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jueves, 15 de marzo de 2018

Volvió una noche




—Norita.
—¡Negro!
—No llores más.
—Negro…
—Levántate de esa cama mujer, no llores más y ponte a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!
—Pará un poco. ¿A qué viniste, a consolarme o a reprenderme?
—Ni a una cosa ni a la otra. Vine para que reaccionaras. Yo ya no estoy, me fui. ¿Hasta cuando vas a estar tirada ahí?
—Te extraño.
—Ya lo sé, querida, pero hace un mes que las nenas comen pan y queso. Prepara la comida para que almuercen y cenen como siempre. ¿O no piensas cocinar más?
—Qué fácil lo ves vos.
—No, no lo veo fácil. Lo veo desde otra lógica.
—No sé qué hacer. Estoy desorientada.
—Haz lo que has hecho siempre: levántate, limpia la casa, cocina, lava la ropa, cuida a las nenas. ¿Piensas que eres la primera mujer que ha quedado viuda?
—Pero ¿y vos?
—Yo estoy bien. Estoy mejor que tú. Deseo irme, pero con tu llanto y tu tristeza me tienes atado a la tierra.
— ¿Te querés ir?
—Sí, Norita, ya no pertenezco a este mundo. Mi espacio es otro. Fue mi cuerpo terreno el que vivió y murió acá. Ahora tengo alas y…
—Y no tenés ropa. ¿Andás asi por la calle?
—No ando por la calle, vine a verte en un haz de luz.
—Sí, en realidad no sos el mismo, hablás como un doctor y vos, la verdad, siempre fuiste medio reo.
—Escúchame, Norita, enciende la radio y pon esa música que te agrada tanto y te levanta el ánimo.
—¿Que me gusta a mí?
—Si, esa música que escuchabas cuando yo estaba en casa.
—Ah, sí, la cumbia.
—Sí, la cumbia. Abre las ventanas, ventila la casa, arréglate, ve a la peluquería, sal de paseo. Tienes buenas amigas, ve a pasear con ellas. ¿No deseabas hacer un curso de cerámica? Pues hazlo, renuévate, eres joven, puedes rehacer tu vida.
—Sí, indudablemente sos un ser superior. El que fue mi marido era un guardabosque. Jamás me dejó salir con mis buenas amigas que según él me empuaban y me daban manija, y menos que me arreglara y me vistiera bien. Aquel que fuiste me acompañaba hasta al dentista, al guarda del ómnibus tenía que pagarle al tanteo porque no quería que lo mirara, en la feria tenía que andar como una loca con los ojos extraviados para no mirar a los puesteros. Nunca me dejó usar calzas ni pantalones porque decía que me marcaban mucho…
—Bueno, Norita, pero eso era antes, cuando yo vivía en este mundo.
—A ver, a ver, esperá un poco, no sé si entiendo bien. ¿Vos me estás queriendo decir que yo te importé mientras fuiste un simple humano con los pies sobre la tierra y ahora que vivís con los pies sobre una nube, por vos, que me parta un rayo?
—No tampoco es tan así. Pero tú tienes que entender que a mí me espera la Gloria, un cielo donde "vi unas cosas que no puede ni sabe repetir quien de allí baja " y donde debo entrar sin lastre ni ataduras de esta tierra.
—Entonces viniste por vos.
—Vine por los dos.
—¡Esto nadie me lo va a creer!
—Querida mía, tú de esto no puedes hablar con nadie. La gente no te entendería ni te creería. Esta visita, que hago con placer, es sólo entre tú y yo. Volví porque te vi desanimada, sin deseos de salir del pozo donde ibas cayendo. Sin intentar una salida. Vi a las nenas muy solitas, sin el padre y sin la madre. ¿Cómo explicarte? ¡Vine para que reaccionaras y yo me pueda ir de una vez!
—Pero ¿y la plata? ¿Qué hago yo sin tu sueldo? Porque siempre me creíste una tonta nunca me dejaste administrar la casa y junto a tus amigos, en noches libertinas, despatarraste todo lo que ganabas sin ahorrar jamás un peso; ignoraste los seguros de vida; la pensión que me dejaste es mísera; se te dio por morirte de golpe y nos dejaste en la lona y ahora me salís diciendo que estás mejor que yo y que me deje de llorar ¡que te querés ir de una vez!
—Bueno, la pensión no es tan chica, yo no estoy, si te sabes administrar, creo yo que no tendrás problemas.
—Nos tenemos que borrar de la sociedad médica y para el inglés de las nenas no alcanza.
—Trabaja, querida. Búscate un trabajo.
—Pero vos nunca quisiste que trabajara.
—Eso era antes, cuando yo estaba en casa.
