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miércoles, 3 de julio de 2024

La mesa de roble

  


                                                                                       En la foto, "Lanzarote".                                                


Era una mesa de roble, oscura y tosca, con cuatro patas torneadas y un cajón para guardar los cubiertos, que el abuelo Jeremías, que era carpintero, le regalara a su nieta Carmela, cuando supo que luego de su boda con el Julián, se vendrían para América.

—Llévatela, le había dicho su abuelo, —que nunca te falte una mesa donde compartir el pan con tu familia.

De modo que la mesa de roble, fue lo único que junto con un baúl de ropa y algunos utensilios de cocina, trasladó la Carmela de su casa en Lanzarote, cuando junto a su esposo, llegó al puerto de Montevideo, aquella tarde de primavera de 1910.
En aquel entonces Uruguay gozaba de estabilidad económica, su población formada casi en su totalidad por inmigrantes, vivía en paz y de frente a un futuro prometedor. Por lo que Carmela y Julián no tuvieron dificultad para instalarse y comenzar a trabajar en la ciudad.

Al principio vivieron en una casa de inquilinato, que el gobierno, en aquellos años, ofrecía a los inmigrantes que llegaban al país en busca de trabajo, hasta que pudieran pagar un alquiler e independizarse.

Y allí, cerca del puerto, se instalaron previamente. Con la mesa del abuelo, como mueble principal, tendida siempre con uno de los manteles traídos de “la isla de los volcanes”, junto a las sábanas del ajuar de novia de Carmela.

Sentados a la mesa, la pareja tejía sueños y forjaba proyectos, mientras los años se sucedían, les iban naciendo los hijos y las sillas se multiplicaban en derredor.

Un día, Carmela y su familia se mudaron a una casa amplia y soleada, con jardín al frente y fondo arbolado. Para entonces tenían tres hijos. Marcos, Isabel y Melisa. Después llegaron Gustavo y Eloísa.

La mesa española seguía formando parte de la familia, absorbiendo todo lo que ocurría dentro de la casa. Compartiendo con ellos las fiestas de cumpleaños, la alegría de las bodas y la bendición de la llegada de los nietos

Pero el tiempo no da licencias, y al pasar arrastra, lleva, sepulta. De manera que la vieja mesa del abuelo Jeremías, que durante años se vio rodeada de sillas que la llenaron de amor y orgullo, soportó el dolor de ir perdiéndolas una a una, hasta quedar sola, envuelta en la penumbra de aquella casa que un día, desaparecidos sus habitantes, fue cerrada y abandonada.

Marcos, el mayor de los hermanos, se casó muy joven y se instaló con su familia en un balneario del Este.

Isabel, se enamoró de un chico peruano, compañero de la facultad, se casó y se fue a vivir a Perú.

Melisa, que era maestra, fue nombrada directora de una escuela rural en la frontera con Brasil, y no volvió.

Gustavo, curioso y andariego, anduvo visitando países de América para establecerse, al final, en Argentina.


Y Eloísa, la menor, se fue un invierno a conocer el verano de Lanzarote, se enamoró de un lugareño y se quedó a vivir en las islas.

Después, los años pasaron, Julián enfermó y fue el primero en dejar este mundo. Eloísa, en la Gran Canaria, falleció muy joven, dejando dos hijos, y al cabo, Carmela la siguió.

La casa permaneció cerrada mucho tiempo. Mientras tanto la mesa no podía soportar más la oscuridad y el abandono. Solo ansiaba el momento de reunirse con su familia española.

Un día vinieron los nietos, abrieron las puertas y las ventanas, vendieron la casa y mandaron todo el mobiliario a remate.

La mesa la compró una pareja joven de recién casados. La llevaron a un departamento céntrico donde estaba sola todo el día, pues los jóvenes se iban a la mañana y volvían a la noche. En tanto, conmovida, sentía palpitar a su alrededor, las vidas de su familia desaparecida. Los espíritus de los seres que amó la rodeaban. Se sentaban en las nuevas sillas a su entorno. Cuchicheaban entre ellos, y se reían como antes cuando era jóvenes indolentes.

