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viernes, 3 de julio de 2020

Si vuelvo alguna vez



    Cuando tuve el primer síntoma no dije nada en casa. Esperé la evolución. Necesitaba estar segura para saber después a qué atenerme. No pensaba, en aquel momento, considerar con los míos un suceso que sólo a mí me afectaba. No fue por temor o egoísmo. Creo que fue simplemente para preservar mi intimidad de alusiones compasivas, aunque estas fuesen vertidas por  familiares muy queridos. Creía que encontrarme padeciendo un trastorno en mi salud, no era mérito para involucrarlos en una conversación que los alarmaría. Pues comentar el caso no traería alivio para mí y sí, preocupación o angustia para ellos. Además, para qué. Estaban tan acostumbrados a saberme sana que lo más probable sería que no le otorgaran, a mi enfermedad, la importancia que debían. Podrían pensar, tal vez, que mi malestar era causado por una gripe que, al fin, me daba por primera vez.
      Mi familia con respecto a mi persona fue siempre algo apática. No por falta de cariño, sino por haberse creído la fábula de que era yo una super mamá. Claro que la culpa de que pensaran así, fue mía. Aparte de haber sido muy sana nunca me quejé de dolores que sí, los tuve; ni hice cama por fiebres, ni gripes, ni  reumas, ni ataques al hígado. La familia fue siempre mi prioridad: mi esposo que trabajaba mucho y mis hijos que crecían, estudiaban y comenzaban a irse de casa. Mi quehacer con ellos fue full time. Siempre estuve a la orden. Ahora que todo pasó, me doy cuenta que no hice nada de provecho con mi vida. Ni maestra fui, que era la carrera mejor vista que hacían las jóvenes, en aquellos años. Sólo mi madre reparó que mi destino se encaminaba por su mismo rumbo. Por lo tanto trató de evitarlo y para ello, solía ponerme de ejemplo a su amiga Elena.
     Fui a ver al médico y le expliqué lo que me sucedía, con la casi seguridad de conocer el dictamen. Él me miró, me escuchó con mucha atención y después de examinarme y hacerme algunas preguntas me dio pase para el oncólogo. Conseguí número para la semana entrante y fui a verlo. Era un médico muy mayor, de pocas palabras. Pronunció las necesarias al entregarme una orden para una serie de estudios con fecha urgente. Cuando tendió su mano para despedirse  dijo. —Véame en cuanto los estudios estén prontos.
     La primera en irse de casa fue Laurita. Había terminado la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades, y quería ser escritora. De manera que con ese propósito se fue a vivir con su novio a un departamento del Centro.
     Desde pequeña Laurita supo que se dedicaría a las letras. Tenía en su haber todos los condimentos necesarios para lograrlo. Era una joven alegre, curiosa y apasionada. Mentía con la habilidad del más encumbrado escritor. Y lo hacía con tanta naturalidad que hasta ella misma creía sus propios embustes.
No podía fracasar.
      Mamá y su amiga Elena crecieron en un barrio de las afueras de la ciudad. Fueron amigas desde niñas, hicieron juntas  la escuela y el liceo.  Mi madre se enamoró antes de terminar la secundaria. Cuando apenas cumplidos los veinte años contrajo matrimonio, Elena ya estaba en la Facultad de Medicina.  Años después, ante de volar a Europa en el viaje de egresados, fue a despedirse de  mamá  que  ya tenía tres hijos, dos gatos y un perro.   
      Los estudios que mandó hacer el oncólogo confirmaron mi vaticinio. Me explicó que en lo inmediato iba a solicitar una consulta con un patólogo,  para obtener un diagnóstico definitivo sobre el pronóstico y la selección del tratamiento. Por lo tanto me realizaron una biopsia para que el facultativo estudiara el tejido y las células en su microscopio.
    Después se fue Analía. Analía era la mayor de los tres. Trabajaba como analista de sistema en una financiera. Fue, de mis hijos, la más aplicada. La más responsable. Se casó con un compañero de trabajo hecho a su medida: trabajador, serio y con un futuro planificado de ante mano con el cual armonizaban los dos. Se compraron primero el auto, después la casa, luego viajaron a Europa y por último tuvieron los hijos. Fue la única que se vistió de novia y se casó por la iglesia en una boda de campanillas.
     Elena volvió de Europa a los seis meses. La primera visita fue para mamá, le llevó de regalo una blusa de Florencia y perfumes de París. En esos meses se había convertido en una mujer elegante y sofisticada. Aunque comenzó a trabajar, siguió estudiando para especializarse en neurología. Para entonces mamá estaba embarazada de su cuarto hijo y había agregado a sus quehaceres, el cuidado del jardín que mantenía todo el año con flores y el de un jaulón lleno de pájaros que tenía mi padre y que ella sufría: no toleraba ver pájaros enjaulados.
