscureciera salió a hacer unas compras. Su compañero se embarcaría en Montevideo en el vapor de la  carrera  “Ciudad de Asunción”, aproximadamente a las diez de la noche, para llegar al puerto bonaerense alrededor de las siete de la mañana. Ella estaría de regreso en un par de horas, se ducharía, se cambiaría de ropa y bajaría a cenar. Dormiría sola por última vez y en la mañana desayunarían juntos.
Delia era maestra. Nacida en la provincia de Córdoba, había llegado a la ciudad de Buenos Aires para trabajar en una escuela de la  capital. Con Joaquín se conocieron en una reunión de amigos y no les costó nada enamorarse. El joven era uruguayo, viajante de un laboratorio con sede en Argentina, vivía en Uruguay  y estaba casado. Hecho que no trató de ocultar pese a lo cual le declaró su amor en varias oportunidades, bajo la promesa de que un día se separaría de su esposa para vivir con ella. Y ese momento había llegado.
Volvió cargada de  bolsos. Decidió no bajar al comedor; pidió un cortado y una medialuna y antes de las diez de la noche estaba en la cama. Sobre la mesa de luz de Joaquín había dejado,  con mucha ternura, un babero y un par de zapatitos de bebé. Al día siguiente, como ya lo habían acordado, se irían a vivir al sur. Ella había conseguido empleo en una escuela y él seguiría como viajante, en el mismo laboratorio.
 De todos modos, esa noche se sentía inquieta, deseaba dormirse pero el sueño se escabullía y no lograba atraparlo. Pensó en Joaquín que a esa hora estaría embarcando.
Para él no sería sencillo dejar a su esposa para venirse con ella. Las separaciones son siempre difíciles. Al fin se durmió con un sueño exaltado. A la mañana siguiente se despertó sobre las ocho, Joaquín estaría próximo a llegar. Bajó al comedor donde sólo un par de mesas estaban ocupadas. Le extrañó que hubiese tan poca gente para el desayuno.
El aroma del café y las medialunas recién horneadas despertaron su apetito y decidió comenzar a desayunar mientras esperaba el arribo de Joaquín. Pronto se hicieron las diez de la mañana. Inquieta volvió a la habitación y trató de entretenerse ordenando las compras que había hecho el día  anterior.  No intentaba especular, pero su preocupación a cada segundo iba en aumento. Se preguntaba qué pudo haber sucedido en Montevideo.  Si Joaquín se habría arrepentido o si tal vez, llegó tarde al puerto. Pero no, él era muy meticuloso,  si algo hubiese sucedido  se lo habría comunicado al hotel.  Decidió bajar a la recepción para averiguar si había algún mensaje para ella.
Al bajar del ascensor observó que varias personas se  encontraban reunidas en el hall comentando algo con mucha seriedad. Se acercó al mostrador donde el encargado leía los títulos de los diarios mientras hablaba por teléfono. Al ver que se acercaba, el empleado le alcanzó un ejemplar. Delia tomó el periódico en sus manos y leyó, aterrada, los titulares:
“Terrible tragedia en el Río de la Plata. Esta madrugada el vapor de la carrera “Ciudad de Asunción” que cumplía la travesía Montevideo – Buenos Aires,  debido a la niebla reinante, chocó con el casco del carguero griego Marionga Cairis, semihundido en las aguas del Río de la Plata, a 77 Km. de la entrada al Puerto de Buenos Aires. El buque se hundió en veinticinco minutos con gran pérdida de vidas.”
Nunca  recordó lo sucedido en las horas siguientes. Sólo que despertó en la habitación 402. En el hotel, después de mucho insistir, lograron comunicarse con Montevideo desde donde recibieron  una concisa información:
Sí, Joaquín Salvo Ramírez estaba en la lista de pasajeros. Lamentamos informar que no se encuentra entre los sobrevivientes.
          Delia permaneció unos días en el hotel. Dudó entre quedarse en Buenos Aires o volverse a  Córdoba. Luego, como un homenaje a Joaquín, tal como lo habían decidido cuando proyectaban juntos el futuro, se fue al sur. Allí, ocho meses después, nació su hija. Nunca volvió a Buenos Aires. 

                                             III

        Las ciudades son como su gente. O tal vez, la gente se mimetiza con  su ciudad. Y Montevideo es una ciudad cálida, amigable,  abierta al cielo y rodeada de mar. Pasear por su rambla no tiene precio. Visitar sus barrios de calles arboladas,  los parques y  plazas. Las playas. Todo ahí, al paso.
La gente es sencilla,  vive sin  apuro, siempre tiene tiempo para escuchar a un amigo, para tender una mano.
        Viví a 1.500 Ks. de Montevideo y siempre supe que un día vendría a conocer la ciudad. Se lo prometí a mi madre que me hablaba mucho de Uruguay. Mi padre era uruguayo y ella nunca lo olvidó.
        Me llamo María Belén. Nací en 1964 en Rawson, capital de Chubut, en la Patagonia. Llegué a Uruguay para quedarme hace más de veinte años. A esta tierra me atan raíces profundas y una historia de desencuentros, de equívocos y de muerte.
Mi madre falleció en el invierno de 1980. Me contó que mi padre fue un joven uruguayo llamado Joaquín Salvo Ramírez,  desaparecido en el naufragio del ”Ciudad de Asunción”, en el Río de la Plata, el 11 de julio  de 1963. Soy maestra de niños con capacidades distintas. Cuando quedé sola acepté la ayudantía para una escuela de niños ciegos en Montevideo. Me despedí de Rawson con mucha pena, sin saber si alguna vez volvería a recorrer sus calles.
       Cuando desembarqué en el Aeropuerto de Carrasco, sentí el abrazo de la ciudad y supe que aquí encontraría mi nuevo hogar. En la escuela me recibieron con mucho cariño y logré adaptarme de inmediato. Pasado el tiempo me enamoré de un compañero y al año me casé. Tengo dos hijos, una casa muy linda cerca de la escuela y a una cuadra de la playa. No podía, en este país, encontrar más felicidad.
       Un diciembre, antes de Navidad, me pidió la Directora de la escuela, que fuese a retirar el cheque que todos los años nos donaba un laboratorio muy prestigioso. Una vez allí me derivaron al primer piso, donde se encontraba la gerencia.
      Mientras subía la escalera sentí a mi lado, la presencia de mi madre que me acompañaba. Me detuve a la entrada de la oficina. Ante mi sorpresa, sobre una chapa dorada, en letras de molde, alcancé a leer:
Sr. Joaquín Salvo Ramírez - Gerente

