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sábado, 22 de octubre de 2022

El embrujo de Maracaná

 


En el año 1948 Brasil dio inicio a la construcción del que sería, por lo majestuoso de su arquitectura, el estadio más grande y moderno del mundo. Con capacidad para doscientas mil personas, el coloso debía estar pronto para el inicio de la Copa Mundial de Fútbol de 1950. La obra llevó un año, once meses y veintisiete días y se inauguró el 24 de junio de 1950, un día antes de comenzar la competencia. Su denominación actual es: Estadio Jornalista Mário Fhilo. De todos modos fue y será siempre conocido como estadio Maracaná, por estar enclavado en el barrio Maracaná de Río de Janeiro. Estadio místico donde lo humano se une a lo sagrado y se manifiesta en los hechos sobrenaturales que acontecen entre sus paredes. El pueblo futbolero de América del Sur, piensa que se necesita algo más que buen juego para ganar en el estadio de Maracaná. La magia, lo esotérico, el culto del más allá y la superstición han rodeado al coloso de un halo encantado, donde habitan sombras, duendes y aparecidos. 


Todo surgió a partir el emblemático 16 de julio de 1950, cuando, por la final de la Copa Mundial de Fútbol, se enfrentaron en el campo los equipos de Brasil y Uruguay. Desde entonces incontables historias han corrido de boca en boca, bajo el Cristo del Corcovado, cada vez que invocando a espíritus errantes se ha intentado conocer el por qué, cuál fue la causa, el motivo, el castigo de aquel resultado adverso que sumiera a un país entero en la tristeza y al cuida palos en el oprobio, hasta el final de sus días. Solo Barbosa supo siempre cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nadie nunca se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol. Sin embargo, en los terreiros de Bahía, durante mucho tiempo los caboclos de las siete líneas de Umbanda repitieron por doquier que lo sucedido aquella tarde en Maracaná fue obra del Espíritu Santo con la venia de Oxalá. 

Durante los dos años que llevó la arquitectura del monumental, muchos curiosos se acercaron a observar la magnitud de la obra y sus avances. Entre ellos, los obreros solían ver a una joven bahiana recorrer sus galerías, pasadizos y corredores. Como también visitar los grandes espacios donde se instalaron bares, restoranes y ascensores, temiendo, más de una vez, que la joven se perdiera entre el complejo laberinto de su estructura. La bahiana llegó a conocer el corazón del recinto tanto como los mismos hombres que realizaron la obra. De todos modos, no alcanzó a ver la fastuosidad del Estadio terminado. Murió unos días antes de su finalización. Pese a esa realidad, conocida por todos, aquellos obreros siempre afirmaron que la joven bahiana habitaba el estadio y seguía, como en vida, recorriendo sus instalaciones. 

También en nuestros días comentan los cariocas que han visto a la bahiana de turbante y vestido blanco recorrer descalza los interiores, las tribunas, los palcos, y los arcos del coloso de cemento. Aquel año, cuando se da comienzo a la construcción del estadio, Barbosa era considerado el mejor arquero que tuvo en su historia el Vasco da Gama y el número uno de los porteros del Mundial. Tenía 26 años, simpatía, un físico privilegiado y un porvenir en extremo auspicioso. Los hombres lo admiraban como deportista y las mujeres lo amaban y lo acosaban. A nadie le llamó la atención, entonces, que en su camino se cruzara Yanira, una bahiana bellísima que enamorada de él, a la distancia, había llegado de Bahía con el solo propósito de conocerlo. 

Yanira era una Bahiana Mae de Santo de un terreiro umbandista de la línea blanca cuya guía u Oriyhá era Yemanyá, diosa que reina en el mar, dadora de abundancia, protectora de las familias y pescadores y máxima Oriyhá del panteón africano con raíces en Nigeria. Antes de dejar Bahía Yanira había realizado en su terreiro una ceremonia en honor a la Mae Yemanyá, donde con toque de atabaques acostada en el suelo boca abajo y con los brazos estirados en cruz, hizo un pedido a la diosa y prometió dos ofrendas: una, si la Diosa del Mar le cumplía el pedido y otra si no se lo cumplía. 

Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país. Se había convertido en el número uno entre los arqueros más calificados del mundo. De continuo su foto aparecía en homenajes, fiestas y banquetes o exhibiendo su físico a bordo de un yate siempre rodeado de mujeres hermosas. Mientras tanto Yanira había logrado acercarse al círculo donde se movía el guardameta. Un empujoncito más y la primera parte de su objetivo estaría cumplida. Durante una recepción en el barrio Copacabana de la ciudad de Río de Janeiro, famoso por su bohemia, fue al fin presentada al ídolo. Esa noche, colmado su objetivo, la bahiana no se separó ni un instante del famoso portero. Y fue para él, durante dos años, como para el preso su condena. 

Barbosa fue siempre asediado por las mujeres. Mujeres dispuestas a todo por estar a su lado. Él, sin embargo, no formalizaba compromisos serios con ninguna. Continuaba casado con Clotilde, con quien se casara a los diecinueve años y siempre trató de mantenerse fiel a su pareja. La bahiana, enamorada, no hizo otra cosa durante esos años que idear nuevas artimañas con el fin de llegar a convencerlo de abandonar a su esposa para irse a vivir con ella. Detalle que a Barbosa ni en sueños se le había ocurrido y debido a lo cual, unos días antes de la final del Campeonato que se avecinaba, decidió hablar seriamente con Yanira para decirle que no esperara de él más que una simple amistad. Porque entre ellos —le dijo—, nunca sucedería nada más. Que, por favor, volviera Bahía y se olvidara de él. 

Para la bahiana fue aquel, el golpe de gracia. Pese a todos sus rezos, peticiones y promesas, Yemanyá no había aceptado su pedido. Se fue sin decir una palabra. Sin despedirse de él ni de nadie. Volvió a su hotel, se vistió con su vestido blanco de Bahiana Mae de Santo y bajó a la playa de Copacabana a cumplir su segunda promesa. Atardecía cuando entró al agua. Quienes la vieron pensaron que entraba a dejar una ofrenda a la Diosa del mar. Cuando dejaron de verla, cuando su cuerpo se perdió entre las olas del océano se dieron cuenta de que la ofrendada, era ella misma. Muchos días después unos pescadores encontraron el cuerpo de Yanira, enredado entre unas algas, a varias millas de las costas de Brasil. 

El 16 de julio de 1950 fue el día elegido para la gran final. Brasil era el favorito indiscutible, de modo que el equipo brasileño entró al campo acariciando la Copa. Un empate bastaría para constituirse en campeones del mundo por primera vez. Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez. 
—¿Qué pasa? —preguntaba la gente. 
—¿Qué reclaman, si no hay nada que reclamar? ¿Qué le dice al juez si el juez no le entiende, si el juez solo habla inglés? Y un viento helado recorrió las tribunas y atravesó la cancha hasta el área norte. 

—No miren para arriba —dijo el capitán de los celestes—, el partido se juega acá abajo. Caía el sol cuando empataron. Y un miedo inesperado y rotundo se fue instalando en las tribunas. Doscientas mil almas presintieron el final y a duras penas lograron sobreponerse para seguir alentando al favorito. Barbosa en los tres palos mantenía la calma. Seguro como siempre. Firme en su puesto. Se adelantó dos pasos cuando vio venir a Ghiggia con aquel disparo desde la punta derecha y entre el balón y él, la ráfaga de una figura blanca que se cruzaba. 
Se estiró todo lo que pudo y alcanzó a arañar la pelota que llegaba envenenada como si alguien, al pasar, la hubiera desviado con la mano. Y creyó que la había mandado al córner. El mutismo lapidario del Coloso le hizo volver la cabeza para mirar. Allí, con los ojos fijos en él, recostada a la red estaba Yanira, la Bahiana Mae de Santo, con el balón a sus pies. 