      El resultado de la biopsia, que envió el médico patólogo, confirmó lo que el oncólogo y yo presumíamos. Antes de dar comienzo al tratamiento, que era un tanto largo y con medicación agresiva, el doctor quiso hablar con algún miembro de mi familia. Yo me opuse. Le dije que  por el momento, mientras no fuese necesario, prefería que nadie se enterara de mi enfermedad. Ya habría tiempo más adelante.
      Jorge demoró más en abandonar la casa. Con el padre llegamos a pensar que nunca nos dejaría. Era ingeniero, oficial de la Marina Mercante, y pasaba la mayor parte del año embarcado. A la vuelta de cada viaje  se quedaba con nosotros hasta que volvía a partir. Nos habíamos acostumbrado a su alternada compañía, cuando un buen día conoció a una chica que lo trastornó y antes del año, anunció su casamiento. El matrimonio  se llevó a cabo una mañana en el Registro Civil. Concluido el mismo, con amigos y familiares compartimos un almuerzo en un restaurante céntrico. De allí se despidieron y se fueron de luna de miel.
      Mi madre tuvo cinco hijos, tenía cincuenta y pocos años cuando falleció papá. Lo primero que hizo cuando quedó sola fue abrir la puerta del jaulón y soltar los pájaros. Muchos salieron a volar enloquecidos, otros no se animaron y aún con la puerta abierta prefirieron quedarse al amparo. Algunos alcanzaron los tallos más bajos de los árboles y de a poco, volando de rama en rama fueron calentando las alas hasta que al fin se fueron  y no volvimos a verlos. Pero otros muchos, sin experiencia, sucumbieron. No estaban acostumbrados a volar.  Intentaron vuelos cortos y quedaron por allí, entre las plantas, sobre el muro, cansados, desorientados. No les dieron las alas. Y pese a los gritos de mi madre y a los ladridos del perro, los gatos los alcanzaron.
      Pobre mamá, ese dolor la acompañó siempre. Ella entendió demasiado tarde. Y nosotros aprendimos que existen los pájaros jauleros. Y existen los otros.
      Al principio la medicación era muy suave. Tolerable. El doctor pensaba abarcar todos los tratamientos posibles, antes de ir a la intervención quirúrgica en la que no confiaba demasiado. Pero yo comencé con mareos y pérdida de equilibrio, por lo tanto decidió no esperar más. Ese mismo día, cuando fui a verlo, también me vio el cirujano. De manera que decidí hablar con  mi familia.
     Reunirlos a todos no fue fácil. Cuando no era uno, era otro, que por distintas causa no podía venir. Al fin, después de idas y venidas, logré reunirlos.
     De los cinco hijos que tuvo mi madre, dos se radicaron fuera del país. Los otros tres nunca dejamos la ciudad. Murió de casi ochenta años. Los últimos los vivió sola en aquella casa donde de recién casada cultivaba un jardín. Su amiga Elena, la neuróloga, murió el mismo año. Nunca se casó ni tuvo hijos. Consagró la vida a su  profesión. Murió unos meses después que mamá. Fueron amigas, hasta el fin de sus días.
       Mi esposo sabía que estaba enferma, que de algo me estaba tratando. No sabía bien de qué. Nunca le di muchas explicaciones. Mis hijos pusieron un poco en duda  la historia de mi mentada enfermedad. Creyeron que el malestar que mencionaba era causado por desajustes propios de la edad. Tenés que cuidarte mamá. Ahora están solos, no trabajes demasiado. Hagan alguna excursión, váyanse de viaje a alguna parte. No tenés mala cara mami, te vemos bien.
      —El doctor tiene interés, a la brevedad, en hablar con alguno de ustedes   —arriesgué durante la conversación.
     —Voy yo —se apresuró a decir mi esposo.
     —Analía —recuerdo que dije—, me gustaría que acompañaras a papá.
     —Sí, claro  —me contestó—, mañana y pasado no puedo, ¿puede ser la semana próxima? No entendió que era urgente. Antepuso un par de asuntos suyos a la visita que pedía el doctor. Preferí no insistir. Mi esposo de golpe comprendió todo. Lo hablamos cuando se fueron y nos quedamos solos. Le pedí que me ayudara a pasar el trance.
    Laurita me atravesó con sus ojos de escritora que ve más allá, que todo lo sabe o lo presume. No necesitó decirme nada. La miré, y fuimos cómplices. Jorge asimiló el golpe lo mejor que pudo. Me miró como miran los varones a las madres, cuando tienen miedo. Mi fingida serenidad, dio un respiro a su inquietud.
    Después, todo pasó tan rápido que aún me parece un sueño terrenal.
 No llegué a conocer a mis nietos. Si vuelvo alguna vez, me gustaría ser maestra.
 Ada Vega, edición 2009 