—Mirá que bien, cuando yo quise trabajar y tuve oportunidad de hacerlo no me dejaste porque no iba a dejar la casa para “andar por ahí”. Y me quedé a cocinar, limpiar y criar hijos. Ahora que no hay trabajo para nadie, que no tengo práctica de nada, que tengo una carga de años encima, te venís del Paraíso para mandarme a trabajar. Ahora sí puedo “andar por ahí” haciendo lo que salga, porque para elegir no está la cosa. A tu cuerpo terreno ya no le molesta nada y tu espíritu superior está por encima de las miserias humanas. ¡Realmente sos un ser supremo!
—Norita, yo no puedo indicarte lo que tienes que hacer. Tú eres dueña de tu vida, tendrás que encontrarle una solución. De todos modos, por el dinero no te preocupes, en última instancia: Dios proveerá.
—¿Te parece que Dios me pague el alquiler? Vení, acercate, hace más de un mes…
—¡No te acerques!...no me puedes tocar.
—Negro, ¡cómo te han cambiado! Ya no sos el de ayer.
—Norita, yo estoy muerto para el mundo. No tengo sensaciones ni deseos humanos. Soy un espíritu. Estoy para cosas superiores. No para nimiedades terrenas.
—¿Nimiedades…?
—Sí. Todo eso ya no me interesa. Vivo en otra dimensión. Ahora soy sabio, etéreo, mi cuerpo es incorruptible. ¡Ay, mi querida! No sé para que insisto en explicarte. Es tal la diferencia que existe entre los dos que tú, pobre criatura humana, no puedes entender!
—Che, Negro, sabés una cosa, me revienta que hayas vuelto. Me revienta sí y no me mires con esa cara. ¿Sabés por qué me revienta? Porque a mí este estado de tristeza y decaimiento que me ha causado tu pérdida irreparable, se me iba a pasar. Un día se me iba a pasar. No iba a llorar cien años. Y entonces viviría mi vida como se me diera la real gana. Liberada de tus prescripciones y decretos. Que hacé así, que hacé asá; que vení aquí, que no vayas allá. ¡Por Dios! Más tarde o más temprano me daría cuenta de que al fin era libre. ¡Libre y soberana! Te mandaría hacer una tumba de lositas blancas allá en el Norte, al principio te llevaría flores cada 2 de noviembre y a otra cosa mariposa. Pero no, se te ocurrió venir para ver como había recibido yo tu sorpresivo deceso. ¡Nadie vuelve! Por más que supliquen ¡nadie vuelve! Pero vos sí. Vos tenías que volver. Antes de partir, definitivamente, desnudo y alado a los campos celestiales, tenías que venir a impartir tus últimas órdenes, para que yo no me salvara de tu mandato ni aunque estuvieras muerto. ¡No quiero ni saber las artimañas que habrás empleado con San Pedro para que te permitiera venir por un par de horas! ¿Vos te podés imaginar cuánta gente se habrá ido de este mundo dejando metas por la mitad? ¿Objetivos sin alcanzar? Sueños. Aspiraciones. Y no pudieron volver. Escuchame, ¡no volvió Gardel! a confirmar su nacimiento en Tacuarembó, para ver si terminamos de tironear sus raíces con los argentinos ¡y volviste vos! Vos tenías que volver o volver. Y lo primero que me decís cuando me ves tirada en la cama llorando tu ausencia es que me levante a limpiar ¡que esta casa está tan sucia que no se puede ni entrar!, que salga del pozo, que me ponga a cocinar, que lave la ropa, que abra las ventanas, que ventile la casa, que prenda la radio, que escuche cumbias, que busque trabajo, que haga un curso de cerámica, que me compre ropa, que vaya a la peluquería, que salga a pasear con mis amigas, que me arregle, que cuide a las nenas, decime Negro: me quedará tiempo para bañar al perro. Escúchame vida mía, si ya dijiste todo lo que tenías que decir, por favor vete, por donde viniste amor mío, por donde viniste, vuélvete a ir. Que el muerto eres tú, no yo. Y vete volando derecho a la Gloria que te espera, no sea que en la ida te encuentres con "Carón con ojos de fuego "y te arrastre hacia "la fosa de los círculos concéntricos." Lamento tu decepción, yo tampoco soy aquella que dejaste en este valle de lágrimas y no querría, te juro, herir tu susceptibilidad al pedirte de favor que me dejes en paz. No te ofendas, que no es mi intención ofenderte, ¿te digo algo? No sé para qué viniste, habría salido más barato si te hubieras ahorrado el viaje. Y te digo más: no me gusta como te quedan las alas. ¡Mucho mejor te quedaban el vaquero gastado y la remera azul! 