Ada Vega, año edición 2012

viernes, 21 de octubre de 2022

El que primero se olvida


 

María Eugenia nació en primavera. Cuando los rosales florecían y los árboles en las aceras se llenaban de gorriones. Nació cuando nadie la esperaba. Su madre ya había traído al mundo cuatro varones que al nacer la niña ya eran adolescentes, y ella llegó una tarde como obsequio del buen Dios. María Eugenia era una mujer de antes. Criada a la antigua. Conocedora de todos los deberes de una mujer nacida para servir. Servir a sus padres, a sus hermanos y si se cuadraba, algún día, servir a su marido y por ende a sus hijos. Todos los deberes le habían enseñado. Todos sus deberes se sabía. De niña, recatada, con su vestido a media pierna, los ojos bajos, las manos juntas. De adolescente, con blusas de manga larga, nada de escote ni andar sin medias. Una chica de su casa. Respetuosa.

Siempre supo que menstruar era un estigma. Una afrenta con la que Dios había castigado a la mujer por haber comido una manzana del árbol prohibido, en los tiempos del Paraíso Terrenal. Que se debía ocultar y que de eso: no se habla. Que por el mismo pecado los hijos se paren con dolor y para llegar a parirlos, primero hay que casarse ante Dios y ante los hombres. Que la mujer debe llegar virgen al matrimonio so pena de que el marido la repudie y quede, por ello, sola y cubierta de vergüenza para el resto de su vida. Todo eso le habían enseñado. Todo eso sabía María Eugenia, y más. Sabía que jamás, una mujer decente, debe gozar el acto sexual. Del gozo, si lo hubiese, solo tiene derecho el hombre. Que el marido no tiene por qué verla sin ropas, pues solo se desnudan para hacer el amor las mujeres de vida fácil. Y sabía también que perder la virginidad la noche de bodas era algo terrible de lo que, por desgracia, no se podía evitar.
De todo estaba enterada, así que cuando a los dieciocho años su padre le consiguió un novio y le ordenó casarse con él, aunque no le pareció mal, desde que la decisión le fue expresada el terror hizo presa de su pobre alma. El futuro pretendiente de María Eugenia se llamaba Germán. Era un muchacho de veinte años, virgen como ella, no por mandato de padre, sino por no haber tenido oportunidad de conocer mujer. Hijo de un matrimonio chacarero, amigo de la familia, trabajaba la tierra con su padre y sus hermanos y era un muchacho muy callado y respetuoso. Un domingo vino con sus padres a almorzar. Los jóvenes se conocieron. Si se gustaron o no, no tenía la mayor importancia. El matrimonio ya estaba decretado, así que se fijó la fecha para el mes siguiente. Él le servía a ella y ella le servía a él.
La madre del novio opinó que los recién casados deberían vivir con ellos en la chacra, pues había mucho lugar, el joven trabajaba allí mismo y ella —la futura suegra—, prefería tener en su casa una chica tan bien criada; antes que a la esposa de otro de sus hijos que también estaba para casarse. Una joven —dijo escandalizada—, que andaba pintada desde la mañana, que en una oportunidad la había visto fumar y que usaba pantalones como un varón. ¡Dios nos libre! También opinó que ella había trabajado mucho en la vida y que la nuera, joven y fuerte, podía hacerse cargo de la casa. De modo que les acomodaron un dormitorio junto al de los suegros, para tenerla cerca por si alguna vez la necesitaban.


Los jóvenes se casaron al fin, en una boda sencilla, en la parroquia del pueblo. María Eugenia con su vestido blanco, mantilla de encaje y un ramo de azucenas blancas que Germán le llevó y que él mismo cultivara. Y el joven, de traje negro comprado de apuro para la ceremonia y camisa blanca con cuello palomita. Celebrada la boda, después de una pequeña reunión con familiares y amigos, los novios se fueron para la chacra manejando el muchacho, el mismo camión en que llevaba los pollos al mercado.
La nueva señora, sola en su dormitorio, cambió su vestido de novia por un camisón de manga larga y cuello con festón; se acostó, cerró los ojos y se cubrió hasta las orejas dispuesta a soportar lo que viniera. El muchacho estrenando calzoncillo largo se metió en la cama y, aunque no sabía muy bien por donde empezar, se portó como todo un hombre. Esa noche perdieron ambos la virginidad. Ella, entre asustada y curiosa, dejó que él le hiciera el amor con el camisón remangado, los ojos cerrados y los labios apretados, y se durmió junto a su hombre, desconcertada, al comprobar que no era tan bravo el león como se lo habían pintado.