Ada Vega, edición  2012 - 


viernes, 24 de septiembre de 2021

Mis perros y yo



En el año 1919 Thomas Mann escribió una novela que tituló “Amo y Perro”. La novela consta de cinco capítulos donde, en una prosa romántica, el escritor se dedica casi con exclusividad a hablar de su perro. Yo era una joven estudiante cuando leí este relato y recuerdo que no dejó de llamarme la atención que alguien pudiese escribir más de dos páginas hablando de un perro. Pues, aparte de comentar cómo era su tamaño, el color de su pelo, la raza, su condición de cachorro o adulto, si era obediente o no, ¿qué otra cosa —pensaba entonces— se puede decir de un perro? Tal vez que es una grata compañía, que nos provoca ternura. Exaltar su nobleza y lealtad. De todos modos, para todo este relato, sólo nos bastaría una carilla. Sin embargo Mann dejó impresas en dicha narración más de cien páginas.
Muchas lluvias han caído desde aquellos días en que fui estudiante. Los años agazapados, se fueron dejando huellas. Se acaba de morir una perra que fue mi amiga y compañera durante doce años. La he llorado, no por ella que ya no sufre su reuma ni su ceguera. La he llorado por mí. Porque no la tengo y la extraño. Porque he quedado sola y no sé qué voy a hacer sin ella echada a mis pies, mientras escribo, o estirada junto a mi cama. Tendré que aprender a vivir en completa soledad, pues no deseo más compañía de perros ni gatos. Estoy harta de llorar y enterrar mascotas y no sé cuánto más me quedará por vivir, ni qué pueda ser de ellos si me voy y los dejo solos. Por ese motivo, al recordar a Thomas Mann en aquella novela que escribió hace casi un siglo, he decidido contar cómo llegaron a mí y cómo me abandonaron los perros que amé y me amaron, en estos porfiados años que llevo vividos.
II
Cuando abrí los ojos por primera vez ya en mi casa había un perro. Un cachorro Fox Terrier que Antonia y Casio, unos amigos de mis padres, les obsequiaran en esos días de mi nacimiento. Mi madre le puso Terry y crecimos juntos. Terry fue mi primer juguete, mi primer amigo. Mi recuerdo más lejano. Era un perro pequeño, de pelo corto, manchado en blanco y negro. Rabón. Con los ojos marrones, brillantes e inquietos. Un perro fuerte, veloz, inteligente. Ratonero de oficio. Lo recuerdo, a partir de mis tres años, apretado junto a mi pecho, mientras mi madre me decía que no lo fastidiara tanto que podía morderme. Nunca me mordió, a pesar de haber sido un perro genioso y obstinado. No le gustaban las caricias ni que lo tuvieran en brazos. Él era “muy perro”: no soportaba las zalamerías de la gente.
En aquellos días vivíamos en el barrio del Prado, sobre la calle Lucas Obes, en una casa quinta de paredes de piedra y techo de tejas azules que había sido de mis abuelos maternos. Mi madre era una mujer muy hermosa, dueña de un carácter afable y conciliador. Era quien realizaba los quehaceres de la casa ayudada por Benigna, una señora, encargada de la cocina que vivía con nosotros. En los últimos años más que madre hija fuimos amigas a pesar de no haber sido todo lo sinceras que debimos la una con la otra. Nos quedaron muchos detalles sin aclarar y aunque éramos conscientes de ello nunca permitimos que los mismos llegaran a perturbarnos.
A mi padre lo recuerdo como un hombre apuesto, dinámico y benévolo que a pesar de trabajar mucho y estar poco en casa, fue siempre un buen esposo y un padre protector. Durante cinco años fui única hija. Después nacieron Bernarda y Carolina con quienes, a pesar de la diferencia de edad, tuvimos siempre una buena relación. Mientras crecieron y estudiaron vivieron rodeadas de amigas y amigos que iban y venían por la casa entre voces y risas que perdimos cuando se casaron y se fueron.
Durante mi niñez, todas las tardes, mi madre me llevaba a pasear por el Prado. Allí nos encontrábamos con Antonia y Casio. Los tres paseaban por la rosaleda, mientras yo jugaba con Terry. Mantenían extensas y animadas conversaciones, pues tenían mucho en común: Casio era escultor y mi madre que había sido modelo de una escuela de pintores fue también, en una oportunidad, modelo suya. Sus charlas, por lo tanto, giraban sobre exposiciones y pinturas. Mi padre estaba exento de esas conversaciones. Era en aquellos días un fuerte comerciante de plaza y no transaba mucho con el arte, opinando que éste era una vacuidad, algo que no merecía su atención ocupada en pagos, transacciones y recaudos.
Una tarde cuando volvíamos del Prado tuve la impresión de que Casio, al despedirse, retenía demasiado tiempo la mano de mi madre entre las suyas.
III
El tiempo siguió su curso. En ese andar, también llegaron los años de túnica blanca y moña azul. Había cumplido los seis años y esperaba llena de ansiedad el primer día de clase. No lo supe entonces. No me di cuenta. Pero en esos días comencé a separarme de mi amigo Terry. Entusiasmada con mi cartera nueva, los lápices de colores, la cartuchera con dibujos, lo fui apartando sin querer de mi lado. Él, que me seguía a todas partes, que dormía a los pies de mi cama, no me acompañó en mi primer día de escuela. Nunca me acompañó a la escuela. Se quedaba solo toda la tarde, sentado a la entrada del jardín, aguardando mi regreso. Cuando llegaba saltaba a mi alrededor, daba pequeñas corridas, ladraba, como hablándome. Quería jugar conmigo, pero yo venía cansada, no tenía deseos de jugar. Terry comenzó a ponerse triste. Mi madre se dio cuenta y me decía que jugara un poco con él. Que el pobre me extrañaba. Yo nunca lo rechacé, pero los libros y los cuadernos me fueron apartando de Terry que dejó de esperarme, al volver de la escuela, sentado a la entrada del jardín.
Había terminado sexto grado cuando ese verano mi perro Terry, el amigo leal que me acompañara desde mi nacimiento, murió mientras dormía a los pies de mi cama.
Aquel Fox Terrier de mi infancia no pudo acompañarme en mi adolescencia. Cuando lo llamé y no se movió ni levantó la cabeza comprendí que se había ido. Lo levanté del suelo, donde yacía, y lo mantuve en mis brazos mientras él me miraba con sus ojitos turbios. Él me había entregado su fidelidad y yo, en cierto modo, lo había traicionado. Lo había dejado a un lado de mi vida. Lloré tanto con él en mis brazos que sentía oprimido el pecho y apretada la garganta. Mi padre me lo quitó y lo llevó a la quinta para enterrarlo y yo me abracé a mi madre que lloró conmigo, la pérdida del primer perro que me acompañó en la vida.
Atravesé mi luto con un arraigado sentimiento de culpa. Desde entonces cada vez que me acuerdo de Terry, siento el dolor de no haber sido más buena con él. Con aquel pequeño amigo que me enseñó que el amor no debe ser egoísta. Que debemos cuidar, proteger, no abandonar al ser que amamos. A partir de su muerte comencé a comprender muchas cosas que hasta ese momento habían permanecido veladas para mí. Con Terry se fue mi infancia y me enfrenté recelosa con la adolescencia.
Un atardecer de ese mismo verano antes de empezar el liceo, vi a mi madre besarse con Casio en el claroscuro del comedor.
IV
Entrar al liceo significó una experiencia asombrosa que me abrió caminos interiores. Siempre me gustó estudiar y las distintas y nuevas materias despertaron en mí una gran expectativa. No fue así con mi actividad social: no hacía amistades. No me interesaba hacerlas. Fui poco a poco convirtiéndome en una joven retraída. Encerrada en mí misma.
Una tarde al volver a casa encontré un perro callejero. Al pasar junto a él movió la cola, yo lo miré, golpeé mi pierna con la palma de mi mano y me siguió. Era un perro de raza indefinida, de cruzas perdidas en el tiempo. Mediano de tamaño, de pelo negro, tenía los ojos tristes y las orejas caídas. Estaba sucio y con hambre. Lo entré a mi casa y en el fondo le acerqué un balde con agua. Le llevé de la cocina un plato con restos sobrantes del mediodía y fui a buscar alguna ropa en desuso para hacerle una cucha donde pudiera echarse a dormir, pero cuando volví él ya estaba durmiendo, hecho un ovillo, junto a la casilla que fuera de Terry. Entonces entendí que a ese perro de la calle, sin dueño, que comía de la basura y dormía en cualquier parte, Terry lo había puesto en mi camino para que fuese mi compañero, para que me cuidara y yo lo cuidara, porque los dos estábamos solos y ambos nos necesitábamos.
