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martes, 23 de abril de 2024

Amor virtual

   



Se llamaba Antón Sargyán. Era un armenio alto y moreno, que siendo un niño logró huir con sus padres del Imperio Otomano y llegar a Uruguay, después de peregrinar por el mundo, huyendo del genocidio armenio de 1923. En aquel tiempo, después de navegar más de cuarenta días en un barco de carga, la familia desembarcó en Montevideo y se alojó en una casa de inquilinato en la Ciudad Vieja para luego establecerse en el barrio del Buceo. Allí aprendió hablar en español, fue a una escuela del estado y en el liceo se enamoró de Alejandrina, una chica descendiente de turcos cuyos abuelos llegaron a Uruguay a fines del siglo XIX. Los chicos se conocieron, se enamoraron y vivieron un amor de juventud, sincero y pleno. Hasta que las familias de ambos se enteraron. A los dos les prohibieron ese amor, pero para Antón no existían prohibiciones posibles. El joven amaba a Alejandrina y estaba resuelto a continuar con ese amor pese a las prohibiciones de ambas familias. De modo que siguieron viéndose a escondidas hasta que los padres de Alejandrina decidieron irse del país. Fue entonces que Antón ideó un plan audaz para impedir esa mudanza.


La novela de los enamorados avanzaba con interés cuando un día Antón adquirió vida propia, no necesitó más de mí, se fue de mi imaginación y mientras yo escribía en la computadora, la historia de amor de Antón y Alejandrina comenzó a hablarme borrando mis frases e insertando las suyas: 

—Necesito hablar contigo. No quiero seguir siendo el personaje de esta historia. No estoy enamorado de Alejandrina. Es a ti a quién amo. Quiero ser parte de tu vida. Sé que puedo hacerte feliz. Sácame de la historia y llévame contigo. 

Al principio pensé que todo era una broma del equipo de Google. No obstante, envié mensajes explicando lo que sucedía, que nunca contestaron. La novela iba avanzando fluida, yo estaba entusiasmada en como se iban dando los hechos y no tenía intenciones de abandonarla. Antón por días no se comunicaba, entonces yo adelantaba la historia, pues creía que se había terminado la odisea, pero al rato volvía con sus frases de amor cada vez más audaces. Supuse que podría ser alguno de los web master de los sitios donde yo participaba, algún contacto de la página de Facebook, hasta que al final desistí de seguir averiguando porque supuse que opinarían que estaba volviéndome loca. 

Mientras tanto, Antón no cejaba en su intento de conmoverme, de llamar mi atención hacia su persona inexistente. Entonces decidí seguirle el juego. Le dije que estaba casada, que ya tenía un hombre a mi lado a quien amaba. Me contestó que a él no le importaba que estuviese casada. Que el mundo que me rodeaba no existía para él. No conocía este mundo ni quería conocerlo. Estaba apasionado conmigo —decía—, conocía mi alma y quería habitar en mí.

 Le contesté, siguiendo el juego, que no lo conocía, no sabía quién era, qué se proponía, ni qué era eso de habitar en mí. Me contestó que si lo liberaba y le permitía entrar en mi mente estaríamos unidos para siempre. Que no necesitaría más a mi esposo, ni a mis amigos, ni a nadie, pues él colmaría todos mis deseos más íntimos, todos mis deseos humanos. Todos mis deseos. Además, me dijo que yo lo conocía, que lo había creado paso a paso, no era entonces un desconocido. Soy el hombre que creaste. Un hombre. Llévame contigo —imploró— si no lo haces mátame en tu historia, de lo contrario mientras escribas estaré comunicándome. 

En ese momento decidí abandonar la novela. Dejarla con otros cuentos sin final que fueron acumulándose mientras fui escritora. Pero él no solo leía lo que yo escribía en la computadora, también leía mi mente y se apresuró a decirme: 
—No intentes abandonar la novela porque me dejarás penando en ella hasta el final de los tiempos. ¡Por favor, si no me dejas habitarte, mátame! 

