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sábado, 24 de febrero de 2024

Por malagueñas

  


 



Atardece sobre el pueblo indiano recostado al mar. El sol que agoniza, se hunde lento para morir en rojo. En la media luz de la tarde, Manuela Velasco recorre airosa las calles que van al puerto. La cabeza altiva, decidido el paso y en el pecho el corazón alborotado de mariposas. Manuela es hija de una muchacha del pueblo, y de un marino que llegó un verano en una balandra, de no se sabe dónde, y se quedó a vivir en la playa con los pescadores. La joven se enamoró del muchacho, y con él vivió un ardiente romance de dos lunas. Antes de nacer Manuela, un domingo luminoso de primavera, el marino juntó sus petates y se fue en su balandra con la promesa de volver, pero no volvió. La joven lo esperó días, meses. Durante años lo esperó. 


Los vecinos del pueblo la veían pasar y detenerse en el muelle a escudriñar el horizonte, con Manuela pequeña en brazos, con Manuela de pocos años de la mano. Cuentan que un día subió a la barca de Agostino, el Bucanero, y se fue mar adentro por rumbo desconocido. Y no la volvieron a ver. Desde entonces la niña vivió siempre con el abuelo, quien le contó, en tardes de sol poniente, la historia de amor que vivieron sus padres. Quien le rogó, en nombre de aquel amor, que no se enamorara nunca de un marino, porque el amor del marino, le decía, pronto se lo lleva el mar. 

De todos modos, es sabido que el amor no necesita que lo busquen ni lo persigan. Cuando es menester, él mismo sale al encuentro de los desprevenidos y les roba el corazón. Eso fue lo que le sucedió a la pequeña Manuela: ella no buscó su primer amor, sucedió que lo encontró. Así fue. Ahora ya tiene veinte años. La gente del pueblo la ve pasar, como otrora veía a su madre, camino del puerto, a esperar a Joao, un marino portugués nacido en Santarém, que zarpó una tarde del puerto de Lisboa en un barco atunero y que, ese atardecer, tendrá que tocar puerto en la ribera del pueblo. 

Manuela es hermosa, tiene la impaciencia de su juventud y la premura de vivir la vida. Necesita amar y ser amada, no cuatro días cada seis meses, sino todos los días y todas las noches, pues su cuerpo está deseoso de sensaciones que la trasporten a territorios idílicos y perturbadores. Aunque esas sensaciones sean motivadas por una mala pasión que no colmará nunca sus ansias de una vida plena. De todos modos, la joven lleva ideas claras en su cabeza. Esa mañana se despertó con la precisa intención de hacer un relevo en su vida. Cuando se encuentre nuevamente con Joao, tratará de hablar con él muy seriamente. Le dirá que no soporta más vivir tan sola. Que necesita un hombre de tiempo completo. Y aún a sabiendas de lo que Joao le contestará, le hablará de su firme deseo de tener un hijo. 

Los cuatro días que el barco atunero queda anclado en el puerto, los utiliza Joao para pasarlos en la casa de Manuela Velasco, reanudando allí los votos, escritos en el agua, de amor y fidelidad. Se habían conocido cuando ella tenía cumplidos apenas quince años y vivía en la playa, con su abuelo. El portugués había nacido en los aledaños de Lisboa, cinco años antes que ella, y con apenas diez años cumplidos se había hecho a la mar recorriendo, en barcos pesqueros, las costas del viejo mundo. Tenía veinte años cuando cruzó el Atlántico por primera vez. 

Ese año conoció a Manuela en la playa del pueblo marinero, donde sabe que la muchacha lo aguarda. El abuelo, que la crio con mucho amor, murió un invierno, dejándola sola en el mundo, cuando ya había cumplido dieciocho años. Desde entonces ha vivido esperando a su novio portugués que viene a verla dos veces al año. Al novio que nunca habló de quedarse algún día definitivamente con ella, o llevársela con él a su casa, que está en la otra vereda del Atlántico, como le ha dicho más de una vez, y dónde necesita volver tras cada viaje. 

