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sábado, 14 de enero de 2023

Eulalia

 


Eulalia era una niña negra nacida esclava en 1850, en una plantación de café propiedad del coronel Oliveira Iriarte, en Minas Gerais. Una plantación extensa, cerca de Belo Horizonte, donde se podía apreciar, por la gran cantidad de esclavos que allí trabajaban, que su propietario era un hombre de mucho poder. La niña desde su nacimiento había vivido junto a su madre, en las barracas de los esclavos. Fue arrancada de su lado el día que el amo decidió vender a su madre, al dueño de una plantación de caucho, al norte de Bahía. Eulalia, entonces, con apenas ocho años, pasó a servir en la fazenda donde vivía la familia Oliveira Iriarte. Destinada a ayudar en los quehaceres de la casa, la niña gozaba de ciertos privilegios: como el de permitirle dormir en una despensa, cerca de la cocina, donde se guardaban el charque, las barricas de yerba mate y las bolsas de harina.


 De todos modos nunca dejó de sufrir el desarraigo que le produjo la separación de su madre, a quien ya no volvería a ver en esta vida. Los años fueron pasando y a sus catorce años poseía la belleza innata de su raza. De piel renegrida, cuerpo estilizado y elástico, tenía los ojos como dos carbones, y la boca grande y voluptuosa. El viejo coronel, antes que nadie, había puesto sus ojos en la niña. Asediándola. Hacía tiempo que se metía en su cama, cuando tuvo conocimiento de que Eulalia estaba esperando un hijo. Para evitar que las suspicacias de su esposa lo dejaran a la intemperie, cuando la viera embarazada, no demoró en enviarla con otros esclavos a servir en otra de sus propiedades, en Río Grande do Sul, a unas leguas de la frontera con Uruguay. 

Eulalia, ante tal decisión, sintió regocijo al pensar que se libraría del asedio del coronel, un hombre viejo y déspota, que trataba mejor a su perro que a ella. Viajó pues hacia el sur, en un viaje interminable, encadenada a otros esclavos apretujados todos en una misma carreta y vigilados, durante el camino, por hombres fuertemente armados. Brasil vivía en esos momentos levantamientos y guerrillas continuas que asolaban de norte a sur y de este a oeste, todo su territorio. En la nueva vivienda, la joven perdió todos los privilegios que tenía en Minas Gerais. Trabajó en el campo con los demás esclavos y durmió en la barraca de las esclavas. No le importó a la morena. Ella estaba elaborando planes de fuga.

 Por lo tanto, una vez instalada en la hacienda riograndense, Eulalia trató de recordar los comentarios oídos a unos farrapos que pasaron una tarde por el cafetal de Minas Gerais. Comentaban ellos que en el pequeño país, al sur del Brasil, llamado Uruguay, no existía la esclavitud. Pues había sido abolida hacía más de veinte años. De modo que, cuando el amo mandó a Eulalia a parir en la fazenda cerca de Bagé la morena solo tuvo la idea de huir con su hijo, en cuanto naciera, a ese país donde los negros eran libertos. En esos meses, mientras su vientre crecía, recorrió junto a los peones, a caballo o en carreta, el camino hasta la frontera; trayendo mercaderías varias y llevando cueros. 

Estudió el camino, grabándose en la memoria cada atajo. Calculó, guiándose por la altura del sol, el tiempo que le llevaría hacerlo a pie y con el niño en brazos. No iba a ser fácil, pero valía la pena intentarlo aunque ella tuviese que volver y la castigaran. Su idea era cruzar la frontera y dejar allí a su hijo. Estaba segura de que alguien lo recogería. Planeó todo con anticipación. Para no extraviarse, el Río Negro a su derecha sería su guía. Eulalia no parió un varón como pensaba. Dio a luz una niña hermosa como ella. Y como ella, negra. Con más razón sintió la necesidad de escapar. Esperó unos días hasta recuperar fuerzas y preparó la fuga. No comentó a nadie su decisión. Sola, sin ayuda ni tener en quien confiar, estaba dispuesta a intentar una hazaña suicida guiada solamente por el deseo de libertad. Haría lo que fuese necesario para que la niña creciera libre.

 Una noche de verano de 1865, ocultándose entre las sombras, abandona cautelosa la fazenda. Lleva en sus brazos, apretada junto al pecho, a la hija recién nacida. Sabe que cuenta con poco tiempo para llegar a la frontera. Pronto notarán su falta y saldrán en su busca hombres y perros. La joven no teme, corre entre los pajonales infestados de víboras y alimañas rastreras evitando los caminos trazados. El calor es sofocante. Cruza un pequeño monte y guiada por el Río Negro continúa la huida por las arenas de sus orillas. En el cielo falta la luna. Solo las estrellas iluminan. Un silencio, que asusta, se extiende sobre el campo brasileño. El rumor del río, que va en su misma dirección, la guía con certeza.

