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sábado, 4 de febrero de 2023

Campeón







Tenía veinte años, cuando entré a trabajar como empleada doméstica con cama, en la casa del matrimonio Lombardo – Giordano. Lo único que sabía entonces, era que el dueño de casa se llamaba Leonardo y trabajaba en un Banco y que su esposa se llamaba Anabel, y no se encontraba bien de salud. Yo tenía una pequeña pieza con baño, que daba al fondo de la casa, un terreno grande con algunos árboles frutales y mucho espacio para plantar. Mi trabajo consistía en ordenar y conservar, la casa limpia. De la cocina se encargaba Dolores, una morena que cocinaba muy bien, que venía temprano por la mañana, pasaba el día y se retiraba al anochecer. Anabel era una señora muy bonita y muy buena. Para ella todo estaba bien. En el día recorría la casa, pero el mayor tiempo lo pasaba en el living, con ventana a la calle y sillones amplios y cómodos, donde había, también, una biblioteca llena de libros.
A mí me sobraba el tiempo, nací y me crie en el campo, de modo que ese terreno sin plantas ni flores me parecía un desperdicio. Un día le dije al señor Leonardo si me permitía plantar algunas plantas con flores. Me dijo que sí y contrató un jardinero que preparó la tierra y trajo rosales, jazmines y alegrías, que él mismo plantó y me enseñó a cuidarlas. Entre la casa y el jardín había quedado un espacio grande como para un parral. Eso le dije al jardinero, que sin previo aviso, trajo dos parrales, los plantó y les hizo una armazón de alambre para que se extendieran.
Yo estaba feliz. Y el jardinero también, pues el señor Leonardo lo contrató para que viniera periódicamente a controlar la plantación. La señora Anabel, que siempre siguió el trabajo, estaba encantada con la transformación del fondo de la casa. Pasó el tiempo las plantas crecieron, se llenaron de flores, se fueron agregando otras, al parral se le pusieron tutores y un verano se llenó de racimos de uvas. Debajo del parral, el dueño de casa hizo colocar baldosas, y trajo un juego de patio con mesa y sillones de madera. Allí venía feliz la señora Anabel, a cualquier hora del día, se sentaba bajo el parral y allí pasaba las horas.
En una oportunidad le dije al señor Leonardo que comprara un cachorro. Que había lugar de sobra para un perrito. Me dijo que no. Que nunca había tenido perro y que no quería tener uno. A mí me dio pena, me hubiera encantado tener un cachorrito. Y creo que a la señora Anabel, que cada día decaía más, también le hubiese gustado.
En esos días Dolores, la cocinera, que estuvo muchos años en la casa, se jubiló y se fue. Pasé yo a la cocina hasta que consiguieran otra cocinera. No sé si fue ante la negativa de tener el perro, que comencé a pensar que había pasado mucho tiempo en esa casa. Que ya era tiempo de vivir mi propia vida.
De pronto reconocí que el motivo de seguir allí era otro. Necesitaba estar cerca de Leonardo, de oírlo, de verlo todos los días. Sentí que me había enamorado del dueño de casa. Algo increíble, porque él nunca me dio a entender nada que se le pareciera. Los hechos se precipitaron, una noche, mientras dormía, falleció la señora Anabel. Me quedé sola en la casa porque el señor Leonardo se iba de mañana y cuando volvía de noche, ya había cenado.
Hacía tres años que Anabel había partido, cuando una tarde llegó el señor Leonardo del trabajo, como todos los días. Yo me encontraba en la cocina, lo oí llegar y me di vuelta para saludarlo. Él colgaba el abrigo en el perchero de la entrada. Me miró extrañado, como si no me conociera, como si me viera por primera vez. Luego reaccionó, cambió la mirada y se dirigió a su dormitorio. Desde ese día me esquivaba. Me di cuenta de que al volver de su trabajo, no quería encontrarse conmigo. De modo que decidí abandonar la casa y volver a mi pueblo. Preparé mis cosas con tiempo y esperé el momento preciso para comunicarle mi decisión. Comenzaba la primavera.
Y llegó el día. Me despedí de mis plantas, mis flores. Mi parral. Dejé la valija pronta sobre mi cama y me fui a la cocina para dejar la cena pronta. En eso estaba cuando llegó el señor Leonardo. Entró, se dirigió a la cocina, se detuvo a mi lado y me dijo sin preámbulo:
— Anita, ¿te casarías conmigo…?
— Si me compras un cachorro… Le contesté.

¡Es precioso!, de nombre le puse: ¡Campeón !


