A veces el pasado viene a mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de pronto una palabra, un nombre: Celina, y el recuerdo de una historia de amor que se resistió a morir pese a la separación y al intento de olvido.—¿Te acuerdas de Celina? —me preguntó, una tarde, mi prima Aurora.
—Celina, —dije yo—, ¡cómo no voy a acordarme! La conocí por los años cincuenta en la recién inaugurada biblioteca Artigas-Washington. Nos hicimos amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y retirar libros. Llegábamos sobre la una de la tarde y salíamos juntas por 18 de Julio. Yo, hasta Río Negro, donde estaba La Madrileña. Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere. Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los sueños. A fines de ese año decidimos hacernos socias de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que estaba donde hoy se encuentra el Juventus, en Colonia y Río Negro. Yo para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo.
Celina era de mediana estatura y físico bien proporcionado. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros. Hablaba poco, lento, jamás levantaba la voz, sin embargo, sonreía con facilidad. Cuando se reía con ganas, los ojos se le llenaban de lágrimas. Algunas tardes, a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba en la cuadra de La Madrileña y veíamos películas americanas de amor, o nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza.
Recuerdo que soñaba con viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales, cuando estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas. Éramos muy distintas, ella era muy frágil, muy vulnerable, demasiado confiada. Desconocía la maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que si era leal con los amigos, los amigos serían leales con ella. Cuando la escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces:
—¿De qué mundo venís, Celina?, porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza, decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero siempre fui muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que tal vez no conociera nunca. En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy apuesto, que trabajaba en La Platense. Así que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta, La Madrileña clausuró la gran empresa de seis pisos, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda de confecciones incrustada a los fondos del edificio. Entonces cambié de trabajo y no la volví a ver.
Un día me llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho de La Platense que, dicho sea de paso, cerró mucho antes que cerrara La Madrileña. Celina seguía trabajando en Caubarrere, que fue uno de los últimos grandes comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día, obligados a cerrar sus puertas al público. Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los Vascos. ¡Dios! ¡Estaba tan linda! Traté de saludarla allí, pues, no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo llorar de emoción.
— Que seas muy feliz Celina —le dije.
—Nos tenemos que ver — me contestó— ¡tengo cosas que contarte!
Lo felicité a él (¡era un actor de cine!) una mezcla de Leonardo DiCaprio y Richard Gere. Hacían una pareja de novela. Volví a mi casa suponiendo que la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté. Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron como una ráfaga.
Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba saludos.
—¿A mí? —le dije.
—Sí, de parte de Celina Vásquez Ochoa, dice que vengas a verla, que le encantaría hablar contigo.
—¡Celina! —exclamé—, cuéntame de ella, ¿Cómo está?
—Bien, muy bien. Me dijo que tiene dos hijos casados. Acá vive sola. Dos días después fui a verla. Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y volvió a abrazarme como me abrazó en el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no acostumbramos a hacer:
—¿Fuiste feliz estos años? Me quedé pensando.
—He tenido buenos momentos —le contesté. Tengo tres hijos y seis nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino. ¿Y tú?
—Yo, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas para otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta que se cansó de la situación, se enojó y se fue. Nunca nos divorciamos. Él venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para quedarse.
Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía cura. Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, aprendí a inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo abandonó.
—¿Nunca lo perdonaste?
—Sí, el día que murió.
—¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste?
—No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo. Simplemente, no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su traición. No pude.
—¿No me decís que siempre lo amaste?
—Porque lo amaba, no pude perdonarlo. Si no lo hubiese amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda, lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme en un sillón frente a la ventana y dejarme morir.
Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la joven que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve. A partir de esa tarde, nos comunicábamos por teléfono y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar.
Una noche me llamó para pedirme que fuera a verla, pues tenía una novedad para contarme. Fui a la tarde siguiente.
Me dijo que había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el pasaje y la estadía en un hotel de un pueblo blanco, a orillas del Mar Egeo. Le comenté que pensaba preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de muchacha. Me contestó que antes no pudo realizarlo. Que el momento era ese, los hijos estaban bien, ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí estaba toda su familia. Hijos, nueras y nietos.
Hace cinco años, se fue por un mes. Me escribe cartas hermosas: que vive en una casa blanca junto al mar; que tiene dos olivos plantados a la entrada, que continuamente llegan cruceros con turistas, que es cierto que el mar siempre es azul... Que no sabe si volverá.
Ada Vega, edición 2006