Ada Vega, 2003 

miércoles, 14 de marzo de 2018

A destiempo


   Maduraron a destiempo las frutas de aquel verano. Los duraznos jugosos y aterciopelados, las manzanas rojas y tentadoras. Los damascos, las sandías, las uvas y las naranjas.
Fue aquel un verano agobiante con un sol abrasador que mantenía a las personas tumbadas,  sin deseos de trabajar, esperando el refresco de la tarde.
 A la salida del pueblo, un camino bordeado de palmeras llegaba hasta la finca de don Emilio Acosta Píriz. Ubicada al norte de Treinta y tres, la  propiedad consistía en una amplia extensión de tierra dedicada a la labranza. Don Emilio junto a sus hijos y algunos peones, salían muy temprano a sus labores del campo y  volvían cuando el sol del mediodía caía vertical.
 Ese día, mientras un par de morenas preparaban la comida para todos, las muchachas que ayudaban en las tareas, volvían del monte de frutales con las canastas rebosantes.Bajo la sombra fresca de un bosque de paraísos, haciendo un alto para un pequeño descanso, se sentaron con las faldas remangadas y  se hartaron de comer.
 Con ellas también se encontraba Merceditas, la hija menor de la familia  Acosta Piriz, que acababa de cumplir sus quince años.
En la cocina doña Elvira, la esposa de Don Emilio, rodeada de latas de melaza y azúcar rubia, de canela y clavos de olor, iba preparando el almíbar y el caramelo a punto en ollas de cobre, donde se cocinarían los dulces y las mermeladas para consumir en el próximo invierno.
 Aquellas dulzuras eran  luego guardadas en frascos herméticos, y almacenadas en  las amplias alacenas de la despensa. Todos los veranos la casa se inundaba de aquel aroma a frutas y dulces caseros. 
Merceditas sentada bajo los árboles contaba muy entusiasmada a las muchachas,  que esa tardecita había retreta en la plaza del pueblo y que ella concurriría con sus padres.
 El paseo a la plaza  a escuchar las interpretaciones de la banda era para el pueblo un acto de importancia social.
Allí se congregaban los vecinos más relevantes del lugar con sus hijas y sus hijos casamenteros. Las señoras se ponían al   tanto sobre las tendencias de la moda, los caballeros se reunían a conversar de política y las chicas paseaban del brazo con sus primas y amigas alrededor de la pérgola donde se ubicaba la banda.  Al pasar junto a los jóvenes reunidos en grupos, cambiaban con  ellos saludos  y miradas cargadas de intención  animándolos, de ese modo, a que se les acercaran.
Aquella tarde la familia de don Emilio Acosta Piriz llegó a la plaza en una volanta. Doña Elvira tomó asiento  en un banco junto a unas señoras de su amistad, mientras don Emilio, en grupo de correligionarios, se ponía al día con las últimas noticias llegadas desde  la capital.
Mientras la banda interpretaba un vals de Strauss, Merceditas, con  un grupo de amigas, fue a dar una vuelta por la plaza. A un costado de la banda,  se encontraba un joven alto, de cabello y ojos oscuros, que la miró interesado. Ella también se sintió tocada. Quedó pensando en él  hasta el otro día en que  volvió a verlo en la esquina de la iglesia, cuando pasó con su madre para  la misa de once.
El joven volvió a mirarla con una mirada llena de ruegos y promesas. Ella le devolvió, en la media sonrisa, la seguridad de ser correspondido.