Mientras, ella solo deseaba ser un espíritu más para reunirse con ellos. No aceptaba la nueva casa ni a la joven pareja. Toda esa energía negativa que emanaba de la mesa, comenzó a filtrarse a las habitaciones del departamento, creando un ambiente maligno.

Los esposos dejaron de comunicarse y las noches fueron perdiendo la pasión de los primeros días.

La joven señora fue la que primero advirtió que dentro de la casa existía algo perturbador; que un ambiente hostil se estaba instalando en el hogar. Lo presentía sin saber qué era en realidad.

Una noche en que no conseguía conciliar el sueño, le pareció oír rumores de voces y risas. Se levantó y comenzó a recorrer el apartamento. Las voces cesaron. Pensó que tal vez fuesen suposiciones suyas. Llegó al comedor, se detuvo al entrar, encendió la luz y dijo: Es la mesa.

Se acercó, apoyó las palmas de las manos sobre el viejo roble y le habló:

— ¿No nos quieres, verdad? No te apenes. Le encontraremos solución.

Al día siguiente le dijo a su esposo que quería deshacerse de la mesa, le explicó que era ella, la causante del momento difícil que la pareja estaba atravesando.

No se sabe si el joven entendió, si creyó o no, lo que su esposa le comentaba. Reconocía, sin embargo, que su matrimonio comenzaba a desmoronarse, y no tenía intenciones de perder a su esposa por culpa de una mesa hechizada. Por lo tanto, pensó volverla al remate de donde había venido, o regalársela a alguien que la necesitara. Pero la joven ya había decidido el destino de la mesa: la desarmarían y la quemarían como leña en la estufa del comedor. Y eso hicieron.



De modo, que la mesa tosca de roble, que el abuelo Jeremías le regalara a la Carmela para su boda allá en Lanzarote, una noche de invierno, convertida en humo, volvió feliz, a reencontrarse con su familia.


Ada Vega, edición 2017 -

Misivas de ida y vuelta








15 de junio de 1998 - Sra. de García:

Le ruego a Ud. Pase a la brevedad por la escuela donde concurre su hija Juanita, por asunto de su interés.
Atte. La maestra Irene.




16 de junio de 1998 - Señorita maestra Irene:

