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sábado, 18 de febrero de 2017

La glorieta de los Magri Piñeyrúa





    

La noche es fría y lluviosa. Bajo el ulular de la sirena, la ambulancia devora calles solitarias. Sentada junto a mi compañero, que maneja atento al tránsito, leo la ficha que me acaban de alcanzar. Miro el nombre del paciente y recuerdo.  

Fue un diciembre, unos días antes de Navidad, cuando la familia Magri Piñeyrúa se mudó a una casa de dos plantas rodeada de un bonito jardín. Jugaba con mis amigas, en la vereda, cuando vimos llegar aquellos enormes camiones y bajar bultos, baúles y muebles. Le dimos la importancia del momento y seguimos jugando. Los camiones se fueron y quedaron un par de hombres para ayudar a ordenar la casa. La tarde se cerraba cuando comenzaron a armar algo en el jardín que llamó mi atención y comencé a caminar hacia la casa para ver mejor. Me detuve al llegar a la verja de hierro, de varillas altas y finas, de la que quedé aferrada con mis dos manos extasiada ante aquella casita que armaban los obreros.
Era blanca, de forma hexagonal. Las paredes caladas formaban arabescos y flores. Tenía la abertura del marco de una puerta y el techo repujado en cuyo centro, como una banderita al viento, un gallito blanco giraba sin cesar. Los hombres terminaron de armarla, le colocaron dentro una mesita y cuatro silloncitos también blancos y se fueron a seguir con la mudanza. Deslumbrada, me quedé mirando la casita. Nunca había visto nada tan lindo. Sólo volví a la realidad cuando mi hermano me puso una mano en el hombro y me dijo:

-—Anita, ¿qué estás haciendo, qué mirás?

—La casita —le dije, ¡mirá la casita que trajeron!

—Vamos para casa Anita, eso no es una casita. Eso se llama glorieta.

—¿Glorieta? ¿ y vos como sabés?

—Porque en el Prado mucha gente tiene una en el jardín. ¿Viste esos botijas rubios que viven frente a la casa de la abuela? Bueno, ellos tienen una en el jardín del fondo, las paredes forman cuadraditos y está pintada de gris.

—¿Y vos como sabés lo que hay en el fondo de esa casa?

—Bueno, bueno, menos pregunta Dios y a veces nos perdona.

— ¿A veces? ¿ no nos perdona siempre?

Mi hermano no me contestó y nos fuimos de la mano para casa.

La familia de los Magri Piñeyrúa estaba formada por el matrimonio y dos hijos. El señor Magri era un ingeniero que había venido a trabajar en ANCAP contratado y el Ente le cedió la casa de la esquina para que viviese allí, con su familia, mientras durara el contrato. Era un hombre alto, medio calvo, fumaba en pipa y andaba siempre de traje y corbata. Su esposa era delgada y rubia, usaba el cabello recogido y vestía faldas y preciosas blusas de manga larga. Pasaba el día tejiendo como Penélope, aunque creo que no deshacía de noche lo que adelantaba de día. Usaba sobre la falda un delantal con un bolsillo muy grande donde, si en alguna oportunidad tenía que usar las manos, guardaba agujas, lana y tejido. El matrimonio tenía dos hijos. Marcia, una niña mayor que yo, rubia, de rulos largos, que lucía hermosos vestidos con volados y cintas. Era bonita y dulce. Y Martín, menor que la hermana, pero mayor que yo. Era un pelirrojo flaco y pecoso, que usaba unos pantalones ni cortos ni largos, digamos que a media asta, y chupaba siempre unos enormes chupetines de color rojo, azul y verde. Usaba lentes, tenía un ojo torcido y, cada vez que nos miraba a mí y a mis amigas, nos sacaba la lengua en tres colores. En la casa vivían también una señora que gobernaba y hacía de niñera y una morena gorda y sonriente vestida de negro con cuello blanco, que cocinaba.
No pegaban en el barrio.
Para mí, que había nacido y vivía en La Teja donde más o menos éramos todos económicamente iguales, esa familia me desequilibró. Estaba llena de preguntas.

