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miércoles, 12 de agosto de 2015

Volando bajo





En los campos de Rocha,  hacia el norte y sobre la costa, tenía su casa don José  Pedro Segovia. Una casa de piedra de estilo español mirando al sur,  del tiempo del coloniaje, que don José Pedro heredara por cuarta generación. Allí vivía con su mujer, Ana Luisa, y sus seis hijos.
La familia llevaba una vida apacible cultivando campos y criando animales. Sólo distorsionaba un poco la tranquilidad del lugar, la mala costumbre de su hija más pequeña de pasarse el día volando.
Extravagancia que nació con ella. Cuando normalmente los niños comienzan a intentar sus primeros pasos, ella desde el corralito  trataba de levantar vuelo. Tenían que cuidarla porque en lugar de caerse al suelo como los niños cuando aprenden a caminar, ella se golpeaba la cabeza en el techo.  Y no volaba con alas, que lógicamente no tenía, ni como Superman con el cuerpo horizontal y  los brazos extendidos. No, nada de eso. Ella volaba de pie, no se impulsaba ni pronunciaba palabras mágicas. Al igual que nosotros caminamos, ella volaba con el sólo deseo de hacerlo. A veces recorría la casa a veinte centímetros del suelo, sin mover los pies. O paseaba recorriendo el  campo por encima de los animales, poniéndolos nerviosos, o andaba por las copas de los árboles revisando nidos.
Sus padres no estaban de acuerdo con esa singularidad. Se lo tenían prohibido, argumentando que los seres humanos no estábamos hechos para esas veleidades y que si Dios hubiese querido que voláramos, nada le hubiera costado agregarnos un par de alas como hizo con los ángeles.
Por lo tanto le ordenaban que pusiera los pies sobre la tierra y que caminara como todo el mundo. Pero María José, que así se llamaba la niña, era tan dulce y sensible como libre y desobediente, y en cuanto los padres se distraían, se elevaba por los aires y desaparecía entre los eucaliptos.
Temiendo entonces que se perdiera, andaba toda la familia buscándola, mirando para arriba cayendo y  tropezándose unos con otros.
A medida que fue creciendo, la chica fue ampliando su espacio de vuelo. Comenzó a pasar revoloteando sobre los campos vecinos llenando de pánico a sus habitantes, quienes  dudaban entre bajarla de un escopetazo, para después averiguar quién era o aceptar lo que decían la mujeres de los campos vecinos: que era un ángel que Dios había mandado a la tierra para ver qué hacíamos los seres humanos con el mundo que nos dio para administrar. Pronto se enteraron que la niña voladora era la más chica de los Segovia, se acostumbraron a verla, creyeron que era un poco excéntrica y agradecieron que no fuese una mensajera de Dios en plan de inspección divina.
María José comenzó entonces a aterrizar en  las fincas  vecinas haciendo amistad con los jóvenes que allí vivían, y con sus padres y parientes con quienes conversaba animadamente pues, dejando de lado su extraña manía, era una chica muy alegre, de buen corazón y muy sociable.
Los padres de los muchachos casamenteros veían con recelo la amistad de éstos con la chica, temiendo que alguno se enamorara, llegara al matrimonio, y vieran un día a sus nietos volando como pájaros sobre sus cabezas, peligrando a que algún desprevenido los llenara de perdigones. Así que cuando Luis Machado, hijo de uno de los matrimonios temerosos, declaró su amor por la joven los padres se opusieron, lloraron, se desesperaron, y terminaron aceptando, bajo la firme promesa del muchacho de que cuando María José fuera su mujer, no abandonaría la casa para andar volando por ahí.
Los jóvenes se casaron en una boda sencilla. Ella entró a la iglesia del brazo de su padre, caminando con paso seguro sobre la alfombra roja. Estaba tan hermosa vestida de novia con su cabello rubio y su cuerpo tan grácil, que muchos recordaron cuando la vieron por primera vez y creyeron que era un ángel que Dios había mandado a la Tierra.
Reconocieron entonces que era toda una mujer y le pidieron al Creador que los hiciera felices y que ella abandonara  de una buena vez la manía de volar.
La nueva pareja fundó su hogar en Treinta y Tres donde los padres de Luis tenían unas hectáreas de campo. De modo que para allá se fueron, se amaron apasionadamente y, aprovechando el joven esas noches de amor y deseo, trató de lograr de su adorada esposa la promesa hecha a sus padres, de que no volvería a andar planeando, escandalizando a la gente.
María José lloró amargamente en sus brazos. Prohibirle volar, le dijo, era como cortarle las alas; le prometió  en cambio que sólo volaría dentro de sus tierras. Fue un acuerdo.
Viajaba en Charré para visitar a sus padre y a sus suegros, y llevándoles a conocer cada año un niño rubio, llegó a completar la media docena.
Mientras tanto, ayudada por una mestiza que vivía con ellos, cocinaba, atendía la casa y criaba a los niños con amor y paciencia tratando de terminar lo más pronto posible con los quehaceres, para volar al encuentro de su marido y acompañarlo mientras trabajaba en el campo.
 Él la esperaba impaciente todas las tardes, hasta que al fin la veía venir volando bajo como las gaviotas. Volvía luego a la casa juntos y abrazados. Tranquilizado porque nunca vio a sus hijos tratando de ganar altura, supuso que no habían heredado la chifladura de su madre.
Los abuelos  de ambos lados, que ya no temían ver a sus nietos atravesando el cielo, se sentían felices cuando los niños pasaban unos días con ellos.
Los seis hijos de María José y Luis crecieron y fueron muchachos formales y muy trabajadores. Un día se casaron,  se radicaron en distintos departamentos, fueron felices y comieron perdices. Sin embargo hubo quienes juraron que cuando María José murió, siendo una adorable viejecita, vieron a seis hombres que al finalizar el sepelio, elevándose, desaparecieron entre las copas de los árboles en distintas direcciones. Pero no sé si será cierto. La gente que no tiene nada que hacer es muy de inventar cosas.