Yo no sé si usted se piensa que yo no tengo más nada que hacer que pasar por la escuela a la brevedad por asunto de mi interés. Los asuntos de mi interés están acá en mi casa no ahí en la escuela que para eso está usted. Que al final este año entre la Juanita y el Maxi ya me han traído como veinte cartitas pidiéndome que pase por la escuela y yo pierdo de trabajar para ir y resulta que es para oír sonceras y cosas que a mí ni me van ni me vienen y que no son de mi interés, como ser donar ropa para los pobres como si nosotros fuésemos ricos ¡vea usted! o cosas como organizar quermeses para ayudar a los niños carenciados. Mire maestra yo no sé muy bien qué son niños carenciados, lo que sí sé es que a los míos apenas puedo vestirlos y de comer mejor ni le cuento que las más de las veces para que ellos coman mi marido y yo pasamos a mate y mate, pues yo no sé si usted está enterada de que a mi marido que trabajó como veinte años en una empresa, hace un año lo mandaron al seguro de paro y cuando volvió lo echaron ¿Qué me cuenta? a él que nunca robó ni llegó tarde lo dejaron en la calle así como así y ahora mi marido con cuarenta y cinco años que tiene no hay diablo que le dé un trabajo que a gatas agarra alguna changa con el Ernesto que trabaja en la construcción y que hasta tengo miedo que él, que nunca se subió a una escalera, un día se caiga de algún andamio y me lo traigan lleno de quebraduras y hecho un inservible que para eso mejor sería Dios me perdone que se muriera porque yo no estoy le puedo garantir con tres limpiezas que tengo, la casa y los tres gurises como para andar lidiando con un lisiado por más que sea mi marido y el padre legítimo de mis hijos, porque para mí sería tremendo le juro tener que darle de comer en la boca a un hombre grande como mi marido que sano no hay comida que le venga bien de tan impertinente que ha sido siempre, así que enfermo figúrese usted, no ha de haber cristiano que lo aguante y menos yo. Por lo que no quiero ni pensar el tener que andar cinchando con él con mis cuarentaidos quilos que peso últimamente de tan flaca y anémica que estoy así que... espere... acá me "acota" mi hija la Juani que mi concurrencia a la escuela es para pedirme una colaboración para ayudar a los damnificados de las inundaciones. Dígame una cosa señorita maestra Irene ¿usted vio la cañadita esa que pasa por atrás de la escuela que empieza por la casa de doña Gertrudiz como una canaleta que hicieron los vecinos para que corriera el agua? Bueno, resulta que cuando llega por acá ya parece un arroyo y al pasar por mi casa va arrastrando latas, bolsas y todo tipo de mugre que tiran los vecinos y cada vez que llueve un poquito no más se desborda y mi casa se llena de agua, mugre y bichos muertos, a nosotros que somos inundados permanentes nadie nos ayudó nunca ni a nosotros ni a ninguno de la cuadra ¿y a usted le parece que yo puedo ayudar a los damnificados que se quedaron sin techo? vea señorita Irene , ellos se quedaron sin techo pero acá en el “cante ” la mayoría nace sin techo – mi hija me corrige – me dice que no se dice más “cante” que ahora se dice “asentamiento” como si cambiar el nombre a los rancheríos y a la miseria mejorara la situación. Y no crea maestra que no tengo sentimientos, a mí me duele el hambre y el frío de los que tienen menos que yo pero me siento impotente no puedo dar lo que no tengo, me supera. Le puedo asegurar maestra que hay días en que me siento muy cansada y no es de trabajar le aseguro sino de no percibir un futuro mejor por más que lo busco, entonces sabe, miro a mis hijos que están sanos que comen y van a la escuela y sigo tirando. Por todo esto que le digo y le cuento y que es la pura verdad le pido encarecidamente que la termine con las cartitas, que yo no pienso ir más a la escuela que de tanto ir parezco más alumna yo que mis hijos así que déjeme tranquila y pídale a los que tienen y no a nosotros que cada día tenemos menos, usted mejor dedíquese a enseñar que para eso está en la escuela de maestra que para andar pidiendo ya hay demasiada gente en la calle, porque últimamente se les ha hecho costumbre a los uruguayos vivir de la manga y le sacan a un santo para vestir a otro y así nos piden ropa, comida, muebles, chapas, sangre y como les parece poco ahora también nos piden los órganos vitales, ni muertos dejan de mangarnos. En fin espero que yo haya sido lo suficientemente explícita y que usted haya entendido por qué no voy a la escuela por asunto de mi interés, cuando tenga algo importante que comunicarme como ser que mis hijos estudian o no estudian o arman relajo en la escuela me lo hace saber de lo contrario no se moleste que yo no quiero saber qué les pasa a los demás que con lo que me pasa a mí es más que suficiente pues habrá visto que yo a duras penas voy llevando la economía de mi casa que es más que precaria.
Espero sea usted muy feliz y los maestros consigan algún aumentito pese a los apremios del Fondo Monetario Internacional, el quiebre de la Argentina, los problemas del Brasil y la aftosa.
Atte. La mamá de Juanita
P.D. Perdone si la misiva me salió un poco larga, lo que pasa es que no sé por qué, pero últimamente ando medio nerviosa.




