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miércoles, 26 de marzo de 2025

Pasó en mi barrio










“no habrá ninguna igual, ninguna nunca
Como mi vieja Teja no habrá igual.”
Reina de La Teja. 1981


Hay que llegar a la punta de la cuchilla, dejar atrás el Liverpool y en Belvedere, donde Agraciada no quiere más, doblar por Carlos María Ramírez como quien va para el Cerro, donde el sol se ahoga.
Ahí, ya vas camino a La Teja. Tal vez el Pueblo Victoria se entrecruce al llegar al Cementerio, pero siguiendo adelante, siempre hacia adelante, hacia el sur y hacia el norte, hacia el este y el oeste: canta La Teja con voz de murga.
La Teja solidaria, combativa, a la izquierda de la ciudad y del progreso. Aquella del cine Miramar, la fábrica de vidrios Vidplan, de jabón El Bao, del Frigorífico Castro. La Plaza 25 de mayo y la Palza Lafone. La Aceitera Montevideo, la Textil Sedalana, La Cachimba del Piojo y la Casilla Obrera. La escuela Yugoeslavia; la Cabrera; la Beltrán, la 170 “de la Ancap” y del colegio de los Salesianos. La Teja del grana y oro del Club Progreso, del Tellier, el Artigas, el Venus, el Real, el Vencedor, el Bienvenido, el Banfield y el Unión y Fuerza.
La Teja de Los Diablos Verdes; de Araca la Cana del “paraguayo” y del inolvidable Pianito. La Teja de los zanjones, las calles cortadas, la Cantera del Puerto y del Dique Flotante; del 210 de AMDET y del tranvía 16 de la Transatlántica.
Y allí está, en aquella esquina, bajo aquel parral, junto a la cortada. Donde pasó mi infancia, mi juventud y mi vida toda. Y los recuerdos y las vivencias crecen y se agigantan. Y quisiera contarles tantas cosas de mi barrio. Decirles que La Teja que yo viví, era un montón de botijas jugando al fútbol en los campitos; era el ir y venir de los obreros en los distintos turnos, eran muchachos y muchachas llenando las fábricas, eran los boliches en cada esquinas y el Amor por las veredas.
El Amor. El viejo Amor que se olvidó de Elenita. De aquella Elenita rubia y dulce de colegio de monjas y lecciones de piano, que se quedó para vestir santos. Tal vez por capricho, o tal vez no. Pudo, quizá, haber sido por amor. ¡Vaya a saber!
Tendría Elenita no más de seis años cuando se enamoró del Pepe, uno de los hijos del gallego Fernández, que tenía el almacén en Heredia y Berinduague. Su niñez de muñecas y jueguitos de té, se asomaba al balcón para ver jugar a la pelota a aquel botija flaco, de pantalón corto, que tenía unos dientes tan grandes y blancos que cuando abría la boca parecía reírse. El Pepe Fernández, inteligente, buen dribleador. Jugaba bien al fútbol. Nunca se enteró de aquel amor y ella lo guardó por siempre en su corazón. Hoy hubiese sido distinto y yo no tendría tema de cuento.
En aquellos años la Administración Nacional de Combustibles Alcohol y Portland, se instalaba en La Teja y extendía un brazo sobre la misma desembocadura del arroyo Miguelete en la Bahía en un puente que nos unía con Capurro, donde se encontraba la destilería de alcoholes. El Ente le robó espacio al río y nos dejó sin una playita de arena blanca y fina que llegaba hasta Luis José de la Peña. Mil veces recorrimos de niños ese puente, hoy en desuso, para ir a la Playa y al Parque Capurro.
En aquella Teja que por el cuarenta, tenía la Plaza Lafone alambrada como un potrero, y el puente giratorio que no hermanaba con la Villa del Cerro, que se abría para dar paso a las chatas y a los lanchones que llevaban carbón a la planta de Frigorífico Artigas; sobre un arroyo Pantanoso que alguna vez tuvo el agua clara y transparente, que al desembocar en el Río de la Plata bañaba a su paso, las piedras de la Playa Rompeolas. Ya para entonces los Gauchos del Pantanoso habían estrenado sus pantalones largos, saliendo Campeones de la Divisional C, en el 38 y en el 39.
Allí, en aquel barrio de La Teja al sur, crecimos el Pepe Fernández, Dante Pinaglia, el Negro Vázquez, Walter Vega, el Toto Orlandi y un montón de botijas más. Íbamos a la escuela Yugoeslavia y a nadar y juntar cangrejos a la Cantera del Puerto. Si los domingos íbamos a misa, los curas nos dejaban jugar en la cancha del colegio, a una cuadra de la Plaza Lafone. Algunos oficiaban de monaguillos. Existía un problema: madrugar los domingos.
Cuando terminó la escuela el Pepe fue al liceo de los padres Salesianos en Colón. Era pupilo y salía sólo a fin de año. Elenita seguía esperándolo y tocando el piano. Y puso al fin una chapa dorada en la puerta de su casa que decía: Profesora de Música.
Un año para las vacaciones el Pepe no vino al barrio. Había entrado al Seminario y por mucho tiempo lo dejamos de ver. Recuerdo que fue un sábado de tardecita a principios de marzo, estaba toda la barra reunida en la esquina de la Plaza Lafone, cuando por Humbolt vimos venir hacia nosotros aquel cura de sotana nueva y zapatos relucientes, que traía las manos juntas sosteniendo un libro sobre el pecho. Cuanto más se acercaba aquella boca de dientes tan grandes y blancos me recordaba a alguien…¡es el Pepe! dijo uno de los muchachos. ¡Un cura, se metió de cura! dijo otro. Pero el Pepe ya estaba entre nosotros y nos saludaba sonriendo: ¿Qué tal muchachos? ¡Volví al barrio! Vengo para el colegio de mis hermanos Salesianos. Alguien le preguntó: ¿Y ahora cómo tenemos que llamarte, señor cura, padre o Pepe? Y él contestó: para ustedes yo sigo siendo el Pepe. Se quedó un momento con nosotros y se despidió diciendo: mañana celebro misa a las ocho, los invito a que compartamos juntos el milagro de la Eucaristía. Mientras se iba le contestamos: ¡no vengas con inventos, Pepe! Nosotros no creemos en Dios. No vamos a la iglesia. Yo soy comunista. Y yo protestante. El Pepe volvió la cabeza y levantando una mano dijo: “Los caminos que conducen al Señor son infinitos” y recalcó: mañana a las ocho.
Estaba feliz. Había vuelto a su barrio, a sus vecinos y a sus amigos sin sospechar siquiera que, esperanzado, lo aguardaba el amor de una mujer.
Dejó a sus viejos amigos y siguió caminando hacia el colegio. Pasó bajo el balcón de Elenita que lo miró incrédula, como quien ve pasar el Amor por su puerta sin detenerse. Él saludó respetuoso: Buenas tardes. Ella contestó inclinando apenas la cabeza. Su voz dolida murió en un susurro. Se quedó mirando aquel Ministro de Dios, que borraba la imagen del muchacho de barrio que ella amara y por años esperó. Y comprendió que no debía esperar más. El hombre que ella amaba prefirió a Dios. Mirá qué rival. ¿Con qué iba a competir?
Desde entonces sólo escuchamos su piano. Aquella tardecita de principios de marzo, Elenita cerró el balcón para siempre y le puso un candado a su corazón. Pasó en mi barrio, en La Teja del cuarenta.




