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jueves, 28 de marzo de 2013

Vincent


                       
         
    Nadie se acuerda del día en que Vincent llegó al barrio. Creo que siempre estuvo allí. Su figura desgarbada, sus cuadros vírgenes y su cara de Nazareno, eran parte del paisaje de La Teja al sur que hacia los años cincuenta crecía porfiada junto a la Bahía de Montevideo.

    Vincent era un joven pálido de cabello largo, barba rizada, y de ojos enlutados de mirar perdido. Vincent trastornado, extraviado en su propia esquizofrenia, que deambulaba por las calles del barrio en aquellos esplendentes y perdidos veranos, con una tela de pintor bajo el brazo, algo que alguna vez fue un caballete y un pincel.
    Caminaba la vida con un compañero invisible y permanecía largas horas apoyado en el puente mirando el mar. En sus caminatas sin rumbo llegaba a veces hasta Capurro y vagaba por el parque “donde de niño, jugara Benedetti” y recorría su playa antigua y sentenciada.
   Sonreía y pintaba siempre el mismo cuadro. Entusiasmado con su obra  a veces se retiraba y miraba la tela como un verdadero pintor de oficio, buscando la perfección, entonces se acercaba y corregía hasta quedar satisfecho. Pero la tela en el bastidor permanecía blanca. Muy temprano andaba Vincent haciendo su recorrido diario. Cuando los silbatos de las fábricas llamaban al turno de las seis de la mañana, él pasaba con su cuadro y su pincel. Adónde iba o de dónde venía, nadie lo supo. Simplemente lo veíamos pasar.
    Vivía con otros marginales en un ranchito mísero hecho con latas y cartones, en la misma desembocadura del Miguelete junto a la refinería de Ancap. Decía llamarse Vincent, pero su verdadero nombre, rubricado por apellidos muy sonados en la política de aquellos años, era otro. Pertenecía al seno de una familia adinerada que lo amaba y lo cuidaba. Su madre venía a verlo muy seguido: tanto como él lo permitía.
    Llegaba de mañana en un auto con chofer. Le traía ropa, comida y vitaminas y era éste quien bajaba del coche y le alcanzaba los bolsos, mientras la angustiada madre esperaba para ver a su hijo que, desde lejos, la saludaba con la mano en alto Vincent apenas probaba la comida, las vitaminas jamás las tomó, solía cambiarse el pantalón y la camisa, lo demás lo regalaba. Había logrado, hasta donde le fue posible, mantener alejada a su familia, con excepción de su hermano Diego, con quien en los últimos años mantuvo una gran amistad.
   A Diego le dolía la condición en que se encontraba su hermano. En una oportunidad nos contó que siendo estudiante, Vincent sufrió un trastorno en su mente y perdió la razón. Los médicos nunca acertaron a explicar muy bien que le sucedió. Fue entonces que los padres lo llevaron a Europa y luego a Estados Unidos, en busca de una posible cura, pero volvieron sin encontrarla. Y el joven poco a poco se fue aislando.