Varias veces le ha comentado la muchacha su deseo de ser madre. Que los años se precipitan, le ha dicho, y no quiere envejecer sola y sin haber siquiera parido un hijo. Sin tener quien la acaricie, ni quien la bese. Ni quien le extienda los brazos y la llame: mamá. Pero el hombre le ha repetido hasta el hartazgo, qué hijos no. Esa tarde camina Manuela por las calles del puerto, hacia el muelle donde atracan los barcos pesqueros, con una esperanza nueva que le perturba el alma y un rasgueo de guitarra siguiendo sus pasos. 

Hace unos años llegó también al pueblo Juan Jiménez, un andaluz que, con el deseo de conocer América, partió un invierno del puerto de Málaga y se vino a estas tierras, recorrió la costa, se quedó en el pueblo y abrió un bar en la calle del puerto. Juan es un hombre muy trabajador, muy sensato y honesto, que en poco tiempo progresó surtiendo el negocio como almacén y bar. Más de una vez le ha pedido Juan a Manuela que se case con él. 

Yo necesito una mujer a mi lado, le ha dicho, y tú un hombre todos los días, no cada seis meses, que un hombre cada seis meses no le sirve a ninguna mujer. Cásate conmigo y tendrás una casa para el resto de tu vida, y un hombre en tu cama todas las noches. Y se compró una guitarra para enamorarla.

 Manuela se ha detenido a la entrada del muelle pesquero. Ve desde allí venir a Joao. Al llegar junto a ella, el hombre la abraza y juntos caminan las callecitas del puerto hacia la casa donde ella vive. Va callada Manuela. A su mente ha venido la historia de amor que vivió su madre, con aquel marino que la abandonó. La historia que, en lejanas tardes, le contó su abuelo. Manuela no ha de revivirla. Una luz nueva marcará su destino. Al pasar por la puerta entreabierta del bar de Juan se detiene y le dice a su compañero: 

—Quiero tener un hijo, Joao. Y Joao le contesta como siempre: —Ya te he dicho que hijos no, no necesitamos hijos. ¡Olvídate!. Manuela se aparta entonces del hombre, entra decidida al bar y se detiene ante el mostrador donde está Juan y, como un reto, le dice con mucha seriedad mirándolo a los ojos: 
—Quiero tener un hijo, Juan. 
— ¡Seis, mujer, seis hijos te haré! ¡Diez, si quieres! ¡Diez!, le contesta con vehemencia el andaluz. 
Ella, sin apartarse del mostrador, le habla a Joao, que se encuentra en la puerta del bar: 
—Vete, Joao, no me esperes, no vuelvas por mí, nunca más. 

Entra entonces, decidida, por detrás del mostrador y con la cabeza erguida y en el pecho el corazón alborotado de mariposas, se queda desde esa noche y para siempre a la vera del español. Cuenta la gente del pueblo que ya va para dos veces que Juan agranda su casa. Que los niños corren llenando de gritos y risas, la casa, el bar, la vereda. Cuentan que por las noches, cuando el pueblo duerme, cuando el viento gime entre la arboleda y el oleaje brama en la costa cercana, se oye la voz de Juan con su guitarra, rasgueando por malagueñas; con un cante gitano que solo habla del amor que encontró un día, tan lejos de su España, en nuestra pródiga, generosa, tierra americana. 

Ada Vega, año edición 2005

viernes, 23 de febrero de 2024

Romería - Café y Bar

   