Nunca tuve el valor de matarlo. Abandoné sin terminar la historia de amor de Antón y Alejandrina y la guardé en el fondo de un cajón de mi escritorio junto a cuentos que nunca puse fin. Algunas noches entrada la madrugada, cuando la inspiración se niega, recuerdo aquel amor virtual que solo pidió habitar en mí y que dejé encerrado en un cuento inacabado. 

Muchas noches entrada la madrugada, cuando el cansancio me vence, entre mis libros y mis recuerdos, suelo escuchar desde el fondo de un cajón de mi escritorio, el llanto aciago y pertinaz, de un hombre que implora. 

Ada Vega - año edición 2013

lunes, 22 de abril de 2024

Hotel Empire



 

El Empire estaba en la Ciudad Vieja, cerca del puerto. Era un hotel de principios del siglo XX, de dos plantas y ventanas mirando el mar. A la entrada, junto a la recepción, había un juego de sala tapizado en brocato celeste y dorado, una mesa con tapa de mármol, un televisor y una biblioteca. Hacia el fondo, en el segundo patio, se encontraba el comedor con una mesa oval, doce sillas de estilo, tapizadas en gobelino, y un trinchante de cuatro puertas de vidrios biselados y fondo de espejos, donde se guardaban la loza fina y las copas de cristal.


Todas las habitaciones quedaban en el primer piso, hacia donde se subía por una escalera de mármol blanco con barandal de hierro forjado. Eran habitaciones muy amplias: con juego de dormitorio, cortinados, alfombras, cuadros en las paredes y lámparas.
Desde las ventanas se veía el mar y la escollera, y en las noches de verano todo el cielo enorme y estrellado. En los días de tormenta el mar crecía y se elevaba en olas que sepultaban la escollera, como si quisieran llevársela consigo. Después, cuando la lluvia amainaba, comenzaba a surgir hacia la superficie como el lomo de una enorme ballena.

Era, aquel, un barrio de inmigrantes donde en la calle jugaban juntos, niños judíos, negros y criollos. Hijos de gallegos, de armenios y de italianos.
En la cuadra había un almacén, una panadería y un taller de calzado. Una escuela cerca y el Mercado del Puerto, donde se compraban la carne, el pescado del día, y las frutas y verduras.

II

En aquellos días nosotros vivíamos en un barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. Teníamos una casa espaciosa con jardín al frente y terreno hacia el fondo con una glorieta bajo los árboles, rodeada de rosales y maceteros con flores.
Cuando murió mi madre, después de acompañarla al cementerio, mi padre no quiso volver a la casa y decidió irse conmigo a pasar unos días en algún hotel. Así llegamos al Empire por unos días, y nos quedamos seis años.

El dueño del hotel se llamaba Genaro vivía allí con su esposa María, encargada de la cocina, y una hija llamada Angelina que llevaba los libros y atendía en la recepción.
Los primeros días en el hotel fueron una novedad para mí que vivía en una casa hermosa, pero no tenía amigos. Tampoco teníamos perro, ni gato ni pájaros.

La tarde que llegamos al Empire caía una llovizna aburrida y triste. A penas entramos al vestíbulo a la primera persona que vi fue a David, un niño de mi edad, sentado en un sillón de la sala mirando la televisión. Nos miró sin interés y siguió viendo la pantalla. Mi padre pidió una habitación por una semana y luego de firmar un libro subimos con Angelina y David, que también nos acompañó.

Al llegar, la joven abrió la habitación nos dejó instalados y anunció que en media hora servirían la merienda. Mi padre le explicó que iba a descansar un rato y que bajaría para la cena, entonces ella me tomó de la mano y dijo que tomaría la merienda con David y me cuidaría hasta que él bajara.

III

David vivía frente al hotel con sus padres y el abuelo Adad, que tenía una tienda en la calle Colón donde también trabajaban sus padres. Todos los días, después de almorzar, cruzaba la calle y se quedaba con Angelina hasta que ellos regresaban.
Teníamos la misma edad, pero como él había cumplido seis años en febrero ese marzo pudo entrar a primero en la escuela del barrio. En cambio yo, como cumplo en mayo, comencé un año después. De modo que en la escuela siempre me llevó un año de ventaja.
Cuando llegué a sexto grado David entraba al liceo. Y cuando terminé sexto nos fuimos con mi padre de la Ciudad Vieja, y volvimos a nuestra casa del barrio de calles empedradas y veredas con Fresnos. No obstante, en los seis años vividos en el Hotel Empire, David estuvo siempre presente. Fueron años de una infancia feliz, donde compartimos juegos mientras nos asomábamos confiados a un mundo desconocido.