Ada Vega, año edición 2023.

viernes, 3 de febrero de 2023

Querida hermana

  


Hoy el día amaneció frío. Sabes que en otoño el sol no calienta casi. Es como si intentara prepararnos para el rigor del invierno. Nunca me gustó el invierno, ¿recuerdas? Es oscuro, húmedo y triste. Siempre ha provocado en mi ánimo una especie de abatimiento y melancolía, que aún no he podido controlar. El otoño es cálido. Desde la ventana del comedor veo filtrarse el sol entre las ramas de las acacias. Los benteveos y los horneros cantan y se entrecruzan en vuelos cortos. ¿No los escuchas? Con respecto a mí, te diré que estoy bien. Cuando hay mucha humedad o mucho frío, me duelen un poco los huesos, aunque no sé exactamente si son los huesos o los años los que me duelen. La casa, me preguntas, está como cuando te fuiste. El jardín está hermoso. ¿No lo has visto aún? ¡Tienes que verlo! Don Juan lo ha llenado de alegrías que han florecido por todos los canteros. Tus malvones rojos, blancos y matizados están en flor y las últimas rosas aún mantienen sus tallos enhiestos. Hoy entré en tu dormitorio y cambié el cubrecama azul por la manta blanca en croché con rositas y madroños, que te llevó tantas horas de trabajo y que quedó tan bonita. Todas las tardes abro un poco los postigos de tu habitación y mientras un aire suave juega con las cortinas, dejo que un rayo de sol acaricie los porta retratos que dejaste sobre la cómoda. Desde allí te siguen sonriendo los seres que te amaron. También entro de noche, antes de acostarme, sabes, para dejar encendida la veladora de tu mesa de luz. El resplandor se refleja en el corredor y yo me siento acompañada. Es como si aún estuvieras aquí. Hasta creo oír pasar las hojas de los libros que leías casi hasta el amanecer. La casa me resulta un poco grande. Tengo vecinos nuevos. Donde vivía doña Eloísa, se mudó un matrimonio con dos niñas. Son buenos. Me vienen a ver y se han ofrecido para lo que necesite. Les ofrezco uvas. Los parrales están cargados y se inclinan con el peso de los racimos que inundan la casa con su olor a vino. Te gustaba ese olor. Yo lo recuerdo. Te reías trepada a una silla, cortando racimos y comiendo las uvas una por una. Un verano hicimos vino. ¿Te acuerdas? No lo pudimos tomar. Nos quedó horrible. Lo tiramos antes de que alguien se enterara, para que no se rieran de nosotras. Fue nuestra primera y última vendimia. Después, nos reíamos las dos a escondidas. Habrás visto que tengo un perro. ¿Por qué te extraña? A mí siempre me gustaron los perros en la casa. A ti nunca te gustaron. Los perros afuera, decías. Llenan todo de pelos y de pulgas. De nombre le puse Chispa. Lo encontré en la calle un día que venía del mercado. Me siguió, movía la cola y me miraba con sus ojitos pardos. Es mediano, de pelo corto color café. Esa tarde lo dejé entrar y le di agua. Él tomó a grandes sorbos y luego se echó junto a las macetas de tus malvones. Desde entonces me acompaña. Ladra cuando oye algún ruido y cuando llaman a la puerta. Últimamente, estoy un poco distraída, y él se ha convertido en mis ojos y mis oídos. Me gusta verlo echado a mis pies, cuando tejo o cuando leo. ¿Por mis hijos, me preguntas? Están bien, pero muy lejos, ya lo sabes. Luis en Estados Unidos, Miguel en Tenerife, y Alicia y Marcela en Barcelona. Cada vez, los que emigran se van más lejos. No he visto nacer a mis nietos ni los he visto crecer. Sé bien que se fueron buscando un mejor futuro para sus hijos. Todos los meses recibo cartas de uno o de otro. Me giran dinero, para que no me falte nada, dicen. Parece que hoy, en el dinero, se encuentra la solución de todos los males que nos aquejan. La casa, hermana, es demasiado grande para mí, a veces me pesa tanta soledad. De todos modos la cuido y la mantengo linda, por si algún día, alguno de mis hijos quisiera volver.


Ada Vega, año edición 2015

jueves, 2 de febrero de 2023

Yanira

  




En el año 1948 Brasil dio inicio a la construcción del que sería, por lo majestuoso de su arquitectura, el estadio más grande y moderno del mundo. Con capacidad para doscientas mil personas, el coloso debía estar pronto para el inicio de la Copa Mundial de Fútbol de 1950. La obra llevó un año, once meses y veintisiete días y se inauguró el 24 de junio de 1950, un día antes de comenzar la competencia. Su denominación actual es: Estadio Jornalista Mário Fhilo. De todos modos fue y será siempre conocido como estadio Maracaná, por estar enclavado en el barrio Maracaná de Río de Janeiro. Estadio místico donde lo humano se une a lo sagrado y se manifiesta en los hechos sobrenaturales que acontecen entre sus paredes. El pueblo futbolero de América del Sur, piensa que se necesita algo más que buen juego para ganar en el estadio de Maracaná. La magia, lo esotérico, el culto del más allá y la superstición han rodeado al coloso de un halo encantado, donde habitan sombras, duendes y aparecidos. 


Todo surgió a partir el emblemático 16 de julio de 1950, cuando, por la final de la Copa Mundial de Fútbol, se enfrentaron en el campo los equipos de Brasil y Uruguay. Desde entonces incontables historias han corrido de boca en boca, bajo el Cristo del Corcovado, cada vez que invocando a espíritus errantes se ha intentado conocer el por qué, cuál fue la causa, el motivo, el castigo de aquel resultado adverso que sumiera a un país entero en la tristeza y al cuida palos en el oprobio, hasta el final de sus días. Solo Barbosa supo siempre cuál fue la causa, qué o quién desvió el balón de sus manos esa tarde. Nadie nunca se lo preguntó. Fue más sencillo erigirlo en chivo expiatorio, por el tremendo error de no haber podido atajar un gol. Sin embargo, en los terreiros de Bahía, durante mucho tiempo los caboclos de las siete líneas de Umbanda repitieron por doquier que lo sucedido aquella tarde en Maracaná fue obra del Espíritu Santo con la venia de Oxalá. 