A la mañana siguiente se levantaron al alba. Ella nerviosa a preparar el desayuno para todos. Él, contento como perro con dos colas, bebió su café sin dejar de mirarla, limpió las jaulas de los cardenales de la patria, y se fue al campo seguido de su perro, pisando fuerte y sacando pecho. Maravillado ante el descubrimiento del placer que significa hacer el amor con una mujer. Su propia mujer. María Eugenia se hizo cargo de la casa desde el primer día. Estaba acostumbrada al trabajo. De todos modos, a pesar de que su marido nunca le ocultó el haberse enamorado desde que la vio por primera vez, ella luchaba por desatar el nudo que se le había armado en el pecho entre el placer, los prejuicios y el amor.


Y en esa ambigüedad de sentimientos se fueron sucediendo los días, el tiempo fue pasando, y aunque ambos los anhelaban, los hijos no venían. Un día la mamá de María Eugenia se enfermó y la mandó llamar para que la cuidara. La joven juntó un poco de ropa, dejó la chacra y volvió a su casa para cuidar a su madre. Germán sin su mujer no tenía sosiego. Iba a verla como cuando era novios y conversaban mientras ella cocinaba.
Cansado de la situación, el muchacho decidió, por su cuenta, buscar en el pueblo una casa para alquilar. Encontró una a su gusto. Con un dormitorio y fondo con aljibe. Trajo de la chacra, los muebles del dormitorio, las jaulas de los cardenales de la patria, la cucha del perro y el perro. 


Compró algunos enseres para la cocina y fue a buscar a su mujer, y como estaba se la llevó. De delantal, el pelo trenzado y las manos llenas de harina. La entró en la casa donde ella sería la reina. María Eugenia reía llena de asombro ante la ocurrencia de su marido.
Él le mostró la casa y el fondo con el aljibe. El perro y los cardenales. La condujo al dormitorio, le soltó el pelo, la desnudó por completo y por primera vez hicieron el amor como Dios manda. Él, dueño de la situación y ella sin nudos en el pecho, entregada a su hombre con la boca y los ojos abiertos para no perderse nada. Y a los nueve meses exactos, María Eugenia tuvo su primer y único hijo. Un varón hermoso que pesó cuatro quilos y que por nombre me puso Germán, igual que mi padre. Cuando terminó de contarme esta historia, mi madre me dijo sonriendo que el dolor de parto es el dolor más grande, sí, pero es también... el que primero se olvida.


Ada Vega, año edición 2004

jueves, 20 de octubre de 2022

Condiscípulos

 


Hoy lo volví a ver. Pasó caminando por la puerta de mi casa.
Éramos niños cuando un día su familia vino a vivir a mi barrio y lo inscribieron en mi escuela. Entró a cuarto año. Yo estaba en quinto. Nos mirábamos en el recreo. El me esperaba a la salida y me acompañaba hasta mi casa, no hablábamos, creo, solo caminábamos juntos.


En las vacaciones nos vimos pocas veces porque él pasaba el verano en el campo, en la casa de los abuelos. Al año siguiente él entró a quinto yo a sexto. Nos seguimos mirando en el recreo y él esperándome a la salida. Un día al llegar a mi casa me besó en la mejilla, junto a la boca, y se fue corriendo. Quedé mirándolo y pensé que éramos novios.


Esas vacaciones no nos vimos porque su mamá se enfermó y pasó, con ella, todas las vacaciones en el campo. Cuando comenzaron otra vez las clases en la escuela, él fue a sexto, pero yo entré al liceo. Los meses pasaron y nos dejamos de ver. De todos modos, siempre pensé que trataría de verme. Que algún día iría a esperarme a la salida del liceo. Pero nunca sucedió. Durante años lloré por dentro aquel amor de adolescentes.


