Blanca nunca se casó. Se fue muy joven de la casona del Prado, donde vivía con sus padres y sus abuelos, a vivir sola en un departamento alquilado. Después de recibida y con un dinero que le dejaron los abuelos, se compró un un piso en Parque Batlle. Allí trasladó algunos muebles, fotos, piezas de marfil y otras de plata que eligió, con sumo cuidado, de entre el mobiliario de sus padres.
También tres adornos que en vida le obsequiaran sus abuelos: un par lámparas de cristales azules, que hacían juego con el plafón del dormitorio de los ancianos y que Blanca no quiso llevarse por ser demasiado grande y ostentoso; una marina antigua y sin firma con marco dorado envejecido donde un velero inglés —posiblemente pirata—, se debatía sobre un mar embravecido, que la abuela le tenía especial aprecio. Obra de un pintor enamorado de ella y no correspondido —según le contó a la nieta— quien se lo habría regalado en Londres, antes de venirse a América con sus padres, y a quien ella prometiera conservar para siempre y que Blanca —como recuerdo de aquella abuela maravillosa— ostenta sobre la pared de su living, donde no hace juego con nada y donde nadie le presta atención ni le importa.
Y un Cupido de mármol, bellísimo, con el arco tensado a punto de disparar su flecha, apoyado apenas en su pie izquierdo. Cupido que Blanca conservó durante años sobre una mesa alta de madera taraceada, junto a la entrada del apartamento, y que un día cansado de amenazar con su flecha sin que nadie le hiciera el menor caso: se suicidó, arrojándose de la mesa taraceada para hacerse añicos contra el piso.
Quebró el arco en dos y sólo se salvó la flecha que salió disparada por la puerta de calle y se enterró de punta junto a un rosal, en el jardín de un vecino. Cosas. Hechos extraños que suelen suceder en la vida de las personas, sin que medie un motivo o un por qué. Y que pienso, puedan ser diabluras de espíritus que habitaron nuestras casas en otros tiempos, quienes no terminan de irse y tratan de hacerse ver para que, los que aún estamos vivos, sepamos que ellos siguen estando presentes entre nosotros. En fin, no quiero entreverar la historia de cruces y maleficios con la de espíritus irreverentes, porque no tiene nada que ver una cosa con la otra. Creo.
Blanca es una mujer muy elegante. Muy cuidada. Vive para ella. Lo dicen sus manos. Su ropa. Y su pelo. Ha viajado varias veces recorriendo distintas partes del mundo. Es dinámica, deportista y le apasiona bailar. La rodean amigos, colegas y amantes. Se viste como una modelo y dice que me envidia. Yo también la envidio y se lo digo. Pero no es cierto, no nos envidiamos, ni ella a mí ni yo a ella. A mí me encanta como vive y la admiro, pero no podría vivir su vida.
No soportaría vivir su soledad y su desarraigo. Y a ella le gustaría tener mi familia pero no tiene paciencia, ni vocación de servicio. No cree en el matrimonio ni en la unión de un hombre y una mujer para toda la vida. No entiende, no le entra en la cabeza, eso de que la mujer, porque no trabaja afuera ocho horas por día, como el marido, deba, por el sólo hecho de haberse casado, trabajar dieciséis horas por día sin sueldo. Sin vacaciones ni feriados. Sin descansar en Navidad, ni el primero de mayo, ni el día de su cumpleaños. Que deba, por obligación y responsabilidad, cocinar, lavar la ropa y ordenar la casa hasta el final de sus días, mientras tenga noción en su cabeza y fuerza en las manos.
Lo que es peor, es que no entiende por qué nosotras aceptamos la situación desde siempre. Por eso no se casó. No encontró nunca un hombre que aceptara sus planteos al respecto. Por eso nos casamos las que nos casamos. Porque cuando decimos: sí, y hasta que la muerte nos separe, sabemos muy bien lo que estamos haciendo y firmamos igual.
Algunas de nosotras se casan pensando en que la cosa no es tan así, como lo afirman sus antecesoras. Pronto se dan cuenta de que sí, lo es. Pero entonces ya es tarde, sólo les queda seguir en el ruedo o retirarse antes de que empiecen a llegar los hijos. De todos modos, como recompensa, afirman nuestros hombres que somos las señoras de la casa y las reinas del hogar.
Ellos ocultan, pero nosotras sabemos, que somos señoras de la casa porque ellos son los señores. Y somos las reinas del hogar porque los reyes son ellos. Pese a todo, las casadas, solemos ser felices, aunque pocas veces comamos perdices.
XIII
Hablar de estos temas con Blanca es muy difícil. No se puede explicar lo inexplicable. Sólo podemos decir que el casamiento y para toda la vida es, para la mujer, un acto de amor. Es lo único que justifica tanta entrega.
Algunas veces Blanca nos habla de los hombres que han pasado por su vida. Desde Javier, el compañero de preparatorio del I.A.V.A., un muchacho con ideas revolucionarias, que le hablaba de Marx y de Engels como si fueran dos compañeros más de clases, con quien vivió el romance más apasionado y sincero que recuerda. Cuando después de clases eran los últimos en salir para perderse en los salones desiertos y oscuros, donde hacían el amor apurados, antes de que algún bedel los descubriera. Aquel fue un romance inolvidable, nos dice, sin intereses superficiales, sin anteponer nada a aquel amor recién estrenado. Eran solamente ella y él. Después crecieron. Se perdieron en la vida por distintas sendas. Un día se enteró que Javier era uno más a engrosar la lista de los desaparecidos en el país. Lo lloró sin lágrimas. Con el corazón desolado.
Los demás son hombres de paso. Con limitaciones. Yo te doy si tú me das. Solteros que no tienen interés en que una psiquiatra los estudie. Casados que solamente les basta su compañía cada quince días, para llevarla al teatro, a cenar y al hotel. Con el único motivo de reafirmar ante sí mismos, su libertad y su machismo.
Ella aceptó el juego desde el vamos Y entre el desencanto de no haber sido capaz de conquistar un hombre que la amara bajo sus reglas, y los enigmas y frustraciones que sus pacientes psiquiátricos le llevan diariamente al consultorio, antes de perder ella misma la razón, viene a casa a reunirse con nosotras cada último jueves del mes; a liberar su espíritu y a hacer catarsis, para poder seguir viviendo en este mundo donde también ella, en más de una ocasión, se ha encontrado perdida.
Ada Vega, Más cuentos aquí: https://adavega1936.blogspot.com.uy/