Durante los dos años que llevó la arquitectura del monumental, muchos curiosos se acercaron a observar la magnitud de la obra y sus avances. Entre ellos, los obreros solían ver a una joven bahiana recorrer sus galerías, pasadizos y corredores. Como también visitar los grandes espacios donde se instalaron bares, restoranes y ascensores, temiendo, más de una vez, que la joven se perdiera entre el complejo laberinto de su estructura. La bahiana llegó a conocer el corazón del recinto tanto como los mismos hombres que realizaron la obra. De todos modos, no alcanzó a ver la fastuosidad del Estadio terminado. Murió unos días antes de su finalización. Pese a esa realidad, conocida por todos, aquellos obreros siempre afirmaron que la joven bahiana habitaba el estadio y seguía, como en vida, recorriendo sus instalaciones. 

También en nuestros días comentan los cariocas que han visto a la bahiana de turbante y vestido blanco recorrer descalza los interiores, las tribunas, los palcos, y los arcos del coloso de cemento. Aquel año, cuando se da comienzo a la construcción del estadio, Barbosa era considerado el mejor arquero que tuvo en su historia el Vasco da Gama y el número uno de los porteros del Mundial. Tenía 26 años, simpatía, un físico privilegiado y un porvenir en extremo auspicioso. Los hombres lo admiraban como deportista y las mujeres lo amaban y lo acosaban. A nadie le llamó la atención, entonces, que en su camino se cruzara Yanira, una bahiana bellísima que enamorada de él, a la distancia, había llegado de Bahía con el solo propósito de conocerlo. 

Yanira era una Bahiana Mae de Santo de un terreiro umbandista de la línea blanca cuya guía u Oriyhá era Yemanyá, diosa que reina en el mar, dadora de abundancia, protectora de las familias y pescadores y máxima Oriyhá del panteón africano con raíces en Nigeria. Antes de dejar Bahía Yanira había realizado en su terreiro una ceremonia en honor a la Mae Yemanyá, donde con toque de atabaques acostada en el suelo boca abajo y con los brazos estirados en cruz, hizo un pedido a la diosa y prometió dos ofrendas: una, si la Diosa del Mar le cumplía el pedido y otra si no se lo cumplía. 

Barbosa vivía en esos días el punto más alto de su carrera deportiva. Acumulaba éxitos, dinero y halagos. Todo el mundo ansiaba su amistad, desde los componentes de su parcialidad, hasta políticos e intelectuales de su país. Se había convertido en el número uno entre los arqueros más calificados del mundo. De continuo su foto aparecía en homenajes, fiestas y banquetes o exhibiendo su físico a bordo de un yate siempre rodeado de mujeres hermosas. Mientras tanto Yanira había logrado acercarse al círculo donde se movía el guardameta. Un empujoncito más y la primera parte de su objetivo estaría cumplida. Durante una recepción en el barrio Copacabana de la ciudad de Río de Janeiro, famoso por su bohemia, fue al fin presentada al ídolo. Esa noche, colmado su objetivo, la bahiana no se separó ni un instante del famoso portero. Y fue para él, durante dos años, como para el preso su condena. 

Barbosa fue siempre asediado por las mujeres. Mujeres dispuestas a todo por estar a su lado. Él, sin embargo, no formalizaba compromisos serios con ninguna. Continuaba casado con Clotilde, con quien se casara a los diecinueve años y siempre trató de mantenerse fiel a su pareja. La bahiana, enamorada, no hizo otra cosa durante esos años que idear nuevas artimañas con el fin de llegar a convencerlo de abandonar a su esposa para irse a vivir con ella. Detalle que a Barbosa ni en sueños se le había ocurrido y debido a lo cual, unos días antes de la final del Campeonato que se avecinaba, decidió hablar seriamente con Yanira para decirle que no esperara de él más que una simple amistad. Porque entre ellos —le dijo—, nunca sucedería nada más. Que, por favor, volviera Bahía y se olvidara de él. 

Para la bahiana fue aquel, el golpe de gracia. Pese a todos sus rezos, peticiones y promesas, Yemanyá no había aceptado su pedido. Se fue sin decir una palabra. Sin despedirse de él ni de nadie. Volvió a su hotel, se vistió con su vestido blanco de Bahiana Mae de Santo y bajó a la playa de Copacabana a cumplir su segunda promesa. Atardecía cuando entró al agua. Quienes la vieron pensaron que entraba a dejar una ofrenda a la Diosa del mar. Cuando dejaron de verla, cuando su cuerpo se perdió entre las olas del océano se dieron cuenta de que la ofrendada, era ella misma. Muchos días después unos pescadores encontraron el cuerpo de Yanira, enredado entre unas algas, a varias millas de las costas de Brasil. 