Le conté a mi madre de mi nueva adopción. Ella lo aceptó, de nombre le puse Arapey y comenzó a acompañarme al liceo. Cuando yo entraba, él se volvía a casa. A la salida andaba siempre merodeando mientras me esperaba para acompañarme en el trayecto de vuelta. Sin embargo, no dejó nunca de ser un perro solitario, independiente y callejero.
Pese a tener casa y comida, pasaba largas horas vagando por las calles. Regresaba cuando le parecía, entonces se dirigía hacia donde yo estaba estudiando y se echaba a mi lado. Con él conocí otras facetas del amor. Arapey era reacio a las demostraciones exageradas de afecto. Él daba y recibía amor sin ostentación. Me enseñó a amar a la distancia. A confiar en lo que amamos. A no avasallar al ser amado.
Los años del liceo no cambiaron mi vida ni mi carácter. Tuve muchos compañeros, pero no hice amigos.
V
Aún no había decidido qué carrera seguir en la universidad, cuando se desató en el país un conjuro cívico que dio a los militares la oportunidad de implantar una nueva dictadura.
En mi casa no sufrimos los atropellos y violaciones que sufrieron muchas familias, que como nosotros, no estuvieron implicadas. Pocas veces oí a mis padres hablar de política. A pesar de que ambos tenían ideas claras sobre la situación que vivía el país, nunca los oí explayarse sobre ellas. Sin embargo, un día mi madre gritó y lloró como nunca la había visto hacerlo. Mi padre, enojado, trataba de calmarla. El motivo era que la noche anterior los militares se habían llevado a Casio de su casa y nadie sabía donde se encontraba. Mi padre no entendía por qué ese hecho la ponía tan fuera de sí. Sin embargo yo, aunque un poco confundida, creí intuir el porqué. Fue entonces que le oímos aquel comentario que destruyó a mi padre, que deshizo la familia y terminó de moldear mi vida de eremita. ¡Casio es el padre de Verónica! dijo. Yo llamé a gritos a mi perro y fui corriendo a encerrarme en mi cuarto. Y allí hubiese querido quedarme para siempre; sin comer, sin oír, sin saber. Morirme, hubiese querido. Pero la vida es un río caudaloso que a nuestro pesar, nos arrastra y nos lleva en sus remolinos. Decidí seguir respirando.
Casio desapareció y la familia no volvió a saber de él. Mi padre, o el que creí mi padre por muchos años, se fue de casa esa misma noche. No obstante, siempre estuvo cuando lo necesitamos. Siempre nos apoyó y nos ayudó y a pesar de que nunca dejó de venir a vernos, a vivir con nosotras nunca volvió.
Yo no quise, en aquel momento, que mi madre me explicara nada. La concepción que tenía yo de mi vida, dio esa noche un giro de campana. El que creí mi padre desde que tuve conciencia no era mi padre, mis hermanas eran medio hermanas y mi verdadero padre era un amigo de mi madre. Después, de a pedazos, fui yo misma reconstruyendo la historia: ellos se habían amado cuando mi madre era modelo y él un hombre casado. Nunca supe por qué no se separó de su mujer y se fue a vivir con ella, si es que de verdad la amaba. Lo que sí supe es que para mi madre él fue su gran amor. Después conoció a mi padre que se enamoró de ella y le ofreció matrimonio. Dejó de modelar y se casó. Pero Dios o el destino quiso que, un verano, viniera Casio a vivir al barrio con su familia y se volvieron a encontrar. Lo demás: el epílogo de una historia de amor prohibido y yo su lógica consecuencia.
Cuando terminé el liceo fui a la universidad, allí conocí a Leandro, un joven del interior del país que había venido a estudiar a Montevideo. Fuimos primero amigos, compañeros de clase. Después, novios. Él alquilaba un departamento cerca de la facultad. Allí nos encontrábamos para estudiar y hacer el amor. Leandro se enamoró de mí y a mí me gustaba estar con él. No sé si realmente lo amé o si sólo apreciaba su compañía. Siempre fui muy introvertida, ni yo misma he llegado a conocer a fondo mis propios sentimientos. Lo cierto fue que, pasado un tiempo, se aburrió de mi ostracismo y una tarde decidió poner fin a nuestra relación ambivalente. No sentí pena, Leandro dejó en mí sólo el recuerdo de haber sido mi primer hombre.
VI
En quinto año de facultad estuve de novia con un joven de Montevideo que estaba terminando la carrera. Se llamaba Asdrúbal. Trabajaba y estudiaba. Era unos años mayor que yo. Nos conocimos en la Biblioteca y casi en seguida comenzamos a salir. Congeniábamos y teníamos buena química. Yo me esforzaba por mejorar mi carácter. Por ser más receptiva. Más confiada. Con la ayuda de Asdrúbal, con quien hablábamos mucho sobre mi personalidad, creo que lo hubiese conseguido.
Hasta que una noche, mientras tomábamos un café en un bar del Centro, apareció una joven que según dijo era la prometida de Asdrúbal y le increpó duramente el estar en mi compañía. Yo no quise saber nada. Me levanté, me fui y lo dejé a él que solucionara su problema de pareja. No quise volver a verlo. Creo que él tampoco lo intentó.
Un verano, dos años antes de recibirme de Doctora en Derecho, murió Arapey.
Hacía tiempo que estaba enfermo. Comenzó por abandonar sus correrías. Y de andar vagando por el barrio. Después fue dejando de comer.
El veterinario lo había examinado sin encontrar nada grave. Una tomografía reveló, al final, la existencia de un tumor maligno en la cabeza. No existía una intervención quirúrgica que diera cierta seguridad de cura. Lo fuimos tratando con calmantes, hasta que un día dejaron de hacerle efecto. El veterinario aconsejó sacrificarlo. Lo inyectaron y yo me quedé junto a él, con una de sus manos entre mis manos, hasta que sus ojos quedaron fijos en la nada y su mano rígida entre las mías. No se quejó. Simplemente se fue apagando. No sé cuánto tiempo me quedé sola con él. Mi padre ya no estaba en casa, mi madre me acompañó y yo misma lo enterré en el fondo de la quinta.
VII
Unos meses después de recibir mi título en la Universidad de la República, mi padre se despidió de mí y de mis hermanas y se fue a vivir a España. No lo volvimos a ver. Falleció en Barcelona cinco años después de haber llegado a la península.
El verano aquel, cuando terminé mis estudios de Derecho, mi madre colocó junto a la puerta de entrada una chapa que decía: VERÓNICA CARABAJAL, ABOGADA. No se veía desde la calle. Las santarritas y las glicinas entrelazadas cubrían las vetustas paredes de la casa.
En esos días, con mi flamante título en la mano, comencé a trabajar en el estudio de un abogado muy respetado, amigo de mi padre. Allí trabajaba el hijo, también abogado, un poco mayor que yo. Se llamaba Guillermo, era soltero y buen mozo. Estaba de novio con la hija de un juez de la Suprema Corte de Justicia. De todos modos, simpatizamos en cuanto nos vimos y comenzamos a salir. Al pasar el tiempo, nuestra relación se afianzó y estuvimos juntos casi dos años. Entonces él anunció su matrimonio y, sin más, se casó con la novia hija del juez de la Corte. Siguió, sin embargo, afirmando que me amaba y me propuso continuar nuestra relación. Pero para mí, él ya no existía. Durante mucho tiempo intentó un acercamiento, tratando de explicarme hechos irreversibles que no tenían explicación. Jamás transé. Nunca me detuve a escucharlo. Él ya era en mi vida, una historia acabada.
Cuando el padre de Guillermo se jubiló, nos dejó el estudio a ambos. Fuimos socios varios años. En los últimos tiempos fui también la encargada de explicarle a su hijo, tercera generación de abogados de la familia, el funcionamiento del estudio. Hacía ya unos meses había decidido dejarle mi puesto al muchacho y retirarme. Tenía pensado dedicar mi tiempo a escribir y así lo hice un fin de año, ante la sorpresa de Guillermo y la alegría del hijo.
Cuando murió Arapey decidí no tener más perro. Mi madre no estaba de acuerdo. Ella, como yo, era muy “perrera”. Cada pocos días me traía noticias de alguien que regalaba un “cachorro divino”. En esa época Bernarda y Carolina se pusieron de novias y se casaron ambas, en el mismo año. Bernarda se casó con un joven argentino que conoció en La Pedrera donde, aún hoy, tenemos una cabaña que nos dejó mi padre junto con otros bienes. Se casó y se fue a vivir a Córdoba, en Argentina. Carolina se casó con un compañero de estudios, vecino del barrio. Con mala suerte pues, al poco tiempo de casados, el joven murió en un accidente automovilístico donde ella salvó su vida de milagro. Cuando se recuperó se fue a vivir a Córdoba con Bernarda, que tuvo tres hijos. Allí, hace unos años, volvió a casarse.
VIII