Ada Vega -  2002 

domingo, 9 de agosto de 2015

De boliches y otras yerbas

    
Don Alberto Aquino era un tipo de pocas pulgas. Genioso y mal arreado como he conocido pocos. Tenía el pelo entrecano de tordillo viejo, pero conservaba el cuerpo duro y fornido de sus años mozos. Nunca le gustó  andar averiguando la vida de otros, y de la suya no era dado a hablar. No hacía liga con los gurises que peloteaban frente a su casa, y más de una vez les tajeó la pelota que caía en su jardín destrozando algún almácigo, o alguna rosa temprana. Peleaba por las mañanas con el diariero porque venía muy tarde, y con el panadero, que ataba la jardinera al árbol de su vereda, y el caballo dejaba de estiércol la calle a la miseria. Discutía en el almacén y protestaba en la feria. Con razón o sin ella, vivía enojado.
 El asunto era quejarse, rezongar. Si tenía un genio del diablo, después que enviudó fue peor. Quedó solo, con un par de gatos barcinos y unas batarazas en el fondo. Nunca tuvo perro. Vivía en la casa pegada a la  del Cacho Forlán, que había comprado con su mujer cuando la ley Serrato. No sé si usted se acuerda.
-Más o menos.
-No, más o menos no, se acuerda o no se acuerda.
-No me acuerdo.
-Eran unas casas que se vendían a pagar a largo plazo.
-No, digo que de lo que no me acuerdo, es del Cacho Forlán.
-¡Cómo no se va a acordar! Era el electricista que le hacía arreglos a todo el barrio.
-Ah, un flaco que era guinchero del puerto.
- El mismo, las dos casas las compraron por la ley Serrato.
- De esa ley no me acuerdo.
-Lo instruyo: era una ley muy buena que sacó Serrato, un ingeniero que fue presidente de la República entre el 23 y el 27, y por la cual uno se podía comprar una casa y pagarla en treinta años.
-¿Y qué?, ahora también con el Banco Hipotecario...
-Cállese. No me hable del Banco Hipotecario. Un día que tenga tiempo, le voy a contar lo que me pasó a mí con el Banco Hipotecario.
-Está bien don, ¿y qué fue de don Alberto Aquino? blancazo el hombre ¿no?
-Mire, sinceramente no sé. Tal vez. Nunca supe de su filiación política.
-¿Y qué fue lo que le pasó al hombre?
-Como le iba diciendo, la casa de don Alberto era esa que tiene el sauce al frente.
-Ah, si si.
-Bueno, resulta que el hombre tenía un taller de relojería y allí, entre sus gatos, sus plantas y sus gallinas, mataba el tiempo rumiando solo todo el día. Pero vea usted, que a eso de las nueve de la noche, como algo preestablecido, cerraba el negocito, armaba un cigarro y cruzaba al boliche del gallego Paco. Otro tipo si lo hubo, callado como una tumba. Amargado y triste vivía por no morirse. Obligado. Había llegado a Montevideo muy joven, recién casado, acá lo esperaban unos parientes que le habían conseguido una casa donde vivir y trabajo. Y mire usted lo que  es el destino, al mes de llegar, se le muere la mujer.
 No  quiso volver a España. Un día se compró el boliche de la esquina, y allí pasó el resto de su vida, solo, sin poder ni querer olvidar. Y así, hablaba lo estrictamente necesario, escuchando a los parroquianos como un confesor, quienes a pesar de su parquedad le tenían sincero aprecio. Yo creo que la soledad los hizo unirse y hacerse amigos. El asunto era que a las nueve de la noche, el gallego Paco servía dos cafecitos con coñac, dejaba al Carlitos de mozo en el mostrador, y se llevaba los cafecitos a una de las mesas junto a la ventana. Allí llegaba don Alberto fumando manso y se sentaban los dos.
-¿Y hablaban?