-Mamá ¿por qué los Magri Piñeyrúa tienen dos apellidos?

-Vos también tenés dos apellidos, el de papá que es el que usamos y el mío que no usamos.

-Pero mami ¿por qué no lo usamos?seríamos Fulanez Fulanoz.

-No lo usamos porque no es necesario. A nosotros con un solo apellido nos alcanza.

-¿Y a ellos?

-A ellos no les alcanza.

-Mami, ¿por qué teje y teje, la señora de los Magri Piñeyrúa?

-Porque no tiene nada que hacer.

-¿Y usted por qué no teje como ella?

Mi mamá no me contestó, pero parece que le causó mucha gracia lo que dije, pues suspendió un momento su trabajo en la máquina de coser, para reírse.

-Andá a jugar – me dijo entre risas.

Me llevó mucho tiempo entender por qué los Magri Piñeyrúa necesitaban una persona para limpiar y ordenar la casa, más una niñera y una cocinera, más un jardinero y una señora que iba dos veces por semana a lavar y planchar la ropa. Mi mamá regentaba la casa, a nosotros, lavaba, planchaba y cocinaba. Sabía podar las rosas, en el fondo de casa tenía plantado perejil, lechugas y cebollines y matizaba sus ratos de ocio cosiendo para todo el barrio en su vieja máquina a pedal.

Los Magri Piñeyrúa se quedaron en el barrio unos seis años. Lo recuerdo porque cuando fueron a vivir yo no había empezado la escuela y cuando se fueron entraba al liceo. Ya para entonces me había dejado de interesar la glorieta que seguía blanca y cuidada como el primer día, sólo que al final se había cubierto de una enredadera de campanillas azules.

Cuando se fueron del barrio los hermanos todavía estudiaban. Andaban siempre cargados de libros. Martín ya no nos sacaba la lengua tricolor pero se había convertido en un joven arrogante que nos ignoraba por completo. Usaba unos gruesos anteojos y seguía con su ojo torcido. A Marcia la recuerdo con cariño. Nunca hablé con ella pero me sonreía y me saludaba.

Una vez, que como siempre, yo esta aferrada a la reja de su casa mirando su jardín, ella, que tomaba el té con su mamá y su hermano, se acercó a mí y me ofreció una masita. Yo no la quise y le dije que no con la cabeza. Lo que yo miraba era la glorieta. La chica, al verme observándolos, habrá pensado que yo deseaba su comida. No, a mí no me interesaban ni su comida ni ellos.

¡Yo sólo soñaba con entrar a la glorieta y sentarme a jugar...!

No se cumplió mi sueño. Nunca me invitaron los Magri Piñeyrúa a entrar a su casa ni a su jardín. Y un día, así como vinieron, se fueron de mi barrio y se llevaron la glorieta. A esa casa vino a vivir un matrimonio con muchos hijos y varios perros. Nos hicimos todos amigos, niños y perros y me olvidé de los Magri Piñeyrúa...hasta hoy...

-Doctora, doctora, llegamos.

-¿Eh?...ah, sí, ¡vamos Néstor, vamos!

Hermoso barrio. Hermosa casa.

Entramos. Al cabo de un rato el paciente ha reaccionado. Se encuentra estable, con el medicamento suministrado pasará la noche sin complicación. Mañana deberá ver a su médico tratante. El enfermo abre los ojos lentamente. Me observa con su ojo torcido. Sonríe y me ofrece su mano agradeciéndome. Yo la estrecho con firmeza y, refrenando el impulso de sacarle la lengua, acepto su agradecimiento.

Nos volvemos a la ambulancia. Llueve la nostalgia sobre la ciudad.

