Powered By Blogger

viernes, 4 de marzo de 2022

Satchmo

   

Una vez finalizada su visita a Buenos Aires, Louis Armstrong llegó a Montevideo en noviembre de 1957 con sus All – Stars. Ese año, después de recorrer Europa, el músico había iniciado una gira por América del Sur que incluyó Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela. Su estadía en Uruguay fue muy breve, pero no tan breve como muchos creen. Dos días después de la última actuación de la banda en Montevideo, tuve la fortuna de conocer a Satchmo, en persona, en el Hotel San Rafael de Punta del Este. Nuestro encuentro fue imprevisto. Mi padre fue durante muchos años gerente del San Rafael, debido a lo cual yo pasaba allí largas temporadas, por lo general en vacaciones. Durante el año iba dejando trabajos suyos, referentes al Hotel, para que los pasara a máquina. Con esa premisa, al terminar las clases en la universidad, ese noviembre viajé hacia Maldonado.

 La primera noche de mi estadía, ya próximo al amanecer, llegué hasta el comedor principal que tenía un bar adosado a la pared del fondo. El salón se encontraba a oscuras. Solo en el bar, una luz agónica se desparramaba sobre el mostrador. El encargado concentrado en su trabajo, reponía botellas en la estantería. Sentado a un costado de la barra, Satchmo fumaba y bebía un whisky, mientras secaba su rostro con un pañuelo blanco. Me sorprendió ver a Louis Armstrong allí. Yo había llegado esa tarde y no estaba al tanto de su alojamiento en el Hotel. Le pedí un café al encargado y le pregunté al músico si podía sentarme a su lado. Él sonrió con su boca repleta de dientes y me hizo señas con la mano para que me sentara.

 Pese a que mi inglés no era óptimo, entendí perfectamente su acento sureño. Sin embargo, pienso que él debió haber hecho un gran esfuerzo para entenderme a mí. De todos modos, solo le hice un par de preguntas. En un momento dado tomó la palabra y comenzó a contarme parte de su vida. Los sueños perdidos y los que le quedaban por realizar. La esperanza de un mundo mejor, la paz que encontró en Uruguay y la belleza de Punta del Este, donde quisiera —opinó—, comprar un rancho y quedarse para siempre. Fue un comentario simpático que yo acepté, pues él sabía que lo dicho era solo una quimera. A modo de pequeña biografía me contó que había nacido en Nueva Orleans el 4 de julio de 1900. 

Su familia era muy pobre —dijo— y su padre lo había abandonado cuando era un niño muy pequeño. Fue entonces a vivir con su abuela materna, de quien llevaba el apellido. Desde los cinco años vivió con su madre y su hermana en la más absoluta pobreza. A los siete años, con tres amigos formaron un conjunto vocal para cantar en las esquinas por monedas. A los ocho años compró su primera corneta con el dinero que le pagaba un matrimonio ruso-judío con quien trabajaba vendiendo baratijas. Tenía cumplidos los once años cuando, en vísperas de año nuevo, disparó una pistola al aire, fue arrestado y recluido hasta los catorce años en un reformatorio para chicos negros abandonados. 

Le pregunté si en su familia existían antecedentes musicales, me contestó que no. Él comenzó a expresarse por medio de la música a través de la corneta, en la banda del reformatorio. A su salida trabajó como vendedor de carbón, repartidor de leche, estibador de barcos bananeros y también en los cabarets de Storyville, donde se concentraban los locales nocturnos de la ciudad. En uno de esos locales conoció a Charlie Beeker, un viejo trompetista que lo maravilló. De continuo, en sus correrías nocturnas, iba a escucharlo. El jazz surgió en 1900, pero el viejo músico tocaba Blues, una música melancólica, “música negra” que nace a mediados del siglo XIX. 

Satchmo —según me contó—, pasaba horas observando al músico y con su corneta trataba de imitarlo. Un día Beeker le aconsejó que comenzara a usar la trompeta en lugar de la corneta, pues le aseguró que para el jazz —la música que comenzaba a imponerse—, el sonido de la trompeta era más adecuado. Mientras tanto, el trompetista Joe Oliver, considerado uno de los más finos trompetistas de Nueva Orleans vislumbró en Satchmo a un gran trasformador y pasó a ser su mentor y su profesor. Y ambos comenzaron a tocar juntos en bares de baja categoría acompañando grupos vocales. 

Tenía diecisiete años cuando Joe Oliver, su mentor y profesor, se mudó para Chicago. Armstrong llegó a tocar en varias orquestas de Nueva Orleans y también en las que viajaban a lo largo del Misisipi A principios de los años 20 viajó a Chicago, contratado por Joe Oliver, como segundo cornetista de su banda. —La noche previa al viaje a Chicago —continuó recordando—, el viejo trompetista de Storyville, Charlie Beeker, vino a verme y me trajo su trompeta de regalo. Volvió a recomendarme que cambiara la corneta por la trompeta. Que la trompeta me llevaría a sitiales inimaginables donde él no pudo llegar —me confesó—, porque en sus comienzos no era momento de cambios. Pero que, en cambio, en esos días se estaban dando las condiciones como para intentar una revolución en la música del jazz y que esa revolución tenía que realizarla yo. 

No quería aceptar la trompeta de Charlie —continuó diciéndome Satchmo, con sus manos abiertas extendidas en un además de afirmación—, es muy difícil para un músico desprenderse de un instrumento que lo ha acompañado durante toda su vida. Charlie me aseguró que estaba cansado, que no quería tocar más, pero no podía permitir que ella callara para siempre. Por ella, por amor a su compañera de toda la vida, me pedía que la aceptara. Satchmo encendió un cigarrillo y tras un breve silencio continuó. —Desde ese día la trompeta de Charlie me acompaña. Hemos viajado juntos por el mundo. Es una compañera fiel. Sabe guardar secretos. Jamás la he dejado sola. No podría tampoco. He descubierto que es mi talismán.   