 Exhausta y bañada en sudor, deja un momento a su hija sobre la arena y entra en las aguas del río que la abraza y la reanima. Moja su cuerpo en el agua fresca. Lava su cara y su cabeza, y permite que el agua se deslice debajo de su vestido, moje sus senos calientes colmados de leche materna; que corra por su vientre y sus muslos tensos. La niña se ha dormido, la toma en sus brazos y se sienta un momento a descansar en la ribera. A poco, oye a su espalda los gritos de los hombres y los ladridos de los perros que la olfatean. Uno de ellos, el más feroz, el más tenaz, se aparta y sigue una huella. Mientras los hombres lo pierden de vista el animal se dirige al río. Ya está allí, a unos metros de Eulalia. Ya le gruñe con las fauces abiertas y va a avanzarle. 

Al advertir su presencia la joven, vuelve a correr con la hija en brazos. Ruega, como su madre le ha enseñado, a las almas de sus antepasados y a los espíritus de la naturaleza, que le permitan entrar, con su hija, en tierra uruguaya De pronto, el espíritu del río se levanta en un viento sobre el agua. Sacude un viejo coronilla que deja caer una rama, retorcida y espinosa, sobre la arena. El perro trata de esquivarla. No lo consigue, se enreda en ella, y tras un gemido, queda sobre la arena húmeda abandonando la persecución. Eulalia no entiende qué sucedió con el perro que ha dejado de perseguirla. No tiene tiempo de mirar hacia atrás. La niña en sus brazos ha comenzado a llorar. Su llanto puede ser un señuelo.

 Decidida trata de calmarla y redobla el esfuerzo. Es joven y fuerte, no obstante, ya comienza a sentir el cansancio. Solo cuenta con su corazón fuerte y sus piernas largas y nervudas. En su mente se agiganta el deseo de llegar a la frontera. Debe cruzarla antes que la alcancen. En la tierra castellana la espera el sol de la libertad. Su niña crecerá libre. Ya los perros la avizoran. Ladran enloquecidos fustigados por los hombres. Eulalia está agotada. El corazón le salta en el pecho. Ya casi llega. Con el último esfuerzo cruza la frontera. Y corre. Corre Eulalia.

 Sigue corriendo en la tierra de los orientales. Al grito de los hombres los perros se han detenido. Se arrastran ante los mojones de la Línea Divisoria. Ladran furiosos, las lenguas babeantes colgando, los hocicos levantados mostrando los afilados colmillos. Los hombres sacan sus armas y disparan. Las balas silban sobre la cabeza de la niña madre. De pronto cae. No sabe si de cansancio o de muerte. La noche del Uruguay la cubre con su silencio. Los hombres que la perseguían regresan. Descubren entonces que falta un perro y salen en su busca. Lo llaman y no aparece. Dudan que se haya perdido. Lo encuentran muerto, días después, a orillas del río Negro enredado en una rama de coronilla con la garganta desgarrada.

 El sol de la aurora despunta sobre el campo oriental. Junto a una barranca, debajo de un ceibo, unos peones que recorren el campo de la estancia El Pampero, encuentran a Eulalia. Sobre su cuerpo sin vida, la niña mama en su seno.



Ada Vega, año edición 2003 

Siempre en domingo

 