Ada Vega, edición 1996.

domingo, 23 de marzo de 2025

Mujer con pasado

    




Que era una mujer con pasado lo supe en el mismo momento que la vi por primera vez. Me lo dijeron sus ojos cuando, al entrar, me miró. Yo conocía ese modo de mirar y sabía que solo una mujer con pasado mira a un hombre de esa manera: irónica, altanera. Desafiante. Detuvo sus ojos en mí apenas un segundo. El tiempo exacto de clavarme un aguijón. Después me olvidó. No volvió a mirarme en toda la noche. Me ignoró. A propósito. Con toda intención. De eso también me di cuenta y aunque no tuve oportunidad de acercarme a ella en el correr de la noche, y sé bien que lo advirtió, no la perdí de vista ni un segundo.

 La vi conversar, reír, brindar. Bailar. Y en un momento dado, casi al final de la fiesta, observé que se retiraba. Su mesa, que compartía con otros invitados, se encontraba cerca de la puerta de entrada. La que tenía yo con unos compañeros de oficina, hacia el centro del salón. Se despidió y sin más se dirigió a la salida. Antes de llegar a la puerta giró su cabeza y entre un mar de personas que nos separaban volvió a mirarme. Insinuante. Prometedora. Hice lo que ella esperaba: dejé a mis compañeros, atravesé el salón esquivando las mesas de los comensales, los mozos haciendo equilibrio con sus bandejas y algunas parejas que bailaban una música lenta. 

Cuando al fin logré llegar a la puerta de calle solo alcancé a ver el taxi que la llevaba, perdiéndose en la diagonal. Me quedé en la vereda con la seguridad de que muy pronto volveríamos a vernos. Dependía de mí. Y de cómo implementara los primeros pasos para dar con ella. Al principio tuve algunos tropiezos. Un par de conocidos, con quienes inicié mis averiguaciones, me miraron con cierto recelo y dijeron no conocerla o no darse cuenta de quien era la persona sobre la que yo indagaba. A las mujeres con pasado mucha gente las conoce debido, justamente, a ese pasado. Parecía no ser este el caso. 