El 16 de julio de 1950 fue el día elegido para la gran final. Brasil era el favorito indiscutible, de modo que el equipo brasileño entró al campo acariciando la Copa. Un empate bastaría para constituirse en campeones del mundo por primera vez. Todo Brasil estaba pronto para la gran fiesta. Comenzó el partido y con el primer gol de Brasil estalló el estadio. Doscientas mil gargantas rugieron el gol atronando el aire de Maracaná. El equipo uruguayo no se veía entre aquella enormidad de gente que ovacionaba al rival. Entonces Obdulio Varela cruzó la cancha, puso la pelota bajo el brazo y se dirigió al centro del campo a hablar con el juez. 
—¿Qué pasa? —preguntaba la gente. 
—¿Qué reclaman, si no hay nada que reclamar? ¿Qué le dice al juez si el juez no le entiende, si el juez solo habla inglés? Y un viento helado recorrió las tribunas y atravesó la cancha hasta el área norte. 

—No miren para arriba —dijo el capitán de los celestes—, el partido se juega acá abajo. Caía el sol cuando empataron. Y un miedo inesperado y rotundo se fue instalando en las tribunas. Doscientas mil almas presintieron el final y a duras penas lograron sobreponerse para seguir alentando al favorito. Barbosa en los tres palos mantenía la calma. Seguro como siempre. Firme en su puesto. Se adelantó dos pasos cuando vio venir a Ghiggia con aquel disparo desde la punta derecha y entre el balón y él, la ráfaga de una figura blanca que se cruzaba. 
Se estiró todo lo que pudo y alcanzó a arañar la pelota que llegaba envenenada como si alguien, al pasar, la hubiera desviado con la mano. Y creyó que la había mandado al córner. El mutismo lapidario del Coloso le hizo volver la cabeza para mirar. Allí, con los ojos fijos en él, recostada a la red estaba Yanira, la Bahiana Mae de Santo, con el balón a sus pies. 

Ada Vega, año edición 2012

miércoles, 1 de febrero de 2023

El collar de caracoles

 




Era enero en Punta del Diablo. Habíamos llegado esa mañana y el tiempo no acompañaba. El cielo estaba nublado y hacia el medio día un viento fresco encrespó las olas haciéndolas avanzar sobre la arena erizada. De todos modos, en cuanto llegamos salimos a caminar por la orilla de la playa, seguimos hasta más allá de las chalanas de los pescadores y subimos a las gigantescas piedras donde el océano se estrella, elevando olas a más de diez metros de altura. Los cangrejos, barridos por el agua, se escabullían entre las grietas. Algunos peces pequeños, arrojados allí por el oleaje, quedaban presos coleteando entre los intersticios hasta quedar exánimes o hasta que otro golpe de la marea los rescatase y los devolviera al mar. 

El océano comenzó a rugir ensordecedor. Las olas, al golpear contra la pared de piedra que les hacía oposición, se deshacían en millones de gotas que caían sobre nosotros con fuerza, como una lluvia granizada de invierno. Estar allí, de pie, sobre las rocas, impresiona. Asusta. Reconoce uno la pequeñez del ser humano frente a la fuerza devastadora del océano. De pronto apareció el sol, las nubes se disiparon y el viento comenzó a calmarse.

 Andrés dijo que era hora de almorzar, de modo que volvimos sobre nuestros pasos, pasamos junto a las barcas de los pescadores, donde algunos de ellos trabajaban con las redes, y otros calafateaban o ajustaban los motores. Las barcas anaranjadas, alineadas sobre la arena, brillaban al sol recién aparecido. A fin de llegar a un almacén donde comprábamos comida hecha, a base de pescado, claro está, teníamos que atravesar por una serie de ranchos quinchados, donde los artesanos vendían sus trabajos realizados con caracoles, huesos de tiburón o estrellas de mar. 

Todos los veranos compraba algo para mí, y algo para regalar. Las compras las hacía por lo general en los últimos días antes de volver a casa. Ese medio día pasamos por allí. Andrés se había adelantado un poco y me detuve a curiosear en uno de los puestos. Entre las distintas artesanías que se exhibían, me llamó la atención un collar de caracoles. Eran seis caracoles nacarados de distintas formas, pero de igual tamaño, unidos a una cadena de plata. En medio de los seis lucía, engarzado, un caracol negro con reflejos iridiscentes, bellísimo. No comenté nada, pero decidí volver por él después del almuerzo para estrenarlo, esa misma noche, en una cena especial que teníamos programada con Andrés.

 Me fue imposible ir a buscarlo, el tiempo empeoró, refrescó mucho y a media tarde comenzó a llover. Decidí entonces ir por él al día siguiente. La tarde estaba propicia para quedarnos en la cabaña. Andrés encendió la estufa y salió a comprar una botella de vino, agregó también un postre de frutas, según dijo, para endulzar la medianoche. Almorzamos torta de pescado y mejillones a la provenzal. Tendimos una frazada frente a la estufa, mi marido descorchó una botella y allí nos quedamos el resto de la tarde y toda la noche, borrachos de vino y de amor, festejando nuestros primeros cinco años de casados. 