En 1924 Fletcher Henderson, el más importante director negro de Nueva York, lo invitó a unirse a su banda. Recién, después de aceptar y antes del debut, dejó la corneta y se cambió a la trompeta —según explicó— para armonizar mejor con la Fletcher Henderson Orchestra, principal banda afroamericana de la época, con quienes debuta como solista. En 1925 formó su propia banda y comenzó a gestar su fama de innovador en el plano musical. De ahí en más, durante cuarenta años recorrió subyugando a los habitantes de los cinco continentes con su voz y su trompeta en re bemol. 

Aunque fue poco comentado, Satchmo era un hombre involucrado en la política de su país ante la discriminación de los afrodescendientes. No era amigo de departir a cielo abierto, pero todos quienes lo frecuentaban conocían sus ideas. La noche se había ido y el sol venía despuntando. Yo no quería abandonar la charla con el rey de la improvisación, de modo que le hice otra pregunta que me contestó con toda sinceridad. —¿Qué es lo que más le ha llamado la atención al conocer tantos países, tanta gente diferente? —La gente no es diferente, porque viva en China, en Alaska o en Perú —me dijo—, difieren las costumbres, las culturas de cada país. Por lo demás todos aman, sufren, ríen, lloran. 

Lo que, en cambio, he encontrado en todos los países que he visitado, es una gran discriminación de unos pueblos a otros. Segregan por razas, por color, por religión, por ideas. Excluyen, apartan, torturan. Asesinan a seres humanos porque no piensan igual, tienen otro color, rezan a otro dios. Aquella noche, en el bar del Hotel San Rafael de Punta del Este, descubrí en Satchmo una personalidad que nadie imaginaría. Aquel hombre siempre sonriente. Aquel músico reconocido en el mundo como carismático e innovador, el solista más importante y creativo de aquellos años, era también hombre duende, mentor de sortilegios y dueño de una trompeta mágica con la que hipnotizó a multitudes.

 Un hombre interesado en trabajar contra las injusticias sociales. Para combatir esas injusticias, había comenzado una campaña en contra de la discriminación por color de piel, discriminación que soportaban sus hermanos afroamericanos. —Yo sé que los honores, abrazos y manifestaciones de cariño de la gente hacia mí —me aseguró—, es debido al magnetismo de mi trompeta y su seducción. Si no fuera por ella yo sería un negro más, despreciado por ser negro, por ser pobre. Llegaba la mañana en el San Rafael, y entendí que Satchmo ya no hablaba conmigo, había dejado de fumar, el whisky se veía aguado tras el cristal del vaso. Y en la semi penumbra, Satchmo le hablaba a las sombras que lo asaltaban, como en una confesión. 

—Hace muchos años falleció Charlie Beeker, aquel negro trompetista que tocaba blues en un cabaret de Nueva Orleans Siempre he pensado que con su trompeta me legó el magnetismo de su de estilo blusero, que yo agregué al Dixieland primero y al Swing después. El blues es una música triste, de una tristeza espiritual. Casi religiosa. Va a estar siempre presente en los distintos estilos que surjan en la música del jazz. Se volvió a mí para decirme. —¿Te aburrí, muchacho? —Qué va —le respondí—, me pasaría el día escuchándolo. No lo vi cuando se fue. Nadie me vio conversar con él aquella noche en el bar. Cuando se lo conté a mi padre me dijo que lo había soñado. 

Me prometió que un verano iba a venir al hotel, con su esposa, a pasar quince días. A partir de ese noviembre lo esperé varios veranos. Falleció en su casa de Corona (Nueva York) el 6 de julio de 1971. Cuando se lo conté a mi padre, me dijo que lo había soñado. No lo soñé. Satchmo, en persona, estuvo conversando conmigo aquella noche de verano de 1957. Aún conservo el pañuelo, con sus iniciales bordadas, que dejó olvidado sobre la barra del bar. 

Ada Vega, edición 2010 -









jueves, 3 de marzo de 2022

Las sandalias rojas de Simone




Cuando era niña me gustaba vestirme con la ropa de mamá. Principalmente calzarme los zapatos de tacos altos. Pero mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos pues toda su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra Mundial y las mujeres se había liberado de algunas prácticas tradicionales.
Un verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa con la manga al codo para usar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la calle vestida con tanto blanco. Olvidada de los colores en su ropa no pudo aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió vistiendo hasta el final de sus días.
Más de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba usar sus zapatos, que no sólo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos.
Los zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda la casa. Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia, en una oportunidad me hizo con una cortina floreada una falda que me llegaba al suelo y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo de donde salió un chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia como en aquellos días.
Mamá era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro para que fuese a su casa a confeccionarle la ropa. De modo que comenzó a ir una vez por semana a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja.
Un día mi madre me contó que desde los balcones de aquel departamento los automóviles se veían así de chiquitos, también se veía el Cerro de Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.
Nosotros vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi corta existencia, era una casa con altillo.
Por aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber cómo vivían diez familias una encima de otra, salí de mi casa de la mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa.
No bien llegamos al edificio mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas cabíamos las dos.
—Este es el ascensor —dijo.
Mientras subíamos en el ruidoso artefacto creí que el corazón se me saldría por la boca. De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba un respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó.
Cuando llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer todavía joven que vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido en rodetes uno a cada lado de la cabeza. De baja estatura, regular belleza y piel muy blanca.
El apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y adornos; se oía una música que saldría de alguna parte y mientras un perfume dulzón me impregnaba la nariz, pasamos a su dormitorio.
En el medio de la habitación atestada de mesitas cargadas de bibelots, portarretratos, y almohadones diseminados sobre las alfombras, había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de pluma, todo en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con seis puertas de espejos biselados— y comenzó a sacar vestidos que fue dejando sobre la cama.
A un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de cine, en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. Después supe que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho aparato se hiciera conocido en Uruguay y, mediante antenas, pudiésemos ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles, desde aquella altura, se veían chiquitos así. Entonces la francesa, para probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda.
Yo no podía creer lo que estaba viendo. Miré a mi madre para ver si se escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente. Yo tendría que haber aprendido de ella.
Me senté en la cama de reina entre los vestidos y los almohadones de raso mientras Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el tallo de una rosa”. Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca desnudez por seis de la francesa; sólo tuve ojos para aquellas sandalias rojas que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado.
Eran unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan rojo y tan hermoso, que me dejaron sin respiración. Me moría por ponérmelas. Mientras tanto Simone, para estar más cómoda, se la quitó y las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en ellas creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que adivinó mis intenciones, me tomó de una mano y me dijo:
—Vení, sentate acá. —y me sentó a su lado en un sofá.
Esa tarde la francesa apartó un par de vestidos que —según dijo— no usaba y se los dio a mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme dos vestidos pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé mientras fui niña. Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas.
No sucedió así. En los años que siguieron y mientras fui estudiante no tuve oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades. Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies.
Sin embargo la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la moda —al igual que la historia— siempre se repite.
He visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben como vienen al mundo pues ven los nacimientos desde las mágicas pantallas, igual que los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes de terminar la primaria.
Todo en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador. Sin embargo las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus zapatos de tacos altos, porque antes de que este mundo de hombres que habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe apagarse. Y alguien tiene que llevar la antorcha.