IV



Dos días después de nuestra llegada al hotel mi padre me dejó con Angelina para dar una vuelta por nuestra casa, a fin de recoger algunas cosas que necesitábamos. Ese próximo lunes debía volver a su empleo y había descubierto que desde el hotel, el Banco le quedaba solo un par de cuadras. De manera que sin pensar nos fuimos quedando. Yo, porque me sentía feliz con la novelería de vivir en un hotel, y con el montón de amigos que en pocos días había hecho. Y él porque se encontraba cómodo, distendido.
Todos los días salía a caminar. A veces por la rambla, otras veces se dirigía directamente a Linardi & Risso a revolver libros, para volver siempre con algún texto bajo el brazo.
Y el tiempo fue dejando caer, en aquel barrio, las hojas de los otoños.

Un día, para hacer nuestra estadía más interesante, sucedió un hecho imprevisto. En una de las habitaciones al fondo del corredor de la planta alta, se alojaba un alemán que había llegado una noche en el Julio César, que al desembarcar se dirigió directamente al Hotel Empire.

Como equipaje traía una valija y una caja con libros. Era un hombre fornido, de estatura mediana. Canoso. Usaba lentes y vestía siempre de traje. Un hombre común que pasaba inadvertido. Sin embargo una noche, cuatro hombres irrumpieron en el hotel. Dos quedaron abajo y dos subieron hasta su habitación y se lo llevaron, a punta de revólver, en un auto que los esperaba en la puerta. Cuando llegó la policía revisó la habitación, se llevó algunas cosas y cerró con llave prohibiendo abrir hasta nueva orden.

Nunca más se supo de él. Ni los diarios, ni la televisión dieron cuentas del hecho. Sólo los padres y el abuelo de David fueron indagados más de una vez, quienes aseguraron no conocerlo ni saber de su existencia.

V


Los únicos datos aportados por el alemán a su llegada al hotel, fueron su nombre: Egbert Krumm y que esperaba a alguien que vendría desde Europa. Por lo demás, todos coincidieron en que era un hombre muy callado, no se relacionaba con nadie, sus salidas eran para recorrer librerías y volver con dos o tres volúmenes cada vez. También opinaron que, para evitar encontrarse con los demás huéspedes, era el primero en bajar al comedor. Algo que tampoco llamaba la atención pues los habitantes del hotel eran cambiantes, con excepción de mi padre y yo, nadie se alojaba por más de un mes. De modo que ningún huésped llegó a conocerlo, y menos aún hacer amistad.

Como la habitación había quedado desordenada, Angelina preguntó a los policías qué hacía con los libros, y le contestaron que ella se hiciera cargo. Por lo tanto llamó a mi padre para que la ayudara a buscarles una ubicación. Cuando comenzaron a ordenarlos les llamó la atención que todos versaban sobre viajes. Viajes al Mato Groso y el Amazonas; a la Cordillera de los Andes; a Bolivia; al Paraguay y su parte selvática y así. De modo que decidieron dejarlos en la biblioteca de la sala.

Y allí quedaron, con excepción de los libros de la caja, seis libros de tapa dura escritos en alemán, que Angelina acomodó tal como vinieron del viejo mundo, debajo del mostrador de la recepción.

VI

Mi inserción en la familia de Angelina fue natural e inmediata. Mi padre desayunaba muy temprano, luego se quedaba en la sala a leer el diario y ver algún informativo en la televisión y después subía a despertarme.
Al principio, para que no desayunara solo, Angelina me llevaba a la cocina donde estaba María y desayunaba con ella. Después, a medida que se sucedían los días, bajaba solo y me dirigía a la cocina por mi cuenta.