Cada tanto en la noche tácita, cuando el barrio duerme y solamente los gatos y las almas en pena recorren sus calles, con mi padre y mi hermano llegamos hasta la esquina de Bompland y José María Montero. Allí, sobre Bompland, abría su puerta el "Romería – Café y Bar". Un boliche casi centenario. Angosto. Con la caja a la entrada, un mostrador de mármol a lo largo y cinco ventanas a la calle. De barrio. De amigos. Tuvo sus días memorables y sus noches para el recuerdo.
Allí escuché narrar cuentos fantásticos a parroquianos que sabían de qué hablaban. Anécdotas y alegrías de Defensor como la de 1976, cuando rompiendo la hegemonía de los grandes logró salir Campeón Uruguayo. Donde oí a hombres mayores, de los que no se podía dudar, contar historias sobre personajes que caminaron las mismas empedradas calles del barrio.
Empecé a ir al bar de botija, con mi padre y mi hermano. Íbamos de tardecita, mi padre se quedaba con los amigos y nosotros cruzábamos a la plazoleta Azaña a jugar al fútbol.
Cuando lo conocí, el Romería estaba en Bompland y José María Montero, pero mi padre lo frecuentaba desde los años en que estuvo en la esquina de Williman y Montero, y Pascale vendía los diarios dentro del boliche.
En esos años mi hermano enfermó y falleció antes de terminar el liceo. Entonces papá abandonó sus atardeceres de caña y mostrador y se encerró en casa. Mi madre me decía que fuera con él hasta el Romería para que aliviara un poco su tristeza y se distrajera. Pero a mi padre volver le costó más de dos largos años. Un día comenzamos a ir un rato de mañana, antes de almorzar. Creo que su vuelta lo ayudó a recuperarse. Conversar con sus amigos, comentar las últimas noticias de los diarios. Hablar del viejo Defensor.
Recuerdo que mi padre nunca se sentaba. Siempre lo vi tomar de pie con dos o tres amigos junto a la caja donde estaba don Julio, que también entraba en la rueda de conversación. Yo me quedaba a esperarlo en una mesa junto a la ventana, mientras miraba para afuera y tomaba una coca. Y los años se sucediron.
Cuando falleció mi padre, yo ya estaba casado. Nunca más fui al bar. Entonces tenía mi vida muy ocupada. No me daba el tiempo para perderlo haciendo boliche. Entendía que aquella era una costumbre del pasado. Que las copas junto al mostrador, las charlas de amigos, no tenían razón de ser. Que era aquella una vieja costumbre de gente que no valoraba el tiempo, gastando en copas y hablando trivialidades. Eso pensaba yo.
En los últimos tiempos mi madre solía llamarme por teléfono, para pedirme que "te des una vueltita un día de éstos, así acompañás a papá, que anda con ganas de ir un ratito al bar”. Y allá íbamos los dos. Nunca dejé de acompañarlo. Él podía tomar una…bueno papá ... dos. Yo tomaba un liso y me quedaba con él junto al mostrador mientras sus ojos grises buscaban, sin encontrar, algún amigo de antes para hablar de fútbol o comentar de política. Muy de vez en cuando encontraba algún conocido. La clientela había cambiado. Los veteranos como él ya casi no frecuentaban el café. Poco a poco se habían ido retirando a cuarteles de invierno. Sólo entraba gente de paso: a comprar cigarrillos, chicles, un par de cervezas. A mirar fútbol en el televisor. A leer el diario. Mi padre sufría la ausencia, la pérdida de los amigos. Aunque nunca lo dijo cuando volvíamos caminando lento por las callecitas arboladas camino a casa, él tenía en sus ojos una mirada empañada de nostalgia.