Para entonces doña Benigna, la cocinera que vivió con nosotras tantos años, se había jubilado y se había ido a vivir con una hija. Nos quedamos solas, mi madre y yo, en aquella casa tan grande. Le propuse entonces que podríamos mudarnos a una casa más chica, donde no tuviese que trajinar tanto todo el día y la manutención no fuera tan gravosa. Le pareció una buena idea y decidió vender la casona y comprar un apartamento en un barrio más céntrico, cerca de mi trabajo. Al poco tiempo consiguió una transacción beneficiosa. Vendió la casona y compró un departamento en el Centro, frente a la plaza de los Treinta y Tres Orientales.
En esos meses, antes de dejar la casa, entró una tarde de la calle muy alterada. Le pregunté que le sucedía y me contó una historia “enternecedora”. Según le contó una vecina, en el Miguelete algún desalmado había dejado, adentro de una caja, una perrita con cuatro cachorritos recién nacidos.
—Es de raza — me decía—, que parece que se enamoró de un perro cualquiera y los dueños al ver esa camada sin pedigrí, la sacaron con su cría para la calle y la dejaron en el arroyo.
—Bueno mamá —le dije—, qué vamos a hacer, no es asunto nuestro.
—Vos sabés que son preciosos —me dijo—, mientras con sus manos alisaba las arrugas del mantel sobre la mesa.
—Cómo sabés que son preciosos —pregunté.
—Porque fui a verlos —me contestó con un suspiro.
—¡Mamá! ¿Fuiste hasta el arroyo?
—¡Claro! Para ver si era cierto. Y es cierto, están allí. ¿No querés ir a verlos...? Alguna vez me pregunté por qué no me resistí. Por qué no dije:
—¡No! ¡No quiero ir! Nos vamos a un departamento. ¡No hay lugar para un perro…!
Los cachorros eran divinos. Dos de ellos todavía tenían los ojos cerrados y la madre, la joven expulsada de un hogar de humanos inhumanos, una pequinesa de pelo dorado y nariz chata, que nos miraba suplicante con sus ojos redondos y lacrimosos. Demoramos un poco en mudarnos. Desmantelar aquella casa y preparar la mudanza nos llevó mucho tiempo.
La pequinesa es una de las razas más antiguas del mundo. Alguien nos contó que estos perros fueron, durante siglos, venerados como propiedad exclusiva de las Cortes Imperiales de China. Volvimos con la caja, la madre, a la que llamamos Tarita y los cuatro cachorros. Le dije con firmeza a mi madre que los tendríamos hasta que nos mudáramos y ellos estuvieran, por lo menos, con los ojos abiertos. Fue un trato.
IX
Habían pasado dos meses y estaba todo pronto para hacer la mudanza. Como nos estábamos enamorando de los cachorros decidimos comenzar a regalarlos. También decidimos, de común acuerdo, quedarnos con uno. De modo que nos acercamos a donde Tarita dormía con su cría y mi madre se inclinó para retirar un cachorro. Mamá y yo andábamos siempre con los perritos en los brazos, porque eran preciosos y parecían de juguete. Sin embargo, parece que Tarita hubiese adivinado que le íbamos a quitar uno, pues se puso a llorar con hipos y todo, de tal manera, que no podíamos calmarla. Se había incorporado y parada en las patitas de atrás se apoyó en mi madre que tenía el perrito en los brazos. Lloraba como una desaforada. Las lágrimas le caían por la cara hasta el piso. Así que le dije : ¡Por favor, devuélvele el hijo a esta escandalosa!
Ella se apresuró a dejarle el cachorro junto a los otros, Tarita se echó con ellos y siguió llorando. Aunque más tranquila, de todos modos, siguió llorando. En una oportunidad le comenté al veterinario de “la lágrima siempre pronta”, en los ojos de Tarita. El facultativo me contó que los pequineses suelen contraer una enfermedad que les deja los ojos lacrimosos, por lo que aparentan que lloran. Eso dijo el veterinario. Pero yo puedo asegurar que Tarita lloraba, y lloraba de verdad.
Dos días después nos mudamos al departamento frente a la Plaza de los Treinta y Tres Orientales, con los cuatro cachorros bastardos y la pequinesa de lujo venerada en el imperio chino, metidos todos en un cajón de cebollas que el domingo anterior mi madre le había comprado a un puestero de la feria.
X
El apartamento estaba en el octavo piso, tenía una terraza amplia al frente y otra al fondo, hacia donde se abría la puerta de la cocina. En esa terraza le hicimos a Tarita y sus vástagos una cucha amplia donde pudiesen pasar el mayor tiempo posible. Los cachorros se aquerenciaron en seguida a su nueva vivienda y recorrían olfateando y ensuciando toda la terraza: trabajo extra para mi madre. En esos días contratamos a Onilda, una señora que ya conocíamos, que vino a vivir con nosotras pues el apartamento tenía habitación y baño de servicio. Los cachorros pasaban bien en la terraza. Jugaban y comían todo el día y de noche dormían y soñaban felices como niños.
Pero Tarita descubrió la puerta de la cocina el mismo día de la mudanza y cada tanto abandonaba la camada y se colaba al interior del departamento. Lo recorría, estaba un poco con nosotras y se volvía con sus hijos.
Después, el tiempo pasó, los chicos crecieron y ella un día no los toleró más. En realidad estaban grandes, comían solos, andaban por todos lados pero seguían chupando teta. Había llegado el momento de regalarlos. Tenían casi cuatro meses y se habían convertido en unos perritos preciosos. Entre los diez pisos del edificio quedaron los cuatro. Algunos vecinos que nos habían visto llegar con ellos, sabían que cuando crecieran los íbamos a regalar. No tardaron en venir a verlos y dejarlos encargados.
En una tarde se llevaron a los cuatro. Tarita ni se despidió de ellos. Tanto que lloró cuando le quisimos sacar uno y, sin embargo, al ver que se los llevaban a todos, ni parpadeó. Ella quedó con nosotras. Eligió el mejor sofá donde apoltronarse y así recuperar su antigua jerarquía china. Verla allí, recostada en los almohadones, daba la impresión de tener en casa una diminuta y peluda emperatriz.
XI
Nos acostumbramos a vivir en el Centro antes de lo que creímos. El apartamento era muy cómodo, tenía una hermosa vista hacia la plaza y sabemos que en el centro de la ciudad todo queda cerca. Teníamos los cines, los teatros, las grandes tiendas, los restaurantes, todo a mano. Nunca fuimos tanto al cine y al teatro como en los primeros años de vivir en el apartamento. Mi madre estaba contenta. Todas las mañanas bajaba con Tarita a la plaza, se sentaba en un banco y en seguida entablaba conversación con alguien, que como ella, no tuviese nada que hacer. De tarde bajaba a hacer compras o a mirar vidrieras. Mamá fue siempre muy sociable, le encantaba la gente. Conversaba con todo el mundo. Es indudable que no heredé su histrionismo. Yo salgo de mi casa para ir a un lugar determinado y regresar. Salir porque sí, a caminar o a sentarme en la plaza, nunca se me ocurriría.
Hacía tres años que vivíamos en el apartamento cuando me retiré del escritorio que compartía con Guillermo. A partir de entonces quedarme en casa: levantarme más tarde, terminar con las corridas a los juzgados, los juicios, las sentencias, el papeleo, fue, para mí, un placer enorme.
De todos modos, nada en esta vida es perfecto ni gratuito. Mamá empezó con arritmias y problemas en el corazón. Yo la cuidaba mucho y ella también se cuidaba. Le habían diagnosticado insuficiencia cardiaca, dolencia que llevó varios años. Hasta que sucedió un hecho que trastocó mi vida y aceleró el final de la suya.
Habían pasado ya seis años desde nuestra mudanza al Centro. Tarita estaba preciosa. La habíamos hecho socia de una veterinaria de la zona donde, aparte de darle las vacunas y alguna medicina que necesitara, la bañaban, tenía peluquería y corte de uñas. Mamá, frente a mi pedido de que no bajara todos los días, había dejado de llevarla a la plaza. Ese trabajo lo hacía Onilda.
Un atardecer que Onilda no se encontraba bajé y crucé al quiosco que estaba en la esquina de la plaza, para comprar una revista. Mamá quedó arriba con Tarita que se puso a llorar y a ladrar, porque yo había bajado. Como no la pudo calmar, mamá la tomó en los brazos y bajó con ella a esperarme. Cuando bajaron yo estaba en la acera de enfrente esperando que pasaran unos autos, para cruzar. Mamá me vio, dejó a Tarita en el suelo y se quedó en la vereda a esperarme. Tarita también me vio y cruzó la calle corriendo. En ese momento un auto que venía le pasó por arriba. Yo grité, mi madre se puso una mano en el corazón, el auto siguió y Tarita salió corriendo de entre las ruedas de atrás hacia donde yo estaba y cayó muerta a mis pies.