Ada Vega, año edición 2001 -

Katy mi perrita rubia

 


Katy  era una perra amarilla de pelo largo y sedoso. Hocico fino. Mediana de estatura y ojos color caramelo. Su linaje se había perdido en el tiempo. Era, simplemente,  una perra de razas cruzadas. Y yo la amaba. Creo que nadie me ha vuelto a mirar con  la dulzura, entrega y sometimiento, con que miraban aquellos ojitos de miel, mientras ladeaba la cabeza en un gesto comprador.
Mi infancia dibujaba rayuelas y acunaba muñecas, cuando mi padre me la trajo un día de regalo. Llegó un sábado de la fábrica con una caja de zapatos bajo el brazo, la dejó sobre mi cama y me llamó:¡Anita! Yo llegué corriendo desde el  fondo, arrastrando mi muñeca renga y me dijo: ¡Mirá lo que te traje! Dentro de la caja, la cachorrita de poco más de un mes, peluda y redondita, dormía con hipos y quejidos como soñando. Fue un amor cantado. Cuando la tomé en mis brazos y ella me lamió la cara, nos juramos un amor eterno.
Katy llegó a casa a fines de febrero,  y el entusiasmo de mis seis años con empezar la escuela se diluyó de golpe. Pasé a ser la mamá de la perrita más linda y más buena que jamás había tenido ni tendría. Ella aceptó mi tutela de bastante buen grado, y nos dispusimos a emprender el arduo camino de convivir.
A una casa por medio vivía, en aquel entonces, un matrimonio sin hijos. Los Peralta. La casa de ellos, como la nuestra, tenía un jardín al frente, con  una verja de ladrillos y un pequeño portón. Yo iba mucho a esa casa. Los Peralta tenían una gata barcina, enorme y mimosa, con unos ojos verdes ladinos y cautivadores, un pelaje suave como el terciopelo y el andar sigiloso de su estirpe. Se llamaba Rita y éramos muy amigas. Por las tardes ella me esperaba echada al sol en la verja de su casa. Al verme llegar se desperezaba y arqueando el lomo y ronroneando venía hacia mí. Yo la tomaba en los brazos y me sentaba en el escalón, a la entrada de su casa. La acariciaba y ella se adormecía en mi falda, mientras yo conversaba con una amiga imaginaria “de la carestía de la vida, señora, y de los problemas que traen los hijos”. Siempre tuve mucha imaginación.
 El día que llegó Katy, la abandoné. No estuve feliz: corté por lo sano y cambié un amor por otro. Mi antigua amiga no comprendía, y al verme pasar para el almacén o para la escuela, me llamaba con un maullido lastimero. Pero yo no podía quedarme. Estaba muy ocupada. Tenía la responsabilidad de cuidar a mi perrita. ¿Cómo decirle que la dejaba por la novelería de un nuevo amor? ¿Cómo explicárselo?
Y Katy comenzó a crecer y a correr por la vereda jugando conmigo. Y en la verja Rita, al conocer a la causante de mi traición y su abandono, comenzó a pergeñar un odio encarnizado hacia su rival.
La perrita no sabía los sentimientos que despertaba en su vecina que, al verla pasar corriendo por la vereda, refunfuñando, se erguía amenazante con los pelos de punta.
Un día mi perra, cansada de sus malos modos, se paró con las manos apoyada en la verja donde descansaba la gata, y le pegó un par de ladridos. La pobre salió despavorida. Y comenzaron a odiarse como el diablo manda.  Con un odio, mutuo, acérrimo y mortal.
 Mientras, los años  fueron pasando sin dar tregua al rencor.
Yo ya estaba en sexto grado, se acercaban las vacaciones de primavera y las dos enemigas, como si se hubiesen puesto de acuerdo, recibieron la visita de la cigüeña. Katy tuvo tres cachorros divinos de distintos colores. Rita tres gatitos barcinos como ella. Así estaban las cosas cuando una tarde mi perra fue a ladrarle a la gata, que alimentaba a sus hijitos en el jardín de su casa. La gata furiosa le hizo frente y se trenzaron a pelear. Katy llevó las de perder. Con el hocico sangrando por los terribles arañazos, aullaba de dolor y de odio, y en un desesperado arranque, se abalanzó sobre los gatitos y los mató. Rita, enceguecida, saltó sobre la cabeza de la perra y,  a arañazos le dio muerte.
La lucha se desarrolló en breves minutos. El intento de apartarlas fue abortado por el terrible desenlace. El horror nos sobrecogió a todos. Papá enterró a Katy sin comentarios. Los Peralta a sus gatitos. Rita sobre el alero de su casa, lloró dos días y dos noches con aullidos que calaban el alma. Nuestros perritos amenazaban con morirse de hambre. Mamá intentó alimentarlos sin mucho éxito.
Al tercer día de la tragedia me encontraba arrodillada junto a la cucha de Katy, acariciando a los perritos que ya casi no tenían calor, cuando vi a Rita entrar al jardín de mi casa. Maullaba despacito, como cuando éramos amigas. Se acercó a mí cautelosa, restregó su cabeza y el costado de su cuerpo en el mío, después el otro lado una y otra vez con gemidos, como lamentos. Sentí el impulso de correrla ¡maldita gata, mataste a mi perra! Pero sentí que mi mano se alargaba en una caricia y, sin lograr perdonarle la muerte de mi Katy. Comprendí también su dolor.
Fue entonces que sucedió algo extraño, y que es la razón de contar esta historia. Mientras la acariciaba la culpé de la suerte de los cachorros: mala, mala, los dejaste solitos, ahora se nos van a morir. Rita de pronto dejó de maullar, se apartó de mi lado y se echó en la cucha junto a  ellos, los reanimó a lambetazos y les dio de mamar.
Desde ese día Rita pasó a vivir en mi casa y crió a los cachorros hasta que  aprendieron a comer solos. Los perritos creyendo que era la madre andaban todo el día atrás de ella, se le echaban encima aplastándola. A veces la fastidiaban tanto que ella se escapaba y se subía al techo de la casa y desde allí los vigilaba.
 Nos quedamos con uno, los otros los regalamos. Rita no volvió a tener cría y murió en mi casa muy viejita.
Y cuando en el andar del tiempo me siento cansada y abatida, y quisiera bajar los brazos, me parece que la oigo maullar desde el alero dándome fuerzas. Yo adoraba a mi perrita de los ojos color caramelo.
Su recuerdo y el de Rita,  dormirán por siempre en mi corazón.