Ada Vega, año edición 1998

lunes, 1 de julio de 2024

Volvió una noche





—Norita.
—¡Negro!
—No llores más.
—Negro…
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar, ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme?
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí?
—Te extraño.
—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más?
—Qué fácil lo ves tú.
—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica.
—No sé qué hacer. Estoy desorientada.
—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda?
—¿Pero, y vos?
—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra.
— ¿Te quieres ir?
—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y…
—Y no tenés ropa. ¿Andás así por la calle?
—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz.
—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo.
—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo.
—¿Que me gusta a mí?
—Sí esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa.
—Ah, sí, la cumbia.
—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida.
—Sí, indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho…
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo.
—A ver, a ver, espera un poco, no sé si entiendo bien. ¿Me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un rayo?
—No, tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde “vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja” y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra.
—Entonces viniste por vos.
—Vine por los dos.
—¡Esto nadie me lo va a creer!
—Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer, es solo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez!
—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta, nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar. ¡Que te quieres ir de una vez!
—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que no tendrás problemas.
—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza.
—Trabaja, querida. Búscate un trabajo.
—Pero vos nunca quisiste que trabajara.
—Eso era antes, cuando yo estaba en casa.
—Mirá que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente eres un ser supremo!
—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá.
—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes…
—¡No te acerques!… ¡no me podés tocar!
—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos el de ayer.
—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas.
—¿Nimiedades…?
—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para qué insisto en explicarte. ¡Es tal la diferencia que existe entre los dos, que tú, pobre criatura humana, no puedes entender!
—Che, Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí, este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de losas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen, ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me salvara de tu mandato, ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Te puedes imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escuchame ¡no volvió Gardel! A confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos, ¡y volviste vos! Vos tenías que volver o volver. Y lo primero que me decís cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia, es que me levante a limpiar: ¡Que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, dime Negro: ¿me quedará tiempo para bañar al perro? Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con ojos de fuego" y te arrastre hacia “ la fosa de los círculos concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas, y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan las alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul!

Ada Vega, edición 2003

A veces el pasado









A veces el pasado viene a mí y me sorprende. ¡Tantos años adormecidos en la memoria! Y de pronto una palabra, un nombre: Celina, y el recuerdo de una historia de amor que se resistió a morir pese a la separación y al intento de olvido.

—¿Te acuerdas de Celina? —me preguntó, una tarde, mi prima Aurora.

—Celina, —dije yo—, ¡cómo no voy a acordarme! La conocí por los años cincuenta en la recién inaugurada biblioteca Artigas-Washington. Nos hicimos amigas porque coincidíamos en los mismos días y en la misma hora de entregar y retirar libros. Llegábamos sobre la una de la tarde y salíamos juntas por 18 de Julio. Yo, hasta Río Negro, donde estaba La Madrileña. Ella caminaba tres cuadras más, hasta Convención, donde estaba Caubarrere. Durante esas cuadras, conversando de prisa, nos contábamos la vida y los sueños. A fines de ese año decidimos hacernos socias de la Asociación Cristiana de Jóvenes, que estaba donde hoy se encuentra el Juventus, en Colonia y Río Negro. Yo para aprender a nadar, ella para perfeccionar su estilo.

Celina era de mediana estatura y físico bien proporcionado. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros. Hablaba poco, lento, jamás levantaba la voz, sin embargo, sonreía con facilidad. Cuando se reía con ganas, los ojos se le llenaban de lágrimas. Algunas tardes, a la salida, entrábamos al cine Víctory, que estaba en la cuadra de La Madrileña y veíamos películas americanas de amor, o nos encontrábamos en el bar Dorsa y comíamos olímpicos con cerveza.

Recuerdo que soñaba con viajar a Grecia. Tal vez debido a nostalgias de los años liceales, cuando estudiábamos a los griegos y nos enamorábamos de su mar azul y de sus poetas. Éramos muy distintas, ella era muy frágil, muy vulnerable, demasiado confiada. Desconocía la maldad, la envidia. La traición. Para ella la vida era un vergel. Creía que si amaba al prójimo, el prójimo la amaría de la misma manera. Que si era leal con los amigos, los amigos serían leales con ella. Cuando la escuchaba decir estas cosas, me daba miedo. Miedo de que alguien le hiciera daño, por desprevenida. Le preguntaba entonces:

—¿De qué mundo venís, Celina?, porque, aparentemente, vivimos en distintas galaxias. Ella me decía que yo era prejuiciosa. Que debía confiar más en la gente. Quitarme la coraza, decía. A mí me hubiese gustado pensar como ella. Pero siempre fui muy realista. Siempre supe que la vida tiene otra faz que ella no conocía. Que tal vez no conociera nunca. En esos años Celina se enamoró de un muchacho, muy apuesto, que trabajaba en La Platense. Así que sin querer nos fuimos alejando. A mediados de los sesenta, La Madrileña clausuró la gran empresa de seis pisos, despidió al personal que sobraba y se redujo a una mínima tienda de confecciones incrustada a los fondos del edificio. Entonces cambié de trabajo y no la volví a ver.