Después que murió mi padre, los sábados al cementerio y los domingos a la casa de la abuela eran todos nuestros paseos de fin de semana. Mamá tenía entonces treinta y pocos años. Cuando enterró a mi padre se recogió el cabello en un moño sobre la nuca, se vistió de negro de pie a cabeza y le arremetió a la vida para terminar de criar cuatro gurises, en un Montevideo inhóspito y desconocido. Hacía apenas cuatro años que conmigo en la panza, mi padre y mis tres hermanos, había llegado desde su Solís natal con la esperanza de encontrar en la gran ciudad un mejor futuro para todos. La suerte le dio la espalda. Papá murió en un accidente de trabajo y ella se quedó sin hombre hasta el fin de sus días. Creo que desde entonces prevalecieron sus obligaciones sobre sus escasas distracciones y nunca llegué a saber si visitar a la abuela los domingos, formaba parte de unas o de otras.
 La casa de la abuela estaba en una calle interna del Prado. Tenía un jardín al frente con plátanos y palmeras, mantenido por don Martín, un viejo jardinero que cuidaba con dedicación rosales, dalias y jazmines. No era una casa muy grande, tampoco lujosa. De líneas más bien severas, lo único que resaltaba era el pórtico con sus cuatro columnas de granito blanco. Hacia ese pórtico se abría una pesada puerta de roble oscuro, con un llamador en forma de aro. A ambos lados de la puerta, cuatro ventanas alargadas y enrejadas dejaban ver, tras los postigos siempre entornados, blancas cortinas de encaje hecho a mano. Bordeaba la casa una verja de hierro muy alta, con un portón de dos hojas cerrado por dentro con un candado. A pesar de ser una hermosa casa, a nosotros nos sobrecogía su austeridad. No nos gustaba ir, pero los domingos era obligatoria la visita a la abuela, para nosotros y para nuestros tíos y primos. Ese día mamá nos vestía con nuestras mejores galas, nos recitaba mil recomendaciones de buen comportamiento y a las tres de la tarde de cada domingo, estábamos junto al portón de la casa del Prado. Nelly, con las manos cruzadas sobre la falda, se miraba la punta de los zapatos; Walter ausente, con un libro bajo el brazo; Venus sacudiendo la reja o dándole de  patadas al portón; y yo, de la mano de mamá.
—Buenas tardes doña Paulina.
—Buenas tardes don Martín.
—Este viejo trabaja hasta los domingos...
—¡Cállense la boca! –mamá nos revoleaba los ojos, tras lo cual hacíamos nuestra
entrada triunfal en la casa de la abuela.
     Cuando entrábamos a la casona, después de la puerta cancel de vidrios tallados, quedábamos en la sala principal que era muy amplia. La pared frente a la entrada la sustituía un enorme vitral con una puerta de cada lado. Representaba una escena de la campiña italiana; con mucho cielo, árboles y hermosos niños rubios acompañados de perros blancos con hocicos finos, precioso pelaje y largas colas jugando sobre un verde prado. Ese paisaje me maravillaba.                             
     Una vez pregunté qué lugar era ese, donde había tanta belleza. Me dijeron: Italia.  Por años creí que Italia era algo así como el Paraíso. Después supe que no, que allá también hay niños pobres y cuzcos callejeros. Pero eso lo supe mucho después. La sala donde nos reuníamos los domingos tenía una mesa muy larga con doce sillas, un aparador y un cristalero enorme. Un juego de sala con sillones esterillados, almohadones rojos y varias mesitas distribuidas por los rincones.
    Sobre el piso de madera lustrado, alfombras y camineros, y a un costado, junto a una de las ventanas: el piano. Un piano negro y recto con su banqueta giratoria, donde mis tías solían sentarse a tocar llenando el aire con los acordes de Mantelito blanco, El pañuelito, o Desde el alma, o alguna de mis primas que empezaba a aporrearlo, le demostraba a la abuela su habilidad para ejecutar a la pobre Para Elisa. Mi madre no tocaba el piano. Gracias a Dios fue más práctica y aprendió a coser. No sé que hubiésemos hecho cuando murió papá si ella, en lugar de confeccionar  prendas para todo el barrio, nos hubiera tocado el piano. Nosotros tampoco estudiamos. Según mi madre, para defendernos en la vida, teníamos otras cosas que aprender antes que las fusas y las  corcheas.