Andrés y yo éramos asiduos visitantes del balneario. Desde antes de casarnos veraneábamos en las playas de Punta del Diablo. Pero ese año lo recuerdo especialmente por aquel collar que me impactó, que quise y no pude estrenar aquella noche y que, cuando al día siguiente fui por él, ya no estaba. Lo habían vendido. Aquel collar de caracoles, que deseé tanto y nunca tuve, un día decidió el destino que estuviese presente en mí, hasta el final de mis días. 

El vínculo amoroso que me unía a Andrés, comenzó cuando éramos estudiantes. Yo abandoné la carrera, él se recibió de arquitecto. Nos casamos, no bien recibió el título. Nuestra relación fue estable. Sin notorios altibajos. Andrés demostró siempre ser un hombre mesurado, tranquilo. Compramos la casa cuando entendió que estábamos en condiciones de comprarla; de adquirir una deuda muy importante que pagamos en diez largos años. Le llevó quince meses buscar la zona y elegir la casa que quería. Y otros quince reformarla. Llevábamos seis años de casados cuando nació nuestro primer hijo, porque yo decidí un día no esperar más. 

A los ocho años de casados nació el segundo varón y a los diez años nació Camila. Nuestros amigos eran amigos de muchos años, casi todos matrimonios. Solíamos reunirnos a comer y comentar sobre nuestras vidas. Ayudarnos, si era necesario. Conocíamos, como propia, la vida de cada uno de nosotros. Micaela era la esposa de un arquitecto amigo de Andrés. Teníamos la misma edad, pero ella era mucho más bonita.
 Fue siempre muy confidente conmigo. Tenía un amante llamado Atilio con quién mantuvo una relación de varios años. Ella se había enamorado, pero el hombre estaba casado y aunque no habló jamás de separarse de su mujer, siempre pensó que la amaba. Micaela se desahogaba conmigo, me contaba todas las peripecias de su amor prohibido. Al principio la aconsejaba, era una relación que no le servía, le decía. Pero ella estaba muy enamorada y no aceptaba consejos. 

Corrieron los años y para mí la situación de Micaela y sus dos hombres pasó a ser algo normal. Cómo manejó ella la realidad en su casa, no sé. No me lo imagino. De eso no hablábamos. Ni yo le pregunté más de lo que ella me contaba. Cuando Camila iba a cumplir los quince años, me encontré con Micaela en la casa de una amiga común y aproveché para comentarle del cumpleaños y que tenía la tarjeta para enviarle. Me contó, en un aparte, que había dejado del todo con Atilio. Que le devolvió unas pertenencias, unas tarjetas y un collar que una vez le regaló. 

—Un collar —le pregunté. 
—Sí, —me contestó— un collar que me trajo hace años al volver de unas vacaciones. 
No me acordaba si me contó o si se lo vi alguna vez. Micaela tenía mucha bisutería que cambiaba constantemente. No recordaba ese collar. Le comenté que me alegraba su decisión. Que había hecho bien. Que ella no tenía por qué ser la segunda de nadie y le recordé que la esperaba a ella y a su marido para los quince de Camila. 

Esos días previos a la fiesta anduve muy complicada. Con la casa revuelta. Deseando que pasara el cumpleaños de una vez para poder descansar. El mismo día de la fiesta, buscando en casa una engrapadora, entré al estudio de Andrés. Revolví los cajones del escritorio y los estantes de la biblioteca, buscándola. Sé que tiene una engrapadora. La había visto más de una vez. Abrí la puerta de un mueble donde guardaba planos y proyectos y, semi oculto, al fondo de un estante, encontré un estuche azul. 

Nunca lo había visto. Hacía pocos días había estado ordenando los estantes y allí no estaba. Lo abrí por curiosidad. Sin siquiera imaginarme lo que podría encontrar. Encontré un puñal que me desgarró el pecho, encontré una cruz, un salto al vacío: encontré el collar de los siete caracoles que un verano de amor y vino, deseé tanto y nunca tuve. 

Ada Vega, año edición 2004

martes, 31 de enero de 2023

Mistinguett

  