Fue largo el tiempo que me llevó entender el amor que mi padre le tuvo siempre, al boliche del barrio. Dicen que el tango espera a que cumplas los cuarenta. Que sabe esperar. Creo que los boliches de barrio, hubiesen querido esperarnos. Pero no pudieron. Se fueron quedando en el tiempo que los devoró. Desaparecieron sin ruido. Humillados. Fuimos nosotros, las nuevas generaciones, quienes los dejamos morir en soledad. Quienes, de ex profeso, despreciamos su cátedra señera de copas y mostrador donde, hablando poco y escuchando mucho, los muchachos aprendían a caminar en el mundo tal cual es. Donde, juntos, compartían la noche el estudiante de ingeniería, con el muchacho metalúrgico y el aduanero. Donde escuchando a los más viejos los más jóvenes aprendían las reglas, no escritas en los textos, de los límites, la mesura. Materias que no se enseñan en el taller ni en la universidad.
Pero nosotros no supimos. O no quisimos. Cuando reaccionamos y llegamos a entender la sabia filosofía bohemia de los boliches de barrio, ya la noche del olvido se había cerrado sobre ellos. Galiano una vez me lo dijo. No el Galeano de Malvín. El de nosotros. Una mañana pasó por la vereda rodeado de sus perros, yo venía de comprar el diario en el quiosco de Pascale, me crucé con él frente a las ventanas del bar y me dijo: cuiden ese boliche, cuiden el Romería, si no lo cuidan se les va a morir...cuiden ese boliche. No entendí lo que quiso decirme sino mucho tiempo después, cuando el Romería bajó definitivamente la cortina. Hoy sé que me hubiese gustado venir al bar a tomarme una con mis amigos del barrio, como hacía mi padre, mientras mis hijos jugaban en la plazoleta. Me hubiera gustado, pero no me alcanzó el tiempo.
Con mi hermano y mi padre venimos algunas noches a recorrer el barrio. Cuando todos duermen. Cuando sólo hay sombras recorriendo las callecitas empinadas. Cuando sólo los gatos maúuuuullan un saludo, al vernos pasar.
Entonces nos quedamos un rato junto a la puerta clausurada del viejo bar. Junto a sus ventanas herméticas. Junto a su soledad.
Rara vez vemos cruzar algún vecino. De todos modos, a nosotros, nadie puede vernos. Sólo Galiano, perdido en su mundo, creo que nos vio una noche.
Pasó junto a nosotros por Montero hacia el sur, cabizbajo, rodeado de perros. Se los dije más de una vez —le oímos decir--, no abandonen al Romería, si lo abandonan lo van a perder. No lo ayuden a morir. ¡Se los dije más de una vez…! Nos quedamos mirando su paso inseguro, su conocida figura tan lejos del bien y del mal. Tan cerca de Dios. Antes de llegar a De la Torre se lo tragó la oscuridad.
Muchas veces, en la alta noche, venimos con mi hermano y mi padre a recorrer el barrio y pasamos por el Romería. Permanecer un poquito allí, junto a sus cansadas paredes, junto a sus ventanas tapiadas, es como volver a un pasado lejano. Perdido. Es como detener el tiempo para volver a vivirlo.
Sin embargo la vida pasa, se va y no vuelve. Y el Romería, como nosotros, también se fue de Bompland y Montero. Se fue del barrio. Cayeron a pedazos sus paredes sobre la vereda. Arrancaron sus puertas. Sus ventanas.
Otro edificio comienza a levantarse sobre sus ruinas. Se fue el viejo café, nacido en el arrabal montevideano. Aquel arrabal de esquinas ochavadas, de faroles tristes, callecitas empedradas, de glicinas en los tejidos de alambre y zaguanes a media luz. Como se fue el tranvía 35, el reloj de la curva y la penitenciaría.
Será por lo tanto el Romería, para los vecinos que lo conocieron y los parroquianos que lo frecuentaron, desde hoy y para siempre, solamente un recuerdo. Un grato recuerdo de un tiempo, que también se fue.