La mujer de mi empeño no vivía en el barrio de la pareja que esa noche festejaba su boda. No era pariente de ninguno de los dos. En lo que yo alcancé a sondear, nadie la conocía. En la reunión que menciono me encontraba junto a un grupo de compañeros de trabajo de Matilde, la chica que se casaba. De modo que al no conseguir datos sobre la enigmática desconocida que había logrado moverme el piso, solo me quedó esperar el regreso de los novios de su luna de miel para preguntarle a Matilde sobre la muchacha a quien tenía intenciones de conocer. Mientras tanto me imaginé a Anabel —que así se llamaba—, de mil maneras.

 La imaginé casada. Infiel, por supuesto. La imaginé divorciada. Liberal. La imaginé soltera. Exigente, por eso soltera. Autoritaria. Con mucha personalidad. Y en todos los casos: buena amante. A mí no me interesaba en absoluto su estado civil. Yo quería encontrarla. Conocerla. Amarla. Ya la amaba, creo, antes de saber quién era. La hubiese amado igual soltera, casada, con pasado, sin pasado o extraterrestre. Cuando le pregunté a Matilde por ella me dijo que era la hija de una amiga de su mamá. Dudó un poco antes darme su nombre y su teléfono. Pienso que iba a decirme algo más, pero se detuvo y solo afirmó que la conocía desde niña y que le tenía gran estima.

 Esa misma noche la llamé por teléfono. Opinó que había demorado en llamarla. Nos quedamos de ver a la noche siguiente en el bar Facal, de 18 y Yi. No tuve que esperarla, llegó en punto a la hora prevista. En esa primera cita encontré en ella una mujer inteligente, frontal y desinhibida. Directa en sus expresiones. Puso los puntos sobre las íes y, aclarando antes de la tormenta, me habló de su vida y me contó su pasado. Vivía con su madre en un apartamento céntrico y trabajaba como recepcionista en las oficinas de unos abogados. Acababa de cumplir treinta años de edad y hacía dos que había salido de la cárcel luego de haber cumplido siete años de reclusión por homicidio. 

Yo estaba preparado para escuchar cualquier cosa sobre el pasado reciente de Anabel, cualquier cosa, digo, menos que había estado presa por matar a una persona. Quedé mirándola, tratando de disimular mi asombro al escuchar aquella confesión tan distante de la idea que, sobre su pasado, había estado elaborando mi mente procaz. No por entender que era una criminal y sentirme impresionado por ello, sino por la casi decepción que sobre su persona y su pasado me había hecho yo desde que la vi por primera vez. 

Tomábamos un café en una de las mesas, junto a uno de los ventanales, sobre la avenida. Había mucha gente en el bar. Muchas voces. Música disco de fondo. No era un lugar propicio para la intimidad. Para desnudar el alma ante un desconocido, como yo. Pero Anabel estaba complacida, le gustaba el bar y se sentía bien. Pasó un muchacho vendiendo rosas. Ella se distrajo para mirarlas, llamé al florista y le compré un ramo. Con las rosas en las manos quedó un momento impactada. Luego sonrió y terminó de beber su café. Afuera llovía intensamente. Entonces ella, otra vez con las rosas en sus manos, a grandes rasgos, me contó su historia. 

Tenía quince años cuando conoció a Ismael, un poco mayor que ella, con quien llevó durante seis años una relación de pareja. Ella, confiesa, estaba muy enamorada. Un día se enteró de que el muchacho se casaba con una joven con la que, según le habían dicho, llevaba amores hacía ya algunos años. Ella lloró, se enojó y lo increpó con firmeza. Lo acusó de haberla engañado. Él negó la acusación con énfasis y juró por lo más sagrado que lo que le habían contado era una vil calumnia de gente envidiosa y enredadora. Que la amaba como siempre y que en cuanto ganara un poco más en su trabajo se casarían como ya lo tenían resuelto. 

Anabel aceptó las explicaciones de su enamorado, pero el bichito de la duda comenzó a molestarla. Comenzó a prestar oídos a ciertos comentarios que circulaban a media voz y así se enteró del día y la hora en que Ismael se casaba. El despecho y el dolor que la invadió superó al amor que durante tantos años la había unido a Ismael. No volvió a llorar por él. Consiguió un revólver y el día señalado para la boda esperó paciente en la puerta de la iglesia. Cuando los novios, después de la ceremonia, salieron al atrio, ella los enfrentó, apuntó el arma hacia el pecho de la novia y disparó. 