Era invierno y casi noche. Apagué la computadora, las luces de la oficina, crucé la bufanda debajo del sobretodo y bajé a la calle. Los transeúntes, envueltos en sus abrigos, cruzaban apresurados. Subí por Sarandí hacia la Plaza Independencia rumbo a mi casa. Caminaba abstraído, con la mente en blanco, sin prisa, sin tiempo. La vi venir hacia mí, al cruzar la puerta de la Ciudadela. Era una muchacha alta y delgada, de ojos oscuros y cabello claro; vestía un tapado rojo fuego y botas altas de taco fino. La miré sin querer y me encontré con sus ojos. La seguí mirando porque ella no apartaba su mirada de la mía. Al cruzarnos se detuvo. 
—Voy bien para llegar a Río Negro —me preguntó en un español afrancesado. 
—No —le contesté sorprendido—, vas al revés. Río Negro queda cinco cuadras para atrás. 
—Es por tu camino —quiso saber. 
—Sí —le respondí obligado—, yo vivo un poco más adelante. 
—Te molesta si vamos juntos. 
—No, no. Por favor… vamos. 
Comentó —mientras atravesábamos la plaza—, que hacía poco más de un año vivía en Montevideo. Era francesa y había venido enviada por su gobierno para suplir en la embajada de Francia, a una empleada que se jubilaba. La noche abrazaba la ciudad, no quise ser descortés y la invité a tomar un coñac en el bar Rex. Subimos al piso de arriba. El ambiente era agradable. Ella conversaba como si fuésemos viejos conocidos, se llamaba Madelein. Me contó que vivía con sus padres en un barrio de los suburbios de París, en una casa antigua, con sótano y bohardilla, con balcones pequeños y enrejados hacia la calle y un jardín, al fondo, con rosas y magnolias. Que, si bien extrañaba a su país, se había enamorado de Montevideo desde el mismo día que llegó. Dijo también que acababa de cumplir veinticinco años y estaba acostumbrada a viajar por el mundo desde muy pequeña, por eso tenía la facilidad de adaptarse a los distintos lugares donde tuviese que vivir. Hablaba con gran soltura. Cautivaba oírla. Su voz tenía ese suave acento que da la mezcla del idioma francés con el español. Dijo, entre otras cosas, que vivía en un departamento con la sola compañía de una gata mimosa, de tres colores, que tenía un ojo verde y otro amarillo. Una gata que encontró una noche al volver de la embajada, en la puerta del edificio, maullando de hambre dentro de una caja de zapatos. Que al verla allí tan chiquita e indefensa se la llevó con caja y todo a su departamento. Recordó que al tomarla en los brazos le llamaron la atención sus patas tan largas, con relación a su cuerpo y que al verla caminar se le ocurrió llamarla Mistinguett, como una actriz y bailarina francesa muy famosa, dijo, de la primera mitad del siglo pasado, que había asegurado sus piernas en un millón de francos. Cuando oí esto, yo que soy gardeliano, pude añadir un vocablo a la historia: conozco la existencia de La Mistinguett, le dije, fue una bailarina del Paris cabaretero del siglo XX, cuyo verdadero nombre era Jeanne Bourgeois. Sé de ella porque en el año 1929 Carlos Gardel, que se encontraba en Paris, intervino en un festival donde actuaron figuras relevantes como, La Mistinguett y Maurice Chevalier. También compartió cartel con ella en Niza, donde Gardel conoció a Charles Chaplín. 
Al comprobar que yo tenía conocimiento de la existencia de su coterránea y había agregado a su relato un pequeño detalle, se le iluminó la cara, la vi reír abiertamente y sin dejar de mirarme dijo: 
—¡Sabía que eras capaz de hablar más de cuatro palabras! También yo me sorprendí. Hacía mucho tiempo que nada me conmovía, nada me llamaba la atención. De todos modos, esa noche, en el bar de 18 de Julio y Julio Herrera y Obes, junto a aquella muchacha veinteañera que hablaba sin parar contándome su vida, como si fuese yo un joven como ella y no un viudo que había pasado los cincuenta, sentí como si algo en mí volviera a renacer. Volviera a tener presencia. En ese primer encuentro hablamos mucho, Madelein me contagió su magnetismo y también le conté parte de mi vida. La noche se alargaba y seguía su curso, fue entonces cuando ella me invitó a tomar un café en su departamento. 