Ese invierno pasó sin sentirlo, todas las tardes venía David o iba yo a su casa. En esas idas y venidas fui conociendo a sus amigos, y para cuando llegó la primavera sabía los nombres de todos. Pero fue ese diciembre, cuando terminaron las clases de la escuela y todos los chiquilines salían a jugar, que me alegré de verdad por haber ido a vivir a ese barrio.

Jugábamos al fútbol en la calle, y algunas veces íbamos a la casa de inquilinato de la otra cuadra a ver a los morenos que, cada tarde al ponerse el sol, cantaban y tocaban tambores.

VII

Al acercarse la Navidad toda la cuadra era alegría. Desde la mañana nos reuníamos a jugar en la vereda, mientras los vecinos iban y venían haciendo las compras para esperar la Noche Buena.

Aquellas fiestas navideñas donde los judíos comían Pandulce y festejaban con los cristianos el nacimiento de Jesús. Porque en el barrio, era sabido, que para las fiestas de fin de año éramos todos iguales. Sin embargo los cristianos, no recuerdo que alguna vez hayamos festejado con ellos, en los primeros días de septiembre, el comienzo del año judío.

La mamá de David horneaba para esos días un pan delicioso con miel, que se llama Jalá. Otras veces lo he comido con amigos en distintas partes del mundo, pero en ninguno he encontrado el sabor de la Jalá que comíamos con David, sentados en el pretil de la ventana de su casa, en la noche de Rosh Hashana.

VIII

En esos años que viví en el Empire conocí muchísima gente de paso. La mayoría del interior del país, personas que venían al Hospital Maciel por enfermedad, o a visitar algún pariente internado. También los que llegaban de vacaciones a visitar Montevideo y se alojaban por unos días.

Recuerdo que un invierno llegaron Sixto y Raquel, un matrimonio del interior del país. La señora, que se encontraba próxima a dar a luz, venía para el Maciel, pero al llegar le comunicaron que en maternidad no había cama disponible hasta el día siguiente, de modo que se instalaron en el hotel. Sobre la madrugada bajó Sixto a pedir que se quedara alguien con su esposa, pues se sentía mal, mientras él iba hasta el hospital a pedir ayuda. María y Angelina subieron de inmediato y comenzaron las subidas y bajadas por la escalera hasta que oímos el llanto del bebé que había nacido.

Cuando al fin llegó una enfermera, la beba se encontraba dormida en los brazos de la madre. Se quedaron una semana en el hotel. Antes de volver al campo la bautizaron en la capilla del Maciel y de nombre sus padres le pusieron: María Angelina.

Varias veces vimos a la niña y a sus padres, de visita. Muchos años después, supimos que María Angelina había venido a estudiar a Montevideo y se encontraba hospedada en el Empire. También supimos que fue profesora de la Facultad de Medicina y desde hace unos años, Directora de Pediatría del Hospital Maciel.

IX

Cuando estaba en quinto de escuela, un viernes de tarde llegaron al hotel una chica y un muchacho que venían de Buenos Aires, por el fin de semana.
Jóvenes, hermosos y enamorados. Pidieron una habitación, subieron, y no los volvimos a ver. El lunes Genaro les golpeó la puerta. Tanteó el pestillo. Creyó que dormían abrazados cuando, recostado a la lámpara, vio el sobre con la carta. Hubo una gran conmoción. Otra vez la policía, otra vez la indagatoria. Como en el caso de Egbert Krumm, nadie pudo aportar datos. Solo quedó entre los huéspedes del hotel un gran desconcierto y el dolor por aquella juventud que, vaya a saber porqué, no encontró otro camino, y eligió Montevideo para cometer suicidio.

X

El episodio del alemán nunca le terminó de cerrar a Angelina. Ella creía entrever un enigma entre el rapto y sus libros. Durante años buscó y rebuscó entre aquellos textos una marca, una palabra escrita al dorso, una señal que la llevara a descubrir vaya a saber qué. Los leía una y otra vez, revisaba minuciosamente las hojas, releía los títulos tratando de descifrar un oculto acertijo, que nunca encontró. Mientras tanto se casó, tuvo hijos, y los hijos le dieron nietos.

También yo terminé de estudiar, me casé y me fui a vivir a Barcelona. Mi padre no volvió a casarse, vivió solo en la casa rodeado al fin, de libros, perros y gatos.