Para la próxima tarde de retreta ya sabían ambos quién era quién. Presos del destino, se habían enterado que nada podía ser posible entre los dos. La familia de don Emilio pertenecía al partido político que gobernaba el país. La familia del joven era gente de Saravia. De todos modos,  la primera tarde  en que volvieron a encontrarse en la plaza, el muchacho se acercó y le confesó su amor.  Ella lo aceptó de buen grado y le comunicó que pediría permiso a sus padres para que la visitara.
Merceditas no quiso esperar y esa misma noche habló con sus padres y les contó quién era su pretendiente.  Si una bomba hubiese caído en la casa de don Emilio, no hubiese hecho tanto daño ni causado tanto dolor.
La madre juró que nunca, bajo ningún concepto, permitiría ella que un “blanco” pisara su casa. Demasiados familiares habían enterrado, caídos en batallas a manos de los blancos saravistas.
El padre se puso rojo de ira y gritó que nunca. Ni sobre su cadáver. La joven lloró, imploró. Las batallas ganadas y perdidas habían quedado atrás. Ellos ni siquiera habían nacido cuando esos hechos luctuosos ensangrentaron al país. Pero los padres no tranzaron. Jamás lo harían.
Le prohibieron volver a las tardes de retreta en la plaza del pueblo. A misa iría  solamente acompañada de su madre.
Desde entonces Merceditas fue solo  una sombra recorriendo la casa. 
Un día recibió un mensaje.
El joven enamorado calculando la reacción de su padre, cuando se enterara a qué familia pertenecía su enamorada, intentó un armisticio por el lado de su madre. Le habló con el corazón abierto rogándole que intercediera ante su padre, a fin de que aceptara a la  joven que había elegido para madre de sus hijos. Le contó de su sincero amor por Merceditas y su deseo de casarse con ella. Su madre no reaccionó como el joven esperaba. Lo miró horrorizada sin poder creer lo que el hijo le decía.
No, jamás intercedería ante su marido por semejante despropósito. Aún lloraba a sus hermanos muertos en combate con los “colorados”.
Enterado el padre dijo que no  permitiría esa unión bajo su techo. Que no había nacido el “colorado” que tuviese la osadía de atravesar la puerta de su casa. Y que  si él se obstinaba en esos amores,  abandonara la casa y se olvidara de que alguna vez tuvo padres.
Nunca se supo con certeza quien le llevó el mensaje a Merceditas. Alguien dijo que fue un peón de don Emilio. Otros, alguna de las muchachas que ayudaban en las tareas. Pero es indudable que alguien le avisó que esa noche debía esperar a su enamorado en el monte de frutales.
La joven a medianoche estaba allí. El muchacho llegó y en ancas de su caballo se la llevó. Llegaron a la estación del ferrocarril y con los boletos en la mano corrieron por el andén.
 La campana del tren, que salía rumbo a la capital, amortiguó apenas el sonido seco de dos disparos. 
Mientras el ferrocarril arrastraba su  esqueleto de hierro y madera, los dos jóvenes quedaron sobre el andén.
Un viento porfiado intentó desprender de la mano del muchacho, los dos boletos marcados con destino a la gran ciudad del  sur.
Doña Elvira en la mesa de la cocina, entre mieles perfumadas, canela y clavo de olor, prepara el dulce de zapallo en cal, para que los trozos no se deshagan. Los pequeños boniatos, parejos, iguales, con azúcar y miel. Los duraznos Rey del Monte, cortados a la mitad, en almíbar. Las jaleas de cáscaras de manzana.
Maduraron a destiempo, las frutas de aquel verano.