Ada Vega, 2004 - http://adavega1936.blogspot.com.uy/

jueves, 16 de febrero de 2017

Dale que va





       Cuando sonó el despertador hacía rato que Antonio estaba despierto. Corrían los años noventa y la preocupación de perder el empleo, que se cernía sobre los trabajadores, había logrado que  perdiera el sueño y pasara las noches en vela.
       María, a su lado, aún dormía. Se levantó tratando de no  despertarla. Un frío intenso acosaba. Ante los primeros intentos del sol la noche se resistía. Puso a hervir el agua para el mate y  se  sentó junto a la mesa con los ojos fijos en la llama celeste del gas  que lamía los costados de la caldera.
        Hacía un par de días que el jefe de su sección  les había comunicado, a  él y a varios compañeros, que dejarían de hacer horas extras. Las extras,  para Antonio eran esenciales, significaban otro sueldo que así, sin más ni más, le quitaban de un día para el otro. Este recorte en su salario se venía a sumar a la controvertida  Ley de Puertos que, un tiempo atrás, lo dejara sin un ascenso importante en su carrera. Ahora, ante el cierre sistemático de las secciones de operativa portuaria que, una a una, iban dando paso a  la temida privatización con su consabida pérdida de puestos de trabajo, la preocupación pasaba a ser un problema grave. Antonio, con más de cincuenta años de edad sabía con certeza que si perdía su empleo, no conseguiría otro.
       Dejó el mate, se afeitó y terminó de vestirse. Cruzó la bufanda bajo la campera y subió el cierre. Apagó la luz, cerró con dos vueltas de llave y salió. Comenzaba a amanecer. Un viento helado soplaba desde el río.  Mientras la Villa del Cerro dormía bajo el faro vigilante de la Fortaleza, caminó por Grecia hacia la salida del 125 frente a la playa. Tomó asiento junto a la ventanilla aferrado  a sus pensamientos. Llegaron el chofer y el guarda a ocupar sus puestos. El ómnibus se puso en movimiento.