-No mucho. Pero hablaban, sí. A veces del tiempo, del fútbol, o de la guerra en Europa. Y entre un cafecito y otro, se contaban la vida. Y finalmente, creo que las nueve de la noche era, para ellos dos, la hora más importante del día.
-Vivían al cuete.
-No crea, vivieron intensamente la soledad y el dolor.
-Pero vivieron pa’dentro.
-Así somos los seres humanos. Unos viven pa’dentro, como usted dice y otros pa’ fuera. La vida nos va tallando a fuerza de golpes y a según como la enfrentamos es como se nos va formando el carácter. Algunas veces sacamos coraje de donde no hay, pero otras veces nos chicotea tanto, que nos apabulla y nos achica, y se nos van hasta las ganas de seguir tirando. ¿Nunca le pasó?
-Más bien.
-¿Ha visto? Y estos dos seres eran así, vivían pa’ dentro. Hasta que se encontraron. Porque vea usted que la amistad, cuando es sincera, es un bálsamo muy difícil de encontrar en estos tiempos. Y una noche mire lo que sucedió. Serían las diez y media de la noche, llovía agua que Dios manda, como si no hubiese llovido nunca. Don Alberto no atinaba a irse del boliche, esperando a que amainara. Así que en cuanto escampó el aguacero, se apresuró a cruzar hacia su casa. En eso, un camión que pasaba, atropelló a un perro que quedó tirado junto al viejo.
 Don Alberto se acercó al animal que estaba golpeado, pero vivo. Como pudo lo arrastró y se lo llevó a su casa. Era un perro medio viejo, pero cuidado. Pensó que andaría perdido o escapado. Vaya a saber. El golpe había sido en la parte de atrás, estaba como descaderado. El pobre animal no se podía parar. El viejo lo cuidó días y días. Preguntó, no mucho ni muy fuerte, si alguien lo conocía. Nadie lo reclamó. Así que lo llamó Nerón y desde entonces don Alberto tuvo perro. Con el tiempo y los cuidados, Nerón volvió a caminar. Torcido, medio arrastrando las patas de atrás, pero andaba contento y pegado, día y noche, a su nuevo dueño. Como agradecido, vea usted.
-Como el perro no hay.
-Usted lo ha dicho. Desde entonces, fíjese, que  noche a noche, llegaban al boliche del Paco don Alberto y su perro. Allí, bajo la mesa de los amigos, se echaba el animal a dormitar. A eso de las diez y media se desperezaba estirándose, y se iba con su dueño. Y en la casa que compartían, mientras las sombras se desparramaban por las habitaciones, el bicho  dormía echado junto a la cama del viejo.
 Por mucho tiempo los vimos juntos entre bohemios, filósofos y nostálgicos, en las ruedas de boliche del gallego Paco. Una noche se hicieron las nueve, las nueve y media y como no venían, don Paco mandó al Carlitos a ver que le pasaba a don Alberto. Un alboroto de dientes y ladridos no le permitió al muchacho ingresar a la casa. Entonces cruzó don Paco. El perro se le acercó gimiendo y acompañó al gallego hasta donde don Alberto, tendido en su cama, dormía su último sueño.
 Con Nerón se quedaron los muchachos del taller mecánico. Pero a las nueve de la noche lo veíamos entrar al boliche. Allí, mientras don Paco se tomaba un cafecito, él se echaba a sus pies bajo la mesa y esperaba. A eso de las diez y media, arrancaba para el taller. Yo creo que don Alberto la noche esa, antes de morir, le recomendó al perro que acompañara al gallego. Para que no estuviera tan solo, digo yo.  ¡Bicho inteligente el perro!
- Y fiel.
- Y fiel... “Cuanto más conozco a los hombres...
- Más quiero a los perros.”
- ¡Eso mismo! ¿Nos tomamos la penúltima?
-¿Y quién soy yo pa’ decir que no?
- ¡Chacho, otra vueltita, y serví acá al amigo!– 
Ada Vega, 1996