     No quería estar en su casa ni con su familia. Desaparecía por días, hasta que al final lo encontraban vagando por las calles, sonriente y feliz. Un día, en sus desvíos, encontró a los cirujas que vivían junto al Miguelete y se quedó con ellos. Desde entonces vivió para “pintar”. Le pidió a Diego una tela y un caballete y el hermano le trajo todo lo necesario: telas, pinceles y óleos. Pero nunca usó las pinturas, los colores estaban en su mente. Era un joven callado y dócil, pero vivía en un mundo donde no había cabida para nadie más.
    Un invierno su madre dejó de venir. Había fallecido. Nunca supimos si su mente registró el hecho. Entonces empezó a venir Diego, le traía telas y tubos de óleos, aceites y pinceles, pero él siguió con su pincel seco y su vieja tela. También le traía ropa, frazadas y comida pero él todo lo daba a sus compañeros. Diego no soportó más la situación. Una tarde se lo llevó con él, lo bañó, lo afeitó y lo dejó en una lujosa casa de salud.
    Lo instaló en una hermosa habitación, con cama de doble colchón y sábanas perfumadas; con televisión, un sillón hamaca, y junto a la ventana un caballete con su tela, caja de óleos, acuarelas y pinceles. Tenía cuatro comidas diarias y podía bajar al jardín. Vincent se quedó un día, pero al llegar la noche con su vieja tela bajo el brazo y su pincel se dirigió a la puerta de calle, y al encontrarla cerrada con llave, enloqueció.
   Se sintió atrapado, no podían controlarlo y llamaron a Diego. Cuando éste llegó y entró en la habitación encontró a Vincent bañado en sangre. El joven, perturbado, se había cortado una oreja. Y Diego comprendió que no podía interferir en la decisión de vida que su hermano había tomado. Si lo amaba, debía respetar su derecho a vivir cómo y donde él quisiera. Y él era feliz en su ranchito tal cual lo tenía: en el baldío, junto al puente, frente a la bahía.
    Y Vincent volvió al barrio. Anduvo meses vagando calle arriba y calle abajo con la cabeza vendada. Hasta la noche en que terminó el cuadro que hacía años estaba pintando. Esa noche se sintió mal y avisaron a Diego, que no demoró en llegar. Vincent estaba acostado en una colchoneta cubierto con una manta. Al verlo así, Diego se alarmó e intentó llevárselo a su casa, pero Vincent no quiso moverse, dijo que tenía frío y que estaba muy cansado.
      Diego se acostó junto a su hermano y lo abrazó muy fuerte. Entonces Vincent, haciendo un esfuerzo, sacó el cuadro terminado de entre las ropas que lo cubrían. Es para vos, le dijo. Diego tomó el cuadro en sus manos  y mientras le oía decir casi en susurro: Adiós, Diego, observó en aquella vieja tela, que durante años, su hermano enfermo pintara sin pintar, la clásica belleza de un “Vaso con girasoles” con su firma: Vincent