Un día me llegó una invitación para su casamiento. Se casaba con el muchacho de La Platense que, dicho sea de paso, cerró mucho antes que cerrara La Madrileña. Celina seguía trabajando en Caubarrere, que fue uno de los últimos grandes comercios de 18 de Julio, que se vieron, un día, obligados a cerrar sus puertas al público. Fui a verla. Se casó en la iglesia de Los Vascos. ¡Dios! ¡Estaba tan linda! Traté de saludarla allí, pues, no pensaba ir la fiesta. Pero había tanta gente rodeándola que decidí dejar el saludo para otra ocasión. Entonces ella me vio, me llamó por mi nombre, me tendió los brazos y me abrazó tan fuerte que me hizo llorar de emoción.

— Que seas muy feliz Celina —le dije.

—Nos tenemos que ver — me contestó— ¡tengo cosas que contarte!

Lo felicité a él (¡era un actor de cine!) una mezcla de Leonardo DiCaprio y Richard Gere. Hacían una pareja de novela. Volví a mi casa suponiendo que la luna de miel sería en Atenas. No le pregunté. Y volvimos a dejar de vernos. Los años pasaron como una ráfaga.

Un día mi prima Aurora, que tiene mi mismo apellido, se mudó para un apartamento en Malvín. A los pocos días me llamó por teléfono para decirme que una vecina de su mismo piso, me mandaba saludos.

—¿A mí? —le dije.

—Sí, de parte de Celina Vásquez Ochoa, dice que vengas a verla, que le encantaría hablar contigo.

—¡Celina! —exclamé—, cuéntame de ella, ¿Cómo está?

—Bien, muy bien. Me dijo que tiene dos hijos casados. Acá vive sola. Dos días después fui a verla. Eran las cinco de la tarde de un abril tibio de otoño. Se sonrió al abrirme la puerta y volvió a abrazarme como me abrazó en el atrio de la iglesia, la noche que se casó. Conservaba la misma sonrisa de aquella muchacha de dieciocho años que conocí en la biblioteca. Me hizo una pregunta que nunca me habían hecho. Que no acostumbramos a hacer:

—¿Fuiste feliz estos años? Me quedé pensando.

—He tenido buenos momentos —le contesté. Tengo tres hijos y seis nietos. Me han pasado cosas, nada trágico. Con mi marido me llevo bien, hace más de cuarenta años que compartimos el pan y el vino. ¿Y tú?

—Yo, me dijo, yo me separé de mi marido. Le gustaban las mujeres. Todas las mujeres. No era vida la que llevábamos juntos. Un día tomé una decisión drástica. Decidí no hacer más el amor con él. Llevé mis cosas para otro dormitorio y por un tiempo vivimos como hermanos. Hasta que se cansó de la situación, se enojó y se fue. Nunca nos divorciamos. Él venía a ver a los hijos y siempre los mantuvo. Cuando se casaron yo me quedé sola y un día, treinta y cinco años después de habernos casado y treinta de habernos separado, volvió para quedarse.

Me dijo que estaba enfermo, me mostró la historia clínica y unas radiografías. Sufría una enfermedad grave que, por lo avanzada, no tenía cura. Entonces le arreglé el dormitorio que dejara uno de sus hijos. Y se quedó. Yo lo cuidé, como era mi obligación, hice todo lo que su médico ordenaba. En los últimos tiempos, aprendí a inyectarlo. Pasaba largas horas, acompañándolo, mientras él dormitaba. Cuando estaba despierto le contaba anécdotas de nuestros hijos y le mostraba fotos de los nietos. Hasta que una tarde, mirándome, se fue, su alma lo abandonó.