Ada Vega, edición 2009

miércoles, 2 de marzo de 2022

La llave

 





  Volvió una tarde como si nada. Como volvía antes  después del trabajo. La llave crujió en la cerradura y se trancó un poco al abrir. Recordó que cuando recién casados alquilaron esa casa, ya la cerradura andaba mal. Había pensado entonces en llamar un cerrajero para que la cambiara, antes de que el mecanismo dejara de funcionar  y se quedaran un día sin poder salir, o sin poder entrar. Después, decidió meterle mano y tratar de repararla él mismo. Sin embargo,  por un motivo u otro, lo fue postergando. Ahora tal vez no tenga arreglo. Un día de estos habrá que quitarla y colocar una nueva. Va a ser lo más seguro.
El living se encontraba en penumbras. La cortina del ventanal que daba a la calle dejaba entrar un poco de sol. La medialuz  reinante lo envolvió como un mal augurio. Por la  puerta entreabierta de la cocina, que  comunicaba con el fondo de la casa,  se oían la conversación y las risas de los niños.  Mientras se dirigía hacia allí sintió que una sensación extraña lo invadía. Un dolor. Una mezcla de rebeldía. Un impulso de querer recuperar lo que fue suyo. Había entrado como un ladrón  a  esa casa que había sido suya. Alerta ladró el perro y las voces callaron. Inés dejó un momento a los niños y entró apresuradamente. Se sobresaltó al encontrar al hombre de pie a la entrada de la cocina
—Álvaro, ¿qué hacés acá? —le preguntó.
—Vine a ver a los nenes —le contestó el hombre.
           —Pero, escuchame un poco, vos no podés entrar así a mi casa. No podés conservar mi llave. Dámela, hacé el favor. Él le entregó la llave mientras le decía:
              —Vas a tener que cambiar esa cerradura que anda mal.  Ella le contestó de mal talante:
  —Sí, por lo que veo, tengo que cambiarla. Mañana es lo primero que voy a hacer.
 —¿Te molesta que venga a ver a los nenes?
 —¡Claro que me molesta! No podés venir cuando se te antoje. Vos  podés  llevarlos cada quince días. Eso fue lo que autorizó el juez. No podés estar entrando y saliendo de mi casa, como si siguieras viviendo acá.
—Pero María, ¿a vos te parece que a un padre le alcanza  con ver a sus hijos cada quince días?
—¿Qué decís, Álvaro? ¿Qué te pasa? El que abandonó el hogar fuiste vos, ¿o se te olvidó?
 El hombre sintió que un frío le recorría la espalda. Hubiera querido decirle que estaba arrepentido de haberlos abandonado. Arrepentido de haberse involucrado con otras mujeres que no llegaron siquiera a conmoverlo. Mujeres anónimas que pasaron por su vida y que él, de puro machista, se creyó obligado a conquistar poniendo en peligro su matrimonio. Decirle que después que se fue se dio cuenta del error que había cometido. Que la necesitaba a ella para seguir viviendo. Su ternura, su fortaleza. Hubiera querido decirle que la amaba todavía. Que nunca dejó de amarla con un  amor que le dolía y que no podía ya resistir.
 En ese momento sintió deseos de tomarla por la cintura como antes, cuando peleaban por zonceras  y la abrazaba  prepotente y ella se resistía como una gata furiosa, mientras él la besaba en la boca, en el cuello, hasta sentir  que la furia se deshacía entre sus brazos y la sentía entregarse rendida. Apasionada. Porque nadie conocía a esa mujer como él la conocía. Y era conciente de lo mucho que se habían amado. Hubiera querido abrazarla, saber si aún tenía aquel poder sobre ella. Pero la frialdad  que encontró en  la mujer fue tal, que puso un freno a su impulso y  sólo habló de los niños:
—Si supieras cómo los extraño —le dijo.
—Por favor, Álvaro, ¿ahora los extrañás?  Sabés bien que desde que tus continuos engaños irrumpieron en nuestra pareja, yo traté de todos los modos de salvar nuestro matrimonio. Primero por mí, porque te amaba, después invocando a los nenes que te necesitaban. ¡Te llamé tantas veces! Pero vos no querías oírme. ¿Te acordás? No querías saber nada con nosotros. Venías a comer y a veces a dormir. Al final me había acostumbrado a dormir sola y los nenes a no verte. A mí también me costó. No sabés cuánto.  De todos modos también sabés que yo, por sobre todo, soy práctica. No puedo sentarme a llorar. No tengo tiempo. Así que un día decidí olvidarte. Hacé lo mismo. Si extrañás a los nenes, tené otros hijos  por ahí.
—¡No seas mala! Sabés que no es lo mismo.
 —¡Seguro que no es lo mismo! Por eso están conmigo, yo nunca los abandonaría.
—¿Tanto me odiás? 
—¿Odiarte?
Se quedó mirando a ese hombre que estaba frente a ella. Ese hombre que había sido su marido y el padre de sus hijos. El único hombre que había amado desde su adolescencia y que se conservaba tan apuesto como entonces. Y sintió pena por haber perdido todo aquel mundo que vivieron juntos. 
Se habían conocido en la calle una tarde de abril. Ella iba de uniforme liceal y los libros bajo el brazo. Él venía por la misma acera, muy apurado, hacia su trabajo. Al cruzarse se miraron a los ojos. Caminaron cinco pasos y los dos, al mismo tiempo, volvieron la cabeza para mirarse otra vez. Él llegó tarde al  empleo, volvió sobre sus pasos y la siguió una cuadra. Antes de alcanzarla  ella  volvió a mirarlo, le sonrió y entró al liceo.
 Inés siempre reconoció que el día que vio a Álvaro por primera vez, se enamoró con un amor visceral que la quemaba por dentro y la dejaba sin aliento. Que la atormentaba de celos y la mantenía en vilo, desesperada siempre por saber donde estaba el muchacho, cómo y con quién. El amor de ellos fue increíble. Arrebatado. Demencial. Se amaron y se odiaron en la misma medida. No quiso recordar el pasado. Le hacía daño. Había hecho un esfuerzo enorme, desde la separación de ambos, para no pensar en esos días. Ahora su cometido era trabajar para criar y educar a sus hijos.
 Después de ver a los niños el hombre se fue. Ella lo acompañó hasta la salida,  cerró la puerta detrás de él. Miró la llave en la palma de su mano. Tiene razón Álvaro, se dijo, la cerradura anda mal.  Mañana la cambiaré. Va a ser lo mejor.