 Un hombre viejo pidió permiso y se sentó a su lado.
—Buen día, saludó. Antonio lo miró con fastidio. Interrumpía su intimidad.
La cabeza blanca enfundada en un gorro de lana. Dibujado en la cara un mapa de arrugas. De cuerpo enjuto. Se restregaba las manos para calentarlas.
—Buen día, masculló. Subió el cuello de la campera y se  arrellanó en el asiento, pegado  a la ventanilla.
 —Cuando levante la helada va  hacer más frío, pienso. Antonio no se dignó contestar. El viejo siguió hablando. Antonio no quería escuchar, ni hablar con nadie. Necesitaba sufrir, torturarse, enojarse con todo el mundo porque tenía problemas económicos. Intentó no oírlo volviendo a su problema: (los portuarios estamos liquidados, hasta que no nos refundan no van a parar…)
—... y nos vinimos del norte con los gurises chicos pa´ver si en la capital repuntábamos un poco. Los del interior  del país venimos todos con la misma ilusión, sabe. En la campaña cada día hay menos trabajo. Acá es más fácil. Siempre alguna changa sale. Aunque sea pa´la comida ¿no?...yo me vine hace muchos años. Con la patrona, me vine. Con la patrona y los gurises. Trabajé en el frigorífico. En el Nacional. Más de veinte años trabajé. Sí, más de veinte años. Nos habíamos comprado una casita con un campito atrás del Cerro y lo trabajábamos lindo no más. Pero la capital nos empezó a cobrar. ¡Demasiado se sabe que nada viene de regalo! Fue cuando se nos murió el más chico. Andaba gateando y se nos cayó en un pozo que estábamos haciendo para el agua. Una infamia, mire. Sí, una infamia (y Antonio, vencido, se puso a escuchar),  al final  criamos tres, dos machitos y una niña. La mujercita en cuanto cumplió quince años entró en amores con un mocito  que yo le dije a mi patrona que no me gustaba. Usaba el sombrero requintado, golilla blanca, siempre fumando andaba. De mirada huidiza el mozo. No me gustaba no. Un día la gurisa se fue con él. Después supimos, se dio a la mala vida. Nunca dejó de venir a vernos, pero del todo no volvió más. Hizo plata. Sí. Mucha plata. Se compró una casa por el Hipódromo con un terreno grande. Yo vivo allá, sabe. Lo tengo plantado, buena tierra, lo que usted plante viene,  fíjese. Buena tierra. Tuvo un hijo, se lo criamos con la patrona hasta que terminó la escuela. Después ella lo puso en los Talleres Don Bosco  para que aprendiera un oficio. Salió como a los dieciocho años, con oficio y con trabajo. Buenísimo el gurí. De ley. ¡Sí señor! Lindo muchacho, alto y fuerte. Toca la guitarra, sabe. ¡Si lo viera...! Vive conmigo, es lo que me queda. Gana buena plata, muy trabajador, en eso de la electrónica, sabe, en eso trabaja.  La madre murió, se agarró una peste y se fue en menos de un mes. Él casi no la conoció, mire usted. Tengo un hijo que se fue para la Argentina hace años. Cuando la dictadura, sabe. No supimos más de él. Pero no se fue por la política, no, era demasiado vago para que le interesara la política. Él se desapareció solito, no más. Se fue de mochilero con otros dos. Cosa de muchachos. 
      El tercero sí, una desgracia, las malas juntas,  terminó en la cárcel;  vendimos la casita y el campito del Cerro para pagar un abogado. Al poco tiempo en un ajuste de cuentas, lo mataron. Sí, así fue. No tuvimos suerte con los gurises. Mi patrona decía que la capital nos había castigado por dejar el campo solo. Pobrecita. Ella también me dejó hace dos años. Las vueltas de la vida, ¿no?  mire usted. Ahora vengo del Cerro. Fui a visitar a un hermano. Fui ayer, querían que me quedara, pero ya me voy para casa. Le prometí al nieto que llegaba temprano. Siempre almorzamos juntos. Me espera con el amargo. ¡Abuelo!, me dice cuando me abraza. Es muy pegado conmigo. Se me tenía que dar una buena ¿no le parece?... ¡mi nieto, carajo! Es lo que me queda.
   Entrecerró los ojos para mirar hacia fuera, por la Estación Central se puso de pie. Me bajo en ésta, dijo. Se quitó la gorra, le tendió una mano. —Adiós, que le vaya bien. Antonio también se puso de pie, estrechó con fuerza, con sus dos manos de hombre joven, fuerte, vital, la callosa mano de aquel viejo desconocido que en menos de una hora le contara su vida.
 —¡Suerte, don!
—Gracias, m´hijo.
—¡Y gracias! —le gritó Antonio, y el viejo quedó mirándolo desde la vereda...
Se bajó del 125 en el Neptuno, cruzó el empedrado de la rambla y entró al Puerto por Yacaré. Se dirigió a su puesto de trabajo por la senda. Se puso a silbar.
—¿Te sacaste el Cinco de Oro, flaco?
—Casi... (Al lado de este viejo yo soy Gardel).  ¡Dale, que va...!
Ada Vega,1997 