Ada Vega, año edición: 2012.

martes, 20 de febrero de 2024

Lágrima Ríos - "La Perla Negra del Tango".

 



Con respecto al entredicho entre Suárez y Debra, quiero contar algo que me sucedió. Para mí los negros son negros y los blancos somos blancos y en eso no existe ofensa. Hace unos años vi y escuché en TV un reportaje a la Sra.Lágrima Ríos, no sé quien se lo hacía y ni en qué canal, pero como me acuerdo yo alguien se acordará. En aquellos días se había comenzado a llamar a los negros: afrodescendientes. El periodista le preguntaba qué opinaba ella de esa expresión y ella contestó que no estaba de acuerdo en que los llamaran afrodescendientes, ni de color, ni pardos, ni morenos, porque nosotros somos negros, dijo, y estamos orgullosos de ser negros. En 2008 edité la novela "Detrás de los ojos de la mama vieja" que trata la vida de cinco mujeres negras y quise llevarle a Lágrima un ejemplar. Introini, el editor de "La estrella de sur" que la conocía me acompañó, se encontraba ya muy enferma. Me recibió en su dormitorio, estaba casi sentada en la cama, recostada en varias almohadas. Todo el tiempo estuvo sonriendo mientras me miraba directamente a los ojos. Tenía buen semblante y se encontraba lúcida. Me acerqué para darle la mano y me instó para que la besara. Me senté en una silla a su lado, le dí mi libro y le conté de que se trataba. Ella lo miró y me dijo: ¡qué bueno! lo puso sobre su pecho y cruzó sus manos sobre él. Le recordé aquel reportaje y lo que ella dijo sobre la palabra. afrodescendientes, ella dijo que recordaba bajando los párpados y me dijo: negros, nosotros somos negros. La volví a besar cuando me fui, desde la puerta del dormitorio me volví para mirarla, había cerrado los ojos pero continuaba con el libro apretado sobre su pecho. Quince días después falleció.
Nacimiento: 26 de septiembre de 1924, Departamento de Durazno
Fallecimiento: 25 de diciembre de 2006, Montevideo.
Ada Vega - Diciembre 2006
"Lida Melba Benavídez Tabárez, conocida como Lágrima Ríos, fue una cantante afrodescendiente uruguaya, que destacó en los cantos del candombe. Conocida también como «la perla negra del tango» y la «dama del candombe», se dice que «representa la más noble esencia del canto mestizo y negro». Wikipedia