XII
Fue tan cruel, tan injusta esa muerte que aún al recordarla siento dolor. Al principio no me di cuenta que estaba muerta. Mientras, algunas personas que vieron lo que sucedió se acercaron. Entonces yo me agaché junto a ella y la llamé. A mí alrededor nadie hablaba. Un señor se acercó y me dijo:
—El perrito está muerto señora. Me acuerdo que le dije:
—No, si el auto no le hizo nada, ¿no vio que salió por la parte de atrás y vino corriendo?
— Sí señora —me contestó—, pero el auto lo golpeó, debe haberle golpeado la cabeza. Yo no podía conformarme, la tomé en los brazos y crucé con ella hasta donde mi madre se encontraba llorando.
Cuando llegamos al apartamento la dejé sobre los almohadones donde ella dormía. Tenía los ojos llorosos y abiertos. No tenía sangre ni marca de golpe alguno. Llamamos a la veterinaria que estaba de turno y vino un doctor que comprobó su fallecimiento y dijo lo mismo que me dijera el señor en la esquina de la plaza: el auto la había golpeado, ella salió y corrió ya sin vida, porque el sistema nervioso aún estaba activo o, tal vez, debido a que el corazón aún le latía.
—Pero si el golpe que recibió en la cabeza la mató y corrió solamente por la acción del sistema nervioso o del corazón que aún le latía ¿por qué no corrió para otro lado? ¿Por qué corrió hacia mí? —le pregunté.
—La ciencia aún no tiene explicación para esos casos extraños —dijo el veterinario.
Nos llevó meses empezar a conformarnos de la pérdida de Tarita. A mí, aquello de verla caer a mis pies, me trajo infinidad de conflictos emocionales. Hasta hoy sigo buscando una explicación. A veces creo encontrarla. La explicación sería muy simple. Bastaría con creer en la existencia de Dios .
Ese día mamá empeoró de su deficiencia cardíaca. A la mañana siguiente le dio un infarto, se recuperó pero ya no fue la misma. Se levantaba de la cama y se sentaba en un sillón, junto al escritorio donde escribo y miraba para afuera. Pasaba horas en silencio, mientras yo escribía. A las cinco Onilda nos servía el té, yo dejaba de escribir o de leer, conversábamos un rato, hablábamos de mis hermanas, de los nietos que tenía en Córdoba, mirábamos juntas alguna película o alguna novela y cuando ella quería irse para su dormitorio y se acostaba, yo volvía a mi trabajo.
Una tarde estábamos tomando el té y tocaron timbre. Nos llamó la atención, puesto que si es alguien que llama de afuera lo hace por el portero eléctrico. Onilda fue a abrir:
—Es Guida, la nena del apartamento de arriba, anunció.
—Que pase —le contesté.
Entró Guida con una perra doberman preciosa, con las orejas y el rabo cortado. Cuando entró, la niña le quitó la correa y la dejó sólo con el collar. Mi madre y yo no atinamos a decir una palabra. La perra entró y ni siquiera nos miró, dio unas vueltas por el living donde estábamos y se echó sobre la alfombra entre mi madre y yo, con el hocico apoyado en mi pie. Guida se había instalado en un sofá frente a nosotras. La perra, en lugar de quedarse junto a la niña se acomodó con nosotras, como si ella también fuese la dueña de casa y su dueña la visita.
Muchas veces las personas cuentan lo que hacen sus mascotas y la gente no cree. Es necesario convivir, principalmente, con los perros para saber a qué grado de inteligencia han llegado esos animales, desde que conocieron al Hombre y se convirtieron en su sombra.
XIII
Guida comenzó hablando de su próximo viaje a la ciudad de Hamburgo. Allí se iba en los próximos días con sus padres y hermanos en un plan de dos años, y perspectivas de quedarse del todo.
El padre de Guida era un ingeniero que había venido contratado al Uruguay, a dirigir una empresa naviera. En el transcurso de ese contrato conoció en Montevideo a la madre de Guida, descendiente de alemanes, se casó con ella y se estableció en Uruguay. En esos días volvía a su país a interiorizarse sobre ciertos trabajos realizados, en áreas del operativo portuario, en el puerto de Hamburgo. El ingeniero se iba con toda su familia: esposa, hijos y perros.
—Nos vamos dentro de dos día —dijo Guida—, y nos llevamos las dos perras, a Dagma, la madre, y Érika, la hija. Tuvimos que sacarles pasaportes a las dos. Pero hoy mi padre nos dijo que trajéramos a Érika para ustedes. Tiene seis meses, es muy dócil y muy buena. Será una buena compañía para ustedes que son mujeres solas. Que se queden con ella, que no se van a arrepentir — dijo.
Ni yo ni mi madre sabíamos qué decir. Era una perra demasiado grande para un departamento. ¿Cómo íbamos a manejarla? ¿Y un perro Doberman...? Yo pensaba en aquella boca con semejantes colmillos cruzados y le dije la verdad a la chica:
—Muchas gracias querida, pero no, no podemos aceptar. Yo no me animo a tenerla en casa. Ella no nos conoce. Y tú sabes que ésta es una raza con muy mala fama.
—Si —dijo ella—, tienen mala fama, pero los perros son como uno los cría. Nosotros siempre tuvimos perros Doberman y nunca nos causaron problemas. Son vigilantes y muy compañeros
De acuerdo, le contesté, pero no creo que ella…y miro a la perra que, echada entre mi madre y yo...se había dormido.
—¡Érika! —la llamé—, abrió un ojo y me miró. Ni levantó la cabeza. Se quedó un momento con el ojo abierto y como no dije nada más, lo volvió a cerrar. Confundida miré a mi madre y la vi reír. Cubrió su boca con una mano y siguió riéndose.
—¡Mamá! —dije emocionada, ¡hacía tanto que no la veía reír!
—¿Estás riéndote?
—¡Sí! me contestó. Guida se puso de pie:
—¿Se animan a quedarse con ella hasta mañana? Mañana de mañana vengo, si no se quedan con ella, me la llevo. Miré a mamá y me dijo que sí con la cabeza. Me puse de pie para acompañarla mientras pensaba en qué haría la perra cuando viera que su dueña la dejaba y se iba sola. Comenzamos a caminar las tres hacia la puerta de entrada. Abrí la puerta, Guida se adelantó y salió al pasillo. Se despidió hasta el otro día y dejó la correa de Érika en mi mano. Yo seguía expectante esperando la reacción de la perra. Guida comenzó a caminar hacia el ascensor. Yo continuaba con la puerta abierta. Érika no esperó más, dio media vuelta y fue a echarse a los pies de mi madre…y volvió a dormirse. Con los ojos húmedos mi madre me sonreía, ¿qué podía hacer yo?
Antes de irse al aeropuerto pasaron por casa todos los miembros de la familia de Guida. Menos la madre de Érika, a Dagma ya la habían embarcado. Nos dejaron la documentación de nuestra hija adoptiva: la partida de nacimiento con su ascendencia y nombre verdadero y su inscripción al Kennel Club del Uruguay. Se despidieron de la joven doberman, que les movió un poco el rabo y se fueron.
XIV
Doce años vivió Érika conmigo. Nunca la oí ladrar. Fue la perra más limpia, más prolija y más educada de cuantos perros tuve. Se adaptó con tanta facilidad a nosotras como nosotras a ella. A mí me había adoptado como madre. Donde yo iba, iba ella. Si entraba al baño se sentaba junto a la puerta a esperarme. Cuando me sentaba a escribir en mi escritorio se echaba a mis pies y allí permanecía las horas perdidas.
La llegada de Érika reavivó un poco el espíritu de mamá, pero siguió muy delicada de salud. En los días en que ya no se levantaba, la doberman me abandonó para acompañarla. Se quedaba, echada de perfil, al costado de la cama día y noche. Cuando falleció, fue Érika la que anunció su deceso. Se puso a lloriquear y a dar vueltas, con la cabeza gacha, entre el dormitorio y el living. Cuando llegué junto a la cama de mamá ella se fue a la cucha en la terraza, y por dos días no volví a verla. Mamá murió una noche de invierno de hace cuatro años.
Después, la soledad sólo fue mi compañía. Qué hacer de mi vida sin mi madre, sin ella, mi compañera de todas las horas. Mi amiga. Todo lo que realmente me importaba. Todo lo que tenía, que tuve siempre. Me quedé sola. Entonces redescubrí a Érika. Mi sombra. Mi otro yo caminando a mi lado. El refugio de mi soledad y mi tristeza. Érika y yo, juntas en el apartamento frente a la plaza comunicándonos, cada día más, en una simbiosis perfecta. Donde yo estaba, estaba ella. Sentada con su cabeza sobre mi pierna; acostada con el hocico sobre mi pie. De pie las dos, tan pegada a mí que me empujaba casi. Sus ojos renegridos mirándome, mirándome siempre. Tan tristes al final. Tan tristes. ¿Sabía ella, como yo sabía, que se estaba yendo, que estaba abandonándome?