—¿Nunca lo perdonaste?

—Sí, el día que murió.

—¿No te arrepentiste nunca de lo que hiciste?

—No tengo de qué arrepentirme. No hice nada malo. Simplemente, no acepté compartirlo con otras mujeres. Siempre lo respeté. Él fue el único hombre de mi vida. Sin embargo, no pude perdonar su infidelidad. Su traición. No pude.

—¿No me decís que siempre lo amaste?

—Porque lo amaba, no pude perdonarlo. Si no lo hubiese amado no me hubiera importado su deslealtad. Cuando me pidió ayuda, lo ayudé de corazón. Lo cuidé durante un año, si hubiese tenido que cuidarlo diez años, lo hubiese hecho. Ahora ya nadie me necesita. Puedo sentarme en un sillón frente a la ventana y dejarme morir.

Hablé mucho con ella esa tarde. Me dejó preocupada esa última frase que dijo. Siempre pensé que era débil de carácter, que por eso iba a sufrir en la vida. De todos modos, la mujer que estaba frente a mí no era la joven que conocí hace muchos años, frágil, inocente. Esta era una mujer con una determinación y una voluntad de hierro, que yo nunca tuve. A partir de esa tarde, nos comunicábamos por teléfono y siempre que me daba el tiempo pasaba por su casa para conversar.

Una noche me llamó para pedirme que fuera a verla, pues tenía una novedad para contarme. Fui a la tarde siguiente.

Me dijo que había decidido hacer un viaje. Me voy a Grecia, agregó. Ya había reservado el pasaje y la estadía en un hotel de un pueblo blanco, a orillas del Mar Egeo. Le comenté que pensaba preguntarle sobre ese viaje, con el cual soñara de muchacha. Me contestó que antes no pudo realizarlo. Que el momento era ese, los 
Ada Vega, edición 2006
hijos estaban bien, ella se encontraba perfecta de salud y tenía muchas ganas de viajar. Unos días después la acompañé hasta el aeropuerto. Allí estaba toda su familia. Hijos, nueras y nietos.

Hace cinco años, se fue por un mes. Me escribe cartas hermosas: que vive en una casa blanca junto al mar; que tiene dos olivos plantados a la entrada, que continuamente llegan cruceros con turistas, que es cierto que el mar siempre es azul... Que no sabe si volverá.


Ada Vega, edición 2006

domingo, 30 de junio de 2024

Milico

 




Con Miguelito nos criamos juntos. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma calle. Tenía uno o dos años menos que yo. Era el más chico de cinco hermanos: cuatro varones y Juanita, mi amiga. Miguelito era mimoso y mal criado. Se pasaba fastidiando y no nos dejaba jugar tranquilas. Casi siempre teníamos que andar cuidándolo para que no se cayera y se lastimara. Los hermanos varones no querían jugar con él porque era muy chico y al final terminaba siempre jugando con nosotras.

El padre, que estaba empleado en el Frigorífico Artigas, se llevó a trabajar con él al mayor de los varones, antes de que el muchacho cumpliera los catorce años. Los otros dos hermanos, más o menos a la misma edad, entraron en la Fábrica de Vidrios. Pero a Miguelito no le gustaba trabajar, era medio vago, ningún trabajo le venía bien.

Un día el padre se lo llevó con él al frigorífico, como había hecho con el hermano mayor, para que fuera conociendo el trabajo. Se fueron los tres de madrugada. Cerca del mediodía lo trajeron blanco como un papel, con los ojos desorbitados, vomitando y medio muerto de susto. Le explicaron a la madre que cuando vio las reses colgadas, la sangre, las tripas, los hombres faenando con los enormes cuchillos: se desmayó. Sin duda el trabajo del frigorífico no era para Miguelito.

Le llevó un tiempo reponerse del susto. Lo perseguían los ojos de las vacas muertas y por las noches no podía dormir. Dejó de comer carne hasta que, pasado de arroz y verdura, volvió a los churrascos, al asado y a los chorizos. De todos modos tenía que trabajar en alguna parte. Estaba llegando a los diecisiete años y el padre no lo quería en la casa. Los hermanos lo llevaron a la fábrica donde ellos trabajaban.