Ada Vega, edición - 2017.  

martes, 1 de marzo de 2022

La Puerta del Sol

 





Domingo por la tarde. Paseo sola por el centro de Madrid. Bordeo hacia el sur el barrio Recoletos y observo sus monumentos, antiguos palacios, plazas y comercios y no tardo en tener la convicción de que, como dicen, Madrid es una de las ciudades más hermosas de Europa.
A la altura de La Puerta del Sol, siento que comienza a atardecer en Madrid. Los cafés, piano bar, restaurantes y puestos de flores circundan la plaza de la media luna que se encuentra a esta hora abarrotada de visitantes. Desde hace unos años, cada vez que camino estas veredas, me detengo ante sus comercios, observo sus cafés y entonces dejo que a través de los recuerdos, llegue a mi memoria la imagen de aquel viejo bar de la recova del Palacio Salvo de Montevideo con el mismo nombre: La Puerta del Sol.
Cuando ya la noche se ha extendido, abandono la plaza y camino por la peatonal de la calle Arenal, hasta conseguir un taxi que me lleve hasta mi casa en Carabanchel. El hombre del volante va silbando un vals que me trae recuerdos. Lo conozco, conozco esa música. Quiero recordar el nombre. Si cantara en lugar de silbar la letra me lo diría. Pero el hombre silba, silba muy bajo. El taxista debe ser uruguayo o argentino. Los españoles no tienen por costumbre silbar una canción y los emigrantes no son tan afines a nuestra música.
—Por acá está bien —le digo al llegar al barrio de Buenavista.
—Se va diciembre con mucho frío — comenta él mientras le pago.
—¡Feliz año! —me grita antes de arrancar.
Es uruguayo. Le sonrío y le agradezco con la mano desde la vereda. Me deja en la puerta de mi casa. ¡Flor de lino! Flor de lino era el vals que silbaba: “Deshojaba noches esperando en vano que le diera un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Flor de lino que raro destino, truncaba un camino de linos en flor…”
Es cierto —me digo— se vino el invierno.
II
Entro al edificio de apartamentos y subo al quinto piso. El apartamento está oscuro y frío. Enciendo la calefacción y también todas las lámparas. Es una vieja costumbre. De noche necesito la compañía de las lámparas encendidas.
Mientras tanto, en Montevideo es verano. La rambla, las playas, el Centro, la noche. Las noches de verano, los cines, los teatros, los cafés. La Puerta del Sol. Y yo. Yo esperándote siempre en la misma mesa, junto a la ventana, para verte llegar y tomar juntos un café. Después me acompañabas, salíamos abrazados hasta la parada del ómnibus. Yo me iba y tú te quedabas.
Por entonces estaba empleada en las oficinas de la compañía marítima Alberto Dodero. Salía a las 17 y 30 y todos los días iba al bar a esperarte. El mozo me conocía, se llamaba Julio y trataba siempre de reservarme la mesa. El siguió nuestro romance hasta el final. La primera vez que volví a Montevideo pasé para ver si lo veía, pero me dijeron que no trabajaba más alli. Unos años después, el bar ya no existía. Nos conocimos en la calle, caminando por la vereda. Una tarde nos cruzamos, me miraste, te miré. Diste vuelta. --Te puedo acompañar, me dijiste. Durante mucho tiempo me acompañaste y te acompañé. Tuvimos sueños, pero a muy largo plazo. El tiempo corría y yo no lograba dominar mi impaciencia. Tú no me entendías. Yo quería vivir contigo, dormir juntos. No quise esperar más. Y una tarde, ansiosa por vivir, aunque te amaba, te dejé. Sentía que contigo, los años se me iban. Se me iban.
III
Es temprano para irme a dormir, querría comer algo antes. Juanita debe haber dejado alguna tarta preparada. Comeré un trozo con un té caliente. Mañana haré lo posible por comunicarme con Carmen, quiero saber si al fin, este año, podremos pasar juntas la Navidad. Este apartamento es muy grande para mi sola. Cuando la abuela murió le dije a mamá que viniese a vivir conmigo. Nunca quiso venir. Nunca quiso dejar aquella vieja casa.
IV
En aquellos años vivía con mi madre y mi abuela en una casa con puerta de roble a la calle, cancel de dos hojas y patio con claraboya. Una casa antigua que mi padre le comprara a mi madre después de diez años de casados, y que nos dejó al morir, cuando yo aún iba a la escuela. Una casa que de pronto un día comenzó a ahogarme. Me deprimía llegar a mi casa y encontrar a mi madre de delantal, en pantuflas, con el cabello apenas prendido con ondulines, terminando la cena mientras ponía la mesa para ella y para mí. Cantando. Mi madre cantaba todo el día. Reía. Todas las noches tenía algo para contarme. Era feliz. Yo no entendía como podía ser tan feliz. Siempre encerrada en aquella casa antigua con mi abuela en silla de ruedas y la mente perdida en ninguna parte. No nos conocía. Creía que yo era su hija y que mamá era su hermana. Mi madre le daba de comer en la boca, pero ella nunca quería comer. Mi madre le hablaba y le hablaba y le metía cucharadas en la boca de unos ensopados con verduras y carne picada porque no quería masticar. Dos por tres se enojaba y escupía la comida. Y mamá con una santa paciencia limpiaba lo que la abuela ensuciaba y volvía a darle de comer. Le hacía flanes de crema porque a la abuela le gustaban y era la única manera de hacerle tomar leche. ¿Cómo podía mi madre ser feliz? Yo no estaba nunca, y cuando llegaba a la noche, venía siempre de mal humor y terminaba peleando con ella y me iba a dormir sin darle un beso a la abuela.
V
El apartamento es grande y cómodo. Lo compró Luis cuando nació Carmen. Antes vivíamos en uno de dos ambientes en el barrio El Viso, en Chamartín, pero resultaba chico para criar un bebé. A Luis lo conocí en la oficina donde trabajábamos. Tenía un cargo importante. Era mayor que yo y estaba enamorado de mí. Me lo dijo varias veces, pero yo estaba de novia y muy enamorada de Pablo. Un día recibió una propuesta de trabajo muy interesante y decidió aceptar. Era en España.
En aquel momento me dijo de venirme con él a Madrid, pero no le contesté. A los seis meses fue a buscarme. Un año después, casada y con mi hija recién nacida, volví a Montevideo a ver a mi madre y a mi abuela. A Pablo no lo volví a ver. El día que decidí dejar con él se lo dije sin rodeos. Mi tiempo se había agotado. Que siguiera él por su camino que yo seguiría por el mío. Ya estaba decidida, no volvería atrás. Luis me amó de verdad, fue un buen esposo y un buen padre. Fueron más de treinta años juntos, hasta que falleció hace cinco años.
Parece absurdo, pero cuando el pasado me asalta recuerdo a Pablo y me veo siempre esperándolo, sentada en la mesa de La Puerta del Sol, aquel bar que existió una vez, hace muchos años en la esquina señorial del Palacio Salvo, en el corazón de Montevideo
.
Ada Vega, año edición 2010 -