XII

La amistad con David se profundizó con los años, también él se casó y se fue de aquel barrio de la Ciudad Vieja. Cuando voy a Montevideo es con quién primero me encuentro, cuando él viaja y viene a España no se va sin venir a mi casa. Hoy David es un señor importante en el mundo de los negocios, pero para mi nunca dejó de ser aquel niño que conocí el día que enterramos a mi madre, sentado en la recepción del Hotel Empire mirando dibujitos en la televisión.

Fue él quien me contó que Angelina después de buscar signos en los libros que compraba el alemán, decidió revisar los que trajo de Alemania. Un día se puso a observar con detenimiento uno de aquellos tomos y, como siguiendo un instinto, con la punta de un cuchillo, fue cortando todo el borde de la encuadernación.
Nuevos, como recién salidos de máquina, encontró miles de dólares americanos repartidos en las tapas y contratapas, de los seis libros. Una verdadera fortuna que estuvo allí, esperándola, más de cincuenta años.

XIII

El hotel ya no existe. Hace muchos años lo derrumbaron para levantar un edifico de apartamentos de diez pisos y enormes ventanales.

Cada tanto, cuando nos encontramos con David, recordamos nuestros días en aquel barrio de inmigrantes que habían llegado del viejo mundo, cargando sus dioses y sus idiomas. Huyendo de guerras, ultrajes y miserias.
En la calle angosta donde en primavera remontábamos cometas, jugábamos con los trompos y la pelota de goma. Que cada diciembre recorríamos pidiendo un vintén para el Judas que quemábamos en Noche Buena, en el campito junto la rambla.
La calle del Hotel Empire, refugio de mi niñez sin mamá, que guardo como el más entrañable capítulo de mi vida en aquel Montevideo lejano, que siempre espera mi vuelta bajo el amparo de la Cruz del Sur.




Ada Vega, año edición 2014

Rosa Blanca

 




Rosa Blanca era una joven argentina, que vivía con sus padres en Buenos Aires. Todos los años, en diciembre, la familia se trasladaba a Montevideo para pasar el verano. Tenían un departamento en Pocitos, sobre la rambla, frente a Kibon y de allí cruzaban con su sombrilla y sus sillas y se instalaban, junto a las rocas.En aquellos años yo vivía en Pocitos y con mis amigos del barrio también pasábamos el día en la playa de Kibon. Extendíamos una red y jugábamos al voleibol, nosotros y otros que quisieran jugar, aunque no nos conociéramos. También Rosa Blanca se unía el grupo y pasaba el día dorándose al sol. Pese a que siempre fui un muchacho retraído, desde el primer día que llegó nos hicimos amigos. A mí me gustaba estar con ella y conversar. Jugar al voleibol, nadar juntos o caminar por la orilla de la playa. También Rosa Blanca, que muchas veces venía sola, me buscaba al llegar porque siempre se sintió bien en mi compañía. De todos modos, creo que ella esperaba algo más de mí. Yo la miraba porque era muy bonita y además con ella se podía hablar sobre muchos temas. Y los veranos se sucedieron, los años pasaron y nosotros crecimos.
Y un verano Rosa Blanca no vino a su casa de Pocitos. Sus padres bajaban solos a la playa. No quise preguntar. También yo me aparté un verano. La vida me señaló otro destino. Y el grupo aquel se fue disolviendo. Cada uno tomó su rumbo y otros adolescentes, otros jóvenes, extendieron las redes para jugar al voleibol.
Este último verano, caminando por la rambla con Juan Antonio, vi venir en sentido contrario a Rosa Blanca con una niña de la mano. Al enfrentarnos se detuvo. Quedó mirándome, me tendió una mano, me presentó a su hija. Yo estreché su mano, le presenté a Juan Antonio.
-- Mi pareja, le dije.
Ella titubeó. Reaccionó de golpe. ¡Entendió, al fin! Y me abrazó con fuerza. No he vuelto a verla.

Ada Vega, edición 2022.

domingo, 21 de abril de 2024

Amor es un algo sin nombre

  


                                              En la foto: Chavela Vargas.