Nunca me fui de mi barrio, pero ya no vivo en aquella casa de mi niñez. Supe que estudiaba en la facultad de Agronomía, que un día se recibió y se fue a vivir al departamento de Río Negro. No sé si se casó. Si tuvo hijos.


Hoy, detrás de los cristales de mi ventana, lo volví a ver. Mi hija menor se parece a mí, salía por la puerta de calle y se cruzaron en la vereda. Se entre paró al verla, ella no se dio cuenta y siguió de largo. Él miró hacia la puerta, miró hacia la ventana y nos volvimos a ver. Por unos segundos fuimos aquellos dos condiscípulos.


El tiempo apenas antes que mis ojos se llenaran de lágrimas. Las lágrimas que no lloré nunca. Las lágrimas que lloré por dentro durante tanto tiempo. Hice al fin mi duelo por aquel primer amor que caló muy hondo en mí, que pudo haber sido y no fue. Y me sentí libre de carga, liviana de bagaje. Sé, ahora, que si lo encuentro un día en la calle lo podré saludar, y reírme de aquellos niños que un día tan solo, jugaron a amarse.


Ada Vega, año edición 2018

lunes, 17 de octubre de 2022

La Puerta del sol

 


Domingo por la tarde. Paseo sola por el centro de Madrid. Bordeo hacia el sur el barrio Recoletos y observo sus monumentos, antiguos palacios, plazas y comercios y no tardo en tener la convicción de que, como dicen, Madrid es una de las ciudades más hermosas de Europa.