—Vamos — dijo—, me gustaría que conocieras a Mistinguett. 
Yo no quería ir, ni quería quedarme. Me di cuenta entonces que el vivir aferrado a un recuerdo me había hecho perder la seguridad en mí mismo, que siempre había ostentado frente a las mujeres. También pensé que el hecho en sí, no comprometía en nada mi decisión de vivir solo. De modo que acepté y nos fuimos caminando a su departamento que, extrañamente, estaba ubicado en uno de los edificios de la circunvalación de la plaza Zavala, en plena Ciudad Vieja. Creo que mientras caminábamos me pregunté hacia dónde pensaba ir cuando me interceptó en la plaza para preguntarme por la calle Río Negro. De todos modos, ella a mi lado hablaba tanto que me distraje y no le pregunté. Después, ya no tuvo importancia. 
Cuando llegamos al apartamento era pasada la medianoche. Hacía mucho frío y un viento huracanado soplaba sin tregua desde el mar. El apartamento de Madelein era pequeño pero muy confortable. Tenía un solo dormitorio y un living muy espacioso con muebles, alfombras y muchos adornos. La joven encendió la calefacción, puso un disco con música lenta y preparó café. El ambiente estaba dado. Ya nos conocíamos. Nos encontrábamos solos en la penumbra de aquella habitación. No cabían las palabras. Esa noche inauguramos una relación apasionada. Yo, reacio, seguro de que esa relación no perduraría. No sucedió así y ella, con el tiempo, fue enamorándose de mí. Deseaba vivir conmigo y que fuésemos a Francia, cuando ella cumpliera el plazo de su estadía en Uruguay. No sé si llegué a amarla realmente, si la amé y no quise perjudicarla o si simplemente tuve miedo y no me animé a seguir la vida con ella. Madelein era muy joven, muy hermosa, alegre y llena de vida. Vivía la vida soñando con el futuro, con hijos. Yo ya era el futuro, le llevaba más de veinticinco años, no albergaba venideras expectativas. Se lo decía. Que necesitaba a su lado un hombre joven como ella, con sueños, con esperanzas. Pero no ponía atención, no creía lo que le decía. Entendía que la felicidad no está en la edad que pueda uno tener, sino en desear o no ser feliz. Vivimos poco más de un año juntos y separados. Un poco en mi casa y un poco en la casa de ella. Un día le avisaron de Francia que tenía que volver a su anterior empleo en París. Lloró como una niña rogándome que fuera con ella. Diciéndome que si prefería, renunciaba a su empleo y se quedaba conmigo, que estaba segura de que yo la amaba, que no me cerrara al amor. Más de una vez estuve a punto de pedirle que se quedara conmigo. Más de una vez, por no verla llorar, estuve en un tris de decirle que iba con ella. Más de una vez. Y me contuve. Madelein se fue una primavera llevándose a Mistinguett y yo me hundí en la soledad y en la amargura. Durante mucho tiempo me escribió cartas desde Francia, que nunca contesté. Hace unos años recibí la última donde me anunciaba su próxima boda. No volvió a escribir. Nunca más. Hoy que han pasado tantos años de aquellos días de amor apasionado, sigo pensando que hice bien en no permitir que Madelein se atara a mi amargura. No hubiera sido feliz a mi lado. Ella fue una lucecita que alumbró mi vida en el momento en que más solo y perdido me encontraba. Yo no cambié, no hubiese cambiado nunca. Soy un tipo triste, solitario. Me regodeo con mi soledad. Sigo añorando la esposa que perdí, rehúso que otra mujer borre su recuerdo. Ni siquiera una mujer que me amó y pude haber amado. Vivo solo, no acepto a nadie a mi lado. No necesito a nadie. En mi casa solo tengo una gata que apareció hace un tiempo. Una gata negra, con el bigote y las patitas blancas. Al principio traté de echarla, de dejarla afuera, pero se empecinó tanto, tanto, en quedarse, que al final la dejé. Por un recuerdo querido que guardaré para siempre, de nombre le puse: Mistinguett. 