martes, 30 de junio de 2020

¿Feminista, yo?

                               Simone de Beauvoir.
                                                        
Al principio fui feminista. Cursaba la secundaria y Sartre había revolucionado a la juventud con su ponencia del existencialismo y del marxismo humanista, sus frases célebres y el sumun que representó en el 64 su rechazo al codiciado Premio Nobel de Literatura.
Los jóvenes se embanderaban con la declaración de Jean Paul de que “Dios no existe, por lo tanto la vida carece de valor”. La corriente filosófica de Sartre se había puesto de moda, pues lo más importante en el movimiento existencialista era la declaración de que “el hombre nace libre, responsable y sin excusas”. Que, en traducción libre, quiere decir que cada quién viva como se le dé la gana.
Parte de la juventud de aquellos años asimiló con entusiasmo todo lo proclamado por el famoso pensador hasta que dichos conceptos caducaron, ante la imposibilidad de mantenerlos vigentes, bajo el peso de la realidad. Pero antes, el mundo se sorprendió con la aparición de la joven Simone de Beauvoir. Novelista francesa, existencialista y compañera de Sartre, que al entrar en escena se declaró feminista, filósofa y libre pensadora. Feminista. Para muchas de las jóvenes de aquellos años la palabra Feminista, era ante todo romántica y audaz. Pese a que en Uruguay, dichos movimientos, comenzaron hacia 1900 logrando hasta la fecha importantísimos logros, en aquel momento la aparición de la Beauvoir produjo entre las jóvenes universitarias una especie de deslumbramiento. La gran mayoría de las estudiantes querían ser feministas y muchas lo fueron. Otras quedaron por el camino al comprender que Feminismo no es sólo una palabra tendenciosa sino un camino duro de lucha, sacrificio y renunciamientos. Pues bien, yo quedé a la zaga en el segundo grupo. Porque hay cosas en la vida que se hacen bien o no se hacen. Y las luchas por la igualdad de los géneros y las oportunidades, como a los derechos reproductivos y el derecho a denunciar la violencia familiar, ha llevado a los grupos feministas a una lucha sin cuartel durante más de un siglo. Y continúa. Además, las mujeres que conforman estos grupos son mujeres de lucha, de trabajo duro, de enfrentamientos. Saben bien que ser Feminista no tiene nada de romántico. Como dije antes, al principio fui feminista, concurrí a actos y reuniones, leí libros referentes. Siempre reunida con mujeres comprobé que es absorbente trabajar para una causa determinada con miras de éxito. Por lo tanto fui apartándome de la relación con el “sexo fuerte”.
Comenzó a pasar el tiempo y mis compañeras de estudio y mis amigas del barrio comenzaron a casarse, a tener hijos y yo ni novio, ni amigo, ni simpatizante, ni nada. Hasta que un día un posible candidato que rechacé, me preguntó si me gustaban las mujeres. Le dije que no. Me preguntó: y entonces qué pensás hacer con el sexo, porque a un convento de monjas, si no crees en Dios, no creo que ingreses. De modo que me puse a pensar seriamente y me dije: no, ni tanto, ni tan poco. Yo quiero tener una familia. Voy a hacer un poco de lugar en mi vida para dar cabida a un hombre que me lleve al altar. No fue nada fácil: casi me quedo de a pie. En aquellos años si no te casabas antes de los veinte, te quedabas para vestir santos. Y a mí los veinte se me estaban yendo. No podía tampoco salir de cacería y dejar mi lugar en el grupo feminista así como así, que todo lleva su tiempo. Por lo tanto comencé a mirar para los costados por si pasaba algo que me interesara. Y pasaban, pero yo no les interesaba. A los hombres no les caían bien las mujeres declaradas feministas, por lo menos para llegar al matrimonio. Entendían que una mujer que se dedicaba a explorar los dilemas del existencialismo sobre la libertad y la responsabilidad del individuo, en lugar de preocuparse por aprender a cocinar y a zurcir la ropa, no pintaba justamente como un modelo de esposa y madre.