lunes, 13 de febrero de 2017

Las sandalias rojas de Simone



     Cuando era niña me gustaba vestirme con la ropa de  mamá. Principalmente calzarme los zapatos de tacos altos. Pero mamá, que llevaba luto por mi padre, no me dejaba poner sus vestidos pues toda su ropa era negra y no quería verme vestida de ese color. Recuerdo que  para salir usaba un sombrero con caída de gasa hacia la espalda y un velo que le cubría la cara. Al año y medio de su luto cerrado le quitó la caída, después el velo y luego dejó de usar sombrero. Eran los años de la segunda Guerra Mundial y las mujeres se había liberado de algunas prácticas  tradicionales.
 Un verano mi hermana, que ya estaba casada, le trajo de regalo un corte de tela blanca para que empezara su medio luto. Y mamá se hizo una blusa tipo camisa con la manga al codo para usar en casa pues, según dijo, no iba a salir a la calle vestida con tanto blanco.  Olvidada de los colores en su ropa no pudo aunque lo intentó, abandonar del todo su vestimenta negra que siguió usando hasta el final de sus días.
Más de una vez me he detenido a pensar por qué mi madre me dejaba usar sus zapatos que no sólo me quedaban grandes, sino que podía en cualquier momento quebrarles un taco. Recién lo supe, muchos años después, cuando vi a mi hija recorrer la casa arrastrando mis vestidos y subida en mis propios zapatos de tacos altos.
Los zapatos de mamá eran cerrados, de punta fina y tenían una pequeña plataforma. A mí me encantaban. Caminaba haciendo sonar los tacos sobre las baldosas de toda la casa. Como no me permitía usar su ropa, ante mi insistencia,  en una oportunidad me hizo con una cortina floreada una falda que me llegaba al suelo y de un mantel que ya no usábamos, cortó un triángulo  de donde salió un chal con flecos y todo. Nunca volví a sentirme tan elegante y orgullosa de mi prestancia como en aquellos días.
Mamá era la modista del barrio, pero con eso de que una clienta trae otra, una vecina le dio la dirección de una señora que vivía en el Centro para que fuese a su casa a confeccionarle la ropa.  De modo que comenzó a ir una vez por semana  a la casa de una familia de apellido Barragué. Esa señora fue quien la recomendó a Simone, una francesa que vivía en un apartamento del décimo piso de un edificio de la Ciudad Vieja. 
Un día mi madre me contó que desde los balcones  de aquel departamento los automóviles se veían  así de chiquitos, también se veía el Cerro de Montevideo, en cada piso vivía una familia y había que subir por un ascensor.
Nosotros vivíamos en La Teja y el edificio más alto que yo llevaba visto en mi corta existencia, era una casa con altillo.
Por aquellos años las casas de mi barrio eran todas bajas, con jardín al frente, y fondo con gallinero y parral. Así que un día, con la lógica curiosidad de saber cómo vivían diez  familias una  encima de otra, salí de mi casa de la mano de mi madre hacia el apartamento de la francesa.
No bien llegamos al edificio mi madre se dirigió hacia una puerta, la abrió y entramos las dos a una pieza chiquita y cuadrada como una caja, donde apenas cabíamos las dos.
 —Este es el ascensor —dijo.
Mientras subíamos en el ruidoso artefacto creí que el corazón se me saldría por la boca. De repente se trancaba y parecía que se iba a quedar, pero daba  un respingo y seguía como haciendo un esfuerzo. No me gustó.
Cuando llamamos en el departamento nos abrió la puerta una mujer todavía joven que  vestía un quimono y llevaba el cabello oscuro partido al medio, recogido en rodetes uno a cada lado de la cabeza.  De baja estatura, regular belleza y piel muy blanca.
El apartamento estaba abarrotado de alfombras, cortinados, muebles y  adornos; se oía  una música que saldría de alguna parte  y mientras un perfume dulzón  me impregnaba la nariz, pasamos a su dormitorio.
En el medio de la habitación atestada de mesitas cargadas de bibelots,  portarretratos,  y almohadones diseminados sobre las alfombras, había una cama de reina. Enorme. Con acolchado capitoneado y almohadones de pluma, todo  en raso blanco. La francesa abrió el ropero —un ropero con seis puertas de espejos biselados—  y comenzó a sacar vestidos que fue dejando sobre la cama.