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domingo, 24 de marzo de 2013

Qué quiere que le diga




Fue a principios de la década del sesenta. Los tranvías con los rieles aferrados al hormigón hacía ya tiempo que habían dejado de recorrer las calles montevideanas, abriéndole paso a los modernos trolebuses de rieles aéreos que resultaron sólo espejismos en su primera y en su segunda etapa.   
Las grandes tiendas del Centro fueron cerrando las puertas al público  dejando sin trabajo a miles de empleados para apostar a las modernas   Galerías, que no alcanzaron nunca a colmar las expectativas de los quiméricos empresarios de aquellos días. Comenzaron a cerrar los cines y los grandes bares y el clásico paseo de los sábados al  Centro, poco a poco, desapareció.
           En esa década a partir de aquel abril de 1959, cuando las inundaciones causadas por  treinta días de lluvia continua produjeron una catástrofe nacional y dejaron al país con carreteras cortadas y  prolongados cortes de luz, los empleados del comercio obtuvimos algo favorable: dejamos de viajar cuatro veces por día pues se decretó, para ese ramo, el horario continuo.
           El comercio del Centro comenzó entonces a abrir sus puertas al público  de diez de la mañana a seis de la tarde descansando el personal, en tres turnos, una hora al medio día. En la calle Río Negro entre 18 de Julio y San José había, en aquel entonces, un bar  llamado Támesis. Allí íbamos varias compañeras, en la hora de descanso, a conversar  y tomar un cortado largo con  una medialuna de  jamón y queso.  En ese bar muchas de nosotras aprendimos  a fumar con los Marlboro  y  los  L & M  americanos, extralargos con filtro, que comenzaban a aparecer en todos los quioscos del Centro. En esos días también íbamos a comer  la famosa pizza con mozarela que ofrecía, como una novedad, El Subte, la pizzería  de Ejido frente a la Intendencia, que era un local chiquito, sin mesas ni sillas, donde había que comer de pie y de apuro, para dar lugar a otras personas que esperaban afuera.                                  
El Támesis  tenía un mostrador largo en el medio del local, desde la puerta de entrada hacia el fondo. La caja estaba adelante y a ambos lados y también hacia el fondo, se alineaban las mesas. Entrando, a la derecha, las mesas estaban separadas del mostrador por un tabique que les daba cierta privacidad. Nosotras íbamos ahí y en esa hora ocupábamos todas las mesas.               Un medio día, al entrar, una compañera llamada Abril, encontró debajo de una mesa un monedero rojo. Era un monedero grande, con boquilla, tipo carterita. Mi compañera lo puso sobre la mesa y lo abrió.  Adentro tenía unas monedas sueltas y un pañuelo rojo, de mano, envolviendo una foto. Era una foto vieja en sepia cinco por ocho, una muestra, tal vez, sacada en un estudio. Recuerdo a mi compañera con ella en la mano. Es Gardel, dijo extrañada al mostrarla. Atrás tenía una dedicatoria: “Para mi amiga Juanita con mucho cariño, Carlos Gardel. Montevideo junio  de 1933”.
 Yo miré la foto con la cara sonriente de Carlos Gardel en aquella muy famosa foto de perfil y gacho gris que le sacara, entre muchas otras, el fotógrafo Silva en su estudio de la calle Rondeau. Y  no le di importancia pues para mí Gardel —en aquel entonces—,  era un cantor argentino de tangos que había muerto en un accidente antes de que yo naciera. Y que la gente, no entendía por qué, lo seguía escuchando por la radio como si no estuviese muerto y enterrado. En esa época yo estaba entusiasmada con las canciones de Sandro y  Leonardo Fabio y, a pesar de que siempre me gustó el tango, Gardel no estaba entre mis ídolos del momento. Después los años me enseñaron muchas cosas, entre ellas: que Carlos Gardel es inmortal y que es cierto que cada día canta mejor. Pero eso lo aprendí a medida que fueron pasando los años.
Aquel mediodía en el Támesis nos encontrábamos opinando sobre el monedero y su contenido cuando entró la dueña a buscarlo. La quedamos mirando. La dueña del monedero era una mujer que todas conocíamos de vista. Tal vez  alguien que la haya conocido, si lee esta historia, la recuerde. Era una mujer de tal vez, cuarenta o cincuenta años. Alta, delgada. De piel muy blanca y cabello negro. Que tenía la particularidad de vestir siempre de rojo. Toda de rojo. Zapatos, medias, vestido, tapado, guantes, cartera y  en la cabeza un pañuelo, que cruzaba adelante y ataba detrás.