Los sábados en el club de mi barrio se organizaban bailes entre los vecinos. Don Pedro, el albañil que vivía en la otra cuadra, traía una vitrola RCA con trompeta y una manivela que había que girar continuamente para poder escuchar unos discos de pasta, que llevaban una grabación de cada lado. También era el encargado de pasar los temas y dar vuelta o cambiar los discos tras cada canción.

En aquellos años la música que escuchábamos en la radio y que se bailaba, era de las Orquestas Típicas, que interpretaban tangos, milongas y valses; las Orquestas Características con pasodobles y foxtrot, y las Orquestas de Música Romántica Tropical también llamada música lenta.

Las personas que concurrían a esos bailes éramos siempre los mismos, matrimonios con sus hijos pequeños, y los jóvenes, chicas y chicos, que habíamos crecido juntos. Rara vez llegaba al baile algún desconocido. Cuando sucedía era porque venía acompañado de algún vecino.

Las diversiones para nosotras eran escasas, aparte de ir a la playa y los sábados a bailar, podíamos casi todos los domingos pasar la tarde en el cine. Íbamos en barra y nos sentábamos todas en la misma hilera, siempre en las mismas butacas. Masticábamos chicles y comíamos Pop acaramelado durante toda la función.

Un sábado de baile a fines del invierno llegó el hermano de una de mis amigas, con un compañero de trabajo. El joven venía por primera vez, cuando entró recorrió con sus ojos todo el salón. Yo lo miré y algo me sacudió. Se quedó a un lado de la pista conversando con unos conocidos.

Al empezar la típica salí a bailar con Adolfo, un muchacho con el que siempre bailaba el tango, pasé al lado del forastero y lo miré, él no me vio. Ni se enteró.

Al finalizar la típica hubo un descanso, salí afuera con mis amigas y nos sentamos a conversar. Cuando volvimos había comenzado la música lenta. No volví a verlo y no me importó. Di media vuelta al salón y me quedé junto a una amiga que no bailaba.

Entonces lo vi venir, se detuvo a mi lado y me invitó a bailar, antes de reaccionar ya estaba en sus brazos. En el disco Chavela Vargas cantaba: “yo estoy obsesionado contigo y el mundo es testigo de mi frenesí y por más que se oponga el destino serás para mí, para mí”.

Sentí tal felicidad que pensé que Chavela cantaba para mí. Me enamoré del forastero con un amor de película. En el salón solo estábamos él, yo y Chavela: “y por más que se oponga el destino…” recosté mi cabeza en su hombro, él apretó mi cintura, y bailando me besó en la frente.

Nos quedamos de ver al otro día en el cine.

Estrené el conjunto Bentley que la abuela me había regalado cuando cumplí los dieciséis, y el perfume que mi madre usaba para ocasiones muy especiales.

Mientras el corazón brincaba dentro del pecho se lo conté a mis amigas. Cambié de butaca y dejé una libre para él. Lo esperé toda la tarde mientras avanzaba mi decepción. Pero no vino. Ni ese domingo, ni nunca.

Durante muchos sábados de baile esperé verlo entrar al club donde nos conocimos. Después, los años pasaron y aquello fue solo un recuerdo de mi primera juventud.

Cuando mi sobrina más chica cumplió los quince años, los padres hicieron una fiesta preciosa. Entre el bullicio, la gente y la alegría, por sobre las mesas de invitados, mis ojos se volvieron a encontrar con sus ojos. Quedamos mirándonos.

Él estaba en una mesa con su esposa y sus hijos. Yo en otra mesa, con mi esposo y mis hijos. Éramos en la fiesta solo dos desconocidos

Por un segundo interminable volví a escuchar la voz de Chavela Vargas en aquel bolero: “por más que se oponga el destino serás para mí para mí” y volví a revivir la tarde aquella en que un forastero, bailando me besó en la frente.

La fiesta estaba en su punto más alto. Todo el mundo bailaba y se divertía. Sacudí la cabeza para librarme de recuerdos inoportunos, suspiré, y le dije a mi marido:

—Adolfo, empieza la típica… ¡ vamos a bailar!




Ada Vega, edición 2014 -