Me quedé sin su mirada mansa, su hocico húmedo, sin su sombra junto a mi sombra. Y sigo, porque la vida es eso. Un continuo caminar. Hoy he dado vuelta la hoja y cerrado el libro de los recuerdos.
Comienzo a acostumbrarme al silencio.
Algunas veces, al caer la tarde, me detengo a observar la plaza desde el ventanal como lo hacía mi madre.
Estos días he visto que, entre los jardines, anda un perro perdido. Debe tener hambre.


Ada Vega, edición 2005 -

Siempre a mi lado

  





Estaba en mi sillón sentada junto a la estufa. Miraba una película en la tele. No sé si era una película. No sé de qué se trataba, no la entendía, pero me entretenía mirando las imágenes. En la sala había otras personas sentadas como yo mirando la tele. Señoras como yo. Con el pelo blanco y las manos quietas sobre la falda. Nadie hablaba. Nunca hablábamos, ni en el comedor ni en el jardín. No hablábamos porque no teníamos nada que decir. Entonces vino él, me besó en la mejilla y se sentó a mi lado. Quiso tomar mi mano, pero no lo dejé. No me gusta que me toquen los extraños. Tampoco me gusta que me besen ni me tomen de la mano. Él me dijo:
—Mamá, ¿sabés quién soy? ¿Me conocés, verdad?
Lo miré a la cara y le contesté que no era mi hijo. No era mi hijo. Yo no tenía hijos. Era atrevido aquel hombre. Volvió a tratar de tomarme una mano.
—Mamá soy tu esposo, nos casamos hace muchos años, tenemos hijos y tenemos nietos.
Yo no quería oírlo, me daba miedo, no sé por qué me decía esas cosas. ¡Yo no tenía hijos, no tenía esposo! Yo vivo con mis padres y mis hermanos en una casa muy grande en medio del campo. Mi casa…