A la altura de La Puerta del Sol, siento que comienza a atardecer en Madrid. Los cafés, piano bar, restaurantes y puestos de flores circundan la plaza de la media luna que se encuentra a esta hora abarrotada de visitantes. Desde hace unos años, cada vez que camino estas veredas, me detengo ante sus comercios, observo sus cafés y entonces dejo que a través de los recuerdos, llegue a mi memoria la imagen de aquel viejo bar de la recova del Palacio Salvo de Montevideo con el mismo nombre: La Puerta del Sol.
Cuando ya la noche se ha extendido, abandono la plaza y camino por la peatonal de la calle Arenal, hasta conseguir un taxi que me lleve hasta mi casa en Carabanchel. El hombre del volante va silbando un vals que me trae recuerdos. Lo conozco, conozco esa música. Quiero recordar el nombre. Si cantara en lugar de silbar la letra me lo diría. Pero el hombre silba, silba muy bajo. El taxista debe ser uruguayo o argentino. Los españoles no tienen por costumbre silbar una canción y los emigrantes no son tan afines a nuestra música.
—Por acá está bien —le digo al llegar al barrio de Buenavista.
—Se va diciembre con mucho frío — comenta él mientras le pago.
—¡Feliz año! —me grita antes de arrancar.
Es uruguayo. Le sonrío y le agradezco con la mano desde la vereda. Me deja en la puerta de mi casa. ¡Flor de lino! Flor de lino era el vals que silbaba: “Deshojaba noches esperando en vano que le diera un beso, pero yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Flor de lino que raro destino, truncaba un camino de linos en flor…”
Es cierto —me digo— se vino el invierno.
II
Entro al edificio de apartamentos y subo al quinto piso. El apartamento está oscuro y frío. Enciendo la calefacción y también todas las lámparas. Es una vieja costumbre. De noche necesito la compañía de las lámparas encendidas.
Mientras tanto, en Montevideo es verano. La rambla, las playas, el Centro, la noche. Las noches de verano, los cines, los teatros, los cafés. La Puerta del Sol. Y yo. Yo esperándote siempre en la misma mesa, junto a la ventana, para verte llegar y tomar juntos un café. Después me acompañabas, salíamos abrazados hasta la parada del ómnibus. Yo me iba y tú te quedabas.
Por entonces estaba empleada en las oficinas de la compañía marítima Alberto Dodero. Salía a las 17 y 30 y todos los días iba al bar a esperarte. El mozo me conocía, se llamaba Julio y trataba siempre de reservarme la mesa. El siguió nuestro romance hasta el final. La primera vez que volví a Montevideo pasé para ver si lo veía, pero me dijeron que no trabajaba más alli. Unos años después, el bar ya no existía. Nos conocimos en la calle, caminando por la vereda. Una tarde nos cruzamos, me miraste, te miré. Diste vuelta. --Te puedo acompañar, me dijiste. Durante mucho tiempo me acompañaste y te acompañé. Tuvimos sueños, pero a muy largo plazo. El tiempo corría y yo no lograba dominar mi impaciencia. Tú no me entendías. Yo quería vivir contigo, dormir juntos. No quise esperar más. Y una tarde, ansiosa por vivir, aunque te amaba, te dejé. Sentía que contigo, los años se me iban. Se me iban.
III
Es temprano para irme a dormir, querría comer algo antes. Juanita debe haber dejado alguna tarta preparada. Comeré un trozo con un té caliente. Mañana haré lo posible por comunicarme con Carmen, quiero saber si al fin, este año, podremos pasar juntas la Navidad. Este apartamento es muy grande para mi sola. Cuando la abuela murió le dije a mamá que viniese a vivir conmigo. Nunca quiso venir. Nunca quiso dejar aquella vieja casa.
IV
En aquellos años vivía con mi madre y mi abuela en una casa con puerta de roble a la calle, cancel de dos hojas y patio con claraboya. Una casa antigua que mi padre le comprara a mi madre después de diez años de casados, y que nos dejó al morir, cuando yo aún iba a la escuela. Una casa que de pronto un día comenzó a ahogarme. Me deprimía llegar a mi casa y encontrar a mi madre de delantal, en pantuflas, con el cabello apenas prendido con ondulines, terminando la cena mientras ponía la mesa para ella y para mí. Cantando. Mi madre cantaba todo el día. Reía. Todas las noches tenía algo para contarme. Era feliz. Yo no entendía como podía ser tan feliz. Siempre encerrada en aquella casa antigua con mi abuela en silla de ruedas y la mente perdida en ninguna parte. No nos conocía. Creía que yo era su hija y que mamá era su hermana. Mi madre le daba de comer en la boca, pero ella nunca quería comer. Mi madre le hablaba y le hablaba y le metía cucharadas en la boca de unos ensopados con verduras y carne picada porque no quería masticar. Dos por tres se enojaba y escupía la comida. Y mamá con una santa paciencia limpiaba lo que la abuela ensuciaba y volvía a darle de comer. Le hacía flanes de crema porque a la abuela le gustaban y era la única manera de hacerle tomar leche. ¿Cómo podía mi madre ser feliz? Yo no estaba nunca, y cuando llegaba a la noche, venía siempre de mal humor y terminaba peleando con ella y me iba a dormir sin darle un beso a la abuela.
V
El apartamento es grande y cómodo. Lo compró Luis cuando nació Carmen. Antes vivíamos en uno de dos ambientes en el barrio El Viso, en Chamartín, pero resultaba chico para criar un bebé. A Luis lo conocí en la oficina donde trabajábamos. Tenía un cargo importante. Era mayor que yo y estaba enamorado de mí. Me lo dijo varias veces, pero yo estaba de novia y muy enamorada de Pablo. Un día recibió una propuesta de trabajo muy interesante y decidió aceptar. Era en España.
En aquel momento me dijo de venirme con él a Madrid, pero no le contesté. A los seis meses fue a buscarme. Un año después, casada y con mi hija recién nacida, volví a Montevideo a ver a mi madre y a mi abuela. A Pablo no lo volví a ver. El día que decidí dejar con él se lo dije sin rodeos. Mi tiempo se había agotado. Que siguiera él por su camino que yo seguiría por el mío. Ya estaba decidida, no volvería atrás. Luis me amó de verdad, fue un buen esposo y un buen padre. Fueron más de treinta años juntos, hasta que falleció hace cinco años.
Parece absurdo, pero cuando el pasado me asalta recuerdo a Pablo y me veo siempre esperándolo, sentada en la mesa de La Puerta del Sol, aquel bar que existió una vez, hace muchos años en la esquina señorial del Palacio Salvo, en el corazón de Montevideo
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Ada Vega, año edición 2010