Así estaban las cosas cuando una tarde al salir de la facultad me encontré con Aldo, un ex compañero del liceo que siempre me había gustado. Había hecho arquitectura y se encontraba trabajando en un proyecto auspicioso. Se interesó por mí y nos quedamos de ver ese fin de semana para ir al cine. Fuimos al Cine Censa y vimos “Nunca en domingo”, una película griega con Melina Mercuori sobre una prostituta y un intelectual americano que intenta retirarla de la prostitución. Salimos del cine casi abrazados y fuimos caminando y comentando la película, hasta el Walford, aquel bar que estaba en 18 y Ejido donde, hasta hace unos días, estaba La Pasiva que tenía un luminoso enorme en la ochava, sobre la puerta de entrada. Cuando nos sentamos a fumar y tomar un café, éramos casi novios. Allí me enteré que vivía solo en un apartamento propio, se estaba construyendo una casa en Pinamar y que su economía era estable.
Y él se enteró que yo era Feminista. No tenía nada nuevo que contarle de mi vida. Seguía viviendo con mis padres en la misma casa, trabajando como programadora de IBM en una empresa comercial y continuaba soltera y sin compromiso. ¿Que sos, qué? preguntó con un tono desconfiado como si le hubiera dicho que me había convertido en astronauta. Feminista, le repetí. Sentí como si se desmoronara. Y lo comprendí. Él estaba viviendo bien, en calma, con trabajo y sin complicaciones. Lo menos que necesitaba a su lado era una mujer peleando sus derechos.Esa noche hablamos muchos temas, pero no llegamos a nada. Me di cuenta que mi posición de feminista ante el mundo no le había caído muy bien. No quiso saber detalles. No preguntó y cuando intenté exponer los motivos de mi incorporación a la causa, no me dejó hablar. Dijo que no le interesaba dicho movimiento, que era mi vida y yo sabría lo que hacía. Confieso que me había ilusionado con aquella cita, pero al salir del bar ya no éramos casi novios, ni casi nada. Me acompañó a tomar el ómnibus para mi casa, me dio la mano y no lo volví a ver.
Entonces me di cuenta que no sabía nada de los hombres. Que no sabía como piensan, cuando piensan; de qué hablan, cuando hablan; cómo reaccionan, cuando reaccionan. Y aunque en mi interior reafirmé mi feminismo, entendí que si persistía en la idea de dormir con un hombre para el resto de mi vida, debía aceptar su juego. Que es muy sencillo. Basta con regirse de dos puntos:

A) A los hombre hay que decirles lo que ellos quieren oír.

B) No contarles todo.

De la desilusión que sufrí en aquella cita con Aldo, me costó recuperarme. Por mucho tiempo, guardé la esperanza de que un día volviera a encontrarlo. En fin, el tiempo pasa y aquella cita quedó en el recuerdo. Ocho años después me casé. Tengo dos hijos preciosos y vivo feliz en Pinamar. ¡Ah! Creo que no lo dije: me casé con Aldo. Volvió a los ocho años. Me dijo que había cometido un error conmigo. Que la vida le enseñó a respetar, aunque no se compartan, las ideas del prójimo. Que nunca dejó de pensar en mí y que si no era demasiado tarde, aceptara casarme con él. En el Registro Civil nos dieron fecha para quince días después. Nos casamos a los quince días de haber vuelto por mí.
Si no hubiese sido sincera y no le hubiese contado mi militancia, me hubiese casado ocho años antes. Le dije, cuando me preguntó, que había dejado el grupo feminista hacía muuucho tiempo.  

Era lo que él quería oír.

Ada Vega, edición 2011 http://adavega1936.blogspot.com/

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