No. Tampoco. Le dijo a los hermanos que se podía equivocar y en vez de soplar el vidrio para afuera hacerlo para adentro y formarse una botella en la barriga. En vano le explicaron que ese trabajo solo lo realizaba personal especializado, que él sería derivado a otra sección. No hubo caso. Plantado en una decidida negativa, les dijo que allí adentro hacía mucho calor, que se podía quemar con esos hornos tan grandes o cortar con tanto vidrio. Los hermanos se enojaron, le dijeron que era un maricón y que se buscara trabajo él solo, que era un vago y un inservible. Y Miguelito se volvió a su casa antes del mediodía, a tomar mate con pancongrasa.

El padre de Miguelito levantó presión. Hizo lo único que le quedaba por hacer. Para evitar que anduviera de vago por la calle y un día fuese a parar a la comisaría, lo llevó de entrada y lo metió de milico en la 19.

¡Milico! A los hermanos no les cayó muy bien eso de tener un hermano policía. Pero el padre, que era amigo del comisario, sabría lo que hacía. Se conocían de Treinta y Tres, de donde habían venido siendo muchachos, y le prometió cuidar a Miguelito que quedó para hacer mandados y alguna recorrida por nuestro barrio. Heredó el uniforme de un policía muerto, tres talles más grande que el suyo y una gorra que se le caía encima de los ojos, pero que él se acomodaba a un costado y se sentía un alférez de la Fuerza Aérea.

Le habían dado un pito de metal que se colgaba del cuello como un juez de fútbol, con el que corría a los gurises que jugaban a la pelota en la calle. Otras veces se lo ponía en el bolsillo y, con la gorra bajo el brazo, se entreveraba con ellos en algún picadito. Después se recomponía, tocaba el pito y se terminaba el partido. Hacía la recorrida por el barrio todas las tardes, pero no tenía una hora determinada, creo que el comisario lo mandaba a la hora exacta en que ya no lo soportaba más.

Y él venía al barrio contento, tomaba mate con los vecinos, lo convidaban con tortas fritas, y se quedaba en la esquina con los muchachos a fumar y hablar de fútbol. Jamás desenfundó el revólver ni permitió que se lo tocaran. “Con las armas no se juega, son cosa seria”, y aparte él “era la ley”. Protegido por el comisario, nunca actuó en un hecho de sangre o de riesgo. Miguelito jugaba a ser policía. Había dado con el trabajo justo para él. Se pasaba el día en la calle y aunque nunca fue corrupto, era un milico cegatón. Alguna cosilla no veía y alguna otra esquivaba. Cosas menores, sin importancia, una gallina que cambiaba de dueño, algún vidrio roto por una pelota. Pavadas. Miguelito era feliz. Y nosotros también. Era lindo verlo pasear por el barrio con su cachiporra en la mano, que solo usaba para enderezar su gorra cuando se le caía sobre un ojo.

Nadie sabe a ciencia cierta que andaba haciendo Miguelito por Belvedere la tarde del tiroteo. Unos malandras con prontuario groso habían copado una casa y, alertada la policía, los tenía cercados mientras se batían a tiros. Miguelito no estaba en el procedimiento. Pasaba por casualidad por la esquina, cuando uno de los copadores, agazapado en la azotea, vio el uniforme y le apuntó, dándole en la mitad del pecho. Miguelito murió sin saber por qué moría.

Toda La Teja lo lloró: Los muchachos callejeros, los chorritos, los canillas, los trabajadores y las vecinas. Y a pesar de los años que han pasado, guardo vivo el recuerdo de aquel Miguelito mimoso que teníamos que cuidar para que no se cayera y se lastimara, aquel Miguelito vestido de milico, comiendo una torta frita mientras hacía la ronda. Aquel Miguelito que una tarde en Belvedere: “Cayera abatido en un trágico episodio, cumpliendo con su deber de defender la Ley y el Orden...”

Ada Vega, 1996