Allá abajo, después de la tranquera, frente a la puerta de la cocina, todos los días pasa el ferrocarril que viene de Montevideo y va para Minas. Con mis hermanos lo vemos venir de lejos echando humo negro. Cuando pasa por mi casa el maquinista toca el silbato, saluda con la mano y tira el diario, entonces mi hermano mayor baja hasta la vía y lo trae para mi padre que anda trabajando en el campo.
Nosotros que estamos jugando,  le hacemos adiós con la mano. Los pasajeros también nos saludaban. Es lindo… Hace días que no veo pasar el ferrocarril. Salgo poco afuera. Mañana voy a salir y cuando pase el tren voy a ir a recoger el diario para mi padre.
La casa de nosotros está en un alto, junto a la casa hay un ombú muy grande y muy viejo, con mis hermanos nos subimos y nos sentamos entre sus ramas.
A la sombra del ombú hay una carreta antigua, que no se usa, pero que está allí como una reliquia. Esta inclinada, con las ruedas hundidas en la tierra y el palo largo, donde se ata el yugo, apuntando al cielo. Yo soy una niña ¿cómo iba a tener hijos? No quiero que venga este señor que me bese en la cara y me diga cosas. No quiero que trate de tomar mi mano.
Entonces él se puso triste, muy triste, suspiró y se le cayó una lágrima. Se acercó Carmen. Carmen es la enfermera. Es muy buena. Me dijo despacito al oído, que el señor está muy solo, que le recuerdo a su esposa. Que no le tenga miedo. Que él solo quiere sentarse a mi lado y acompañarme.
—Bueno —le dije.
Sin embargo, a veces, creo que lo conozco, que sé quién es. Pero cuando quiero aferrarme a ese recuerdo se me va de la cabeza y me quedo sin saber.  Hace frío, me parece que van a encender la estufa.



Ada Vega, edición 2021 - 

jueves, 23 de septiembre de 2021

El que primero se olvida

 





 María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes, y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios. María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestidito a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusitas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.

Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida.
Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo si lo hubiese, sólo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues sólo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma.
El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.

La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada, antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban. Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado. A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer.
María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor. Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.

Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán.
Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.



Ada Vega, 2004.

Julia no ha vuelto

  


Ese día el grupo de jóvenes había llegado al departamento de Treinta y Tres con la intención de conocer la tan mentada “Quebrada de los cuervos”, un lugar de excepcional belleza dentro del territorio nacional. Ubicada en la zona del arroyo Yerbal Chico, la Quebrada abarca unas 3.000 hectáreas con paredes que llegan a tener hasta 150 metros de altura. A lo largo y ancho de las pronunciadas pendientes, resguardadas de vientos y heladas, se ha generado una vegetación muy particular de gran armonía y riqueza botánica, propia de los climas subtropicales. Es, por lo tanto, uno de los lugares más emblemáticos de la biodiversidad nacional. A pesar de que existen caminería y señalización es conveniente llevar un guía, pues el descenso, en cuyo lecho serpentea el Yerbal Chico, es muy dificultoso y enmarañado.

Aquel grupo de jóvenes capitalinos, no esperaron un domingo ni un día festivo para realizar la excursión, decidieron que el paseo lo realizarían el primer miércoles de esa semana de primavera. Habían alquilado un ómnibus, que salió de Montevideo en la madrugada, para comenzar el descenso alrededor de las diez de la mañana. El día estaba claro y la temperatura agradable por lo cual prometía un lindo día de vacaciones.
El grupo se conformaba de dieciocho jóvenes compañeros de facultad. Había entre ellos dos matrimonios y dos o tres parejas de novios. Aunque la visita al departamento era sólo por un día, pues pensaban regresar por la tarde a la capital, la estuvieron preparando con antelación. Llevaron cámaras para filmar, máquinas fotográficas, comida y refrescos. Y toda la alegría y el impulso de la juventud.

La Quebrada es visitada por mucha gente del país y también de países extranjeros. Ese día habían llegado, un poco antes que ellos, dos ómnibus desde Montevideo con turistas europeos procedentes de un crucero cuya guía turística incluía la Quebrada de los Cuervos.
Con uno de los jóvenes conocedor de la Quebrada haciendo de guía comenzaron el descenso hasta la Cañada de los Helechos, una corriente de agua cristalina que a los visitantes se les recomienda beber. Recorrieron un trecho junto al Yerbal Chico que corre cantando entre las piedras, filmaron, sacaron fotos, comieron sentados bajo las palmeras y las horas pasaron raudas. A media tarde comenzaron el ascenso. 

Guillermo, el esposo de Julia, subía conversando con un compañero adelantado un par de pasos de su esposa que quedó a la zaga con una amiga. Cuando casi todo el grupo había salido a la superficie sucedió el terrible accidente. Julia, no se sabe bien si pisó mal, si tropezó o sufrió un vahído, lo cierto es que cayó de casi 80 metros, rodó entre la vegetación y las piedras que lograron detener su cuerpo recién a unos 10 metros del fondo de la Quebrada. La sacaron, inmediatamente, mal herida. Sin sentido. La llevaron al hospital de Treinta y Tres y de allí con urgencia a Montevideo. De todos modos, pese a los esfuerzos de los médicos, falleció en el viaje sin recobrar el conocimiento.

Ese lamentable accidente opacó la alegría de todos los turistas que se fueron muy impresionados. Principalmente los jóvenes estudiantes de la capital.
Desde ese día Guillermo se apartó del grupo. Por ese año no volvió a la facultad dedicándose solo a su trabajo. Laisa, la joven que estaba con Julia cuando el accidente, solía ir a verlo. Lo acompañaba en su casa, en esas horas interminables y tristes cuando volvía del trabajo. Permanecía callada a su lado, respetando su tristeza y su dolor. Le ordenaba la casa, le acercaba un café. Lo escuchaba cuando él hablaba de Julia. Culpándose, de haberla dejado sola, de no haber estado junto a ella para ayudarla cuando subían. De haberse distraído un momento cuando se adelantó para hablar con el amigo. Lo escuchó, paciente, contar una y mil veces cómo la conoció, cuánto la amó. Que sin ella, repetía, no encontraba motivo de vivir.

Laisa lo acompañó como una verdadera amiga en sus momentos más difíciles. Y él encontró en la joven apoyo, comprensión, paciencia. Y aunque no el olvido, el duelo fue pasando ayudado por la joven. Comenzaron a salir juntos. Él volvió a la facultad. Ya había pasado casi un año del accidente. Para entonces los dos se habían convertido en grandes ami gó gos. Guillermo estaba agradecido. Laisa estaba enamorada. Y volvió la primavera. El día que hizo fecha del accidente le pidió a Laisa que no viniera a la casa. Quería estar solo, le dijo.