En punto cruz

 



Había empezado a bordar el mantel a los quince años. Un mantel enorme, rectangular, con una guarda de rosas sobre el dobladillo y otra a la altura del borde de la mesa. Ramilletes de rosas y pimpollos matizados en rojo, sobre un fondo de hojas en tres tonos de verde. Bellísimo. Todo en punto cruz. Por temporadas lo abandonaba. Luego volvía a él con entusiasmo. A Cecilia le encantaba bordar y consideraba que cuando estuviese terminado, sería una obra de arte. Cuando conoció a Fernando pensó que dicho mantel sería parte de su ajuar. Pero no fue así. No tuvo tiempo de terminarlo. De modo que lo guardó cuidadosamente para seguir trabajando en él después de casada.

El noviazgo de Cecilia fue muy conflictivo. Ella era una jovencita callada y muy formal, en cambio, Fernando era un muchacho introvertido, lleno de complejos que nunca quiso reconocer. Del tipo de gente que no termina de ubicarse en la vida, y trata siempre de culpar al prójimo de sus propias frustraciones. De todos modos, se dice que el amor es ciego, por lo que Cecilia no quiso nunca ver, ni oír, ni hablar de su enamorado. Antes del matrimonio no llegaron a conocerse lo suficiente. Se pelearon mil veces y mil se reconciliaron. Ella supuso que al casarse, la convivencia y el gran amor que sentía por él, serían suficientes motivos para que el muchacho cambiara de actitud y mejorara su carácter. Tampoco fue así.

 Al principio por cualquier motivo se enojaba y la insultaba. Después, comenzó a pegarle. Se remangaba la camisa como si fuese a pelear con un hombre. Y como a un hombre, le pegaba con el puño cerrado. Llovían los golpes sobre el cuerpo indefenso de la muchacha que solo atinaba a cruzar los brazos protegiendo su cabeza. Al fin, cuando se cansaba, se iba dando un portazo. Regresaba a la noche o al otro día, como si nada hubiese ocurrido. Ella quedaba en el suelo, dolorida y llena de hematomas. Por varios días permanecía encerrada sin atreverse a salir a la calle. Entonces volvía al mantel en punto cruz. 

En una oportunidad Fernando comentó que pensaba comprar un revólver. Algo chico, un veintidós de diez tiros. Para seguridad, dijo. Cecilia opinó que no quería armas en la casa. Se lo repitió varias veces. Le pidió por favor. Él se apareció un día con el arma, contento como si se hubiese comprado un juguete. Ufano con la adquisición, lo guardó en su mesa de luz. 
— Cuidado porque está cargado —le dijo. Cecilia no contestó. Los días y los meses se sucedieron. A Fernando se le había hecho costumbre golpear a su mujer. Y Cecilia cambió el amor por rencor. Decidió separarse, volver a su casa. Él no se lo permitió. La amenazó. Pero la muchacha estaba decidida y no daría marcha atrás. Ideó mil trucos. Enfermarse, denunciarlo, prenderle fuego a la casa. Estaba segura de que algo se le ocurriría. Que algo tendría que suceder para que ella pudiera volver con sus padres, y abandonar el infierno en el que estaba viviendo.