domingo, 18 de febrero de 2024

Fue un carnaval

  



Yo siempre quise ser cantor. En eso tuvo algo que ver la maestra de cuarto grado de la escuela José Pedro Bellán. Ella decía que yo cantaba muy bien. Y me lo creí. ¡Lo decía la maestra! A partir de ahí tuve la seguridad de que mi futuro lo encontraría en el canto. Por aquella época estaban de moda, entre otros, Angelillo, Ortiz Tirado y Alberto Echagüe. Desterré a Angelillo porque no me llegaba al corazón y Ortiz Tirado porque no me daban los pulmones. Me quedé con Echagüe por simpatía y porque el tango siempre me tiró. De todos modos el Carnaval puso lo suyo. Teníamos en mi barrio dos tablados: el Se hizo y el Aurora, muy cerca uno de otro. Cada noche el camino entre los dos se alfombraba de papelitos y serpentinas.
La gente se paseaba de un escenario al otro y aquello era un corso donde nosotros, entre presentación y retirada, dragoneábamos a las chiquilinas que venían con la madre, el padre, el hermanito y la silla. ¡Carnavales de mi barrio! Me emociona el recordarlos, tal vez porque coincidieron con momentos muy importantes de mi vida. Por aquellos años yo trabajaba en la Ferrosmalt y paraba en el Bar de Vida. El viaducto no existía y Agraciada y Castro era una esquina clásica. Un carnaval descubrí que María Inés había crecido, convirtiéndose en una preciosa jovencita. Usaba el cabello recogido atado con un lazo sobre la nuca, y apenas se pintaba los labios. Con María Inés éramos vecinos. La conocía de toda la vida, pero nunca me había dado cuenta de lo linda que era.
Me enamoré de ella aquel carnaval. Ese febrero fuimos novios de ojito. Por ella me gasté el sueldo de una quincena en papelitos. Y empecé a soñar con su amor. Ese amor que nos hace sentir más buenos, más justos, más sabios. María Inés venía al tablado con dos primas, y una tía que las vigilaba como un carcelero. Daban un par de vueltas, se quedaban un ratito y se iban. Por mirarla solo a ella, una noche casi me pierdo la actuación de los Humoristas del Betún, con el inolvidable Peloche Píriz y el Colorado Lemos. Recuerdo que no había terminado de bajar el conjunto del tablado cuando vi que María Inés se iba. Esa noche no la seguí hasta verla entrar a su casa como hacía siempre. Estaba anunciado Luis Alberto Fleitas que, sin él saberlo, era mi ídolo y mi maestro.
Yo observaba con mucha atención a aquel morocho flaco de traje azul, que cada noche, al llegar al tablado, cantaba poniendo el alma: “Barrios uruguayos, barrios de mi vida hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción. Barrios uruguayos lindos barrios nuestros siempre van prendidos a mi corazón.” Como ya les dije, yo quería ser cantor. Nadie me alentó. Ni me desanimó. Yo no me oía, por lo tanto, ensayaba en mi casa frente al espejo ovalado del ropero de mi madre, donde me veía de cuerpo entero. Y con una escoba de micrófono cantaba a voz en cuello imitando al maestro: “el Cerro, La Teja, el Prado y la Unión...” Solo me faltaba la oportunidad, que se podía dar en cualquier momento; ¿o no?
Yo esperaba tranquilo, no tenía gran apuro. Mientras tanto ayudaba a armar cocinas en la fábrica de Nuevo París. Aquel Carnaval pasó. María Inés, de uniforme azul y sombrerito negro, pasaba por mi casa con dos o tres amigas hacia el Colegio San José de la Providencia, de las Hermanas Capuchinas de Belvedere. Para poder verla andaba a las corridas haciendo esquives con los horarios de mi trabajo. Una tarde muy fría, a mediados del invierno, la vi ir hacia Agraciada con el hermanito. Era mi oportunidad. La alcancé justo cuando entraba a la Poupée.
-¿Puedo hablar con usted?
-No, no. Ahora no puedo.
-¿Y cuándo?
-El domingo, cuando salga de Misa.
Creí que al domingo lo habían borrado del almanaque. No llegaba nunca. Pero al fin llegó. Cuando salió de la iglesia me acerqué. Venía con dos amigas que se adelantaron y me miraron con una sonrisa burlona. A mí se me olvidó lo que pensaba decirle, y eso que había estado casi una semana estudiándome el libreto. Así que traté de tomarle una mano que ella retiró y, sin más preámbulo, le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí, y ahí nomás volvieron las amigas y me tuve que apartar. Todavía no me había recuperado del efecto causado por su contestación, cuando volví a oír que me decía:
-Hoy voy al Cine Alcázar, a la matinée. Ahí me agrandé. Llegué a mi casa y le grité a mi madre:
-¡Mamá! ¿Falta mucho para los tallarines? ¡Apúrese que me voy al cine! Pasamos la matinée de la mano y en un intervalo me batió la justa:
-Tienes que hablar con mi papá.
-Bueno. -dije yo. (Uy, Dio, pensé)
Les diré que María Inés era hija de un señor que tenía un par de joyerías en el Centro, campos en el campo, una casa con zaguán y cancel. Y auto. Qué cosa extraña, ¿no?, lo que es la juventud en todos los tiempos: ¡no me amilané! Y el jueves de esa misma semana, con mi trajecito azul recién llegado de la tintorería, a las 19 y 30 en punto, me presenté en la casa de mi novia a pedirle su mano al padre. Cuando estuve frente a él, que me miraba desde su altura como si yo fuese un pigmeo, le dije que amaba a su hija y le pedí permiso para visitarla. El buen señor captó que yo tenía buenas intenciones y me preguntó la edad.
-18 años.
-¿Trabaja?
-En la Ferrosmalt.
Y ahí fue cuando metí la pata. Me pareció poca casa ser obrero de una fábrica. Quise darme importancia para que el don viera que su hija tenía un pretendiente con futuro, y le dije:
-Pero yo canto. Soy cantor y en cualquier momento... No me dejó terminar mi exposición, que venía bárbara. Levantó la voz:
-¿Cantor? Y ¿qué canta?
-Tangos. El señor se puso rojo. Se desprendió el cuello de la camisa y me señaló la puerta.
-Cuando desista de esa idea vuelva. ¡Yo no crie a mi hija para que se me case con un cantorcito de tangos!
Como era joven, pero no necesariamente estúpido, desistí en ese mismo momento. Renuncié a mi sueño de cantor, arreglé el embrollo como pude y empecé a visitar jueves y domingos a la dueña de mi corazón. Tenía veintiún años recién cumplidos cuando, de pie en el altar, vi entrar a María Inés vestida de novia del brazo de su padre, en la Parroquia del Paso Molino. Nos casamos un sábado de Carnaval. Pasaron muchos años. Ya no tenemos tablado en el barrio. De nuestro matrimonio nacieron tres varones que ya son hombres. Para mí, María Inés está más linda que antes. Pero algunas veces, mirando hacia atrás, al recordar aquellos carnavales me pregunto si habré elegido bien al sacrificar mi destino de cantor, si no hubiese sido preferible... Martín me vuelve a la realidad:
-Dale, abuelo, ¿qué estás haciendo? ¿Me vas a llevar o no a la placita? (No, claro que no me equivoqué) Sí, campeón. ¡Vamos, vamos a la placita!
“Barrios uruguayos, barrios de mi vida Hoy vuelvo a cantarles mi vieja canción Barrios uruguayos, lindos barrios nuestros siempre van prendidos a mi corazón”.

Ada Vega, edición,1999 -