    El vitral separaba la sala de entrada de un gran patio con claraboya y baldosas blancas y negras hacia donde desembocaban los dormitorios, un par de salitas y el baño principal, que era tan grande como toda nuestra casa de la Teja. El techo y las paredes estaban revestidos de baldosas blancas con flores multicolores en relieve. Y lo que me parece estar viendo todavía y aún me asombra, era la bañera. Una bañera redonda, apoyada en cuatro patas de león, de porcelana blanca y brillante donde uno podía, graciosamente, desnucarse.
     Siguiendo este patio había otro de baldosas rojas y hacia un costado la cocina, otro baño chico, despensa y alguna otra pieza más, para al fin llegar al fondo lleno de frutales, grandes macetones con plantas y un hermoso juego de patio en hierro, pintado de blanco. Y a la sombra, junto a su cucha, el Centella. Un perro frisón, feo como el Diablo, que se paseaba mostrando los dientes. Perro maldito al que no se podía mirar fijo, pues gruñía levantando el hocico y acercándose agazapado, dejaba ver sus terribles colmillos. Teníamos que ir al fondo acompañados de la tía Marina, una tía solterona que vivía con la abuela, de lo contrario abstenerse, so pena de terminar comidos por el mastín.  Pero como en todo hay excepciones, nunca supimos cómo, ni por qué, el bicho simpatizaba con Venus. Jugaba con mi hermano como un cachorro, le lamía las manos, le movía la cola y corría con él por el fondo. La tía Marina decía que mi hermano era como San Francisco de Asís, que tenía poder sobre las bestias. A lo que la abuela respondía: ¡Bah, bah, bah! No sé si dudaba de San Francisco, o del poder de mi hermano. Ella opinaba socarronamente, que tal vez los dos (mi hermano y el perro) habían venido del mismo planeta. A mi madre esto no le hacía gracia.
   Al entrar a la sala, Walter buscaba un lugar tranquilo y se sentaba a leer olvidándose del mundo y su mascarada. Nelly conversaba con mis primas más grandes, vaya a saber de qué, cuchicheando y tapándose la boca con la mano mientras reían. Venus se sacudía los abrazos recibidos, de un manotazo se limpiaba los besos y se iba al fondo a jugar con el perro. Y yo me aburría toda la tarde, sin saber qué hacer, sentada junto a mi madre.  A las cuatro se servía la merienda. En esto participaba toda la familia. Mamá llevaba una rosca con pasas y nueces que le quedaba riquísima y mis tías, torta de manzanas y de chocolate. Mientras, circulaba el mate dulce para las señoras y el amargo para los caballeros que por lo general cebaba mi tío Juan. A los niños nos daban chocolate en unas tacitas muy lindas con dibujitos chinos: para nuestro gusto demasiado chicas. Pasada la merienda los primeros en irnos éramos nosotros porque Venus venía del fondo, se paraba en la puerta y decía:
—Y má, ¿cuándo nos vamos? Y al poco rato volvía a insistir.
         —Má, ¿nos vamos a quedar pa’siempre acá?
      Entonces mamá al ver que la abuela ya no toleraba más a ese muchacho mal educado, se ponía de pie y se despedía. Nosotros, de inmediato, nos alineábamos junto a ella. Nos volvían a besar y salíamos. Walter adelante, Nelly después, Venus pateando todo lo que encontraba y yo de la mano de mamá. Habíamos cumplido con la visita de los domingos y volvíamos felices a nuestra casa de La Teja.
     Cuando falleció la abuela la tía Marina volvió al campo y dejamos de ir a la casona, poniéndole fin a la Odisea de los domingos en el Prado. Papá nos dejó demasiado pronto y los cuatro junto a mamá crecimos y nos casamos en La Teja. Después, la vida nos condujo por distintos senderos y abandonamos el viejo barrio.  
  Obstinados, fueron pasaron los años. Y un día, de paseo con mis nietos por el barrio del Prado, pasé por la casona de la abuela. Me detuve un momento.  No era la misma: estaba abandonada. Sin jardín, sin rosales, ni dalias. Una maraña de plantas y yuyos lo cubría todo. Las ventanas estaban rotas y las columnas grises y cubiertas de musgo. ¿Qué había pasado con la casa? ¿por qué estaba abandonada? No quise saber, no me interesó despertar fantasmas. Recordé el pasado y por un instante volví a ver aquellos cuatro niños de la mano de mamá, junto al portón de la antigua reja, a las tres de la tarde...
-—Buenas tardes don Martín.
-—Buenas tardes doña Paulina.
 -—Este viejo trabaja hasta los domingos.
-—¡Cállate la boca, no seas atrevida!
Siempre en domingo.