Ada Vega, 2003

domingo, 11 de marzo de 2018

La cruz de la Serrana


    En pagos de Maldonado, como quien va para la Sierra de las Ánimas, junto a un arroyo que baja de los cerros, rodeada de cardos y siemprevivas vigila la Cruz de la Serrana. Medio escondida junto a unos talas se yergue una cruz añosa hecha de retorcidos troncos de coronilla y atada con tientos no más, pues ni clavos tiene. Vieja cruz que desde los años en que se hizo la patria, hundida en la tierra, campea los vientos y los aguaceros que no han logrado dominar su decidida entereza de permanecer. Como un mojón rebelde que en nuestra historia quisiera vencer los años y el olvido. Y aunque jamás un cristiano se ha acercado a visitarla y ponerle una flor, los pájaros del monte siempre la acompañan. Las torcacitas y las cachirlas, los benteveos y los churrinches, revolotean y cantan junto a su tristeza tan quieta y callada.
La gente del pago es mañera de pasar de día por ese lugar. Le tiene recelo a la cruz. Tal vez porque a través de los años muchas historias se han contado sobre quien yace o a quien recuerdan esos palos crucificados. Historias de amores truncos, de muertos y aparecidos, de luces malas y espíritus andariegos. Pero han de saber quienes narran, que sólo existe una historia verdadera. Se la contó a mi padre un descendiente de indios charrúas una noche después de unas pencas, mientras churrasqueaban en descampado.
Arriba, la noche se había cerrado como un poncho negro sobre el campo. Abajo, las brasas eran rubíes desperdigados al calor del fuego. Cuando el indio empezó a contar, la luna, sabedora de la historia, se fue escondiendo despacito detrás de los cerros; las almas en pena pararon rodeo para escuchar al indio; el viento en las cuchillas se fue aquietando; y sólo se oía el silencio cargado de preguntas y de porqués. Después, la luna brilló hacia el este, el viento chifló con bronca y mi padre guardó por años la historia que hoy me contó.
Habíamos salido temprano. Andábamos a caballo, al paso, de recorrida por el valle junto a la Sierra de las Ánimas. El sol de la mañana de enero empezó a picar. El alazán de mi padre tironeó para el arroyo, y nos detuvimos para que los animales bebieran. A un costado del arroyo junto a unos talas, había una cruz. Papá, ¿es ésta la cruz de la Serrana? pregunté bajándome del caballo. Sí, m´hija. Déjela tranquila, no la moleste, me contestó. Me detuve junto a ella con intención de limpiarla de maleza y descubrí que no había allí ninguna mala hierba, sólo los cardos de flores azules, le habían hecho un resguardo para que nadie se le acercara. Protegiéndola. Sobre su cimera blanqueaban los panaderos. Nos volvimos en silencio y al llegar a las casas puso a calentar el agua para el mate, armó un cigarro, nos sentamos en unos bancos de cuero crudo junto a la puerta de la cocina y con la vista perdida en las serranías, mi padre se puso a contar.
Me dijo que siendo muchacho anduvo un tiempo de monteador por Mariscala y las costas del Aceguá, que por allá conoció al indio Goyo Umpiérrez. Joven como él, versado y guitarrero. Animoso para el trabajo y conocedor de rumbos, de quien se hizo amigo, saliendo en yunta más de una vez en comparsa de esquiladores por el centro y sur del país.
En una ocasión haciendo noche en Puntas de Pan de Azúcar, salió a relucir la mentada Cruz de la Serrana y las distintas historias que de ella se contaban.
Fue entonces que el Goyo le contó a mi padre la verdadera historia. Según supo el indio de sus mayores por 1860, llegaron a nuestro país varias familias de ricos hacendados europeos con intención de invertir en campos y ganado. Colonos que en su mayoría se establecieron sobre el litoral. Una familia vasca compuesta de un matrimonio y una hija de dieciséis años, enamorada del lugar, se instaló en el valle que descansa junto a la Sierra de las Ánimas. Parece ser que la hija del matrimonio era muy hermosa, belleza comentada entre los lugareños que al nombrarla la apodaron: la Serrana. Afirman que tenía la tez muy blanca, el cabello largo y oscuro y grandes ojos grises.
La casa de los vascos era una construcción fuerte de paredes de piedra, techos de tejas y ventanas enrejadas. Casi a los límites del campo cruzaba un arroyo de agua clara que bajaba de los cerros, con playas de arena blanca y cantos rodados, donde la familia en las tardes de verano solía bajar a pescar y bañarse, permaneciendo allí hasta el atardecer.