Se fue sin mirarlo. Nunca más supo de él. La condenaron a nueve años de prisión. Salió antes de terminar la condena. Una sola cosa le pregunté. ¿Por qué la mataste a ella y no a él, que fue quien te engañó? Por venganza, dijo. Para vengarme de su falsedad. Quise que sufriera por culpa mía, como sufrí yo por su culpa. No supe, en ese momento, si agradecerle o no su sinceridad. Creo que hubiese preferido que se sincerara conmigo una vez que nos hubiésemos conocido un poco más. De todos modos fue su decisión. Siempre le gustó jugar con las cartas sobre la mesa. 

Ante semejante historia quedé un poco apabullado, no pude, por lo tanto, decirle que era casado, ni quise mentirle que era soltero. Eso lo solucioné con el tiempo. Ella no preguntó nada sobre mi persona, de modo que no intenté hablar de mi vida pasada ni de mi vida presente. No existía nada en mí fuera de la ley, que debiese aclarar. Nunca pensé tampoco que aquella relación, que recién comenzaba, fuera a convertirse un día en algo más que una aventura casual de corta duración. En aquel momento llevaba casi diez años de casado. No teníamos hijos y la relación entre mi esposa y yo, a esa altura, era más de amigos que de amantes. Trabajábamos los dos y teníamos una posición holgada. No habíamos pensado jamás en separarnos.

 Por eso me sorprendí a mí mismo cuando unos meses después de comenzar a salir con Anabel, cruzó por mi mente la imagen del divorcio. Un día le comenté que estaba casado. Me dijo que siempre lo había pensado. Que lo nuestro duraría lo que tuviese que durar. Ni un día más. Ni un día menos. Mientras tanto nos seguiríamos amando. Que al destino no se lo podía forzar, dijo. Aquel día de nuestra primera cita, Anabel dejó clara su situación. Era en realidad una mujer con pasado, pero no con el pasado que yo imaginé. Sino un pasado oscuro de odio y venganza. 

Frente a mí no estaba la mujer liviana a quien le gustaban demasiado los hombres, que en un principio creí y que fue lo que convencido me imaginé. Frente a mí estaba una ex convicta, que había asesinado a una mujer para vengarse de un hombre. Una mujer con un pasado truculento. Apasionada y vengativa. Una mujer de armas tomar y gatillar. Salimos del bar y nos fuimos juntos caminando por la avenida. Ella llevaba las rosas abrazadas contra el pecho. Cuando le pasé mi brazo sobre sus hombros, me miró con la transparencia y la ternura con que miran los niños.

Ada Vega, año edición 2009.

Malena




Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía, con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda. Alguien una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre. Así la conoció la grey noctámbula que por los setenta, a duras penas, sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad. Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado. Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró Malena. Ensopada. La vi venir por 18 bajo las marquesinas y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte. Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó a mi lado en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a compartir el último café. Me calentó el alma. Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo, esa noche,al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van. 
—Por qué cantas temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó — ¿Tristes? — la miré un segundo. —Tu repertorio es amargo, ¿no te das cuenta? Por qué no cantas tangos del cuarenta. Demoró un poco en contestarme. —No tengo voz —me dijo. Su contestación me dio entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara. — ¡Cómo no vas a tener voz! Canta algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Aníbal Troilo. —Los tangos son todos tristes —afirmó—, tráeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca. Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo. Ceferino terminó de hacer la caja. — ¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté. —Una historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tienes tiempo? —Todo el tiempo. Era más de media noche. Paró un “ropero” y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. —Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso. —Yo conozco la vida de Malena —comenzó a contar Ceferino—, porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo, de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría sin ningún tipo de contratiempos. Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel le había causado. Según parece, el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico. Al poco tiempo se convirtieron en amantes y como tales se vieron casi tres años. El muchacho, enamorado de ella, le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos. Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación, pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos. Esta postura nunca la llegó a comprender Ariel, que sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho, le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos. Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y negándose a escuchar una explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo. María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó. Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía, de su exmarido supo que se había vuelto a casar y de Ariel que continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida que de lo ocurrido, la culpa había sido de sus dos hombres, que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos y no quería renunciar a ninguno. Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue mi amigo, me dijo convencido: — Pobre muchacha, ¡está loca! — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca, loca no está. Todo esto me lo contó Ceferino aquella madrugada lluviosa de invierno, en The Manchester. Malena siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez que la vi fue una madrugada, estaba cantando en El Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche. Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó ha pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue. Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca. Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni con los más íntimos. Podemos, alguna vez, enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además, lo que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a la mujer le está vedado. Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches montevideanos, de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir, desde el fondo de mis recuerdos, a aquella Malena que una noche de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que yo conocí su historia y admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella. Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra y tenía penas de bandoneón.” 


Ada Vega, edición 2007