Solía andar con un bolso rojo haciendo compras. Vivía por ahí cerca. No mendigaba ni hablaba con nadie, pero todo el mundo la conocía. Por años vi a esa mujer andar en la vuelta. Ese mediodía cuando entró y vio a mi compañera con el monedero abierto y la foto en la mano le dijo: —Ese monedero es mío, se me cayó y no me di cuenta. Abril se apresuró aguardar la foto y alcanzarle el monedero mientras nosotras le explicamos que lo habíamos encontrado en el suelo y lo abrimos para ver de quién era. Ella no nos escuchaba. Miraba atentamente a la chica que lo encontró  que aún mantenía la foto en la mano. Entonces le hizo una pregunta extraña. Le dijo en voz baja y pausada: —¿Qué te pasa? ¿Por qué estás preocupada? Abril  se puso nerviosa. —Nada —le contestó—, a mí no me pasa nada. —Estás asustada, ¿de qué tenés miedo? —insistió la mujer de rojo. Entonces Abril más tranquila dijo: —Mi mamá está internada, hace una semana que está en coma.     —Sí, —dijo la mujer—, por algo perdí el monedero para que vos lo encontraras. Quedate con esa foto, pedile a Carlitos por tu madre. No te separes de esa foto. Mañana  vengo a buscarla. Cuando se fue nos quedamos comentando  que aquella mujer estaba loca. ¡Mire que rezarle a Gardel...!                     
Según Abril,  ella  no le pidió ni le rezó al Mago. No se sintió motivada. No creyó que Gardel fuera un santo como para pedirle un milagro. De todos modos no se separó de la foto la tuvo en la mano y la miró varias veces. Esa noche pasó con la madre en el Hospital y a la  mañana siguiente como todos los días vino a trabajar. Ese mediodía  regresó la mujer de rojo a buscar la foto. Abril se la devolvió y le dijo que la mamá  seguía igual. Que los médicos no daban esperanzas. Ella le contestó: —¡Qué saben los médicos! ¡Carlitos es un santo! ¡Ya vas a ver!                                                                                                Esa tarde casi al cierre llamaron a Abril del hospital para decirle que  la mamá había vuelto del coma y comenzaba a recuperarse. Diez días después dejaba el hospital completamente curada.                                                      
La señora salió del coma y se recuperó debido a la atención de los médicos, a la medicación o porque no era su hora. Pero para Abril y algunas de mis compañeras fue un milagro de Gardel  y  sé  que hasta el día de hoy le rezan y le piden cosas que, según ellas,  él les concede.                                                  No había transcurrido un mes cuando un mediodía vino al bar  la mujer de rojo a preguntarle a Abril por su madre. Abril le contó la novedad de la feliz recuperación y ella nos contó la historia de la foto de Gardel. Que parece que no sólo es mago. Desde su trágica muerte, hay quienes piensan que el morocho del Abasto pasó a ser santo.    Esa foto, nos dijo, perteneció a Juanita Olascoaga, una morena que vivió en su juventud el esplendor del Montevideo de los años veinte. Muy conocida en la noche montevideana. Las dos mujeres se habían conocido casualmente, hacía unos años, y cultivaron una cierta amistad. Tal vez las unió la soledad, o aquel modo de vivir en un mundo propio que ambas habían elegido. Lo cierto fue que la morena le contó parte de su vida que fue, sin duda, muy interesante y entre esos recuerdos como una noche de lluvia de 1933, en que andaba caminando por 18 de julio, tropezó sin querer con Gardel que bajaba de un taxi en la puerta de su hotel, protegiéndose bajo un paraguas. La morena trastabilló y Gardel la tomó de un brazo para que no cayera. Entonces ella lo reconoció y le dijo: —¡Carlitos!  Y  él la invitó a tomar un café en un bar de la calle San José. Juanita esa noche le pidió una foto y él le dio una muestra que se había sacado en esos días en el estudio Silva de la calle Rondeau y se la dedicó. Era octubre y Carlos había venido, en esos días, a cantar al teatro 18 de julio. Fue la última vez que vino a Montevideo. Murió trágicamente, a la vuelta de una gira, en junio de1935.
 Nos contó la señora de rojo que Juanita siempre tuvo esa foto con ella y que en los últimos años le rezaba a Carlitos como si fuera un santo, pidiéndole que la llevara con él de este mundo. También contó que se habían encontrado las dos, hacía unos días, por  18 de julio y  la morena se la dio para que la conservara —le dijo—, porque no se estaba sintiendo bien y no quería que cuando ella faltara esa foto, que era milagrosa, se perdiera.
 Yo sigo pensando que Carlos Gardel fue un súper dotado. Que cantaba como un zorzal y las letras que cantó hace cien años, aún hoy están vigentes. Que no hubo ni habrá nadie que lo iguale en su voz y su carisma y que fue, según dicen, —argentino, uruguayo o francés—, un gran tipo.
Acepto que fue un mago. Pero de lengue y  gacho gris en un altar de la iglesia…¡qué quiere que le diga!

 Ada Vega -   http://adavega1936.blogspot.com/