Ada Vega, año edición 1998 

viernes, 13 de enero de 2023

¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS!

Escribir cuentos, amigos, no es nada nuevo ni original. Lo extraordinario, para mí, es que, se lean en Canadá, Estados Unidos, Taiwán, El Cairo, Rusia, Israel, Alemania, entre otros 100 países. ¡Gracias, a todos los lectores que lo han hecho posible!  Ada Vega

 

El que primero se olvida

 


María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes, y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios. María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestido a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.

Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida. Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo, si lo hubiese, solo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues solo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que, por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada, así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma. El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado, así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.
La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada; antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban.


Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho, el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados, y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado.


A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer. María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor.


Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban, los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación, el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra, los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. 


Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.
Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán, igual que mi padre. Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.


Ada Vega, año edición 2004

jueves, 12 de enero de 2023

La farolera

 

 


Había pasado su infancia en una casa de bajos, de un barrio montevideano. Un barrio suburbano de gente sencilla. De trabajo. Con veredas anchas y árboles cargados de gorriones barullentos, al norte de la capital.

Un barrio alejado de las playas que bordean la ciudad donde, por las tardecitas, los vecinos se sentaban a conversar en las veredas y las niñas hacían rondas y cantaban:

“La farolera tropezó y en la calle se cayó
y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel...”

Saltaban a la cuerda :
“Al pasar la barca me dijo el barquero:
las niñas bonitas no pagan dinero.
Yo no soy bonita, ni lo quiero ser,
porque las niñas bonitas se echan a perder...”

Imitaban un baile de palacio con una canción que decía:
“Andelito andelito de oro, un sencillo y un marqués,
Que me ha dicho una señora que bellas hijas tenéis.”

y también decía:
“Téngala usted bien guardada.
-Bien guardada la tendré 

sentadita en silla de oro en los palacios del rey.”

Recordaba los años de escuela de túnica blanca y moña azul. Las tablas de multiplicar, las vocales y las consonantes. Son diecinueve los departamentos. El Éxodo del pueblo Oriental. Y, orientales la patria o la tumba. El primer libro de cuentos que leyó en primero: La Cenicienta y aquel primer poema del charrúa de los ojos azules: “El Uruguay y el Plata vivían su salvaje primavera...” 

Después el liceo. Desde el primer año, Francés y: fermez la bouche. Y también: Cuentos de la selva, Los albañiles de los tapes y Química y Física. Luego Inglés, open the door y: Bécquer; Machado, Charles Perrault; Orfeo y Eurídice;  (no existían los celulares, no se conocían las computadoras, recién comenzaban a llegar los primeros televisores: todo el mundo leía): Dickens, Mark Twain, Espínola, Verne, Morosoli, Quiroga, Arregui y más, muchos más. Y se terminó el liceo. Después taquigrafía y dactilografía y el empleo en las oficinas de un Comercio Mayorista.

Para Ana Clara se abriría otro mundo. Atrás quedarían las mañanas de la escuela, las tardes del liceo y su pasión por los libros. Piensa y no recuerda cuando ni por qué dejo de leer.

En su empleo del Comercio Mayorista conoció a Raúl. Un muchacho serio y muy tranquilo que estudiaba derecho. Se enamoraron en cuanto se vieron y se hicieron novios. Vivía, le dijo él, cerca de la costanera a una cuadra de la playa. Ana Clara conocía muy poco esa parte de la ciudad.

Una tarde fueron a caminar por la rambla. Acá es Trouville, le mostró Raúl. (Aún estaban las piletas donde se enseñaba a nadar). Y esta es Pocitos, le dijo al llegar a la playa. Ella quedó maravillada. Miró hacia el mar y hacia los edificios de apartamentos que se levantan sobre la rambla y dijo: quiero vivir ahí. El muchacho se rio ante la ocurrencia, seguro de que nunca podría pagar un apartamento en la rambla. Se casaron, al tiempo, realmente enamorados los dos. Alquilaron un apartamento en el Centro, cerca del empleo de ambos. Él se recibió de abogado y siguió trabajando en la empresa donde lo ascendieron con sueldo mejorado. Ana Clara seguía soñando con el departamento en la rambla.

Un día el dueño de la empresa comenzó a mirarla con un velado interés. Era un hombre mayor, casado, con hijos grandes. Ana Clara le pidió un departamento en la rambla y él le puso un departamento en el octavo piso de un edificio frente al mar.

“Sentadita en silla de oro en los palacios del rey” 
.

Ella juntó su ropa, abandonó a su marido y dejó el empleo del Comercio Mayorista. Al poco tiempo el dueño de la empresa se separó de su familia y se fue a vivir con ella. Y un día se casaron.

Ana Clara consiguió más, mucho más de lo que alimentó en sus sueños escondidos: joyas, cruceros por el mundo, automóvil, casa de verano en las playas del este.

Ahora se encuentra en la terraza de su departamento que da sobre la rambla. Acaba de llegar de una fiesta. Está hermosa con su vestido de fiesta ceñido al cuerpo. Deslumbran sus alhajas. Su esposo ha bajado un momento a guardar el auto y ella se ha quedado pensativa.

Es una apacible noche de verano. La rambla está concurrida de paseantes. El mar está sereno. Allá, a la derecha, como en una cuña metida en el mar, parpadea el faro de Punta Carretas.
La ciudad de Montevideo es hechicera. Hermosa y seductora descansa junto al Río de la Plata: su cómplice y amante.