Ada Vega, edición 2010

domingo, 29 de enero de 2023

Los pumas del Arequita

 


Hace muchos años en las sierras del Uruguay moraban los pumas. Cuando nuestra tierra, habitada por los indígenas, era libre, virgen y salvaje. Después vinieron los colonizadores. Impusieron sus leyes, sus costumbres y religiones, y un día, ciertos descendientes se repartieron la tierra, exterminaron a los indígenas y acabaron con los pumas. Por aquel entonces, en la ladera del Arequita que mira hacia el este, en los pagos de Minas, vivía el indio Abel Cabrera. Tenía allí, cobijado junto a un ombú, un rancho de paja y adobe, un pozo con brocal de piedra y por compañía, un caballo pampa y un montón de perros. Una vez al año, tal vez dos, se aliaba con alguna comparsa y se iba de esquila, o a participar en alguna yerra. Poca cosa le bastaba para tirar el año entero. Gran caminador, conocía cada piedra por donde sus antepasados caminaron libres. Solo a primera luz, o a la caída de la tarde, armaba tabaco y mateaba bajo el ombú ensimismado en vaya a saber qué pensamientos. Nunca se supo de dónde había venido. Cuando lo conocieron en el lugar, ya estaba aquerenciado en su campito. Era un mozo callado, de piel cetrina y ojos de mirar profundo; de pelo largo y cuerpo elástico y vertical como una tacuara. Y cuentan que de tanto vivir solo en aquellas serranías, sin tener humano con quién hablar, se había hecho amigo de una yarará que vivía entre los peñascos de las sierras. Cada tanto la víbora se llegaba hasta el rancho y conversaban. Ella era la que siempre traía los chismes de todo lo que acontecía en los alrededores. Después de todo, ya se sabe que las víboras son muy de llevar y traer. Una tarde, hacía mucho que no se veían pumas por los cerros, mientras el indio Abel amargueaba, la yarará enroscada a sus pies le comentó que había visto a la mujer - puma por las costas del Penitente. El indio, mientras daba vuelta el amargo, le dijo: 
—Una hembra de puma, será. La yarará se molestó por la corrección del hombre y desenroscándose, le contestó, mientras se retiraba ofendida: 
—Si digo la mujer-puma, es porque es una mujer puma. Y se fue contoneando su cuerpo grisáceo entre el yuyal. El muchacho quedó pensando que la yarará era muy ignorante. Aquel año los fríos del invierno pasaron y la primavera, recién nacida, lucía radiante. Abel había salido temprano a recorrer las sierras, cuando divisó el salto del Penitente y hacia allá enderezó su caballo. De lejos le pareció ver a una muchacha que se bañaba bajo las aguas que caían entre las piedras, aunque al acercarse solo vio a un puma que desaparecía entre los arbustos. Quedó intrigado, en parte por lo que le pareció ver, y en parte, por comprobar con alegría, que aún quedaba algún puma por el lugar. Desde la tarde en que la yarará se había ido ofendida del rancho, el indio no la había vuelto a ver, de modo que salió en su busca. La encontró tendida al sol sobre las piedras del cerro. La yarará lo vio venir y no se inmutó. El muchacho se bajó del caballo, se puso a armar un cigarro y se sentó a su lado. 
—Vi un puma —le dijo. 
—Mirá, ¿y es linda? —le contestó la yarará. 
—Vi un puma —le repitió él. 
—Es una mujer —le insistió ella. 
—¡Sos ignorante! Es una hembra de puma, te digo. La yarará, molesta, no contestó y quedaron un rato en silencio. De pronto irguiendo la cabeza le dijo al hombre: 
—En las estancias ya hace días que han visto merodear un puma, se armaron de rifles y antes del amanecer sale la peonada para ver si lo pueden cazar. 
—¿Y qué mal les hace un puma? 
—Por ahora es uno. Ellos dicen que si anda uno, la pareja debe andar cerca y que pronto los cerros se van a llenar de cachorros. 
—¡Ojalá! 
—Eso decís vos porque no tenés hacienda, ¡a ellos no les hace ninguna gracia que ande un puma de visita por los potreros! Una noche, mientras meditaba tirado en el catre, el indio Abel oyó el eco de tiros de rifle. Después, un gran silencio se perdió en la lejanía. Antes del amanecer lo despertaron los ladridos y gruñidos de los perros. Salió afuera —recién venía clareando—, los perros en círculo, junto al pozo, ladraban y gruñían avanzando y reculando expectantes. El indio se acercó. En el suelo, cercada por los perros, yacía una joven desnuda, herida en un hombro. Abel la tomó en sus brazos, la envolvió en una manta y la recostó en el catre. Una bala le había atravesado el hombro. Con emplastos y yuyos limpió y curó la herida y, dándole un brebaje que él mismo preparó, logró dominar la fiebre que poco a poco comenzó a ceder. Al día siguiente fue al pueblo a comprar ropa de mujer. Entonces llegó la yarará. Vio a la muchacha dormida y se enroscó en la puerta a esperar al indio. Cuando Abel regresó, le quitó el apero al caballo y se sentó a conversar con la yarará que le dijo: 
—La mujer-puma es la que duerme en tu catre. 
—¡No seas majadera! Ella llegó anoche herida en un hombro y ardiendo en fiebre. Yo la curé y ahí está. 
—Ayer los peones de la estancia “La baguala”, hirieron en una paleta al puma que anda en las sierras —le contestó la víbora— y, sin esperar respuesta, desenroscándose, se fue ondeando su cuerpo a campo traviesa. El indio Abel amó a aquella muchacha, desde el mismo momento en que herida la tomó en sus brazos y la entró en su rancho. Y la joven, que no había conocido hombre, se entregó sin reservas, con la mansedumbre de la hembra que se siente amada y protegida. Lo amó como hombre y lo adoró como a un dios. Tres lunas duró el romance del indio con la extraña muchacha. Una mañana, al despertarse, se encontró solo. La ropa estaba junto al catre y ella había desaparecido. Días y noches la buscó, sin descanso, en todas direcciones, hasta que encontró a la yarará que dormitaba junto a una cachimba. 
—No la busques más —le dijo—, un día volverá sola para volver a irse. Y así será siempre. Abel no entendió a la víbora y no quiso preguntar. Se quedó en su rancho a esperar a la que era su mujer. Y se cansó de esperar. Un atardecer, cuando el sol declinaba y volvía del valle de andar sin rumbo, vio reflejarse a contra luz sobre el Arequita la figura de un puma y su cachorro. Permanecieron un momento para que el indio los viera y luego desaparecieron entre los arbustos del cerro. No volvió a saber de ellos hasta que una noche lo despertó el calor de la mujer que había vuelto. Se amaron sin preguntas, como la primera vez. Un día ella volvió a partir y él no salió a buscarla. Herido de amor, esperó día y noche hasta ver, al fin, la silueta del puma con su nueva cría, recortada en lo alto del Arequita. Pasaron los años y fue siempre así. Amor desgarrado fue el amor del indio por aquella mujer que siempre le fue fiel, pero que nunca logró retener. Hasta que un día, ya anciano, enfermó. Salió, entonces, la yarará a recorrer las sierras en busca de su compañera. La encontró a orillas del Penitente, reinando entre una numerosa manada de pumas. Volvió la mujer a cuidar a su hombre y con él se quedó hasta que, amándola todavía, se fue el indio una noche sin luna a reunirse con sus antecesores, más allá de las praderas orientales. El rancho abandonado se convirtió en tapera. De aquel indio Abel Cabrera solo quedaron las mentas, pero aún repiten los memoriosos que un invierno, al pasar unos troperos por aquellas ruinas, encontraron muerta, junto al brocal del pozo, a una vieja hembra de puma. Desde entonces, por las sierras: desde el Arequita hacia el sur por el Pan de Azúcar, y para el norte por Cerro Chato, volvieron a morar los pumas. Sin embargo, esos hermosos felinos, no son visibles a los ojos de los hombres. Solo los indígenas, si aún quedan, las yaras y alguna culebra vieja, tienen el privilegio de ver a los pumas, dueños y señores, otear el aire de la serranía, desde las legendarias sierras del Uruguay. 

Ada Vega, año edición 1999