 Una mañana cuando salía para el supermercado se enteró de que habían matado a Lorenzo. Un muchacho del barrio, bandido, amigo de correrías de Fernando. Recordó que hacía días los veía discutir. La noche anterior, no más, Fernando al reclamarle algo le gritó que lo iba a matar. ¿Sería posible? Sin perder tiempo corrió a su casa, entró al dormitorio y abrió el cajón de la mesa de luz donde Fernando guardaba el revólver. El arma no estaba. No cabía duda: Fernando había matado a su amigo. 

Todo sucedió en minutos. Aún se encontraba en el dormitorio cuando llamaron a la puerta. Al abrir se encontró con un policía que preguntaba por su marido. 
—Fue él —pensó—. Sí, él lo mató, se llevó el arma. Cuando llegó Fernando ella casi le gritaba al policía: 
—¡Fue mi marido, hace unos días le dijo que lo iba a matar! ¡Se llevó el arma! Fernando furioso la tomó de un brazo.
—¿Qué estás diciendo, estúpida? El revólver está sobre el armario de la cocina. A Lorenzo lo mataron de una puñalada. El policía miraba a uno y a otro sin entender de qué hablaban. Cuando terminaron de gritarse dijo, dirigiéndose a Fernando: 
—Yo vine a comunicarle que una hermana suya tuvo un accidente en la Ruta 5, y está internada en el Hospital Maciel. Está fuera de peligro y pregunta por usted. Antes de irse el policía, Cecilia empezó a caminar hacia la cocina. Fernando acompañó al agente hasta la vereda. Entró puteándola y remangándose. Ella lo estaba esperando. No le tembló el pulso. La bala le entró justito, justito en la mitad de la frente. Le había repetido mil veces que no quería armas en la casa. Por favor, le había pedido. Como siempre, él no le había hecho caso. 

Dejó el veintidós con nueve tiros sobre la mesa y pensó que al fin iba a poder terminar el mantel en punto cruz. Tiempo iba a tener... le dieron cinco años. Salió a los tres por buena conducta. El mantel le quedó precioso. Lo estrenó un domingo, antes de salir, en una mateada compartida. Se lo dejó a las compañeras, de recuerdo. 

Ada Vega, edición 2001 -

lunes, 28 de febrero de 2022

Amiens









En el verano de 1920, a poco de terminada la Primera Guerra Mundial, llegaron al puerto de Montevideo, junto a otros inmigrantes, varias familias provenientes de Amiens, ciudad medieval al norte de Francia, hermosa y antigua ciudad de reyes, donde Julio Verne pasó sus últimos años.
Ya entonces, había en Montevideo varias familias venidas de Francia, debido a que los galos han inmigrado a Uruguay desde que nuestro país declaró su Independencia.
Entre estas familias se encontraban Camille y Nathan Feraud, un joven matrimonio y su pequeño hijo Pierre. Dichas familias llegaron con el propósito de adquirir tierras y radicarse en nuestro país. Con excepción de Nathan Feraud, empleado bancario en su ciudad, quien al llegar compró una casa frente al “río como mar” y allí se estableció con su familia. De modo que su hijo estudió en el Liceo Francés y el señor Feraud fue, por muchos años, ejecutivo en una financiera de la capital.


En setiembre de 1939 irrumpe en el Viejo Mundo la Segunda Guerra Mundial, y Europa llama a sus hombres a integrarse a la lucha. Pierre Feraud que acaba de cumplir 21 años, interrumpe sus estudios, decide acudir al llamado y marcha a la guerra a combatir por Francia.
Debe presentarse a su comando en París donde le proporcionan el uniforme y las instrucciones. Tiene 4 días de asueto antes de presentarse ante su superior. De modo que en un tren directo viaja hacia Amiens, la ciudad donde nació y donde aún quedan parientes. Desea recorrer sus calles, ver sus casas y palacios construidos 600 años atrás.


Llega sin dificultad a la casa de un primo de su madre que vive con su esposa y sus hijos a pasos de la Catedral. El joven se da a conocer y la familia le ofrece la casa para que se quede esos días que tiene libre, antes de ingresar al ejército. Allí Pierre conoce a Denisse, una de las hijas de los dueños de casa.
Los jóvenes se vieron, se enamoraron, y se amaron sin pérdida de tiempo. Que bajo el estruendo de una guerra todo debe ser resuelto y sin demora. Pues si el Amor se presenta sin previo aviso, es necesario amarrarlo, que nunca se sabe si la muerte pasará antes o después del primer beso, y cuatro días no es poco ni demasiado cuando se tienen 20 años y el ferviente anhelo de vivir un amor inasible y apasionado.


Los jóvenes viven entonces los cuatro días más intensos de sus vidas. Sin reglas ni barreras. Un amor inolvidable, que marcará sus vidas para siempre.
Bajo la promesa de que al término de la guerra volverá por ella, Pierre vuelve a Paris y de allí, al frente.
Desde el día de la despedida, los jóvenes amantes comienzan a enviarse misivas casi a diario.


En los primeros meses de 1940, Pierre es herido en combate, el ejército francés lo da de Baja y es enviado a Uruguay. La recuperación es lenta, de todos modos, pasado un tiempo con la ayuda de un bastón, vuelve a caminar. Mientras tanto sigue escribiendo a su novia en Amiens, que va poco a poco, y si explicación, dejando de contestar.


Un día Pierre vuelve a recibir una carta, donde Denisse le comunica que ha conocido a un joven de su ciudad, de quien se enamoró y con quien se ha casado. Que el amor de ellos fue solo una historia de cuatro días, que no quiere vivir un amor por cartas y que pese a todo, ella nunca lo olvidará.
Esta aclaración inesperada produjo en el joven enamorado gran dolor y decepción, que manejó como mejor pudo. Pero el tiempo no se detiene. Pierre ha mejorado de sus heridas y retoma sus estudios en la universidad.