Ana Clara recuerda su vida pasada. La casa en el viejo barrio al que nunca más volvió. “Yo no soy bonita ni lo quiero ser, porque las niñas bonitas se echan a perder”. Las amigas de entonces y sus juegos en la vereda. La escuela lejana: “no ambiciono otra fortuna otra fortuna, ni reclamo más honor más honor que morir por mi bandera, la bandera bicolor” El liceo donde hizo amigos que no volvió a ver. Su entrada a las oficinas de la empresa mayorista. Recuerda a Raúl. Admite que no se portó bien con él. Raúl era muy bueno y la quería mucho. Ella también lo quiso mucho. Pero con él no hubiese tenido nunca todo lo que le dio su marido. Se pregunta qué habrá sido de su vida. Cuando lo dejó y abandonó el departamento que compartían, él se fue de la empresa. Ana Clara no preguntó. Nunca le interesó saber que fue de él.

“las niñas bonitas no pagan dinero...”


Arrecia el viento que viene del mar. Trae consigo un olor profundo de peces dormidos, de algas y caracolas. En las noches siempre refresca en la zona costera. Ana Clara se acerca al balcón y queda, por un momento, observando un barco iluminado que, a lo lejos, va perdiéndose en la oscuridad. Entonces saltó.

“La farolera tropezó y en la calle se cayó Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel”.
                       

Ada Vega,  año edición 2010. 

miércoles, 11 de enero de 2023

Volvió una noche

 




—Norita. 

—¡Negro! 

—No llores más. 

—Negro… 

—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar, ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar! 

—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme? 

—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí? 

—Te extraño. 

—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más? 

—Qué fácil lo ves vos. 

—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica. 

—No sé qué hacer. Estoy desorientada. 

—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda? 

—Pero ¿y vos? 

—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra. 

— ¿Te querés ir? 

—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y… 

—Y no tenés ropa. ¿Andás así por la calle? 

—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz. 

—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo. 

—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo. 

—¿Que me gusta a mí? 

—Si, esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa. 

—Ah, sí, la cumbia. 

—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida. 

—Sí, indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho… 

—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo. 

—A ver, a ver, esperá un poco, no sé si entiendo bien. ¿Vos me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un rayo? 

—No, tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde "vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja" y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra. 

—Entonces viniste por vos. 

—Vine por los dos. 

—¡Esto nadie me lo va a creer! 

—Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer, es solo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez! 

—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta, nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar ¡que te querés ir de una vez! 

—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que no tendrás problemas. 

—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza. 

—Trabaja, querida. Búscate un trabajo. 

—Pero vos nunca quisiste que trabajara. —Eso era antes, cuando yo estaba en casa. 

—Mirá que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente sos un ser supremo! 

—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá. 

—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes… —¡No te acerques!...no me puedes tocar. 

—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos el de ayer. 

—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas. 

—¿Nimiedades…? 

—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para qué insisto en explicarte. ¡Es tal la diferencia que existe entre los dos, que tú, pobre criatura humana, no puedes entender! 

—Che, Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí, este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de lositas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen, ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me salvara de tu mandato, ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Vos te podés imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escuchame, ¡no volvió Gardel! A confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos, ¡y volviste vos! Vos tenías que volver o volver. Y lo primero que me decís cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia es que me levante a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, decime Negro: me quedará tiempo para bañar al perro. Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con ojos de fuego" y te arrastre hacia "la fosa de los círculos concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan las alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul! 


Ada Vega, edición 2003

martes, 10 de enero de 2023

Los tigres del Uruguay

 