 A un costado de la habitación, recostado a la pared, había un aparato parecido a una radio gigante. Emitía sonidos extraños y en una pantalla como de cine,  en blanco y negro, se podía ver un tremendo rayerío. Después supe que era una televisión. Pero tendrían que pasar muchos años para que dicho aparato se hiciera conocido en Uruguay  y, mediante antenas, pudiésemos ver algo en él. De manera que me acerqué al balcón para ver si los automóviles, desde aquella altura, se veían chiquitos así. Entonces la francesa, para probarse los vestidos, se quitó el quimono quedando completamente desnuda.
Yo no podía creer lo que estaba viendo. Miré a mi madre para ver si se escandalizaba, pero le oí preguntar, sin inmutarse, si los botones los quería al tono o los prefería dorados. Mi madre era una mujer muy ubicada y prudente. Yo tendría que haber aprendido de ella.
Me senté en la cama de reina entre los vestidos y los almohadones de raso mientras Simone, seis veces repetida en los espejos, permanecía de pie “desnuda como el tallo de una rosa”. Fue entonces que mis ojos se detuvieron en sus pies, y no tuve ojos para nada más. Ya no me importaron los autos que se veían chiquitos así, el haber visto un aparato de televisión mucho antes del 50, ni la blanca desnudez por seis de la francesa; sólo tuve ojos para aquellas sandalias rojas que calzaban los pequeños pies de Simone, que realmente me habían deslumbrado.
Eran unas sandalias de tiras cruzadas, de tacos altísimos y de un color rojo, tan rojo y tan hermoso,  que me dejaron sin respiración. Me moría por ponérmelas. Mientras tanto Simone,  para estar más cómoda, se la quitó y las dejó a mis pies. Yo las quería tocar y no sabía cómo hacer. Ensimismada en ellas creo que comencé a descalzarme, entonces mi madre (ojos largos) que adivinó mis intenciones,  me tomó de una mano y me dijo:
 —Vení, sentate acá. —y me sentó a su lado en un sofá.
Esa tarde la francesa apartó un par de vestidos  que —según dijo— no usaba y se los dio a  mamá para que aprovechara la tela y me hiciera algo a mí. Mi madre se lo agradeció, pero yo me fui muy enojada porque en lugar de regalarme dos vestidos  pudo haberme regalado las sandalias, con las que soñé mientras fui niña. Recuerdo que solía decirle a mi madre que cuando fuese grande y trabajara me compraría unas sandalias rojas como aquellas.
No sucedió así. En los años que siguieron  y mientras fui estudiante no tuve oportunidad de usar sandalias y luego, cuando comencé a trabajar y pude al fin comprarlas, tal vez no estarían de moda o quizá habré tenido otras prioridades. Y a pesar de que las sandalias rojas tuvieron en mi corazón un privilegiado lugar, nunca llegué a tenerlas en mis pies.
Sin embargo la vida que nunca termina de sorprenderme, me ha demostrado hoy que la moda —al igual que la historia— siempre se repite.
He visto las sandalias rojas de Simone rematando las piernas de una joven modelo en una iluminada propaganda callejera. Y he sonreído al recordar aquel departamento de la Ciudad Vieja. En mi larga existencia he visto automóviles desde edificios mucho más altos que aquel que un día asombrara mi infancia. Las mujeres desnudas aparece en la pantalla de mi televisor —que veo y oigo con nitidez— como el pan nuestro de cada día. Los niños saben como vienen al mundo pues ven los nacimientos  desde las mágicas pantallas, igual que los adolescentes que mientras meriendan o cenan aprenden a hacer el amor antes de terminar la primaria.
Todo en estos tiempos gira y pasa vertiginosamente y mientras superando el Internet las armas nucleares amenazan con el exterminio total, descubrimos que ante el advenimiento del clon ya no necesitamos al Creador.
Sin embargo las niñas aún conservan su encantadora ternura y siguen soñando mientras juegan, disfrazándose con los vestidos de sus madres y taconeando sus zapatos de tacos  altos, porque antes de que este mundo de hombres que habitamos, pierda del todo la cordura, la llama de la esperanza no debe apagarse. Y alguien tiene que llevar la antorcha.

Ada Vega, 2001 -  http://adavega1936.blogspot.com.uy/