Vuelve a encontrarse con compañeros de estudio y amigos del barrio. Y también con una novia que tuvo una vez, antes de ir a la guerra. La joven se llama Carmen y es hija de un matrimonio italiano. La guerra une y desune. Pierre comienza una nueva historia. Apenas recibido compra una casa y se casa con Carmen.
El 8 de mayo de 1945, tras la firma de la capitulación alemana, en Berlín, finaliza la Segunda Guerra Mundial.


En 1950 Uruguay es Campeón del Mundo. A fines de ese año Pierre se enferma de una enfermedad grave y muere en pocos meses. Carmen se ha quedado sola. La vida continúa. Un día decide vender la casa que le resulta demasiado grande, para comprar un departamento en el Centro de Montevideo cerca de los cines y los teatros. Ya hace diez años que Pierre falleció. Uruguay vive días de incertidumbre.
Carmen comienza a desocupar la casa para venderla. El escritorio de Pierre está cerrado y abandonado. Pocas veces desde que está sola ha entrado allí. Carmen entra, abre la ventana. Recoge y tira papeles, carpetas, amontona libros, tarjetas antiguas, guías de teléfonos. Junto a unos documentos vencidos encuentra una carta. Está cerrada, es la letra de Pierre. Está dirigida a Denisse y lleva su dirección en Amiens. ¿Por qué le escribiría Pierre? ¿Qué diría la carta? ¿Por qué no la envió? ¿En qué momento, cuándo la escribió? No quiso abrirla. No era para ella. Puso la carta en su bolso. Cerró la ventana. Salió a la calle, fue hasta el correo y la envió recomendada.
Afuera, había comenzado a llover.


Atardece en Amiens. Denisse prepara la cena en la cocina. Está sola, los hijos aún no han llegado. El cartero trae una carta. Debe firmar una nota. Viene recomendada. Denisse no entiende, es la letra de Pierre. Deja la cocina y sale a jardín. Sus manos nerviosas rompen el sobre y comienza a leer...
Cae la tarde, y el sol declina detrás de las torres de la catedral.

Ada Vega, edición 2020 -

domingo, 27 de febrero de 2022

Querida hermana






Hoy el día amaneció frío. Sabes que en otoño el sol no calienta casi. Es como si intentara prepararnos para el rigor del invierno. Nunca me gustó el invierno ¿recuerdas? Es oscuro, húmedo y triste. Siempre ha provocado en mi ánimo una especie de abatimiento y melancolía, que aún no he podido controlar. El otoño es cálido. Desde la ventana del comedor veo filtrarse el sol entre las ramas de las acacias. Los benteveos y los horneros cantan y se entrecruzan en vuelos cortos. ¿No los escuchas?
Con respecto a mí, te diré que estoy bien. Cuando hay mucha humedad o mucho frío, me duelen un poco los huesos, aunque no sé exactamente si son los huesos o los años los que me duelen. La casa, me preguntas, está como cuando te fuiste. El jardín está hermoso. ¿No lo has visto aún? ¡Tienes que verlo! Don Juan lo ha llenado de alegrías que han florecido por todos los canteros. Tus malvones rojos, blancos y matizados están en flor y las últimas rosas aún mantienen sus tallos enhiestos.
Hoy entré en tu dormitorio y cambié el cubrecama azul por la manta blanca en croché con rositas y madroños, que te llevó tantas horas de trabajo y que quedó tan bonita. Todas las tardes abro un poco los postigos de tu habitación y mientras un aire suave juega con las cortinas, dejo que un rayo de sol acaricie los porta retratos que dejaste sobre la cómoda. Desde allí te siguen sonriendo los seres que te amaron. También entro de noche, antes de acostarme, sabes, para dejar encendida la veladora de tu mesa de luz. El resplandor se refleja en el corredor y yo me siento acompañada. Es como si aún estuvieras aquí. Hasta creo oír pasar las hojas de los libros que leías casi hasta el amanecer.


La casa me resulta un poco grande. Tengo vecinos nuevos. Donde vivía doña Eloísa, se mudó un matrimonio con dos niñas. Son buenos. Me vienen a ver y se han ofrecido para lo que necesite. Les ofrezco uvas. Los parrales están cargados y se inclinan con el peso de los racimos que inundan la casa con su olor a vino. Te gustaba ese olor. Yo lo recuerdo. Te reías trepada a una silla cortando racimos y comiendo las uvas una por una. Un verano hicimos vino. ¿Te acuerdas? No lo pudimos tomar. Nos quedó horrible. Lo tiramos antes de que alguien se enterara, para que no se rieran de nosotras. Fue nuestra primera y última vendimia. Después, nos reíamos las dos a escondidas.


Habrás visto que tengo un perro. ¿ Por qué te extraña? A mí siempre me gustaron los perros en la casa. A ti nunca te gustaron. Los perros afuera, decías. Llenan todo de pelos y de pulgas. De nombre le puse Chispa. Lo encontré en la calle un día que venía del mercado. Me siguió, movía la cola y me miraba con sus ojitos pardos. Es mediano, de pelo corto color café.
Esa tarde lo dejé entrar y le di agua. Él tomó a grandes sorbos y luego se echó junto a las macetas de tus malvones. Desde entonces me acompaña. Ladra cuando oye algún ruido y cuando llaman a la puerta. Últimamente estoy un poco distraída, y él se ha convertido en mis ojos y mis oídos. Me gusta verlo echado a mis pies, cuando tejo o cuando leo.


¿Por mis hijos, me preguntas ? Están bien, pero muy lejos, ya lo sabes. Luis en Estados Unidos, Miguel en Tenerife, y Alicia y Marcela en Barcelona. Cada vez, los que emigran se van más lejos.
No he visto nacer a mis nietos ni los he visto crecer. Sé bien que se fueron buscando un mejor futuro para sus hijos. Todas los meses recibo cartas de uno o de otro. Me giran dinero, para que no me falte nada, dicen. Parece que hoy, en el dinero, se encuentra la solución de todos los males que nos aquejan. La casa, hermana, es demasiado grande para mí, a veces me pesa tanta soledad. De todos modos la cuido y la mantengo linda, por si algún día, alguno de mis hijos quisiera volver.


Ada Vega, edición 2015 -