Por aquellos días entre las cuchillas verdes y azules, vivía a monte, una tribu de indios charrúas ocultos como intrusos en su propia tierra. Diezmados en Salsipuedes sólo unos pocos recorrían los campos, aún sin alambrar, en busca de caza para su sustento. Una tarde un joven indio que andaba de cacería, al seguir el curso del arroyo, se acercó a la familia que se encontraba a sus orillas. Sólo la joven lo vio acercarse. Al indio lo turbó la belleza de la Serrana. Se cruzaron sus miradas y el indio desapareció.
La joven no comentó su presencia pues sus padres, que eran profundamente católicos, tenían a los indígenas por herejes, sintiendo por ellos desconfianza y temor, no permitiéndoles el más mínimo trato. A la joven europea la impresionó el indio oriental y tal vez por curiosidad ansiaba volver a verlo. Por eso en las tardes, sin que sus padres supieran, se llegaba sola hasta el arroyo con la secreta esperanza de encontrarlo otra vez. También el charrúa bajaba de las sierras sólo para ver a la Serrana, permaneciendo oculto entre los árboles. Así una tarde y otra y otra, llegaba la Serrana a la playa y se sentaba a esperar.
Una tarde decidió salir en su busca y comenzó a recorrer el arroyo. El indio, que la observaba, al verla ir hacia él quedó sorprendido y permaneció muy quieto. El encuentro de los dos fue natural. Ese día la niña blanca y el indio se enamoraron con ese amor que no sabe de tiempo, edades ni razas. Así cada día, en las pesadas horas de la siesta, llegaba la joven a encontrarse con su enamorado indio, ocultando aquel amor que les había nacido sin querer. Todo ese verano se vieron a escondidas.
Una tarde de otoño con un tibio sol acariciando las hojas doradas, caminaban los dos enamorados a la vera del arroyo. En la mano morena del indio oriental se cobijaba la blanca manita de la niña vasca. Caminaban un mundo de luz y felicidad. De pronto el sol de oscureció. En la orilla opuesta, atónito, los observaba el padre de la joven.
Vaya a saber qué sentimiento perverso nubló su mente, cegó su raciocinio y permitió que un ramalazo de odio convirtiera en mármol su corazón, para que sin mediar palabra, ciego de ira, desenfundara el arma que llevaba en su cintura y de un balazo abriera una boca en el pecho del indio, por donde, hacia las remotas praderas indígenas, se le fue la vida.
El grito desgarrador de la Serrana retumbó en ecos por la Sierra de las Ánimas, alertando a la tribu, que presagiaba el final. Horrorizada la joven corrió a su casa y se encerró en su habitación. Esa noche mientras todos dormían fue hasta los galpones, descolgó una coyunda y llegó hasta el arroyo. Sólo en lo alto una luna blanca la acompañaba. Buscó al indio que había caído a sus pies, sin encontrarlo. Ya la tribu al caer la tarde se lo había llevado monte adentro. Y allí, donde cayó herido de muerte, la Serrana se ahorcó.
Contó Goyo que al encontrarla su padre al otro día, la enterró allí mismo y con sus manos hizo una cruz. Al poco tiempo vendieron los animales, abandonaron la casa y se volvieron a Europa. Y la cruz quedó y permanecerá para siempre, mientras ande el Amor de paso por la tierra. Como símbolo quizá, de nuestras propias raíces. Mezcla de sangre europea tenaz y emprendedora y la de nuestros indígenas, rebeldes y libertarios. De todos modos la Serrana y el indio cumplieron su destino y estuvieron al fin, juntos para

siempre.
El cigarro se había apagado entre los dedos de mi padre que retornó su mirada de la lejanía. Los pollos picoteaban en el ante patio, el perro se desperezó y volvió a dormirse. Mi madre nos llamaba para almorzar.
Esta es la historia que una noche el indio Goyo Umpiérrez le contó a mi padre, que hoy mi padre me contara a mí, y que yo les cuento a ustedes. Desde entonces dicen los lugareños, que por las noches han visto a la Serrana vestida de blanco, como una novia, con su largo cabello suelto, y sus asombrados ojos grises, recorriendo la Sierra de las Ánimas  en busca de su amado indio. Llamándolo con la voz del viento que se filtra entre los cerros como un desgarrado lamento. Vaga sola por las noches sin que nadie conteste a su llamado; sólo el aullido lejano de un lobo que nunca han visto acompaña a la Serrana en su vagar. Es por eso que la gente del pago es mañera de pasar de día por la cruz de la Serrana.
Y de noche por la Sierra de las Ánimas, ¡ni Dios pasa...!
 

Ada Vega, 2004 -