Al principio las Sirenas, consideradas en los tiempos sin huellas deidades de menor jerarquía, venían a descansar a la Bahía de Monte vide eu. Debido a desavenencias con Afrodita, un día abandonaron los mares de Grecia y en busca de una playa digna de sus divinidades encontraron esta ensenada en nuestras costas, y aquí comenzaron a reunirse. En aquel entonces las aguas de la bahía, verdes y cristalinas, llegaban mansas hasta las arenas tibias que recibían sedientas la penetración milenaria del mar sobre la tierra virgen.
Las hijas de Nereo llegaban desde las profundidades de todos los mares. Siguiéndolas, fascinados, los marinos de barcos perdidos de antiguas civilizaciones, naufragaban y se hundían entre traicioneros arrecifes y ocultos bancos de arena, en fallidos intentos por alcanzarlas.
Cuando Apolo, fatigado de andar la ruta de los dioses, se perdía en el horizonte, y la fría palidez de Artemisa resplandecía en el firmamento con toda su belleza, emergían de las aguas ceñidas las sienes con diademas de oro, collares de perlas y pulseras de coral. Extendían sobre la arena sus colas escamadas que brillaban a la luz de la diosa con reflejos encantados y peinaban sus cabellos con peines de nácar.
Aguardaban pacientes a que el astro lunar presidiera el cenit, y entonaban sus cantos terribles y hechiceros, que se expandían sobre los mares hasta los más lejanos confines.
Entonces la Bahía era un cálido remanso, junto a una selva virgen rematada en un cerro agreste y vigilante.
Las Sirenas llegaban al anochecer. Ocultos entre el follaje, los tigres las observaban. Sanguinarios y feroces félidos, de mirada aguda y afilados colmillos, permanecían expectantes con los ojos fijos y las narices vibrantes, subyugados ante la visión de aquellas ninfas marinas ante quienes perdían su fiereza, doblegados como gatos, prudentes y sometidos.
Noche a noche se acercaban los tigres a observar a las Sirenas.
Un día, el pie de la criatura humana holló la tierra intocada y con ciega persistencia comenzó a bajar hacia la bahía. Se estremeció la selva, Se inquietaron los tigres. El mar se oscureció. Y ante la presencia del Hombre, las diosas comprendieron que habían perdido su refugio marino.
De las noches paganas en la Bahía de Monte Vide Eu, aún persisten los restos de barcos hundidos y las sombras gimientes de aquellos marinos en la eterna búsqueda de sus sirenas. Y está escrito en el agua que una noche fatídica entonaron sus cantos de despedida, abandonaron la playa para siempre y se hundieron en las aguas del Río como mar rumbo a los grandes océanos. Y los tigres, las siguieron.
Ada Vega, edición 2000

Después

  









La tarde se escurría en la habitación. Los últimos rayos de sol se despedían furtivos, tras los vidrios de la ventana que daba al parque. Mis manos sobre la sábana, sostenían su mano tibia. Dormía en paz. Serena. Se estaba yendo en silencio, sin rencor ni sufrimiento. Una tarde, cuando supo de su enfermedad, me dijo: —No quiero sufrir, ayúdame cuando llegue el momento, no me dejes partir con sufrimiento. Su mano se enfriaba entre mis manos. De pronto abrió los ojos, sonrió apenas y me dijo sin voz: —Te amo. Después, cerró los ojos, su rostro se inundó de luz y se fue de este mundo brutal. Me abandonó. 

Me quedé allí, velando su último sueño. Se acercó la enfermera, le quitó la guía de su mano, retiró el suero y cubrió su rostro con la sábana. Pidió que me retirara, hacía tres días que no me apartaba de su lado, pero quise esperar al médico para que confirmara su deceso. Se llamaba Marianne y fue el candil que iluminó mi vida. El porqué de mi existencia y la madre de mis hijos. Con ella conocí el amor excelso, la pasión descontrolada. También la desesperación, la angustia, y el dolor más grande.

 Nos conocimos en Secundaria. En Preparatorio fuimos novios. Marianne era una chiquilina, inquieta, alegre, muy social. Yo, en cambio, había sido siempre introvertido, callado. Insociable. De todos modos mi amor por ella dio un vuelco a mi austeridad. A su lado mi carácter cambió. Fui más amigable. Más tolerante. Marianne aprendió conmigo el juego del amor, yo con ella: amar después de amar. En aquellos tiempos el país entraba en una encrucijada política. Se hablaba de subversión. Marianne y yo acompañábamos a nuestros compañeros del IAVA en marchas de protestas contra el gobierno.

 En varias oportunidades ayudamos a repartir volantes. Cuando se decretó en el país el golpe de Estado, comenzamos a ver en los diarios las fotos de compañeros buscados por subversivos. Compañeros con los que nunca más nos encontramos. Un día vinieron a mi casa y me llevaron a mí. Cuando me llevaban me dijeron que “a mi noviecita”, ya la habían llevado esa mañana. Hacía dos años que estábamos detenidos sin saber uno, qué había sido del otro, cuando fuimos deportados y enviados a Francia. Nos escoltaron hasta la misma puerta del avión que nos llevó directamente a París, donde vivía una tía, hermana de su madre, con su esposo y sus hijos. 

Cuando desembarcamos en el aeropuerto parisino, nos estaban esperando. Vivían en el Barrio Latino. Fuimos a su casa y allí estuvimos con ellos, hasta que conseguimos trabajo y nos mudamos a un apartamento amueblado con dos dormitorios, en el Barrio Universitario. En esos días salíamos a pasear y sacarnos fotos. Siempre llevo conmigo la primera foto que le saqué a Marianne en París. Sonríe feliz, abrazada a un farol, en el puente Alejandro, sobre el Sena. Nuestro apartamento estaba en el cuarto piso de un edificio de principios del siglo XX. Tenía dos balcones a la calle, uno en el comedor de la entrada y otro en uno de los dormitorios. Habíamos dejado de estudiar, pero estábamos en París, teníamos trabajo y nos amábamos. Pese a que muchas noches nos despertaban las pesadillas, reviviendo los años de cárcel que habíamos sufrido, vivimos a pleno nuestro amor apostando al futuro. 

