Había llegado a la Estación
Central con el tiempo justo. No llevaba equipaje. Corrió anhelante por el
andén y en el momento exacto en que
el ferrocarril comenzó a moverse, ascendió por el último
vagón. La noche sin luna, fría y estrellada, cubría la ciudad.
Bajo un amplio tapado, se sentó junto a la
ventanilla de Segunda Clase. La luz difusa de las lamparillas desdibujaba las
sombras, confiriéndole al vagón una visión casi irreal. Altos asientos
esterillados ofrecían a los pasajeros una exigua comodidad.
Sólo
tres personas compartían el lugar: ella, un muchacho vendedor de escobas y un
paisano que seguramente volvía a sus pagos. El tren hizo su primera espera
en la Estación Bella Vista donde subieron varias personas con
valijas, paquetes y cajas atadas con cuerdas. Luego avanzó cansino sobre los
durmientes hasta la Estación Yatay, donde subieron más pasajeros.
Una
señora gorda con un par de bolsos, dos niños y un gato, ocuparon el asiento
frente al suyo. La señora acomodó los bolsos y saludó: buenas tardes. La
extraña dama miró de reojo al gato que, molesto, refunfuñó un maullido. Al
llegar a la Estación Sayago los niños dormían, el gato se
revolvía inquieto esquivando su mirada, mientras la señora gorda tejía, en
rosa, una delicada batita de bebé. La
locomotora dejó atrás la ciudad para abrirse paso
hacia el silencio de la noche, que abrigaba los campos
dormidos.
A
pesar de haberse anunciado, no estaba muy segura de ser esperada. Para acortar
el viaje intentó dormir un rato. La oscuridad comenzó a disiparse. Cuando
despertó, una suave claridad anunciaba la aurora. Miró hacia afuera y
permaneció absorta ante el nacimiento del nuevo día. El tren
avanzaba sinuoso entre los cerros de piedras. Un sol tenue, que
despuntaba hacia el este, arrancaba reflejos al pedregal como si miles de gemas
se hubiesen esparcido sobre los cerros. El día se desperezaba. La
señora gorda sacó de uno de los bolsos un termo azul y sirvió café con leche a
los niños. La extraña pasajera, en tanto, observaba distraída un
campo de labranza que se extendía hasta perderse en la fina línea del
horizonte.
Recordó entonces a Horacio Guerra. Lo había conocido, hacía ya muchos años,
cuando dos vehículos protagonizaran un trágico accidente en una de las rutas
del país. Ella estuvo allí. Recordó al joven malherido. Estuvo tan cerca que
podía sentir su aliento, su respiración entrecortada. Recordó que él también la
vio y la reconoció. Que intentó acercarse para besar su frente. Recordó
que la Vida la apartó.
Desde
entonces habían pasado muchos años. No había vuelto a verlo. Tal vez la
habría olvidado. Tal vez, a pesar de haberse anunciado, ni siquiera la estaría
esperando.
El
tren corría con trote placentero sobre un campo verde que se perdía entre
montes de eucaliptos y pequeñas ondulaciones. Casitas blancas, a lo
lejos, brillaban al sol del mediodía. La señora gorda con los niños y el gato
habían bajado hacía ya un par de estaciones. En el vagón sólo quedaba
ella. Mientras sobre la locomotora se elevaba una nube negra de humo, el
tren quejumbroso llegaba jadeante a la última estación.
La
pasajera abandonó el vagón, atravesó el andén y luego, con paso
seguro, comenzó a recorrer las calles del pueblo. A esa hora el hospital se
encontraba adormecido y en silencio. En una pequeña sala
blanca, Horacio Guerra peleaba la vida. Rodeado de familiares se
encontraba solo. Tan solo como se puede estar al final del camino.
El
anciano dormitaba sereno. Presintió la llegada de la viajera y entreabrió los
ojos. Reconoció a la dama que un día en la ruta, a pesar de haber estado tan
cerca, se fue sin esperarlo.
Nuevamente se
encontraban, ella estaba allí, esta vez no se iría sola. Había venido
solamente por él, desde un mundo de distancia. La extraña dama se acercó
al enfermo, y la Vida se apartó.
En la
estación, la campana del tren anunciaba su regreso.
Ada Vega, edición 2012 -