Esa mañana se levantó al alba y vagó por la casa con su pensamiento puesto en Julia. Seguro de que cada día la extrañaba más. Entró al escritorio y se sentó en el sofá junto a la estufa donde solía sentarse Julia a leer, haciéndole compañía, mientras él trabajaba en la computadora. De pronto sintió algo extraño. Como una presencia viva. Se puso de pie, miró la ventana que estaba cerrada, la puerta. No había nadie. No había nada. Pero él sentía que no estaba solo en la habitación. Caminó unos pasos y un libro cayó de la biblioteca a sus pies. Era un Atlas antiguo que al caer quedó abierto en el mapa de Suecia. Lo recogió del suelo, lo cerró y lo colocó en su estante. Se sentó en el escritorio frente a la computadora que se encendió sola, apareciendo en la pantalla iluminada la ciudad de Estocolmo. La presencia se hizo más fuerte. Entonces la llamó: ¡Julia sé que estás aquí! ¡No entiendo, mi amor! ¿Qué quieres decirme? En ese momento dejó de sentir la presencia y la computadora se apagó. Guillermo pasó el día en el escritorio esperando una nueva comunicación, pero no sucedió nada más.

Era tan ilógico lo sucedido que llegó a pensar que todo había sido producto de su mente atormentada. Guillermo no comentó con Laisa, en los días siguientes, la extraña experiencia ocurrida en el escritorio el día que se cumplía un año del deceso de Julia. Laisa pensaría que estaba enloqueciendo y no quiso preocuparla.
En los días sucesivos comenzó la joven a demostrarle con pequeños hechos, el gran amor que sentía por él. Y aunque el muchacho aún seguía enamorado de Julia, se sentía receptivo a la compañía de Laisa pues, de tanto estar juntos había llegado a necesitarla para seguir respirando. De modo que, aunque no la amaba, se sentía bien junto a ella. Y al cabo del tiempo se fue como entregando al arrebato de la joven. Y de estar juntos viene el roce. Del roce viene el fuego. Y el fuego los alcanzó. 

Una noche Laisa logró lo que tanto ansiaba, se quedó a dormir con Guillermo que la amó tiernamente pero sin pasión. De todos modos, aunque Laisa notó la apatía del muchacho sabía que pronto cambiaría de actitud. Que ella lo haría cambiar. Por lo pronto comenzó a quedarse primero unos días y luego del todo en casa de Guillermo. Como una esposa se encargó de la casa. Excepto del escritorio. No le gustaba entrar allí. Con sólo abrir la puerta sentía una sensación extraña de rechazo. Trató varias veces de superar esa sensación, para acompañar a Guillermo que pasaba largas horas trabajando allí. Pero le fue imposible, no entendía por qué, pero nunca pudo pasar de la puerta.

Mientras tanto Guillermo seguía comunicándose con su esposa y registrando indicios que él no lograba descifrar. Lo único que, tras mucho pensar, creyó sacar en conclusión, era que Julia intentaba comunicarle que en Suecia, más precisamente en Estocolmo, se encontraba algo que ella había perdido y que le urgía recobrar. Pero ¿qué? Ni él ni ella conocían a nadie en Estocolmo. ¿Qué deseaba rescatar de tanta importancia, que no la dejaba descansar en paz...?
Una noche apareció en la pantalla de la computadora, un barco enorme, un crucero navegando. Que, por supuesto, no le agregó mucho a su percepción. Entonces, seguidamente, la pantalla mostró una vista de La Quebrada de los Cuervos. Entendió que Julia trataba de comunicarle algo que incluía la ciudad de Suecia, un crucero y La Quebrada de los Cuervos. Dedujo que ella había perdido algo en la Quebrada y quería que él lo encontrara. Recordó entonces que cuando la retiraron, después del accidente, y la llevaron al hospital de Treinta y Tres él vio que le faltaba una cadena de oro con una cruz que ella siempre llevaba al cuello. En ese momento pensó que en la caída se habría enganchado en algún arbusto, se había roto y perdido y no le dio importancia. Si era esa cadena lo que deseaba recuperar iría a tratar de encontrarla, pero ¿qué tenían que ver, Suecia y el crucero?

Habían pasado ya casi tres años del accidente. Guillermo y Laisa tenían decidido casarse para la próxima primavera cuando, una tarde, llegó un sobre de la ciudad de Estocolmo, para Guillermo. Dentro del sobre había una carta y otro sobre cerrado con un CD en cuya portada se leía: Quebrada de los Cuervos. La enviaba un señor que él no conocía. En un español limitado el hombre trataba de contarle una historia. Sentado en su escritorio con la presencia del alma de Julia a su lado, Guillermo comenzó a leer la carta que decía más o menos lo siguiente:

Sr. Guillermo Cárdenas Barreiro
De mi mayor consideración:
Sr. Guillermo, usted no me conoce ni yo tengo el gusto de conocerlo. De todos modos he conseguido su nombre y dirección por intermedio del Consulado de Suecia en Uruguay. Usted se preguntará a qué se debe mi irrupción en su vida. Trataré de ser lo más breve posible. Verá, Usted y yo coincidimos hace casi tres años en una visita, en su país, a la Quebrada de los Cuervos. Yo sé que a usted esto le trae muy tristes recuerdos, le ruego por ello me perdone. Habrá visto que le adjunto un CD. Bien, termine de leer la carta y luego véalo. Es una filmación que hice yo ese día. Ustedes eran un grupo de jóvenes felices, hermosos. Yo formaba parte de un grupo de turistas europeos que habíamos llegado a Montevideo en un crucero y la Quebrada de los Cuervos estaba en el itinerario. Éramos todos personas mayores. Bastante mayores. Ese crucero lo hice con una mujer que no era mi esposa. Ese fue el motivo de no enviarle la filmación inmediatamente. Mi esposa estaba enferma en aquel momento y ello me hubiese traído impredecibles consecuencias. Reconozco que, ante usted, esto no me justifica. Mi esposa ha fallecido. Ya nada me impide afrontar las consecuencias que me generen haber retenido dicha filmación. Tal vez no pueda perdonar mi actitud. Si es así, créame que lo comprendo. Quiero agregar que yo estaba filmando cuando ustedes comenzaron a subir, y los filmé porque me tentó ese grupo de jóvenes que subía, alegremente, con aquel fondo exuberante de vegetación. Filmé por lo tanto la caída de su esposa y el inmediato rescate de ustedes. Le envío todos mis datos personales. Quedo a su disposición para lo que usted necesite al respecto. Quiero que sepa que lamento muchísimo su pérdida y también mi proceder que, no lo dude, durante todo este tiempo ha carcomido mi conciencia. Lo saluda atentamente...

Guillermo colocó el CD en la compactera y comenzó a mirar la filmación, que un desconocido le enviara, tres años después, de aquella tarde trágica.
Los dieciocho compañeros de la facultad subían, detrás del guía, por una escarpada ladera de la Quebrada de los cuervos, aquella tarde de primavera. Él, Julia y Laisa eran los últimos de la fila. Julia subía detrás de él, que se había adelantado un par de pasos conversando con Juan, detrás de Julia y última del grupo, subía Laisa.
De pronto Laisa abandona el último lugar en la fila, se coloca delante de Julia y la empuja de frente con fuerza, con sus dos manos, mientras grita como asustada, aparentando que Julia hubiese caído sola.
Julia no ha vuelto. Descansa en paz.

Ada Vega, edición 2009