Me acerqué a la ventana. La noche se había apoderado del parque. Solo los focos de luz de las aceras, filtrándose entre las ramas de los árboles. Solos, por última vez, Marianne y yo en la habitación. Ya nunca más su risa, su cabeza en mi hombro, mi brazo rodeándola, atrayéndola junto a mí. Ya nunca más París y la callecita empedrada del barrio Universitario. Ya nunca más su alegría, su amor apasionado. Su rebeldía. Antes de cumplir el primer año en el departamento nació Adrián, dos años después llegó Alinee. Nos turnábamos para cuidarlos, llevarlos a la escuela y al club donde hacían deportes.

 La vida pasa sin que nos demos cuenta. Un día terminaron los estudios, comenzaron a trabajar, se enamoraron y primero uno y luego el otro, se fueron de casa. Un hombre joven, con un perro, atraviesa el parque. Se cruza con dos enamorados, que lo ignoran. El cielo oscuro y tenebroso deja entrever pocas estrellas, la luna en menguante, observa, disimula y se oculta. Una brisa suave mece las ramas de las araucarias. Fue en esos días, que Marianne habló de visitar un doctor. Que no se sentía bien, dijo. 

El doctor le ordenó realizarse varios exámenes. No fueron buenas noticias. Y comenzó un tratamiento largo y penoso. Su médico organizó un simposio. Consultamos medicinas de alternativa. Rezamos. Ya vino el doctor a firmar el deceso de Marianne. Vienen de la empresa a retirar el cuerpo. No puedo ir con ella. Mañana de mañana, dijeron. Un día en París me dijo que quería volver a Montevideo. Alquilé un departamento frente al Parque Batlle. Era primavera y todos los días bajábamos juntos a recorrer sus senderos arbolados. Un día no pudo bajar. El doctor habló de internarla.

 Ella le dijo que no quería internarse, que quería quedarse aquí, conmigo. Él estuvo de acuerdo y recomendó una enfermera bajo sus órdenes, que se instaló en el departamento y fue de gran ayuda para ella e importante soporte para mí. Después, fue la palidez de Marianne, su lucha por vivir y mi desesperación. Su derrumbe y mi miedo. Su entrega final tras su resignación, y mi impotencia. Y mi llanto escondido. Y mis ruegos a un dios a quien nunca le había pedido nada y que no me escuchaba. Y mis gritos y mi llanto apretados en el pecho. Y los por qué, por qué a nosotros, por qué a ella, por qué no a mí, que nunca fui un hombre bueno. Por qué a ella que siempre fue dulce, buena madre, buena esposa. Por qué me la arrebataba si yo la tenía solo a ella, que era mi vida. Por qué, por qué. Después… Ya no hubo otro después. 

Ada Vega - edición 2018

domingo, 8 de enero de 2023

Agustina , esposa de Dios

    




Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904, cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios, y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre; con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo; cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.

 La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida; que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original. Injusta herencia de nuestros primeros padres. También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz, para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es esta que vivimos, sino la que nos espera después de la muerte. 

Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando con un cilicio, su tierno cuerpo de niña, para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas, ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra. Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste, con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo, del cielo y de la tierra, que la abuela pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en esta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor. 

Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano, porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela. Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé. 

La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida, no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija. 

Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.

 La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo. El hombre seguía mirándola sin hablar. 

Ella esperaba un estallido y al no suceder nada se asustó y se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y si es real su vocación, déjala que se vaya. Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marid, tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado, prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento. 

Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable, pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa. En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012, en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más. De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes. 

El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras, por riqueza y por poder, al hambre de los pueblos más pobres del planeta, a las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño, cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio.

 También había, en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz. De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña. 

Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados, abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias. 

Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad. ¿Y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...? Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta, rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos. 

Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Solamente la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días, estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia, había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños. 

Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. El día que Agustina llegó a su casa, el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza. 

Le rogó que aceptara su ofrecimiento, pues estaba seguro de que era perfecta para ese trabajo. Agustina supuso que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa. No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios. 

Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta. 

El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano. 

Agustina se quedó veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables. Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas, a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años. Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.

Ada Vega - año edición, 2012